V

«Voy a nombrar a una mujer como directora de El País», me comunicó un exultante Juan Luis Cebrián a finales del invierno de 1987, en un hostal de Fontainebleau, mientras jugábamos a las cartas con mi admirado cineasta Mario Camus. «Pero no te hagas ilusiones», prosiguió, algo burlón, como si me tuviera calada, como si por el simple hecho de ser periodista y ser mujer pensara que podía hacerme con el cargo. «No vas a ser tú».

Me hizo mucha gracia que alguien tan inteligente me conociera tan poco como para creer que el cargo podía producirme ilusión. No me esforcé en aclararle el nulo interés que sentía por realizar escaladas jerárquicas, cosa que cualquiera que me conozca puede certificar. Tampoco hice nada por dejarle sentado —eso formaba parte de mi lucha diaria, en la redacción y ante jefes más cercanos, y carecía de sentido contárselo a su ego— que mis ambiciones solo pasaban por reportear mucho, viajar lo más posible y escribir bien, y por que me pagaran con justicia por ello, sin necesidad de joderme recompensando mi bien hacer con un cargo, que es la fórmula gracias a la cual se han malogrado muchos periodistas. Sabía que no lo entendería. De modo que me limité a sonreír.

«Voy a nombrar a Soledad Gallego-Díaz», declaró, por fin. Le felicité, de corazón. No había cabeza mejor amueblada en el periódico, le dije. Lo creía. Y lo sigo creyendo.

Según la versión que obtuve de ajenos, Gallego-Díaz, cuando recibió la oferta para dirigir El País, declinó en favor de su compañero y gran amigo desde Cuadernos para el diálogo, Joaquín Estefanía, reservándose el cargo de directora adjunta, del que dimitió más pronto que tarde, en mi versión —la historia nunca me la contó ella, la deduje— porque, en la cercanía del poder, vio lo que vio y no le gustó nada. Pero es su historia, o sea que punto.

De aquel breve roce de unos días con el entusiasmado Cebrián —en el inicio del rodaje de La rusa, en París y alrededores— seguiré hablando luego, porque aún me queda alguna jugosa anécdota que revelar, pero lo he traído a colación porque quería contaros que, pese a lo fascinante que el señorito podía parecerme y a las debilidades que al natural podía mostrar, yo, por entonces, ya estaba blindada por un sano escepticismo que me protegía de lo uno tanto como de lo otro. A lo largo de una dilatada vida laboral, desarrollada en todo tipo de negocios y practicando toda clase de trabajos, había tenido ocasión de conocer a muchos jefes. Y todos poseían una característica en común: la vanidad. Dadle a un hombre un cargo y no olvidéis proporcionarle también un cordel para que pueda sujetar el globo en que se convierte su autoestima. Cuanto más alto el cargo, más grande el globo y más espesa la nube que le aparta de la realidad. Es una verdad de manual. Si el caballero es, además, un periodista que se convierte en director, existen muchas probabilidades de que, cuando baje a la reunión de primera contoneándose como una primadonna, tal actitud se deba a que acaba de hacer la digestión, en su despacho, de un suculento almuerzo, un puro habano y no pocos secretos compartidos con los mandamases. Ese hombre, sabedlo, ya no pertenece a los redactores ni a los lectores. Se ha dejado convencer, sin oponer esfuerzo, fascinado por su propia capacidad de conquista, para defender los intereses de la empresa.

Trabajé en muchas cosas, antes de ingresar en el periodismo, excepto como obrera en una fábrica, que en aquel tiempo parecía la salida lógica de las adolescentes pobres, si eran analfabetas; mi madre se había preocupado de que eso no me ocurriera. Se salió con la suya, la buena mujer. Fue su triunfo. Aunque lo único que la señora Lola expresó cuando, con el tiempo, le regalé mi primer libro publicado, como un trofeo que ponía a sus pies, fue un lacónico: «Vaya, quién lo hubiera dicho». Me dejó planchada.

Ingresé en el mercado laboral a los catorce años, en lo que fue mi segunda reinvención. Poco después morirían mi lejano padre —hacía años que había dejado de molestarme; dejó la bebida y trabajaba en una azucarera, en Monzón— y, con una diferencia de meses, el tío Amadeu, que fue quien, gracias a sus contactos en los comercios de Barcelona, me consiguió el primer empleo.

Sé muy bien que parte de la incapacidad para las relaciones sentimentales duraderas que, a lo largo de mi vida, he sentido colgar en mi interior, golpeando a veces como una percha vacía —conviviendo con el traje de percal ajado de mi frustrado amor materno, que tan vulnerable me hace—, la empecé a forjar cuando me enfrenté, con emociones opuestas, a aquellos dos acontecimientos, aquellas dos pérdidas que eran, en realidad, complementarias. Un hombre que ya se había ido desapareció sin dejar rastro, y un hombre cuya evanescente presencia me había protegido de la rudeza de mis mujeres me abandonaba para siempre. Cuando más le necesitaba, en el inicio de mi trayectoria laboral, de mi entrada en el mundo de los zarpazos, que él conocía bien.

Quizá por eso nunca he sido capaz de crear relaciones estables. Me dejaba el malo, pero también se iba de mi lado el bueno. ¿Valía la pena aventurarse en busca del adecuado? Sin saberlo, elegí la cabezonería, la tempestad. Y la libertad. Tal fue el poso sobre el que cuajé como pude.

El día en que Lola me anunció: «El Paisano está agonizando. Tú sabrás si quieres verle. Lo tiene tu hermana en su casa», trajinaba la mujer en los fogones, dándome la espalda. A saber en qué recuerdos se hallaba perdida, qué palizas rememoraba, qué intimidad forzada se le subía a la boca como un vómito: mi madre siempre se refería al sexo con desprecio, como algo que los hombres imponen, y no me resulta difícil imaginar por qué. No la escuché llorar, aunque bien podría estar haciéndolo en silencio.

Permanecí en el umbral de la cocina. No sentía nada. Ni por mi hermana, a quien simplemente no recordaba ni conocía —todavía no: nuestro afortunado reencuentro llegaría casi veinte años más tarde—, ni por mi padre, a quien conocí más de lo que hubiera deseado. «No quiero verle», dije. No me miró, mi madre. Siguió cocinando. Tal vez, llorando por todo lo sufrido.

Sé que a Lola aquella actitud mía tan despiadada —y tan justa, me parece, aunque no era el momento de hacer justicia, sino de mostrar piedad— la colmó de orgullo, y que se lo tomó como una especie de vindicación propia. «La nena no ha querido ver a su padre, y eso que se está muriendo. De un mal malo, sí, de un bulto en la garganta. Sufre mucho», contaba a quien la quisiera escuchar, como si mi decisión y el cáncer formaran parte de la voluntad divina, de la punición para el verdugo y la revancha para su víctima.

Claro que le castigué, aunque no de forma deliberada. No había amago de venganza en mí. Solo frialdad, esa helada indiferencia que, en el futuro, se convirtió en una especie de patrón, un modelo para despedir a quien me defraudaba, fuera un amante o un amigo. Mi padre quería verme. Me daba igual. Para él fue un castigo. Era un viejo y se estaba muriendo, y permití que lo hiciera sin mi compañía, que algún consuelo le habría aportado. Con este remordimiento también cargo.

Se terminó el Paisano, pensé entonces. Qué alivio. Árbol podrido: fuera. De cuajo.

Por el contrario, el fallecimiento de Amadeu, que se produjo unos meses más tarde y después de una enfermedad no demasiado larga —o no la recuerdo como tal, quizá porque me la ocultaron—, me dolió como una mutilación mayor realizada sin anestesia. Uno, porque le quería. Y dos, porque él, con su carácter seco en apariencia y, en el fondo, tan tierno para conmigo, constituía una defensa contra la influencia de las mujeres y sus venenosas sensiblerías. El simple hecho de que Amadeu no estuviera allí cuando los asuntos familiares se ponían borrascosos —cuando ellas armaban broncas en la escalera, cuando calumniaban, cuando celebraban el éxito de sus anónimos o la súbita desgracia de una enemiga—, la mera contemplación de su desapego me daba fuerzas. La mente de mi tío siempre se hallaba en otra parte. Ignoro en cuál, pero no en aquella sala llena de bultos tapados con mantas, no entre los sofás desvencijados, no inmersa en los manejos de sus parientas. Ni siquiera cuando imponía su autoridad acallando el gallinero con «quatre crits ben fotuts», que decía él, las escuchaba. Las oía.

¿Sabéis cuándo mi tío estaba presente y concentrado? Cuando escuchaba la radio, conmigo en las rodillas, o con los dos primeros hijos de Mary y yo, ya crecida, sentada a su lado, tratando de imitarle y de que me gustara lo mismo que a él: tangos, el programa humorístico del Zorro, los relatos policiales de Taxi Key, zarzuelas y, sobre todo, ópera. En casa se seguían también seriales, pero eran cosa de las mujeres, que él prefería ignorar: «No estic per romanços».

No era demasiado aficionado al cine, pero, cuando decidía invitarnos a ver una película que le atraía especialmente, montaba una especie de ceremonia. Con el tiet no íbamos a un cine de barrio, para él ir al cine debía ser un acto con empaque, en cierto modo —pienso— relacionado con aquel sueño de conquistar América que una vez tuvo. Como tampoco podía permitirse una sala de estreno, nos llevaba a algo que por entonces se llamaba de reestreno preferente, en locales como el París, el Principal Palace y el Pelayo. Cines más confortables, de butacas más blandas, que no olían a orines ni a comida rancia. O casi.

El tío Amadeu tenía muchas cualidades, pero entre ellas no se encontraba el buen gusto cinematográfico. En este aspecto, era un hombre tremendamente ingenuo, creo que un sentimental frustrado con ciertas pretensiones. Nunca olvidaré que fue con Amadeu, en una de estas excursiones familiares, con quien vi la peor película dirigida por Billy Wilder (lo sabría años después, cuando Wilder se convirtió en uno de mis predilectos), una fallida comedia vienesa a lo Lubistch llamada El vals del emperador. Me encantó, debo confesarlo. Sobre todo, me gustó que hiciera feliz a mi tío. Amadeu, feliz a su vez de verme a mí feliz por lo que le hacía feliz —la aventura de un vendedor como él, pero de fonógrafos, que acaba conquistando a una condesa en la corte austro-húngara—, me llevó varias veces a verla de nuevo, ya sin la familia. Otra de las pelis favoritas del tiet era una cursilada que, en su momento, tuvo mucho éxito, Lilí, que nunca dejo de ver cuando la reponen en la tele porque, aunque confieso que, ahora, a aquella Leslie Caron le arrancaría los mohínes a hostias, la soledad de la protagonista hacía que me identificara con ella.

No sé gran cosa, me doy cuenta, de aquel hombre fundacional que, cuando cumplí la edad reglamentaria para trabajar, me paseó por todos los almacenes de una Barcelona pequeña y menestral, ajena a las grandes superficies, en donde tenía conocidos. Mi madre me preparaba para la ocasión, vistiéndome como si fuera un torero. Medias gruesas, faja, sostén con estómago. Me ahogaba, caminando con la torpeza de un acorazado en secano, del brazo del tío, con la proa enfilada hacia mi destino de chiquilla que había trascendido el hado familiar —la fábrica, dejarse los ojos cosiendo para otros— para colocarse en una oficina. Empezamos por los almacenes más prestigiosos y más nuestros —la Antigua Casa Vilardell—, seguimos por Jorba, que también gozaba de notable fama doméstica y, conforme recibíamos negativas, fuimos rebajando nuestras ambiciones hasta recalar en los Almacenes Capitolio, solo un poco por encima de Sepu. A mí me daba igual, lo único que quería era trabajar, salir de casa, tener otro destino. Pero sé que al tío le decepcionó, y quizá humilló, que no me aceptaran en Vilardell.

En realidad, sé muy poco de Amadeu, ya digo, quizá menos que del Paisano, sobre cuyos antecedentes familiares y comportamiento previo a su boda con mi madre me pondría al corriente, años más tarde, cuando reapareció Carmen, mi hermanastra-hermana que sería, sobre todo, madre-amiga y regalo de los dioses.

Tan poco sé de Amadeu, a través de lo que le vi hacer y no hacer, y de lo que intuí, que tuve que inventarme buena parte de él cuando decidí convertirle en personaje clave de mi novela Un calor tan cercano, que definí como deseobiográfica porque la escribí para darme —darnos— la parte buena que se le olvidó a la vida. En la ficción hacíamos juntos más cosas de las que nos unieron en la realidad. Y le regalé —nos regalé— el personaje de Irene, una mujer distinta y moderna, una criatura adorable y completamente inventada, que al tiet Amadeu, convertido en Ismael, le daba amor, y que a mí, transformada en Manuela, me ofrecía cariño y fe en el futuro.

Pero Irene nunca existió, yo no la tuve e ignoro si el tiet conoció a alguna buena chica que le acompañara en sus frustraciones.

Os decía que, de algún modo, la muerte —y la mera existencia— de aquellos dos hombres tan importantes para mí determinó mi incapacidad para las relaciones largas y comprometidas. Siempre me sentí mucho más cómoda en la pasión que en el cariño, porque la pasión es fugaz y, cuando termina, te deja las manos libres para irte. Cuando me conocía menos, al principio, con el primer amor, lo intenté, y la cosa duró, pero me sentí muy encerrada en un ámbito para el que no tenía disposición: el del compromiso. Más adelante me lancé a fondo a las sensaciones fuertes, a los enamoramientos pasionales que me hacían cruzar océanos, cambiar de meridiano, hacer el pino con mis emociones por montera, creyendo que sería para siempre y, al mismo tiempo, creando los obstáculos que lo impedirían, algo que empezaba desde el primer instante, con la errónea elección del otro. Semejante actitud —yo llevaba siempre la voz cantante— en una mujer independiente resultaba muy atractiva para los hombres pasivo-agresivos, que eran los que me gustaban, porque con ellos y su aparente complicidad me podía montar novelones, o películas, que nada tenían que ver con la realidad. Aquellos indefensos seres se dejaban encuadernar con las cubiertas que a mí me convenían, sin que yo me molestara en echarle una ojeada al texto. Como es natural, cuando decidía, a menudo sin saberlo, que había que dinamitar la relación, el otro se perdía en un melodrama cuyos hilos solo yo manejaba. Siempre me las arreglé para pasar ante mí misma —y ante el otro— por víctima, por decepcionada, por traicionada y por grandiosa. Falso.

Siempre, salvo una vez, la primera, me enamoré de un imposible. Y cuanto más imposible, mejor. No sabía actuar en lo posible, y la prueba es que, en esa relación inicial y prudente, en cuanto terminó la pasión me aburrí como una ostra y aproveché todas las fechas del calendario para cometer tantas infracciones como me fue posible. Aunque no todas, he de confesarlo: hay por ahí un par de contemporáneos a quienes siempre me arrepentiré de no haberles hincado el diente, porque bien dispuestos estaban. Y polvo que no echas, polvo que no vuelve, como suelo decir.

Si los hombres se iban, como mi padre, o no estaban allí, como mi tío, cuánto mejor no iba a ser organizarme una vida amorosa paralela y, en cierto modo, de porvenir fingido, con el que no tuviera que cumplir, que colmara mis necesidades sentimentales, pero me dejara a mí la última palabra. Cuánto mejor no iba a ser cortar por lo sano para no terminar como mi madre, llorando sus desilusiones de espaldas a mí, en la cocina.

¿Me arrepiento de ello? No. No estaba escrito que yo llegara a ser una buena compañera. La verdad es que no me ha ido mal amando como un potro ciego y recogiendo las riendas antes de acercarme al abismo. Vengo de una clase social, de un barrio y de una época en la que fácilmente podía haber acabado preñada en un portal. Tengo muchas carencias, pero he llegado hasta aquí, también, gracias a ellas. Y ocurrió algo magnífico, milagroso. Los hombres que, pese a todo lo que me soportaron, a la larga me comprendieron, me dieron su amistad.

Pertenezco a una generación en la que hombres y mujeres —no todos, no siempre— aprendimos a ser amigos.

No se puede pedir más.

Cuando estaba en lo que podríamos llamar edad de merecer, es decir, de coquetear y agrupar pretendientes, a principios de los años 60, este país era una especie de terreno pantanoso en el que hombres y mujeres, metidos en el fango de los prejuicios hasta las rodillas, se oteaban mutuamente por encima del grueso muro que, formado por las tradiciones, las llamadas buenas costumbres y un arraigado y escandalosamente desigual reparto de roles, nos separaba.

Las chicas nos arreglábamos, nos sentábamos, parpadeábamos, nos sonrojábamos, y ellos se acercaban y elegían. Algunos daban unas vueltas de tanteo, analizando el género. Bromeaban entre ellos, nos señalaban con la barbilla. No hacía falta saber leer los labios para entenderles: «Esa está buena, esa es un cardo». No necesitábamos penetrar en sus pensamientos para conocer lo que sucedería: el más mediocre se acercaría a la menos agraciada, pero lo haría con la pretensión de ser bien recibido y, encima, loado. Ellos también venían de unas madres terribles, que los imbuían de un sentimiento de prepotencia basada en su supuesta superioridad masculina, tan falseada como el rol hogareño-sinuoso de la mujer. Pisa fuerte, písalas fuerte, dictaba la sociedad. Ya tienen ellas artimañas con las que defenderse. Así se prolongaban las cadenas, las condenas.

Todo eso se palpaba, se sufría, se aspiraba igual que el olor a azufre de las lociones que los chicos se ponían contra el acné y ese tufillo a leche agria que, invariablemente, emiten los mozos dados al frotamiento como única salida sexual. Todavía no había empezado el boom turístico que, con la llegada de europeas ardientes y sin melindres, iba a ayudar no poco a varones y hembras. Luego llegarían la emancipación femenina y la píldora, y el sentido común. El franquismo —su policía— podía impedir que una pareja se besara en la calle, pero no que follara, aunque fuera mal, cada vez que encontraba la oportunidad. El franquismo prohibía que dos amantes ocuparan una habitación de hotel sin estar casados, pero no que se hicieran con dos estancias y que triscaran alegremente en una.

Pero antes de que nos tomáramos la libertad por nuestra cuenta, en los tiempos todavía oscuros de los primeros años 60, los jóvenes estábamos todos reprimidos por igual, íbamos calientes todos por igual. Y a nosotras nos tocaba la parte de aguardar, en los bailes —que era el punto social de reunión, o mejor dicho, de choque permitido: bailes públicos o fiestas particulares—, a que ellos nos seleccionaran como a reses, nos sacaran a bailar, nos apretaran, sudaran, y nos colocaran el bulto en cualquier sitio, mientras la pobre criatura, el zagal, convertido en contrario, escalaba su particular cuesta con los huevos doloridos. Hala, a practicar el sobo a la española en la pista, con la esperanza —algo habría que llamar a aquello—, nosotras, de pillar un buen partido, un mediano partido, un partido, por Dios, que demostrara que servíamos para algo, que habíamos sido escogidas. Tal como nos habían enseñado nuestras madres.

No había otra, puede que pensáramos.

Pero sí la había. Vaya si la había.

Aquel mundo de ayer os puede resultar a las jóvenes que me leáis una ficción incomprensible, pero, creedme: todavía siento su aliento asqueroso en mi cogote, y sé que, en la sociedad patriarcal en la que vivimos, la posesión de la mujer por el macho antiguo se ve alentada ahora tanto como entonces, solo que por medios más sutiles. Si es que podemos llamar sutil a la televisión, por poner un ejemplo.

No hace falta, hoy, acudir a misa y escuchar las pláticas que sueltan desde el púlpito los guardianes de la moral. La televisión, los talk-shows, los reality, ofrecen una imagen vejadora de la mujer, algo que las adolescentes absorben sin contrapartidas: sin buena educación, buenos libros, buenos ejemplos. Hay una lista interminable de series estadounidenses, e incluso nórdicas, que se abren con la violación o el descuartizamiento de una mujer. Y esos anuncios. Sea de un perfume o sea de una compresa. El modelo femenino que proponen —ponte Chanel para gustarles y luego irte en moto con tu talla 32, que en eso consiste ser independiente; o asegúrate de que no les ahuyentas con el pestazo de tu menstruación— ha sustituido con increíble eficacia aquellas veredas rígidas rodeadas de alambres por las que se nos encaminaba a la sumisión al hombre, nuestra meta. En pantalla de plasma y con bellos colores, pretenden conducirnos al mismo sitio.

La escena con Juan Luis Cebrián que he descrito más arriba tuvo lugar medio año después de mi regreso a El País, después de trabajar durante dos años y pico en Cambio 16. La promoción de Soledad Gallego-Díaz, como antes la de Rosa Montero, a puestos de jefatura —Rosa dirigió El País Semanal— tenía mucho que ver con los méritos de estas grandes periodistas, pero también con la moda del feminismo que atacó como un virus, aunque no en profundidad, a los hombres progres oficiales de la democracia. En Cebrián, y en todos los jefes a quienes traté por aquella época, se instaló una especie de benévola aceptación del feminismo que les hacía sentirse —si cabe— aún más estupendos. Mi columna formaba parte de esa cuota. Siempre lo supe. También sabía que tenía talento, así que me tocaba un poco las narices, pero en el fondo me daba igual. Era lo que había.

Los mejores años del feminismo —cuando su eclosión se notó en la sociedad— fueron los 80. No solo porque las mujeres salían a la luz, no únicamente porque la empecinada lucha de las feministas, iniciada mucho antes, en los 70, trazaba puentes con las grandes pensadoras de la República y reforzaba nuestras espaldas. No solo porque la fuerza de la mujer, hasta entonces contenida, pero de inevitable desbordamiento, afloró y se convirtió en un baluarte. No solo porque estábamos convencidas de que aquello no era más que el comienzo, y la esperanza nos espoleaba.

También ocurrió porque los machos dominantes de la nueva escena pública consideraron que ser feministas era lo más de moda para el varón dandy del momento. Obsérvese: de moda, no en profundidad. Aunque la potente fuerza laboral, el talento de las mujeres se abría paso per se, por su impulso y mérito, también estaba esa viscosa actitud masculina patrimonial, ese apenas camuflado paternalismo. «A esta la vamos a poner a hacer esto, y esta la promocionaremos a tal puesto».

El poder no cambió de sexo. Sí lo hicieron las maneras del poder. A la larga, de una forma u otra, los amos del asunto mostrarían su verdadero rostro.

Sabéis de sobra cómo están las cosas, hoy en día. Cómo estáis vosotras. Mejor preparadas, peor pagadas, con mayor índice de paro. En el periodismo como en las otras profesiones. De modo que no me hable nadie de igualdad. Cuando llegaron Rajoy y su banda de melifluos cavernícolas, ya habíamos retrocedido y cedido, e incluso hubo una época —los asquerosos años 90, que nos prepararon para el funesto inicio del nuevo milenio— en que muchas mujeres confesaban ser feministas, «pero sin fanatismo», como si dijeran «Tengo hemorroides, pero no son contagiosas». Mal hecho. En este, como en otros campos, creímos que todo estaba en orden.

Hemos despertado. Brutalmente.

Aquel viaje a París resultó muy entretenido por muchos conceptos. Recién aterrizados, mientras esperábamos nuestro equipaje en el aeropuerto, Juan Luis Cebrián me invitó a asistir al cóctel de presentación del rodaje de la película. Acepté. La fiesta tuvo lugar en un hotel pequeño y muy chic, y allí me sentí muy a gusto… porque había gente de cine, artistas con quienes había compartido mucho y bueno cuando trabajé para mi adorada Elisenda Nadal en Fotogramas y, después, en la sección de Cultura del diario. Estaban Mario Camus, a quien admiro mucho, y el productor Pedro Masó. Los actores, los protagonistas, eran desconocidos entonces, y lo siguen siendo, así que no vale la pena nombrarlos. Ella, una bonita modelo pelirroja, y él, un remake en soso de William Holden, a quien Cebrián —escondido en el personaje masculino de La rusa— consideraba digno de representarle.

Lluís Bassets, por entonces corresponsal del periódico en París, me llevó a un aparte en pleno cóctel y me propuso que realizara la información para el periódico sobre el rodaje. Claro que sí, respondí, rauda, no solo porque hacerlo me garantizaba prolongar mi estancia en la ciudad, sino porque el trabajo no me parecía desagradable. Un rodaje por dentro —en Fotogramas me especialicé en reportear filmaciones—, mantener charlas sobre cine con alguien como Mario Camus, hacer entrevistas, conocer Fontainebleau y sitios de ricachones, confraternizar con los técnicos…

Rodamos también en París, en las Tullerías, y en los alrededores de la Bourse, pero sobre todo recuerdo el entusiasmo de Cebrián y el de Camus, concentrado en aquellas veladas en el hostal de Fontainebleau, en donde jugaban a las cartas, a veces conmigo, o a veces teniéndome como testigo de su mutua admiración. Siempre he sido muy lerda para los juegos, pero resulto bastante buena observando el nacimiento de un amor, con una copa de buen cognac en la mano.

Saltaba a la vista que Mario y Juan Luis habían congeniado y que se admiraban mutuamente, y que había en ellos eso que en inglés se denomina tan bien, infatuation, para definir aquello que no es únicamente enamoramiento, sino encaprichamiento. Los dos hombres estaban mutuamente encaprichados de sus respectivas inteligencias, aunque en el caso de Camus puede que influyera también la certeza de que su película iba a ser muy publicitada por El País. Por su parte, Cebrián flotaba. Por aquellos días se había instalado en gran parte de la opinión pública que todo lo que hacía le salía bien: el periódico, la novela. Y el más convencido era él. Recuerdo que una noche —aunque no sé si fue antes o después de lo de Soledad como directora— me notificó que él y Mario —quien asentía plácidamente— iban a escribir «un musical». Sí, señor, como los de Broadway.

Faltaba muy poco para que fracasara su aventura con Radio El País, en donde tuve el gusto de conocer al equipo fundador de Lo Que Yo Te Diga y de colaborar con ellos. También otro proyecto, pero más ambicioso —la revista El Globo—, se fue al carajo al poco de salir, a finales de los 80. El lanzamiento se vivió con gran euforia, todos creíamos en el semanario. Nunca olvidaré los anuncios: un tendedero y, prendidos con agujas, Time y Newsweek, con El Globo en el centro. No tuvo éxito. Ni sé ni quiero saber lo que ocurrió, pero se me llamó, junto a otros, para que formara un equipo de rescate. A la semana les dije que aquello no lo rescataba ni Cristo resucitado, y volví a El País. Mucha gente perdió su trabajo en aquella aventura.

Recuerdo una entrega de los Oscar, en Hollywood, en la que el sobrino de Polanco, Javier Díez Polanco, y su mujer, Marisa Martín-González, adorable criatura, vinieron a Los Ángeles: él acababa de ser nombrado consejero delegado en Sogecable y acudía para renegociar el contrato que Cebrián había firmado con la Universal. Javier es un hombre cálido, talentoso y muy divertido, que se parece mucho a su tío Jesús porque, como le ocurría a su prima Isabel Polanco, prematuramente fallecida, había conocido los malos tiempos. Lo pasamos bien, aunque él menos: tuvo que arreglar los pifostios en que se había metido el señorito al aceptar lotes de discutible material a precios muy altos. Mientras Javier se enfrentaba a la Universal, Marisa y yo recorríamos los estudios, como niñas. El motel de Psicosis debió de haberme parecido un presentimiento, pero por aquel tiempo no podía ni imaginar la escabechina que iba a producirse en Prisa. Uno de los primeros en caer, tras la muerte de Jesús de Polanco, fue precisamente Javier.

Todo había empezado a morir, y el edificio de Miguel Yuste, aunque aún no lo supiéramos, estaba —como el motel de Norman Bates— lleno de pájaros. Pero no disecados. Muy vivos.

No me escandalicé moralmente por tener que escribir reportajes sobre La rusa. Semejantes marrones, como sabemos bien los profesionales del periodismo, le caen a uno en todas las redacciones, y hay que salir del paso lo mejor posible y reservar las fuerzas para las luchas mayores. Algo similar me ocurrió cuando, muchos años más tarde, el entonces director Jesús Ceberio me comunicó que Cebrián quería que escribiera para El País Semanal el reportaje sobre La agonía del dragón, primera parte de su trilogía sobre la Transición y sus prolegómenos.

«Joder», no pude reprimirme. Por entonces Ceberio y yo aún nos teníamos la confianza de cuando los dos éramos periodistas. Hizo un gesto como de «Te ha tocado, apáñatelas». Recibí las galeradas, las leí y tomé una sabia decisión de supervivencia: escribir sobre todo lo que me gustara y olvidar lo que no. La verdad es que ese primer tomo lo preferí a La rusa, sobre todo en lo que sucede en la redacción, narrado con muy buen ritmo. No es un artículo del que me sienta especialmente orgullosa, pero tampoco me avergüenzo. Además, me tranquilizó bastante que el segundo volumen de la saga, Francomoribundia —no recuerdo ahora si se llegó a publicar el tercero—, lo presentara, en Barcelona, nada menos que Javier Cercas. Pensé que no estaba sola.

El hecho de no haberme perdido —o no demasiado— en batallas menores quizá sirvió para que entablara otras más serias, como negarme a continuar en El Globo o firmar la carta de protesta con que la redacción reaccionó al editorial que El País publicó poniendo a parir al Che Guevara, en el 40 aniversario de su muerte. Se puede ser muy crítico con Ernesto Guevara, pero para ello hay que extenderse al menos durante seis folios. Verlo liquidado con un corta nota editorial que era como el cabreo de un gangoso del barrio de Salamanca nos sentó a la mayoría como una patada en el corazón.

Firmamos la carta dos tercios de la Redacción, lo nunca visto. Circuló por las narices de los jefes, se fraguó ante la impotencia del Químico, que ya era director. Pere Rusiñol, gran periodista y enorme compañero, me telefoneó a Barcelona: «¿La firmas?». «Por supuesto». Soy consciente de que muchos firmaron no por guevaristas, ni siquiera por izquierdistas, sino porque el editorial era la prueba palpable del cambio de rumbo que el diario había iniciado mucho tiempo atrás. Tuvieron que publicar —aunque se limitaron a una breve nota en la sección de Opinión— que la Redacción, en su mayoría, repudiaba aquel ataque al Che realizado sin razonamientos.

Por cierto, Pere Rusiñol acabó largándose de El País. Trabajó en Público hasta que Jaume Roures cerró la edición en papel, y ahora está metido en aventuras apasionantes: entre otras, Alternativas Económicas y Revista Mongolia, que tan importantes resultarían para mí cuando tras la escena del diván tuve que reinventarme de nuevo. Hablaré de ello más adelante.

Sí quiero dedicar aquí unas palabras a Andreu Missé, extraordinario periodista económico —de los que no tienen que avergonzarse por ello: un hombre de izquierdas—, buena persona y compañero leal. Missé fue el único que me dio ánimos cuando, tras las elecciones autonómicas y municipales de 2003, después del chapapote del Prestige y de nuestra forzada intervención en la guerra de Irak, cometí la imprudencia de llamar «hijos de puta» a los votantes del PP, y Ceberio me conminó —mediante un frío mensaje electrónico— a que introdujera alguna frase en la que pidiera perdón en mi columna. Fueron días tremendos aquellos que siguieron a mis declaraciones a un plumilla ambicioso de un diario digital de Badalona. La caverna mediática me atacó a fondo, utilizándome para asaetear a El País. No importaba que mis palabras se hubieran pronunciado en mis horas libres, y que otras frases mías no menos delicadas —«los votantes del PSOE han hecho el gilipollas»: estaba furiosa por los resultados, y me dio un calentón— no les importaran a los voceros de la derecha. Tenía que desmentirlo en el diario. Lo hice. Menos a las putas, pedí perdón a todo el mundo. Lo pedí con tanta sorna que no solo la derechona se cabreó: también Ceberio, que me mandó otro e-mail de los suyos. Cuando, días después, el plumilla me envió un mensaje, arrepintiéndose de haberme hecho daño, y me contaba que le habían ofrecido, a cambio de la cinta —cosa a la que él se negó, declaraba con orgullo insensato—, dinero y trabajo, se la mandé al director. Contestó que cuando fuera por Madrid deberíamos tomar una copa.

Nunca lo hicimos, y desde entonces no le he vuelto a ver.

Lo mejor que me ocurrió aquellos días, durante los cuales me sentí tan sola, fue encontrar en el contestador un mensaje de Andreu Missé: «Todos nos caemos alguna vez. Y luego nos levantamos. No te preocupes».

He conocido a muchos jefes, ya digo, a muchos que al llegar creyeron convertirse en más. También a aquellos —pocos, sobre todo pocas— a quienes el poder no corrompió, y por lo tanto ascendieron lo justo. Y a otros que, con la silla, perdieron para siempre su relación con la realidad. Creo que fue Churchill quien dijo que casi todos podemos enfrentarnos a la adversidad, pero que si quieres saber quién es alguien, dale poder.

De hecho, y a pesar de que para un periodista un buen jefe es algo por lo que rezar todas las noches a todos los santos, no son ellos ni lo mejor ni lo peor que me ha ocurrido en esta profesión y, en general, a lo largo de mi extensa vida laboral: más de medio siglo trabajando, desde que me reinventé por primera vez hasta esta última.

Lo mejor fue cobrar mi primer sueldo y saber que, en adelante y mientras tuviera trabajo, iba a poder luchar por mi independencia.

Cabeza alta. Lo gané yo. Lo hice con mi esfuerzo. No me despreciéis. Esto es el comienzo. No dependo de nadie. Es más, sin mi dinero mi madre no podría mantenerse. Soy la cabeza de familia. Aunque nadie me lo diga, aunque nadie me aplauda. En la gran nave de oficinas en donde me pruebo a mí misma como fuerza de trabajo, una zona exclusivamente ocupada por mujeres —los grandes jefes, los hombres, estaban en otra zona, encerrados en sus despachos, halagándose o navajeándose—, el logro más importante que todas parecen perseguir es el de pillar novio, festejar el noviazgo, casarse, tener hijos. Son muchas, y las celebraciones, y los gritos de alegría, y los besos de felicitación se repiten a menudo, como una ceremonia obsesiva. Vi tantos anillos de compromiso que aún hoy, cuando alguien me enseña uno, le mordería el dedo y lo arrojaría a la basura. «Qué lástima, ya no volveremos a verte. Qué suerte, vas a poder dejar de trabajar», comentaban, con envidia, las no agraciadas por el destino.

No era el futuro que me esperaba. Allí estaba yo. Triste, oscura, vestida siempre con la misma ropa —recuerdo el traje de invierno: un dos piezas a cuadros escoceses marrones y verdes—, aburrida a más no poder. Era una tarea tan tediosa, la mía, que me obligaba a organizar novelas en mi cabeza, novelas en las que yo era una mujer independiente —y bien pagada— que taconeaba por las calles de aquel Manhattan de luces de neón aprehendido de los musicales de Hollywood. New York, New York, what a wonderful town, me parecía lo más moderno y más alejado del Barrio y de las mujeres de casa, unido a mis sueños por el hilo sutil del billete de dólar que un marine enviaba a mi puta predilecta. Mientras pensaba en otra cosa y las miraba, aprendía. Nunca eso, nunca para mí.

Y nunca sería.

Cierto que la naturaleza me lo puso fácil. No era guapa, como podéis deducir viendo fotos mías que circulan libremente en Internet. Lo que no podéis imaginar quienes no vivisteis aquel tiempo es que el canon de belleza imperante fulminaba a todas las que no eran, ¿cómo llamarlas? ¿Monas? ¿Boquitas pintadas? ¿Respetuosas defensoras del rosa para niñas y el azul para niños? ¿Sexys pero con cautela, para no espantar a los compradores serios? ¿Con una seductora a la par que maternal pechera? ¿Mudas? Ah, sí, lo recuerdo. Sobre todo eran mudas. Monas y calladas. Dejando al hombre explayarse, intercalando monosílabos y manteniendo siempre esa mirada pendiente, entre lánguida y admirativa, que trasluce una única reflexión interna: Pero ¿cómo es posible que sepas tanto?

La naturaleza me salvó, decía. En casa, mientras mi prima Mary era enjaezada para cazar a un chico de buena familia, yo leía en el balcón y soñaba con otros lugares. Con otras vidas, en las que caminaría sola y no volvería la cabeza para añorar lo que dejé atrás.

De haber nacido guapa, me habrían adiestrado para ser la mejor del baile y atrapar a un joven con posibles. De haber nacido mona, me habrían paseado hasta la extenuación hasta dar con lo que mi madre podía considerar un modesto buen partido: un oficinista que no se emborrachara y me pegara lo mínimo.

Era un patito feo, pero no cometería el error de convertirme en cisne. Me convertiría en una mujer sin apéndices.

El recorrido se inició con aquel primer sueldo, la mitad de mil pesetas. Por eso duele tanto saber que, ahora, a la juventud no la abruma únicamente la precariedad del empleo. También afronta la mala calidad de su emancipación.

Cuando por fin se estrenó La rusa, en un cine de la madrileña Gran Vía, acudimos toda la plantilla del periódico. Me hice acompañar por una amiga a quien avisé: «Si me duermo, dame un codazo». Tenía un mal presentimiento.

Al terminar la peli —por fin— nos lanzamos unánimemente a un disciplinado aplauso. Conforme salíamos al vestíbulo, en medio de un silencio circunspecto, una voz femenina, cuyo origen no pude identificar, proclamó a voz en grito:

«¡Pues a mí sí que me ha gustado!».

Fue lo más demoledor que pudo decirse en aquel momento.