Cuando alguna estudiante de periodismo me saluda con un halagador «De mayor, me gustaría ser como tú», no solo me sonrojo. También me emociono, porque recuerdo qué me habría gustado ser de mayor. Una veterana analista que ya no puede reportear, pero cuyos conocimientos sobre el terreno, adquiridos gracias a la inversión que en ella hizo el diario para el que ha trabajado durante décadas, no se desperdician. Ni para los lectores ni para los jóvenes periodistas que, en la redacción, toman el relevo.
Tal era el inocente ideal que abandoné al empezar a escenificar el lento y desgarrador adiós a El País que tuvo su momento final cuando la escena del diván, alcanzada a pesar mío la indiferencia que nunca quise sentir por su destino.
No hay revisión de Missing que no me ponga un nudo en la garganta, y no solo por el argumento, que tan de lleno toca mi relación profesional y personal con Chile. Lo que me empuja casi a las lágrimas es la aparición de esa veterana periodista estadounidense, Kate Newman, que, interpretada por la estupenda Janice Rule, se apoya en un bastón y realiza sus certeros análisis políticos, siempre al lado del padre y la esposa del joven compatriota desaparecido. Una vieja periodista todavía en activo. No para correr bajo las balas, sino para explicar quién carga las armas.
En lugar de una proposición para convertirme en un referente periodístico práctico, útil, recibí un certificado de momificación en forma de propuesta para comprar acciones. Ocurrió en el 2000, si mal no recuerdo. Hacía poco que había ganado el Planeta y debieron de pensar que tenía pasta fresca. El caso es que recibí una eufórica llamada del director Jesús Ceberio, quien me comunicó que había tenido el privilegio de ser elegida, con un selecto ramillete de empleados, para adquirir acciones del Grupo Prisa, recién salido a Bolsa. Estaban a casi 20 euros, creo, pero nosotros tendríamos la suerte de poder adquirir hasta diez millones de pesetas —recién entrados en la moneda europea, todavía contábamos en la nuestra—, beneficiándonos de un descuentillo.
Por lo que sé, entre los llamados se produjo una extraña reacción, ya que quienes habían sufrido, al principio de El País, la frustración de no haber adquirido acciones —las de los buenos tiempos—, prefiriendo ser compensados en metálico por el éxito de la empresa, en esta ocasión actuaron con una especie de reflejo de Pavlov y se entramparon para adquirirlas. No resultaron tan bien como aquellas. Ahora mismo, cotizan a 0,4 euritos. Quienes me seguís en Twitter recordaréis que una de mis aportaciones a la red social fue publicar la foto de las bragas de lujo que adquirí el año pasado, al liquidar lo que antaño era un dinerazo, reducido a 47 euros.
Le dije a Ceberio que ponía un millón de pelas a título sentimental, y que el resto ya veríamos.
Nunca olvidaré la visita que tuve que hacer a la planta noble de Prisa, en el edificio de la SER en Gran Vía, ese mismo edificio que, años después, tendrían que vender, junto con otras propiedades inmobiliarias, para detener la primera embestida del naufragio. Era un local moderno, rico, luminoso, con el logo de la empresa y de sus tentáculos desplegado espectacularmente. Recuerdo neón y color azul, y ese blanco flatulento del neón excesivo. Tendría que haber olido el fracaso, porque aquello se parecía demasiado a la redacción de la revista El Globo, uno de los grandes fiascos de la empresa. Quizá lo habían decorado los mismos.
Pero no me olí nada, simplemente firmé el adelanto del primer millón y salí del edificio, dejando a mis espaldas a un grupo de ejecutivos —Cebrián entre ellos— que se palmeaban las espaldas por los pasillos, vestidos a la Wall Street, con camisa y corbata. Parecían Niños de Dios a punto de zarpar para una misión evangélica.
Ya en la Gran Vía pensé que no me iban a sacar ni un duro más. Demasiado les había dado, para ser catalana.
Beirut, a mediados de junio de 2007. Mañana calurosa. Las calles aledañas a Hamra aparecen desiertas, como si fuera festivo en esta zona musulmana, mayoritariamente suní, habitualmente rebosante de actividad. Acabo de realizar la compra de la quincena en la tienda de los armenios, en la vía Commodore, no lejos del domicilio de mi amigo Tomás Alcoverro, corresponsal de La Vanguardia. Cargo con las bolsas ligeras y dejo el pedido más contundente para que me lo traiga a casa su aprendiz sirio. Todos los comercios de Beirut ofrecen este colonial servicio: sirios o subsaharianos que cargan como mulos y trabajan por la propina, y duermen en cualquier parte, y sobreviven como pueden. Los sirios son quienes más compasión me inspiran. Siempre que hay un conflicto con el país vecino, a estos muchachos se les acorrala y los matan a golpes, en venganzas privadas de gamberros consentidos o de patriotas candentes, que viene a ser lo mismo.
Los toldos con que los balcones del barrio se protegen del sol o de la lluvia están extendidos para ganarle al día un poco de sombra, y sus anchas rayas verticales, amarillas y blancas, que en gran parte ya no son ni lo uno ni lo otro, ofrecen una tranquilizadora apariencia de neutralidad política. Son toldos, no banderas, pienso, que endulzan la acritud del hormigón predominante. Camino por Jeanne d’Arc hacia los apartamentos Daouk, apenas a doscientos metros. En los escaparates de atrevida ropa interior, o en las puertas metálicas con que han chapado las joyerías, carteles y pancartas con fotos de los héroes suníes, mimados por Occidente y medio saudíes, medio libaneses: el supermártir expresidente Rafik Hariri, asesinado en 2005 —el Día de San Valentín—, y su hijo y heredero y futuro presidente, así como futuro expresidente, Saad Hariri. En la cristalera oscura de una peluquería de caballeros, las fotos de los dos líderes se mezclan con los modelos que exhiben cortes a la navaja. Hágame un Hariri, mascullo. Córteme por el cuello.
Las calles permanecen vacías de viandantes, pero no de guardaespaldas ni de milicianos que controlan a los pocos que hemos salido para efectuar gestiones inaplazables. Hay en el aire ese grumo de silencio que no conviene identificar con la calma. Es temor. Y el cansancio del temor. Eso es hoy. En cualquier momento puede darse lo contrario. La histeria, la euforia, los disparos al aire de cualquier desquiciada celebración.
En cuerpo y en espíritu, así como en proyectos, no puedo hallarme más lejos de España, que acaba de celebrar el 30 aniversario de nuestra primera votación en libertad. «30 años de Democracia», titulan los diarios, exultantes. Cuando hojeo cualquier Hemeroteca, me sorprende lo premonitoriamente catastróficas que me parecen, a la vista del hoy, esas imágenes solemnes que, en portada y a todo color, muestran a los personajes de la Transición reunidos para el evento: familia real, Gobierno, parlamentarios, militares, fuerzas vivas en general. Un museo de cera. Estos próceres parecen estar excavando su propio hueco en la pared, trabajándose el mármol con una frase, o con un editorial en un periódico. No puede extrañarnos que, casi tres lustros más tarde, en estos días del desmoronamiento en enero de 2014, mientras escribo y recuerdo, o al revés, nadie procedente de aquellos gloriosos polvos sepa qué hacer con nosotros en nuestros actuales lodos. Nadie, salvo quienes mandan y nos han medido la horma del zapato. La gente más valiosa de aquella época está muerta, y la que aún vive lo hace del cuento de haber sido. Uno de los aspectos de estas celebraciones que más llaman mi atención es la nula presencia ciudadana en las noticias. Celebran los de arriba, y se miran los unos en los otros. ¿Hasta cuándo?
Aquella trabajosa Transición, que sigo considerando necesaria, a fuerza de precocinada se quedó tiesa, deshidratada, y sirve únicamente para que la visiten esporádicamente, como a una estatua metida en un nicho de la catedral de la Almudena. Parada en el umbral de lo por venir se quedó la estatua de la Transición que, 23-F mediante, obstaculizó el paso de lo que pudieron ser las transiciones segunda, tercera y hasta puede que cuarta o quinta.
«¡Qué gran país hemos hecho entre todos!», cuentan las crónicas que exclamó el rey en esa celebración, más o menos cuando yo intentaba protegerme de las banderas y refugiarme bajo los toldos de Beirut.
Cuánto por barrer.
No puedo hallarme más lejos.
El estallido de la burbuja inmobiliaria se producirá a finales de este año 2007, y la crisis mundial no asomará su rostro sombrío, con el repentino derrumbamiento de Lehman Brothers, hasta septiembre de 2008. Inmersa en estos días paralizantes y a la vez excitantes de Beirut, presididos por frecuentes atentados que tienen como objetivo a figuras públicas de la política antisiria, compruebo, indiferente, que en España todavía se escriben editoriales e informaciones que hablan del increíble crecimiento de nuestra economía —ya sabéis, el asombro de Europa, del mundo—, y de que podemos absorber más inmigración porque nos sobra trabajo. Somos, oficialmente, la hostia.
Nada me puede importar menos que lo bien o lo mal que le va a la economía mundial, y eso incluye a España, metida como estoy en la pompa de jabón beirutí, que flota a su vez en el interior del balón sin oxígeno de Oriente Medio. Los ecos del exterior llegan amortiguados a la cápsula en la que me encuentro voluntariamente sumergida desde que decidí vivir aquí, menos de un año atrás, un lapso de tiempo que puede definirse como una densa eternidad de sucedidos. La malévola inestabilidad de este país agitado enfría mi interés e incluso mi percepción en lo que se refiere a España. Claro que mantengo un hilo de comunicación, leo los periódicos, me preocupa el incipiente ataque de la Conferencia Episcopal contra la asignatura de Educación para la Ciudadanía. Es, no obstante, una atención puntual, la justa para no sentirme ajena, para escribir columnas. Líbano reclama todas mis fuerzas, y en este momento tengo a mucha gente querida a mi alrededor, amigos con quienes me encuentro a diario para discutir la situación y disfrutar de los placeres más o menos arriesgados que comporta.
No es un camino fácil, el que me conduce a mi primer apartamento de alquiler en Beirut después de hacer la compra. La cadena de atentados que golpea a líderes políticos suníes ha hecho que se refuercen las medidas de seguridad en torno al palacio en donde Saad Hariri tiene su residencia —más adelante la cambiará a las cercanías del Gran Serrallo, palacio presidencial: y seguirán matando a quienes vayan a visitarle—, unas cuantas calles detrás de mi apartamento, muy cerca de la floristería en la que compro nardos. En la práctica, ese reforzamiento de la vigilancia significa que el ejército de guardaespaldas que le protege tiene derecho a registrar las bolsas de la compra de los vecinos. En cada cruce y con minuciosidad, los hombres-armario rebuscan mis bolsas, inquieren a dónde voy.
Paciencia, qué le vamos a hacer. Peor habría sido estar tomando el sol en el Sporting Club una semana atrás, cuando se perpetró un atentado a sus puertas, dejando una veintena de muertos, multitud de heridos y esa mano fría que aprieta el estómago cuando piensas en los amigos que podrían haber pasado por allí. Al estallar este enésimo coche bomba, que se llevó por delante, entre otros, al diputado antisirio Walid Eido y a su hijo Jaled, se encontraba en Beirut mi colega y compañera Georgina Higueras, enviada por El País para cubrir el sitio por el Ejército libanés del campo palestino de Nahr el Bared, tomado por los sanguinarios radicales de Fatah el Islam. La lucha en el campo había empezado el 20 de mayo y se prolongaría hasta principios de septiembre. Me tocó ir al inicio y escribir algo, mientras llegaba el reportero que iba a encargarse del grueso del asunto. Pasaron por Beirut, que yo recuerde, cuatro enviados especiales. Los mejores: Ramón Lobo, Georgina, Juanmi Muñoz. Hubo un cuarto, un tipo muy creído y pésimo compañero, entregado al navajismo. Lo que es la vida o, mejor dicho, el diario: todos los buenos están en la calle, pero al impresentable le hicieron jefe. Que le aproveche.
De aquellos días en que los buenos compañeros —de El País y de otros medios: mi querido Javier Espinosa, de El Mundo, entre ellos— vinieron a cubrir la batalla de Nahr el Bared conservo un grato calor. Nos solíamos reunir cuando, por fin, regresaban a la capital y, por la noche, nos juntábamos para cenar. Nada me gusta más que una buena comida con colegas en sintonía. Es como reencontrarse con la familia. Recuerdo una noche, en especial, en un restaurante de Jounieh, junto al mar, uno de esos locales enormes, con varias salas y no menor número de terrazas, y en donde se servían todos los habibismos —así los llamamos— que nos encandilan: infinitos platillos de mezze, el famoso entremés oriental, bandejas de verduras sin cortar, pescados frescos y muy bien fritos, y las inmensas platas con frutas, los helados, los membrillos, los dulces, los jarabes de colores. Narguiles y vino.
Tengo una selección de fotos hechas por nuestro Pulitzer Javier Bauluz —que, con Patricia Simón, Mónica Leiva y nuestro amigo Samir, el druso, formaban parte del grupo— que nos muestran tan felices, tan divertidos, tan viviendo al día, que el corazón se me mete en un puño, porque, en este trabajo después de la dicha siempre viene la dispersión. Recuerdo la colección de botijos con fundas de ganchillo a la que dedicamos fotografías y encendidos elogios, a la salida, ya alumbrados todos por el calor de la fiesta. Volví a darme con los botijos cuando, poco antes de dejar Beirut para siempre, mi conductor habitual, Michel, treinta y tantos años y casi cien kilos, me convidó a cenar allí ¡con su madre!, en una representación de Edipo Chófer absolutamente memorable. Beirut puede cambiar, pero dudo mucho de que los atuendos botijeros lo hagan.
La aparición del grupo armado Fatah el Islam en el norte y, en el sur, el atentado contra un convoy de las fuerzas de la FINUL, en el que murieron seis soldados españoles, señalaron con contundencia el inicio del yihadismo salafista en Líbano, algo que, por desgracia, ha ido en crecimiento hasta hoy, reflejando los males que aquejan a Irak, y que más tarde aquejarán a Siria, con el país de los cedros como caja de resonancias.
En medio de aquella agitación —no había día sin amenaza o chupinazo o noticia de tiroteos; una huelga general se desmadraba; los de Hizbolá cortaban la ruta al aeropuerto cada dos por tres—, mi vida, qué queréis que os diga, resultaba apasionante. La tribu periodística, bautizada así por el maestro Manu Leguineche, tenía en aquellos momentos Beirut como escenario de sus aventuras. Y la ciudad, pese al miedo, ofrecía esos momentos de gloria en los que se crecía entre dos fuegos. Capital del carpe diem. Alejada de las redacciones —de los hogares subrogados—, me entusiasmaban aquellos encuentros con parte de la parentela periodística, en una Beirut que convocaba la noticia, para su desgracia, como casi siempre. Ellos me ponían al día, yo les hacía partícipes de la cotidianeidad libanesa, tan distinta de las informaciones que Occidente solicita y que solo atañen a muertos. Para interesar a los jefes tienen que morir muchos. O uno solo, pero muy importante. O tienen que verlo antes en la BBC o la CNN. Hay muy pocos mandos en la profesión que, en estos días, actúen por iniciativa propia. La razón es muy sencilla. Pocos proceden del terreno. Y muchos de quienes sí hicieron buen trabajo de campo pueden haber sentido la tentación de olvidarlo, después de fumarse un buen puro tras comer con alguien de la empresa y sentirse más en la parte del amo que en la del reportero.
Las pequeñas historias que trenzan el día a día y que explican —por ejemplo— mi contradictoria pasión por Beirut las escribía en muchas de mis columnas de los jueves y en no pocos «Perdonen» del domingo, el territorio que me quedaba para lo que parece insignificante, pero es fundamental. Alejada de la tibia modorra del bienestar español, estaba ansiosa por mostrar a los lectores las muchas caras con las que tropezaba en mis horas, basculando entre la ternura y la brutalidad, entre la sabiduría y la cerrazón, entre la belleza y el horror.
Me pagué casi cinco años de una extraña corresponsalía que no le importaba a nadie del diario, de donde solo recibía instrucciones para escribir piezas de color, o un gran reportaje sobre el cansino tema de qué pasa globalmente en Líbano, para El País Semanal. Me trataban con reverencia, pero como a una reliquia ya amortizada. O como a una extravagancia en el tejido uniforme de la redacción. No me preocupaba. Siempre he sido una anomalía, y en Beirut jugaba, inclinándome con mucha atención, en un tablero atiborrado de piezas, que solo alguien como yo, o que vivía lo mismo que yo, podía entender.
Me estaba desenganchando, con éxito, de mi adicción al último hogar alternativo que conocería en lo que me quedaba de recorrido en el periodismo convencional.
A los 63 años —en la novena de mis diez reinvenciones— había cambiado mi balcón de Barcelona por otro en Hamra, con toldos amarillos y blancos, descoloridos por la lluvia y el sol, y que daba a lo desconocido.
Era una aventura que no me podía perder.
Dos de las personas a las que más quise en esa primera etapa de mi vida fija en Beirut —aparte de un encoñamiento ya olvidado, como muchos de los que viví: daños colaterales— fueron hombres, fueron amigos. A Jesús Santos, médico-diplomático, humanista, bellísima persona, leonés de humor muy fino, puedo seguir queriéndole. Con su mujer libanesa, Pascale, y con su niña Clara, que es una de mis alegrías de estos últimos años, vive en Atenas, en donde él está destinado como plenipotenciario o algo así. La verdad es que siempre se lo digo: Te quiero por Jesús, no por diplomático. Santos me hizo recuperar mi antigua querencia por Grecia, y de vez en cuando me dejo caer por allí, en donde tengo otros buenos amigos: Ana, Kostas, sus nenas, Miguel… Ante una copa, Jesús y yo solemos rememorar los días y las noches de Beirut, y él me proporciona noticias frescas de la ciudad en la que ya no vivo, y que visita a menudo. Me gusta que me cuente asuntos de la familia de su mujer, de las grandes Feghali, una estirpe de damas poderosas en la que Clara, esa niña tozuda y coqueta, constituye la última aportación.
Recordamos aquellas duras jornadas, cuando él se quedaba de retén en la embajada, siempre con el teléfono a mano, siempre recibiendo malas noticias y tomando decisiones o realizando comunicaciones. Pasábamos muchos de esos ratos en el Sporting Club, viendo ponerse el sol ante un par de gintónics, desconociendo cuál sería el próximo movimiento, de dónde vendría la próxima andanada. Durante un tiempo —en esos días que he empezado narrando aquí, cuando fui de compras a donde los armenios— por la radio una serie de imbéciles vaticinaban el bombazo de esa tarde. Barrios enteros se vaciaban. Al mismo tiempo, se pusieron de moda las discotecas y los bares en terrazas situadas en lo alto de modernos edificios. Había corrido la voz de que las bombas solo estallaban en la calle. Si el bombardeo hubiera caído del cielo habrían desaparecido todos los pijos de Beirut.
En ocasiones se nos unía Adrián, otra persona a la que conocí allí y a la que sigo amando, aunque ya no se encuentre entre los vivos. Así como con Jesús tenía en común el cariño que profesamos a Beirut, la ciudad, con Adrián Rodríguez Junco, que llevaba Cultura en el Instituto Cervantes, en la calle Maarad del Centro Ciudad, me unía la identificación opuesta. Adrián, como yo, detestaba la frivolidad beirutí, sobre la que escribía agudos poemas con estructura de rap. Adrián, que murió a finales de 2012, me sirvió como modelo para el inspector Fattush de mi serie de intriga que tiene a Diana Dial como protagonista. Diana y yo le echamos mucho en falta. Y, sin embargo, nunca me arrepentiré de haberle conocido.
Recuerdo un día en que regresaba de Trípoli, al principio de la lucha entre el Ejército libanés y Fatah el Islam en el campo de Nahr el Bared. Había pasado muchas horas recogiendo información para urdir una pieza de emergencia que sirviera antes de que llegara el próximo enviado especial.
Había pasado horas encaramada en lo alto de un edificio, rodeada de improvisados platós televisivos desde donde los periodistas —con casco y chaleco salvavidas— contemplaban a través de sus objetivos, y a varios kilómetros de distancia, el humo que se elevaba desde el campo, aquella nube gris marengo que se recortaba contra la llanura azul impecable del Mediterráneo. Mis colegas parecían hallarse en la terraza de uno de los bares beirutíes de moda. Exclamaciones, silbidos, comentarios festivos.
Regresé asqueada, y Adrián me acogió en uno de los restaurantes cercanos al Cervantes, que se convirtió en nuestro lugar de reuniones casi diarias. Él también sentía náuseas: de la deriva del periodismo y de la condición humana.
Le añoro.
Subo por Jeanne d’Arc, esta mañana de mediados de junio de 2007, dejándome hurgar en las bolsas, en cada encrucijada, por los temibles mocetones de Hariri, que parecen clonados de una mala película de Van Damm, o de cualquiera de sus sucedáneos. Gafas Ray Ban, un radio-teléfono en la mano, un revólver en la riñonera o sobresaliendo del pantalón. Corpulentos, rapados casi al cero, chulos.
No solo molestan a las vecinas. También se aprestan a propinarme un susto de muerte.
Estoy colocando las compras ligeras en su lugar cuando suena el timbre de la puerta. Convencida de que es el pequeño sirio con el resto del material, abro. En efecto: es el pequeño sirio. Con el resto, en efecto. Y colgando por el gaznate de las grapas de uno de los amenazantes hombretones que ahora controlan el barrio. Los pies del aprendiz se encuentran a un palmo del suelo.
«¿Conoces a este sirio?», pregunta el más alto.
«Claro. Yo y todos los que compramos en la tienda de la señora armenia. Es uno de los miles de sirios que trabajan en Beirut».
Me abstengo, por prudencia, de añadir que habitualmente reciben abusos de sus amos, las autoridades, los beirutíes en general y algún que otro extranjero.
Deposita al muchacho en el suelo, el muchacho deposita las bolsas en la mesa de la cocina, a cuatro pasos de la puerta, el matón entra también y, contra todo pronóstico, exige:
«Papeles».
Intento no temblar, ya que el aprendiz lo hace por los dos, pero he de reconocer que el bulto que le sale al tipo del pantalón, y que no es signo de que se alegre de verme, me inquieta. Trato de explicarle que carece de autoridad oficial para pedirme que me identifique. Caso omiso. Rezongando, voy a por mis documentos. Permisos sellados, cartas certificadas, carnés de prensa.
Todo en orden. Maldición, parece pensar. Es entonces cuando, cachazudo, se dispone a recorrer el apartamento ante mi mirada atónita. Parece que esté haciendo inventario. Dos camas, un equipo de música, dos ordenadores, dos aparatos de radio, una mesita que sirve de mueble-bar. Hum. Mueble-bar. Aunque los ojos se le van al equipo de estéreo, acaba de hallar la excusa moral perfecta —mujer vive sola y tiene bebidas alcohólicas en casa— para soltarme una filípica.
«Todo ese licor ¿es para usted?».
Nada me pone más frenética que la hipocresía de estos tipos, a quienes veo constantemente pasarse al barrio cristiano para cenar en uno de sus locales usando a modo de vino botellas enteras de whisky y de vodka.
«Para mí —respondo, modosa— y para mis amigos de la embajada de España, y los oficiales españoles de la FINUL destacados en el Sur para defenderles a ustedes, y que vienen a visitarme», explico, patriótica y algo exagerada. A mis conocidos de la FINUL suelo invitarles yo a almorzar en el Sporting cuando necesito informaciones bajo mano, y además porque son muy simpáticos y me da la gana.
Cuando, por fin, se va, arrastrando al sirio, bajo a encararme con los conserjes de los apartamentos, que le han dejado subir sin la menor objeción. Mis alaridos los dejan perplejos. ¿Oponerse a los hombres de Hariri? ¿Ellos? ¡Pero si son sus cómplices!
Encuentro al pequeño aprendiz en el portal, llorando. El machote le ha robado las 5000 libras (poco más de tres dólares) que le he dado de propina. Lo cual confirma mis peores sospechas. Puede que mi inesperado visitante no sea un asesino —aunque lo dudo—, pero sí es un ladrón. Y no me extrañaría que cualquier noche irrumpiera en mi apartamento, con algún compinche, dispuesto a arrebatarme mis avíos.
Ha llegado el momento de telefonear a la redacción de El País.
Ese hogar que ya no existe.
Tuve la suerte de que mi amiga Julia Luzán se pusiera al teléfono. «Lárgate de ahí, ya —dijo—. Múdate a un barrio más seguro».
Ambas sabíamos que ningún jefe iba ya a respaldarme.