¿Os acordáis del bar Orgía, en donde la pequeña María Dolores aparecía clandestinamente para hacerse merecedora del cariño de las buenas putas del Barrio? Lo conté en un capítulo anterior, y constituye uno de los mejores recuerdos de mi niñez, junto con las excursiones que realizaba con el tío Amadeu para surtirme de juguetes de playa y las batitas que mi madre me cosía para San Juan, acontecimientos que marcaban lo mejor del año, el inicio del verano, una temporada de verbenas y exposición al sol que los pobres aprovechábamos mejor que nadie.
El Orgía. Décadas y más décadas después ocupa su local el Cañete, uno de los restaurantes y lugares de tapeo de moda en la Barcelona del turismo, el diseño, las tiendas de marca, los intentos de esconder la prostitución y los brutales Mossos d’Esquadra. De la decoración han desaparecido las molduras de yeso, las uvas y las ninfas, pero mantiene un ambiente decó que, conjugándose con las dimensiones del comedor principal, estrecho y largo, le confieren cierto aire de vagón-comedor de un tren de los de antes. Por supuesto, acomodadas en la barra ya no se encuentran las profesionales del trottoir, y aquel amable y muy vivido camarero ha sido sustituido por jóvenes incansables que multiplican sus pedidos a la hora punta, mientras la clientela que espera, en pie y hasta en el pasillo, a que se vacíe alguna mesa contempla con odio a quienes, cómodamente sentados, se limitan a ignorarlos.
La calle de la Unión desemboca ahora en un tramo de Rambla presidido por un Gran Teatre del Liceu que ocupa toda una isla o manzana, un emporio musical de moderna estructura, concebido para ennoblecer cuanto le rodea y para alejar a la mala vida de su núcleo principal, siguiendo la filosofía que instaló espléndidos museos en otra parte del Barrio. Por suerte, la realidad se impone, y su risa entre burlona y amarga agrieta sin piedad la capa de maquillaje. En los costados del cuerpo central del teatro, lo que sería la bombonera, los viejos edificios de mi niñez han sido sustituidos por bloques en cuyo interior se agrupan las diversas dependencias del templo de la música, hoy en vacas flacas, como todo, por la crisis y sus gestores.
Ha desaparecido la Pensión Flora, que era propiedad de la hermana de Eduardo Criado, que fue divulgador en España del método Dale Carnagie y autor de obras teatrales; tampoco existe aquella casa de compra-venta de joyas y otros enseres de valor, El Nuevo Oriente. Murieron sus dueños y poco o nada sé, ni me importa, de sus herederos.
Volvamos a Unión, la calle en la que viví hasta los 24 años, y no hasta los catorce, como la Manuela que me personificó a tercios en mi novela Un calor tan cercano. Ha cambiado mucho, la calle. Más limpia, más tranquila. Distribuidoras de juguetes y artículos de todo a un euro han sustituido a las de libros y revistas, proliferan las tiendas de alimentación llevadas por personas originarias de otros países, y eso incluye un misterioso —o a mí me lo parece— almacén ruso, situado —creo— en donde estuvo el establecimiento Jumar de fajas y ortopedias que, en mi infancia, me lanzaba directa a Valle Inclán antes de conocerle. Este de ahora me transporta a La Casa Rusia, de Le Carré, y cuando entro a fisgar puedo sentirme como una tía de Michelle Pfeiffer que compra en el economato. Pervive algún comercio de antaño, como la remozada farmacia, y el yerno del señor Salas, de la Librería Salas, que antes estaba en la Rambla, y en donde yo me surtía de lectura por un módico precio, ha trasladado aquí el negocio familiar. Espero que le vaya bien, supongo que los libros de segunda mano tienen mejor salida en los malos tiempos. A lo peor, las descargas gratuitas han terminado también con el prestigio de esos libros viejos que huelen a historias privadas, que esconden en su interior tiernas dedicatorias o anotaciones sorprendentes, y que uno puede obtener por mucho menos de lo que cuesta, por no decir de lo que vale, ya que el valor de un libro depende tanto de la creación que encierra como del bien que hace, y eso no puede medirse.
Cuando, en la reconstrucción que siguió al incendio de 1994, el nuevo Liceu engulló no pocos edificios, se llevó consigo la casa en cuya portería trabajaba el zapatero remendón que nos ponía regularmente medias suelas, punteras y tacones, o que, con una expresión de lástima en su rostro, nos decía que aquellos sufridos zapatos, que aún necesitábamos, ya no tenían arreglo. Creedme si os digo que perder a una de estas piezas humanas del mosaico doméstico es casi como que desaparezcan algunas páginas de un diario. Hay todo un reguero de calzado maltrecho punteando la poética inevitable de los pobres. Parece que, con la situación económica actual, ha vuelto el oficio. De modo que quienes acudís a sus talleres y me leéis, sabéis de qué estoy hablando. Hace tiempo que asiento mis pies en zapatillas deportivas de esas que duran mucho, y hacen bien, porque no tendrían arreglo, y las conversaciones que podría mantener con el zapatero han sido sustituidas por aquellas con que me obsequia el callista.
Zapatos, un corte de tela para un abrigo que mi tío el representante no podía conseguir, un jersey que abrigara. Para esa compra mi madre, como casi todas las mujeres del Barrio, acudía a prestamistas. Los bancos no estaban a nuestro alcance y, lo que son las cosas, todavía no les valíamos para sumirnos en el pozo de las hipotecas basura. Por entonces nos sangraban unos individuos que solían trabajar a comisión para ajenos. Nuestro dinero también acababa en un banco, en la cuenta corriente de un desconocido. A nosotros ni siquiera se nos ocurría asomarnos a una ventanilla. Íbamos mal vestidos, no disponíamos de avales. Los bancos, como los cubiertos para el pescado, eran cosa de otro mundo.
Una llamada telefónica desde aquel aparato negro que colgaba de la pared, o un corre-ve-y-dile organizado por el supercerebro de la tía Julia, servía para que el intermediario, que solía ser tan lúgubre como su oficio, se presentara en casa y nos abriera una cuenta, por la cantidad solicitada, en las tiendas de las que él sacaba su coima. Recuerdo en especial un almacén situado en los alrededores del Mercado de San Antonio, al otro lado de la Ronda, en donde nos vendían una ropa adocenada y sin gracia, pero que cumplía con su objetivo: abrigar y cubrir. Lo primero no se obtenía por la buena calidad del tejido, sino por su pesadez. No era cachemir aquello. Ni siquiera lana normal. Mucha mezclilla, mucho sucedáneo. Y colores patéticos: verde mierda, amarillo mierda, rojo coagulado, negro tornasolado, azules y rosas que daban cante de pobre, y no me preguntéis por qué. Por los materiales, los tintes. Todo se confabulaba para etiquetarnos. Mi predilecto era el color azul marino, el más discreto, pero me lo fastidiaron los dos cursos que pasé con las monjas practicantes del bullying: era el color del uniforme tableado, con un cuello azul purísima, que nos obligaban a llevar y que, en nuestro caso, supuso un nuevo endeudamiento con el prestamista del Barrio.
Mi familia, y muy especialmente mi madre y yo, íbamos siempre apretadas, porque los intereses eran muy altos y Lola únicamente sacaba algo de dinero cosiendo pantalones para una sastrería de la calle de San Pablo. Lo que cosía para el tiet —yo la ayudaba a sobrehilar bajos: desde entonces arreglo los míos con grapadora— era a cambio de nuestra habitación y de la comida principal. Cuando empecé a trabajar, a los catorce, la alimentación corrió por cuenta nuestra. Recuerdo que en aquella cocina que yo odiaba, llena de trastos y de suciedad, con un horno que no usamos nunca porque la tía Julia también lo utilizaba para esconder inútiles bultos, mi madre tenía un pequeño espacio aparte en el que guardaba, en un plato cubierto, los alimentos del día. Supongo que también había algo en la nevera. No lo recuerdo bien. Sí recuerdo que Lola y Julia se turnaban para cocinar, y que la nena les estorbaba. Era su dominio. Mi tía siempre estaba masticando, llenándose el buche furtivamente. Luego, en la mesa, se quejaba de que era «de muy poca vida». Mi madre le daba la razón mecánicamente. El tiet amagaba una mueca de desprecio, un gesto de impaciencia. Enseguida se encogía de hombros y desconectaba.
Amadeu, que era un hombre muy generoso, nunca dejaba de gastarse en todos nosotros —con el tiempo, en el piso vivieron también el marido de Mary y los hijos que fueron llegando— las mil pesetas que había conseguido cosiendo un traje o… jugando al frontón. De esta afición suya me enteré cuando ya había muerto, así como de que le ponía los cuernos a su mujer en sus viajes, y hasta en el mismo Barrio. Me alegré por él —eso que se llevaba—, precisamente porque las arpías, al descubrírmelo, intentaron que dejara de venerar su recuerdo.
Vivíamos, pues, como podíamos. Empeñadas hasta el cuello, pero siempre pagando, poco a poco. Eso también lo aprendí de mi madre. Pagar las deudas, ser pobre pero honrada, y frotarme bien con agua fría y jabón Lagarto, ser pobre pero limpia. Y la cabeza muy alta, que los señores estén siempre contentos de lo bien que sabemos hacer de pobres. Los señores: una clase inalcanzable a la que había que respetar y de la que nos podían caer unas cuantas dádivas.
Es curioso que este pensamiento que suscribo, que ser pobre no implica ser sucio, las mujeres no lo aplicaran a la casa, que era una especie de pocilga gótica cuajada de rincones a los que nunca llegaba lo que ellas llamaban el trapo del polvo. Los retales que segregaba el oficio de coser —y el de representar tejidos— lo invadían todo. Era el síndrome de Diógenes en la categoría Bultos Intocables. No había pared en la que no se recostaran aquellos informes amasijos de cintura para abajo. De cintura para arriba, los muros mostraban manchas de humedad, rajas en la pintura y, presidiendo los dormitorios, escenas del huerto de Getsemaní, sagrados corazones y otros detalles mórbidos de la iconografía católica más sórdida. Fruto de aquellos días fue mi afición a cubrir también las paredes en cuanto las veo, pero de estanterías con libros, como si conjurara mi tendencia a la acumulación, sin duda inoculada en la cueva en donde crecí, anticipándome a cualquier mal pensamiento, llenando los vulnerables vacíos con los objetos más nobles que existen, los libros.
Los pobres de entonces, como empieza a ocurrirles a los de ahora, llevábamos escrita nuestra procedencia en la ropa y en el olor. Por mucho que te refriegues con jabón, nada limpia nunca lo bastante el rastro de humanidad que acumula la vestimenta barata y usada en los cuartos sin ventilación. Yo había sido agraciada, además, con un par de extras que se resumen en estas advertencias de mi madre: «No puedes tener amigas porque tú no eres una niña normal, tú eres la hija de un borracho que nos abandonó» y «No aceptes ninguna invitación de una amiga porque no podemos devolverla, esta casa no la podemos enseñar».
Como si su personal medio ambiente de amontonamiento e insania —el de las dos mujeres: Amadeu habitaba en su propia galaxia— fuera algo tan inevitable como la lluvia y el viento.
Solo se salvaba el balcón. Mejor dicho, el doble balcón que daba a la sala grande, en donde estaban el comedor, cuya mesa era el tablero que el tío utilizaba para cortar patrones, un escritorio y los sofás gastados en donde las mujeres planeaban sus trifulcas e intrigas y Mary pasaba las páginas de sus revistas del corazón. En forma de L, la balconada cubría la esquina de Santa Margarita, en donde estaba nuestro portal, hasta Unión, en donde tenía lugar la vida que María Dolores acechaba en silencio.
En el último piso de aquel otro inmueble, el de Unión con Ramblas, que desapareció con la remodelación del Liceu, y en cuyos bajos trabajaba el remendón, se encontraba una pensión en la que tenían su hogar algunas de las putas de mi calle, aquellas a las que yo saludaba en la barra del Orgía, cuando disfrutaban de su desayuno. Más tarde en la jornada, ya con uniforme de trabajo, salían del bar en donde habían combinado el negocio y cruzaban el empedrado, por entonces sucio de boñigas —todavía circulaban algunos caballos de tiro—, sobre sus altos tacones, seguidas por furtivos clientes de andares cautelosos, con el rostro medio oculto por el sombrero; y, algunos años después, descaradamente tomadas de la mano de larguiruchos marines procedentes de los buques de guerra de la VI Flota, amarrados en el puerto, que llegaron a España en 1952, el mismo año de mi primera comunión, que se produjo cuando el Congreso Eucarístico. «Esos pobres están tan lejos de sus casas que hasta se cogen de la mano de estas», comentaba mi tía, contemplando a las desiguales parejas, tan compasiva como de costumbre. Desde el balcón yo las veía ir y venir, y pensaba en cómo me las arreglaría al día siguiente, o al otro, o cuando pudiera, para volver a hacerme la encontradiza y recibir su calidez de huérfanas de hijo, y un café con leche.
A partir de mediodía trabajaban, ya digo, pero tenían sus días de descanso, que pasaban en casa. Es decir, en la pensión. Era esta propiedad de una de las niñas cuyas invitaciones no debía aceptar, y cuya amistad no debía pretender: Teresita, una morena de ojos grandes, muy vivaz, cuyo afecto obtuve gracias a mi desobediencia visceral. Recuerdo a su madre como una presencia fuerte, acogedora. En cuanto a las putas, allí estaba mi predilecta, una mujer delgada, teñida de rubio. A veces se pintaba las uñas, a veces cosía, a veces abría un sobre blanco con bordes azules y rojos, que acababa de recibir de América —tenía amores con un marine de color oscuro—, y extraía con delicadeza una hoja muy leve de papel de avión, la desdoblaba y sujetaba entre los dedos el milagro que ocultaba entre sus pliegues: un dólar.
Fue el primero que vi en mi vida, mucho antes de que me mostrara otro el novio de mi prima Mary, que iba embarcado porque estudiaba para marino mercante —obviamente, era uno de los hijos de los dueños de El Nuevo Oriente: pieza cazada, misión cumplida— y había tocado puerto varias veces en Nueva York, aunque no he conocido nunca a nadie a quien le haya aprovechado menos ver mundo. Yo le quería porque me había enseñado a leer y escribir y las cuatro reglas, mientras pelaba la pava con mi prima, y a pesar de que, como colofón didáctico, me contaba que se quedaría ciego si no hacía bien mis deberes, y que ambos tendríamos que pedir caridad en las Ramblas. Me lo contaba una y otra vez hasta que conseguía que me dejara el lápiz y los dedos en el sucio cuaderno, y también los ojos, arrasados por el llanto. Ciega podía haberme quedado de tanto sadismo de nuestra infancia a nivel casero, pensé, años más tarde, cuando ya conocía a Terenci Moix y, gracias a él, había aprendido a reírme de estas cosas.
A aquella buena mujer de la pensión le pedía el dólar, lo tocaba y lo miraba, y lo volvía a mirar. Aún hoy siguen siendo los billetes que más me gustan físicamente, los dólares, quizá también porque, ya trabajando como enviada especial, me acostumbré a usarlos en Beirut y en los países de moneda demasiado débil. Cuando aquella mujer me pasaba su tesoro, era el viaje lo que yo veía entre mis manos. El viaje y la posibilidad de un futuro distinto.
Un billete de dólar, un imán, una brújula. Eran, ahora que lo pienso, los fascinantes objetos que me atraían en mi niñez, más que las escasas muñecas de que disfrutaba. Objetos que ni siquiera hoy han perdido su magia. El primero y la última sirven para irse. El segundo, para apegarse, aún a sabiendas del dolor que producirán las pérdidas.
Pero es mejor llorar que no haber sido jamás imantado.
Hace algunos meses, dos queridos amigos —el feliz matrimonio formado por Carlos y Francesc— eligieron el Cañete para que celebráramos una de nuestras cenas periódicas. Me embargaba la emoción, después de tantas décadas. Ellos también sentían curiosidad. Les había prometido mostrarles el balcón en donde aprendí algunas cosas que resultaron indispensables para mi supervivencia. Aprendí a mirar. Y a describir, lo que es casi tanto como deciros que allí me hice con las herramientas básicas de lo que sería mi razón de ser, mi oficio de narrar. Pues hoy mismo, mientras escribo esto, arrostrando dolores que nunca se ven minimizados por los nuevos que se presentan —hoy tengo un amigo menos, un muerto más; hoy una enfermedad amenaza a alguien que me es indispensable; hoy no me gusto, no me quiero, espera, ten paciencia—, me pregunto qué sería de mí si no pudiera comunicarme con vosotros. Que eso es para mí escribir: comunicación en el desahogo. Y, a veces, en el enredo y la risa, faltaría más.
Parados los tres amigos en el umbral del antiguo Orgía, fui consciente de que nadie más que yo en aquel local, en aquella calle y en esta vida podía saber qué sentía María Dolores a sus siete, ocho, nueve, diez, once y quizá hasta doce años, mientras, ocupando un asiento que iba ampliándose conforme crecía, contemplaba el encaje de las horas, con la frente apoyada en los barrotes de hierro de la barandilla. Huelo el hierro con mi mente de hoy, a mis 70, e instintivamente, con la palabra hierro, me viene a la mente el chorro de agua fresca de la fuente que, en algún tramo del regreso a casa desde el merendero de Las Planas, en donde algunos domingos comíamos al aire libre, el tío Amadeu detenía la comitiva y nos ordenaba a los críos beber de la fuente. Antes nos atiborraba de chocolate para que tuviéramos sed y bebiéramos más.
«Té ferro», decía el tío. Y mi madre y mi tía cabeceaban: «Eso es. Tiene hierro. Vitaminas, que falta te hacen, que estás muy esmirriá».
Hoy pienso que mi madre, pese a todo, pese a que ni ella misma era capaz de encontrar su lugar en el mundo, aparte de aquella especie de apéndice familiar que fue en su calidad de mujer-víctima-abandonada, estuvo también detrás de esa otra ansia de alimento, de vitaminas, que me empujó a conquistar y hacer mío cualquier retal de conocimiento que consiguiera descubrir. Quiero rescatar cuanto de bueno me dio, aunque sea tan tarde, o precisamente por eso, para utilizar en su favor el tiempo que me queda. Fue ella quien lloraba a lágrima viva cuando, en la radio, ponían el aria más dolorida de Madama Butterfly, quien me contaba el argumento de La Traviata, quien me llevaba al cine a ver Triunfo y caída de Verdi, y la versión de Aida en donde Sofía Loren cantaba, con la voz de Renata Tebaldi y unas toneladas de betún marrón distribuidas por la epidermis. Fue mi madre quien compró, a medias con la prima Mary, un grueso ejemplar de Lo que el viento se llevó, que creían esconder de mí guardándolo entre las sábanas del armario, y que yo pispaba y devoraba en cuanto desaparecían, tomadas del brazo, camino de las Ramblas, para que la más joven luciera su palmito. Fue mi madre quien me llevó a ver Quo Vadis?, y aunque allí se trataba de extasiarse por lo mucho que padecieron los mártires del cristianismo, ¿quién me asegura que no fue en ese cine de sesión doble en donde emprendí el camino que me conduciría a leer La caída del Imperio romano, de Gibbon, las Memorias de Adriano, de Yourcenar, y Los idus de marzo, de Thornton Wilder? Con su desmesurada pasión por los dramones operísticos, ¿no me transmitió a mí, aunque burdamente, el consuelo que me brinda la música clásica? ¿No empezó allí, escuchando la voz de Tebaldi, que trascendía el sobaco sin maquillar de la Loren, en donde se inició la marcha que me conduciría a conmoverme, vía Youtube, con el Va Pensiero que, orquestado por Riccardo Muti, hermanó al coro con el público, en 2011 y en la Ópera de Roma, contra los recortes de la cultura italiana, y de aquí trascendió a cuantos amamos aquello que nos arrebatan?
¿No fue aquella pobre mujer castigada, que no sabía qué hacer conmigo, ni cómo educarme, que me dejaba sola con mis miedos, quien, al mismo tiempo, me transmitió su deseo de belleza y sus no reconocidas, no confesadas ansias de libertad? Quiero creerlo. Que aquellas simientes, por raquíticas y desorientadas que fueran, por mucho que obedecieran a la despeluchada rosa de los vientos del sentimentalismo más superficial, se abrieron paso en la fértil llanura de mi sed sin colmar, y resultaron útiles.
Además, ¿por qué lo llamo superficial? ¿Con qué derecho? Podía ser ignorante aquel sentimentalismo, pero en él yacía una pena muy auténtica, aunque se expresara a ciegas, por las pérdidas y, sobre todo, por las derrotas. Las lágrimas de mi madre no brotaban por Butterfly, sino por ella misma. Eso tardé mucho en comprenderlo. Tardé demasiado, porque cada persona tiene sus tiempos, y hay mucho que desenredar antes de que el amanecer se abra camino entre nuestras marañas.
¿Cómo no va a provocarme dolor el hundimiento deliberado de la educación y la cultura, en la España madrastra en que hoy nos toca mal vivir? ¿Cómo no van a producirme náuseas los señoritos —y damiselas— que gestionan el expolio de lo que es nuestra conquista? ¿Cómo no voy a sentir ira, una ira fría, que crea carámbanos como puñales, como misiles, cuando veo el estado de postración no solo económica sino, sobre todo, intelectual, de las generaciones venideras? ¿Cómo no voy a gritarlo donde pueda y como pueda?
Soy hija, aparte de otras muchas privaciones, de la falta de educación formal. Y debo agradecer a mi instinto, y solamente a mi instinto y a mi curiosidad, el que, carente de un disciplinado y riguroso control educativo de mi cerebro de niña ávida de conocimiento, los libros, los maravillosos, inacabables, miles de libros que sabía desparramados por el mundo, historias y ventanas que me esperaban en alguna parte, me echaran una mano para sobrevivir con entusiasmo.
También me produce ira la forma en que muchos jóvenes han sido educados —es decir, ineducados— para que la cultura les parezca un accesorio más y, posiblemente, innecesario en su formación. Porque eso no solo los imposibilita para formarse verdaderamente, sino que los convierte en clientes, consumidores —en el mejor de los casos— y, en el peor, el que se avista, en fuerza de trabajo barata y sin agarraderas. Los deja inermes ante tormentas como la que ahora agita nuestras ramas para despojarnos de los frutos de la sabiduría trabajosamente conseguidos a lo largo del tiempo. No es que hubiéramos logrado metas óptimas desde la democracia, pero no existían tapones como los de ahora.
Tal como pinta el presente, en el futuro no solo seremos pobres. Seremos pobres de espíritu.
Tengo que recordar la sorpresa con que, a partir de los catorce, ya con la amistad de Amparo Miera y, después, la de Ramón y Ana Moix, conseguí hacerme con parcelas de cultura que nunca imaginé que existieran. Leí entonces a Sartre, a Camus, por supuesto a Simone de Beauvoir, y cada lectura derribaba un muro, o varios. Irrumpieron poco a poco, deslumbrándome, los clásicos europeos, los rusos. Madre, qué juerga para el espíritu.
Por entonces ya trabajaba en los Almacenes Capitolio, de aprendiza en la oficina, acarreando botijos y archivando albaranes de compra, pero mi mente siempre estaba en otra parte. Amparo fue una amiga que me envió la providencia de los lectores ávidos: trabajaba en una editorial y me pasaba libros. Fue ella quien me presentó a Terenci, entonces Ramón Moix, y este a gente como Pere Gimferrer, como su hermana Ana María. Éramos todos enfervorizados exploradores de posibilidades culturales, removíamos Barcelona a cabezazos para hacernos con la novela, el disco, la película, la obra teatral que había de alimentarnos.
Siempre le estaré agradecida a El País —aquel al que no dejaré de amar, olvidando en qué se ha convertido— por haberme hecho conocer, como redactora de Cultura en mi primera época, a grandes escritores y cineastas —aunque al gremio de la cinematografía lo conocí antes, en Fotogramas—, y poetas, y personas del pensar que hoy no cotizan, pero a quienes los jóvenes deberían conocer para no sentir la orfandad intelectual que caracteriza a esta época. En aquella España socialista hubo también mucha banalidad, mucho Alfonso Guerra presumiendo de escuchar la Quinta Sinfonía de Mahler y de derretirse con el adagio. Mucho acto de puertas para afuera, mucho seminario, mucho concejal haciéndose currículo invitando firmas para darse empaque, sin ahondar en el avance cultural verdadero. Por desgracia, el concepto de educación y cultura fue, para el PSOE, más de gestos que de reformas, de ahí la disparatada caída que hemos protagonizado después, el desbarajuste: malos mimbres.
Sin embargo, la gente existía. Estaban el editor Jaime Salinas, su inteligente conversación; los escritores Juan Benet y Juan García Hortelano, este último con su hermosa carga de humanidad encima. Cineastas como Paco Regueiro, Basilio Martín Patino, el propio Saura, el complejo Elías Querejeta… Escribí y escribí sobre ellos, los entrevisté. No era docta, pero los retrataba. Y era muy feliz haciéndolo.
Nadie debería privarse de la felicidad que se encuentra en el conocimiento. Es la puerta de la libertad.
Desde mediados de los 80, desde que nos pusimos a mear más alto que el culo porque, con la concesión de los Juegos Olímpicos del 92 para Barcelona y la celebración simultánea del V Centenario de la Conquista de América —otros lo llamamos colonización, expolio, malversación—, nos sentimos el ombligo del mundo: el autoinflado Gobierno socialista nos imbuyó de la noción de que habíamos llegado… Desde entonces, decía, hemos vivido apalancados en la percepción de que todo estaba ganado y de que este país, nuestro país, libre ya de las taras de antaño, nos protegía.
Ni lo uno ni lo otro es cierto, y duro ha sido despertar con la atronadora sacudida del galope de los dinosaurios.
La patria de hoy no es hogar para quienes la necesitamos, sino territorio de explotación para aquellos cuya única patria es su hacienda.
Hostil se muestra la cuna, hoy, y ser de aquí es una especie de cilicio. En trance de liquidación el Estado del Bienestar —ese reparto de derechos básicos—, desregulado el Mercado, recompensados con hartura sus siervos —incluidos los de la socialdemocracia—, inerme la ciudadanía, a la derecha española nada le resultaba más fácil que reinstaurar la caverna.
Nunca hay que dar nada por hecho.
Ni la protección del Estado, ni los derechos conquistados, ni los avances conseguidos.
Tampoco hay que creer que seguiremos soportándolo durante demasiado tiempo.
De modo que ahí, en ese balcón que Francesc, Carlos y yo observamos desde el umbral del antiguo Orgía, hoy Cañete, me fragüé para lo que soy. Las dificultades fueron necesarias. Quizá un poco más de ternura habría estado bien. Posiblemente hay una parte de mí —la de compartir con una sola persona, la de crear una familia— que se habría desarrollado para bien, en lugar de permanecer arrumbada y apolillada en un rincón de mi armario privado que no quiero ni visitar, pero del que acabaré hablando en este libro.
Sin embargo, por haber estado ahí enfrente, amorrada al hierro frío de la barandilla, contemplando el paseíllo de los seres vivos, aprendiendo el lenguaje del Barrio —al pan, pan, y al vino, vino—, ahora estoy aquí y soy quien soy, y comparto lo que hay con más de uno y más de cien, desde el resto de balcones que han ventilado, uno tras otro, mi existencia.
He hablado de Carlos y Francesc, aparte de por el cariño que les profeso, porque representan el triunfo de la lucha homosexual por la igualdad. Gays y mujeres condujimos batallas paralelas y eso nos acercó mucho. Éramos los raros, los heterodoxos, incluso sin tener en cuenta el muy importante factor de la liberación sexual: por nuestro amor a un mundo más justo y culto, del que no estuviera excluido el glamour. Empujábamos la roca de nuestro empecinamiento. Una y otra vez, adelante. Sísifos tenaces, cuesta arriba con el globo a hombros, aguantando los golpes en las espinillas, las caídas, el deshonor. Qué más daba. Nos teníamos los unos a las otras. En mi grupo de amigos ninguno era raro. Lo de fuera sí que nos daba miedo. Aquel caldo gris y espeso que ahogaba a las víctimas de la obediencia debida.
Quizá las jovencitas que me leéis ignoráis que, cuando yo tenía vuestra edad, la mujer pillada en adulterio iba a la cárcel. Es decir, que cualquier siete machos podía ponerle a un amiguete en la cama para atraparla in fraganti y librarse de ella. El adulterio masculino no estaba penado. El crimen de honor —la maté porque era mía— estuvo admitido hasta 1963. No solo no estaba permitido el aborto, no solo el divorcio era anatema. Era la vida cotidiana, nuestro principal enemigo. Ese tejido de costumbres insistentes, tradiciones humillantes e inferioridad asumida. Tal es el venenoso fango sobre el que se asienta nuestro aparente tierra firme de ahora, tan mortalmente agrietada desde que han vuelto los dinosaurios.
Vengo de una España, de una clase social y de una época en la que lo mejor que podía pasarte era que te tocara el cupón de los ciegos, al que la mayoría de las familias pobres eran adictas. Era más fácil toparse con la suerte loca que esperar que el país cambiara, que se convirtiera para nosotros en un marco legal protector de nuestros derechos.
Voy a una España, estoy ya en ella, en donde los anuncios de la ONCE vuelven a declamar en toda su potencia cuantas memeces son necesarias para estimular el ansia de fortuna por golpe del destino. Pero ahora, acorde con la época, esos anuncios nos instan a ser audaces, a querer ser muy ricos, a tener sueños descaradamente ambiciosos. No te conformes con tapar agujeros, nos dice. Sé obsceno. Obscenamente braman, también, para que nos lancemos a apostar, aquellos comentaristas dedicados al fútbol que no pueden disimular, en sus alaridos conmemorativos de gol, su júbilo por conservar el trabajo; una parcela que decae menos, la del periodismo del balompié: país. Mientras, nuestros Gekkos —de las finanzas y de los medios— se hacen ricos mediante la corrupción, el cinismo y la connivencia con los poderes políticos. Mediante los contratos blindados, las primas, los bonos y las millonarias pensiones tramadas por ellos y entre ellos.
No es este el país que había soñado, ni el mundo en el que había querido participar. ¿Es también mi fracaso?
No mientras recuerde que mis mejores ambiciones están en aquel balcón, en aquella niña que abría los ojos y deseaba comprender. Con la frente apoyada en la barandilla y un libro, siempre un libro, abierto en mi regazo.