II

Escribía, al empezar, que este es un libro por el que avanzo con cierto temor, porque sé muy bien que, en parte, consistirá en el relato de las carencias, los eclipses, las bajas. La existencia aventurera que llevé va remansándose para dar paso a lo de hoy, una batalla cotidiana conmigo misma para no dejarme caer, para no ceder a la fácil postración que la edad exige desde lo más reaccionario de nuestro interior. Anda, tú a lo tuyo, ¿qué más te da cuanto sucede? No va contigo, tú ya has luchado, que se apañen los jóvenes. Enciérrate, rechaza, no sufras. La quietud es un veneno lento que invade la mente con la misma tozudez con que la decrepitud se va haciendo con zonas de tu cuerpo. No te das ni cuenta. Claro que no te la das. Si ocurriera de golpe, ¿seríamos capaces de resistir ese asalto inevitable, contundente, vampírico? Los más lúcidos nos suicidaríamos en manada. La tentación resulta más inquietante cuando lanza sus redes a alguien como yo, que concibo los días como una aventura viajera, como un hacer y deshacer maletas, como un ir acumulando cuerpos que son yo misma, parte de mí, como un ir construyendo y atesorando vidas paralelas, a veces hasta solapadas, tanto en lo sentimental como en lo geográfico. ¿Cuántas mujeres fui en Beirut, una detrás de otra, o todas a la vez, según cambiara de calle, de barrio y de vecinos, a veces durante una misma jornada? ¿Cuántas veces pasé, con el chal en la cabeza, tapándome, encogida en el asiento trasero de un taxi, por los escenarios de vidas anteriores, ocultándome, salvando de la curiosidad ajena la última aventura?

Eso se va perdiendo. Ese viaje vital, que gozosamente me expandía y me multiplicaba, se convierte en trocha interior que pelea con la maleza de las horas, y cuya estrechez solo me permite desdoblarme de mente adentro. A sabiendas de que el final está mucho más cercano que el principio.

Novelas que construí a mi alrededor para ser su personaje principal de carne y hueso, romances que inventé y pasiones que estregué como pedernales para que brotaran esas chispas de ilusión que me mantenían alerta. No digo que no pueda montarme de nuevo en improvisadas nubes. Pero no como ayer. Ya no. Antes me subía a rocas. Me agarraba con los dientes, haciendo de las caídas un exquisito melodrama, turbulencias de alto voltaje que me dejaban exhausta pero afilada, vibrante.

Se acabó. La parte buena es que, mientras no te enteras de que eres territorio en trance de sumisión, tus defensas se siguen alzando, hacen aspavientos, intentan asustar a ese achaque o esa pereza que sientes, y que te empeñas en creer pasajera. Vivir como si fuera el último día y hacer planes como si faltaran mil años para el The End. Es una receta que funciona, aunque no durante todas las horas del día ni a lo largo de todos los días de la semana. A ráfagas se impone la oscuridad, cargada de preguntas. A días, recordando a los muertos, ni ganas tengo de salir de la cama. Cada vez necesito menos dedos para contar a los amigos que todavía están. Los antiguos y los medianamente nuevos. No siempre los más jóvenes se quedan. No existe ninguna garantía de no perder, cuando amas. Sea a una persona o a una redacción.

Me pregunto, en esos momentos desalentados, si seré capaz de resistir las pérdidas. Lo soy. Lo somos todos.

Muere un amigo, se desmorona un paisaje, desaparece un país. Haber sido enviada especial tiene eso: los países, cuando se vuelven infierno, ya no son aquellos a los que, por un breve e intenso período, pertenecí. Y el infinito dolor de esa baja es otro mordisco en el corazón, otro muñón al aire que duele puntualmente, otro crimen para el que no hay consuelo.

De eso, ahora, no quiero hablar. Más adelante.

Las redacciones fueron mis hogares de acogida, decía. Tal magnánima aportación de la fortuna a la existencia de la nena del Raval, entonces Chino, no podía por entonces yo preverla. Habría sufrido menos de haber sabido que en el lugar de aquel extranjero estupendo, que, sorpresivamente, confesaría ser mi verdadero padre y me arrancaría de un mísero destino, ocupando los botines y la levita de ese dickensiano sujeto que nunca se materializó, se presentaría un personaje repleto de posibilidades casi mitológicas. El periodismo. Que al final acabaría resultando otra fuente de dolor y resurrección.

En alguna de las abundantes y generosas entrevistas que suele conceder David Simon, antiguo reportero de sucesos de The Baltimore Sun, reciclado en escritor y guionista de series como The Wire y Treme, cuenta que este largo periodo de crisis de la profesión lo vivió, a principios de este siglo, con la misma sensación con que experimentó, en los años 80, la muerte de sus amigos gays a causa del sida. Como una cruel epidemia.

Simon hizo esta declaración hace años. Desde entonces han fallecido más diarios y ha salido del oficio más gente, que engrosa las listas del paro o se ha reciclado como ha podido. No os abrumaré con datos, que se encuentran al alcance de todos —bendito Internet—, pero, en España, es una de las profesiones que más empleos han perdido. Cierto, un periodista merece el mismo trato que un obrero. Pero si el periodista, por la crisis o por el ventajismo de quienes la manejan, se ve relegado al silencio, ¿quién contará lo que le pasa, lo que le hacen al obrero? Su desaparición, o su sumisión debida a la precariedad, constituyen un mal añadido, una grieta social por la que se escurren las imprescindibles verdades.

Cuando escribí mi anterior libro de memorias, Mujer en guerra, publicado en 1998, en la primera fase —todavía no confesada ni a mí misma, o casi— de mi alejamiento sentimental de El País, enuncié los males que, en mi opinión, aquejaban mayoritariamente al periodismo en aquel momento. Se debilitaba el reporterismo, suplantado por el espectáculo. Los diarios imitaban a la televisión, a lo peor de la televisión, el amarillismo. El lector se convertía en público, y luego en cliente. Se establecían el seguidismo y la rutina entre la tropa, demasiado acobardada por el poder de las empresas y, en muchos casos, domada antes de tiempo por la fábrica de empleados agradecidos que son los máster. Y eso ocurría a finales de los 90.

Me quedé corta, naturalmente. No tenía idea de lo que vendría. Ninguno la teníamos. Tampoco supe prever la potencia —aún desorientada, pero imparable— con que el periodismo digital irrumpiría, para salvarnos, aunque sus mimbres económicos todavía resulten demasiado frágiles, pero con ese formidable invento de la participación del lector —sí, otra vez, el lector— como socio y comentarista de los trabajos publicados.

Sí sabía que mis días como reportera de acción en escenarios internacionales estaban contados. Cuando escribí Mujer en guerra ya lo hice teniendo a mis pies a mi amigo perruno predilecto, el gran Tonino, que falleció hace un año. Y sabía que escribir libros iba a ser, como suele ocurrir, una forma de sustituir la acción. No solo por motivos de agilidad física. También por la deriva que tomaban el reporterismo y el diario para el que trabajaba.

En 2004, sorprendentemente, José María Izquierdo, director adjunto, me encargó una serie de siete capítulos sobre Marruecos para publicar en agosto. Fue un último lingotazo de periodismo.

En aquel momento también ignoraba que la próxima aventura me la iba a costear yo, que pronto volvería a Líbano para quedarme durante casi cinco años y proporcionarme historias que, aunque ya no podría contarlas en el periódico, sí me permitirían experimentar a tope nuevas emociones. Aventuras que me alimentarían para los próximos años, para ilusionar los epílogos con la llamarada del recuerdo.

Redacciones.

Os contaré mi memoria de los otros, los domicilios que me vinieron dados por nacimiento y condición, para que comprendáis cuán grande era mi necesidad de hogares alternativos.

Cuando regreso al Raval para escudriñar el hueco de la ventana por donde mi padre me quiso arrojar cuando era un bebé, en una noche de memorable borrachera —mi madre me lo contó cuando aún era niña—, lo hago desde tierra de nadie. Si me planto delante del número 19 de la calle de San Rafael, detrás tengo las novedades de urbanismo más o menos de diseño que mejoraron el Barrio a partir de los cambios que trajeron los Juegos Olímpicos de 1992, y la juerga especulativa en que se cocinaron. Repintada y con marcos de aluminio, se yergue, resistente, la fachada del lugar en donde pasé mis primeros tres años. A su izquierda, el pasaje con portal en forma de arco en donde antiguamente los niños vendían tebeos y se contaban aventis, hoy con aspecto de callejón de zoco, tal como corresponde a la nueva emigración.

Me viene a la mente el olor a humanidad hacinada de aquel primer hogar. Vivíamos como realquilados en una sola habitación —¿o eran dos? No lo recuerdo— mis padres, mis hermanastros Carmen y Paco, que pronto se darían el piro, y yo, que nací en el Clínico y, según mi madre, salí de color azul, que se me pasó con un buen susto.

No recuerdo, por fortuna, a mi padre en esa noche tumultuosa, conmigo en brazos y camino de la ventana, amenazando con lanzarme. Enjugo esa memoria inducida con otra propia muy grata, gustativa, del único domingo en que mi madre se hizo con un cruasán. La veo abriéndolo ceremoniosamente por la mitad, a lo largo, echándole aceite y azúcar y dándomelo a comer como se lo ofrecería a una princesa. Yo no podía tener más de tres años, así que debo tratar con reverencia este detalle, una de las gemas que permanecen en el intangible baúl del despertar de los sentidos. También es un homenaje a la belleza de las cosas pequeñas, que el hipotálamo me devuelve siempre que paso por delante de una pastelería, cuando estoy parada ante el bufete de desayunos de un hotel, o simplemente cuando cierro los ojos en un momento de vigilia. Cruasán. Se hace la magia, y el tufo a humedad y hacinamiento desaparece. Es de nuevo domingo, crujiente y dulce.

Nunca me faltó alimento, pero comer extras, por modestos que fueran, era un lujo muy esporádico en aquellos tiempos de posguerra en los que reinaban como proteínas los huevos frecuentes, y el bacalao —por entonces barato— y la caballa, muy pocas veces a la semana. Por eso mis evocaciones son tan exactas. El bocadillo de queso tierno que mi madre colocaba en mi cartera de hule cuando iba al único, aterrador colegio de monjas que frecuenté durante un par de cursos —a los nueve o diez años—, y en el que fui objeto del hostigamiento de las monjas, azuzadas por la propia señora Lola quien, influenciada por su confesor, creía que las reverendas hermanas extraerían de mí el demonio de la genética del Paisano, que ella les había detallado con regodeo, sin duda para ampliar su papel de víctima y para, con sentido práctico, hacerse perdonar los retrasos con que solíamos pagar las cuotas mensuales.

En esa galería de olores y sabores del recuerdo se encuentra también el huevo frito con patatas de las mañanas, que empecé a recibir cuando descubrieron que estaba anémica. Sabido es que, cuando hueles algo que marcó tu olfato en la niñez, el cerebro te lo devuelve en forma de recuerdo. En lo que a mí respecta, en ocasiones soy yo quien lo provoca, quien procede a la operación contraria, y me froto a solas la memoria hasta que comparece el aroma o la imagen que dio respiros a mi infancia. Onanismo olfativo, podría ser.

Los olores hacen compañía. A veces me sucede, estando tranquilamente en el sofá de casa viendo una serie: se presenta el perfume de una amiga querida que vive muy lejos, el olor del cabello de un hombre que ya no es mío, pero que me acaba de telefonear, convertido en amigo.

Alimentos de mi infancia. Esos eran los momentos madre-buena de Lola, los nutricios. También cuando me cosía vestidos, y cuando me llevaba al médico para asegurarse de que mi corazón no había salido como el de mi abuela, su madre, que cayó muerta delante de ella cuando era una cría, a los treinta y tantos. Salía Lola de la consulta disimulando el llanto de alivio, y en esos momentos la amaba con todas mis fuerzas, con un sentimiento que ahora mismo —cuando tengo casi el doble de su edad de entonces— me colma, me ahoga, porque aunque un día la dejé de querer, cansada de su parte oscura, el amor filial a la mujer que podía haber sido quedó dentro de mí como una recaída, como una esquela o una declaración tardía.

Los otros momentos pertenecían a la pobre mujer que, sintiéndose víctima, creía ser más recta que nadie y se volvía cruel, y quería enderezarme aunque yo no creciera torcida, sino diferente. Para empezar, no era bonita. La niña graciosa, de ojos grandes, que veo en las fotos, a los seis o siete años empezó a estirarse, huesuda y cetrina, cada vez más parecida a Francisco, o eso decían. Qué más habría querido yo. Mi padre era lo que en Cataluña llamamos un hombre «ben plantat». Apuesto. Lola me miraba, rumiaba y llegaba a la conclusión de que había salido a una de sus odiadas cuñadas, la hermana del Paisano, María. La dentona.

«La nena es feíca, pero muy lista», se justificaba ante las vecinas. O vecindonas, como las suele llamar Terenci Moix en sus escritos. Aquellas arpías.

Desde tierra de nadie, pues, contemplo la ventana del piso en donde vivía mi familia cuando nací, aquella desde la que Francisco quiso lanzarme tras una jornada de mala priva. He descrito en otros libros el Barrio en el que crecí y me formé para salir a pelear por la existencia —toda lucha, toda deseos de huida: diferente a lo que de mí esperaban—, pero creo que no le he hecho del todo justicia. Porque cómo detallar el profundo asco que me inspiraba la suciedad de las calles, así como el prudente amor —una niña que siente temblar el suelo bajo sus pies nunca se entrega del todo; tampoco lo hace de adulta— que sentía por algunos de sus habitantes, empezando por las putas que me convidaban a desayunar cuando, enviada por mi madre a por una peseta de hielo o una gaseosa al otro bar —el de las personas «decentes»—, me escabullía para detenerme ante la barra del Orgía, mi frente rozando los apliques dorados de la barra de madera, mi cuerpo escuálido —era anémica, ya lo he dicho, y asmática y, con el tiempo, bronquítica: una joya— depositando su peso ora sobre un pie, ora sobre otro, hasta que la buena mujer de la calle que tenía al lado, encaramada a un taburete y todavía en horas de asueto, aún sin pintar y sin tacones topolino ni falda tubo, una madre como la mía, pero con el hijo en el pueblo, me acariciaba el cabello e instaba el camarero, anda, ponle a la nena un café con leche de mi parte. ¿Quieres un café con leche, nena? ¿Cómo te llamas? Y yo lo tomaba ardiendo, ardiendo el café y ardiendo toda yo de necesidad de afecto. María Dolores, señora. Para servirla.

Aparte de aquel cruasán y de la vaga sensación de que nos amontonábamos en una habitación que olía a humedad, con poca luz, apenas recuerdo mi primer domicilio. No ocurre así con la tierra de nadie en la que me detengo a contemplarlo. Esa buena porción del Barrio ha desaparecido para dar paso a mejoras urbanas indudables, agrupadas en torno a la nueva Rambla, que abre una vía de sol, con bancos y mercadillos y árboles, a lo que fue la zona más deprimida del Chino. Hoy las calles que ya no existen, y aquellas que todavía aguantan, algo remozadas, huelen a especias y a humanidad caribeña, magrebí, subsahariana o pakistaní: son otros los charnegos del presente, aunque sus objetivos sean los mismos que empujaron a Barcelona a las familias de mis progenitores. Buscarse la vida. Ganarse el pan. Limpiar culos. Fregar suelos. Chupar pollas. Coser por las casas. Cepillar la madera. Poner ladrillos. Oficios del volver a empezar en la gran ciudad no siempre hospitalaria. O montar negocios. Locutorios, tiendas que los vecinos han ido abandonando, y de las que se han hecho cargo los nuevos habitantes.

Esas calles del Chino, desde la de Hospital hasta la que se llamaba Conde del Asalto, fueron el escenario de mi niñez incluso cuando mis padres trabajaban al otro lado de las Ramblas, en la mucho más digna calle Duque de la Victoria, pegada a Portal del Ángel, como conserjes de la Asociación Fotográfica de Cataluña. Eso debió de suceder entre mis cuatro y mis siete años, pero Lola, que era adicta a su familia materna, y sobre todo a la dominante tía Julia, pasaba las horas libres, conmigo a cuestas, en la calle de Santa Margarita, entre Unión y San Pablo. De ahí irradiábamos nuestra presencia grupal de mujeres, tomadas del brazo o de la mano —primas, tías, la pequeña María Dolores—, con destino a los cines de barrio. No he vuelto a sentir una calidez de recibimiento como la que ofrecían aquellas salas de suelo irregular y siempre en pendiente, sin calefacción, dotadas de sillas de madera crujiente y rayada, de un terciopelo ajado y descolorido, o de un cuero tan gastado que parecía lona sucia. En aquellas salas, que olían a orina y a comida rancia, y en las que me aislaba hasta de la compañía familiar —sobre todo de la compañía familiar— para introducirme en el viaje del cine, me cargaba de luces. Pertenezco a la generación que realizó la mejor parte de sus estudios en salas de programa doble y muy variada oferta. Algunos de mis compañeros de clase, aquellas que se impartían en los cines Barcelona, Argentina, Rondas, Goya, Céntrico, Edén, Alarcón, Diana, Cinemar, Principal Palacio, Hora, Pedró y algunos otros, ya no están en este mundo y quizá se encuentran en el de los sueños en tecnicolor y cinemascope. En el Raval quedan plazas duras e inhóspitas bautizadas con sus nombres: Manuel Vázquez Montalbán, Terenci. Plazas duras, cines desaparecidos. Y la Filmoteca, que funciona muy bien, finalmente anclada en la plaza del resistente de posguerra Salvador Seguí, alias El Noi del Sucre. A menudo se me convoca para participar en homenajes a los amigos muertos, tan cinéfilos ellos. La sala se llena de un público mayor o que, joven, ha retomado la pasión por las pelis. Ahí también encuentro calidez.

Francisco, mi padre, era un atildado alcohólico que trabajaba como camarero raso en bares del Barrio y aledaños, y que estaba muy bien considerado por sus amigotes. Cuando me entran nostalgias de un pasado mejor cuento que era barman, pero no es verdad. Era camarero y, me temo, nunca consiguió mantener las manos lejos de la caja. Podía beberse al día una botella de coñac —como base: aparte, los extras— y seguir funcionando como si nada. Recto como una vela. Vago, también, pero muy agradable en el trato social. Era alto, delgado, moreno, canoso. Un caballero, que se movía por el Chino dándose ínfulas, él, cuya familia había poseído un astillero en su Torrevieja natal. A lo largo de la jornada se le iban acumulando, junto con el licor consumido, la frustración, el resentimiento, la ira. Se casó en segundas nupcias con Lola ya cercano a la cincuentena, después de haber enviudado de una infeliz a la que también molió a palos, que le dio dos hijos a los que atizó cuando le vino en gana, y que murió en los bombardeos italianos sobre Barcelona, en marzo del 38.

Nadie habría dicho, viéndole, amable y servicial, lo violento que era Francisco. Mantenía la compostura cara al exterior, pero, en cuanto cruzaba el umbral de casa, le soltaba a mi madre un bofetón preventivo y después la apalizaba. Desde muy pequeña se me grabó su gesticulación de energúmeno, y creció mi miedo. No importaba que Francisco no me pegara nunca, debido a que me consideraba un blasón en su calidad de macho capaz de engendrar pese a su edad. Mi madre, que lo sabía, a veces intentaba esquivar sus golpes agarrándome y poniéndome entre los dos. Su cólera, ya que no su mano, me daba en la cara.

El miedo de los niños es indescriptible. He leído novelas en las que aparecen pequeñines que temen hasta la médula que sus padres se separen. Yo solía temer que no lo hicieran. Precoz —era una niña vieja; ahora soy una vieja joven, me lo he ganado—, le preguntaba a mi madre si no sería mejor que lo dejara, que se separaran. Lola movía negativamente la cabeza, realista. «Tu padre llamaría a un amigo que testificaría que estoy liada con otro, o vete tú a saber. Y los jueces son hombres. Los hombres se tapan entre sí». No se cortaba ella, por otro lado tan beata —o eso parecía—, a la hora de hablarme mal de su marido, ni de contarme sus preocupaciones, ni de alimentar mi pánico.

Tenía razón. El nuestro era un mundo brutalmente patriarcal. Y mala suerte si eran malos hombres. No mejoraba si eran los socialmente considerados buenos hombres: autoridades, curas, jueces. Franquistas todos, o cómplices, o sometidos a gusto, secundados por la mujer-mujer como Dios manda a la que metían en vereda las pijo-falangistas de Pilar Primo de Rivera y sus melifluas sirvientas bigotudas. Alguna mujer sensible habría entre aquella masa piadosa del Auxilio Social y de la Sección Femenina. Yo no la conocí. Venían a casa con el pretexto de hacer el bien y nos sometían a su juicio y condena.

Estos tiempos no son como aquellos, alguien dirá. Pero lo serán, si les dejamos. Nada se deteriora con mayor rapidez que un país. Basta con enfilar por el camino equivocado hacia la meta errónea. He visto estructuras sociales enteras desaparecer bajo el zarpazo de la inestabilidad, y he presenciado cómo los peores elementos crecían como las malas hierbas sobre su desgracia. España no es diferente, aunque tenga su propio vector de autodestrucción. Quienes mandan ahora no han tenido que dar un golpe de Estado ni provocar una guerra. Les ha bastado con conservar las esencias y esperar a que la izquierda cometiera errores, mientras ellos se ponían al día en materia de capitalismo neoliberal. La derecha es muy disciplinada para encubrirse y para llegar al poder usando las urnas. Nunca se muestran desencantados, ellos. ¿Cómo van a hacerlo, con lo que poseen y lo que aún pueden conseguir? Se han globalizado, además. Nosotros, los otros, parecemos incapaces —una vez más— de urdir un frente común.

Decía que las mujeres de la familia íbamos al cine, pero lo hacíamos, sobre todo, la tía Julia, mi madre y yo. Debo contar bien cómo era la tía Julia, porque ella determinó el destino de Lola y, en cierto modo —por haberles llevado la contraria a las dos—, el mío.

La tengo en mente como una mujer vestida de oscuro sempiterno, con batas de percal y delantales de grandes bolsillos. Julia tenía forma de trapecio. Una cabeza menuda de pelo rizado algo pringoso, de un gris que alguna vez fue rubio, y con ojos pequeños como agujas, claros, que parecían engastados en los gruesos cristales de sus gafas de miope. La nariz abrujada, las orejas de pétalos largos. Un busto estrecho pero de grandes tetas que reposaban en su cintura conducía a unas caderas y unas piernas que poseían la solidez de un ombú centenario hundiéndose en la tierra. Para mi sorpresa, en las fotos de su juventud aparece bonita: con un esbelto cuello emergiendo de su blusa de marinero y una sonrisa que parece cándida, pero que, si te fijas en sus ojos, da miedo. Sonríe en la foto como sonreiría una serpiente si supiera hacerlo. Como sonreía cuando me tenía recogida en su casa y decidía qué estaba bien y qué estaba mal. Y lo que yo merecía.

Todo giraba a su alrededor porque, dentro del clan de los Manzanera, desperdigado por las callejas del Chino, era la única que había logrado casarse con un catalán de pura cepa, el tiet Amadeu, un sastre y representante de tejidos que nos hablaba en catalán a todos, y a quien mi madre ayudaba cosiendo. Amadeu había nacido en la Barceloneta y hecho las Américas en sus años mozos. No le fue bien, pero las mujeres siempre nos contaban la historia de que había atravesado los Andes en burro, aunque ignoro si lo hizo cuando iba, cargado de ilusiones, o cuando regresó años más tarde, con la derrota encorvándole los hombros. Era un trabajador competente y serio. Era un hombre de cabeza poderosa, quizá por ello a mí me parecía muy alto, y ojos claros. Podía tener muy mal genio —lo llamábamos prontos—, que usaba para defenderse de aquel enjambre de mujeres que le aturullaba con sus continuos chismorreos. «Calla, dona, cony», solía cortar a la que estuviera parloteando. Entonces las mayores me miraban, como si yo fuera el objeto de aquella frase, y se me llevaban a otra habitación, cuchicheando. «El tío está de mal humor, quédate aquí, no lo vaya a pagar contigo. Como le dé uno de sus prontos…». Nunca le dio conmigo. Ellas le utilizaban ante mí como hombre del saco, pero no les funcionó. Yo le quería.

De Amadeu, aparte de que fue el hombre que me facilitó mis cuentos infantiles, mis primeras lecturas, aprendí que es propio de los maridos, en algún momento de su vida —y también de los compañeros sentimentales—, adoptar un aire ausente, irse muy lejos mientras su cuerpo se queda en la sala o en el comedor. El cuerpo obedece, como si fuera el precio a pagar a cambio de tener una familia, pero la mente se aleja.

Julia tenía una forma muy sutil —que Lola imitaba—, muy seudofeminoide de baja estofa, de ir acumulando insinuaciones hasta demoler una reputación. En cuanto a control, la tía podía haber sido la Úrsula de Cien años de soledad, pero poseída por el espíritu de la vidente del Escorial y la maldad de la madrastra de Blancanieves. Julia era adicta a la superstición, que usaba para sus propios fines. Echaba sal ante la puerta de aquellas personas a quienes deseaba algún mal, consultaba con espiritistas, soltaba maldiciones. Mi madre era su escudero.

Controlaba, la tía, el destino de todas las mujeres de su familia —las que se dejaban: unas cuantas cuñadas de carácter bravo no le permitieron meter baza en sus asuntos—, pero se concentraba especialmente en mi madre, que la idolatraba y la temía. Habían crecido juntas, jugado juntas. Era uno de esos casos en que la menor de una patulea de hermanos tenía casi la misma edad que sus sobrinas. Julia siempre ejerció un sibilino control sobre mi madre, quien la anteponía a mí, a su felicidad, a la lógica. Siguiendo su consejo, Lola se dejó cortejar —y, posiblemente, follar: eso era cuando la República— por alguno de los chicos de las casas de ricos a los que iba a coser. Fracasada en su intento de utilizar su palmito para mejorar socialmente y, supongo, dolorida —era una romántica, se enamoraba, creía en los finales felices—, siendo ya muy mayor para la época, casi cuarentona, se juntó con el Paisano por intervención de Julia, que era de la opinión de que «una mujer debe tener siempre unos pantalones al lado». Nací yo y, tres años después, se casaron: lo que me hace comprender la frase de la palangana. Quizá, si María Dolores no hubiera nacido, Lola habría encontrado las fuerzas necesarias para abandonarle, y habría sido una mujer más feliz. Una mujer no golpeada.

Aquella mujer perdió la guerra pese a que la ganaron los suyos, la gente de orden. Perdió todas las guerras. Por perder, hasta me perdió a mí, que dejé de quererla en el mismo instante en que, fuera de casa mi padre para siempre, Lola se volvió a mí y me dio el primer bofetón:

«Ni siquiera has sido capaz de retenerle», dijo. Yo tenía siete años.

En aquel momento me reinventé por primera vez.

Al tiet Amadeu su empleo como representante de géneros le aportaba, además, las satisfacciones de la huida física. Se ausentaba por esto o por lo otro, con abrigo, sombrero y la maleta de las muestras, y una expresión de felicidad que apenas podía disimular.

Ellas lo sabían, que Amadeu se daba sus alegrías, no solo porque eran muy astutas, sino que siempre pensaban lo peor de todo el mundo. Pero esa cana al aire que el tío podía echar les permitía, en su ausencia, saltarse toda barrera, todo freno. Cuando él se iba, y sobre todo si pasaba alguna noche fuera, dejaban rienda suelta a su imaginación para la intriga. No pocas reputaciones debieron de caer durante aquellos períodos.

Había otra cosa a la que solían dedicarse, sin tregua, y era a preparar a mi prima segunda María. La llamaban Mary, me llevaba catorce años y era muy atractiva, muy vistosa, alta, con buena pechera y cintura y caderas estrechas, fina de porte. Su destino manifiesto era casarse con alguien de posibles, lo cual en el Chino y, sobre todo, en aquella parte tan arrastrada del Distrito Quinto, reducía la candidatura a los hijos de don Alfredo y doña Pilar, amos de una casa de empeños y de compra y venta de joyas, El Nuevo Oriente —que en mi novela Un calor tan cercano llamé El Nuevo Damasco—, que eran los únicos ricos que conocíamos. Orondos y potentes como buques insignia, sobre todo ella, reinaban en la calle y, muy especialmente, sobre mi madre y mi tía, que no perdían oportunidad de pasarles a mi prima por las narices, con su elegante vestuario.

Mi madre le cosía vestidos que destacaban su palmito. Su madre la aconsejaba. Yo asistía, atónita, al espectáculo de aquellas siniestras casamenteras haciendo planes, mientras Mary asentía y hojeaba una revista del corazón, alcachofada en un sofá de esquinas mordisqueadas por los sucesivos perros a los que malcriaron y dejaron bajar sueltos a la calle, con las consiguientes bajas por atropello. Se salvó de ese triste recuento solo Chica, una caniche negra que, a fuerza de una inadecuada alimentación, acabó pareciendo un trolebús, pero que acompañó a mi pobre madre hasta el último día de su vida. Dormían juntas, pero no creo que fuera en homenaje a los tiempos en que mi madre y yo ocupábamos la misma cama. Chica y Lola dormían con las cabezas juntas.

Mary asentía, mientras las otras le daban a la aguja y a la sin hueso, pasando las páginas de la revista sin leer ni siquiera los pies de foto.

El resto de la historia de esta parte de la familia no me pertenece, aunque bien daría para un par de sainetes y tres melodramas. Lo que sí quiero es dejar constancia de la educación que recibí, en aquel piso de Santa Margarita esquina con Unión que nos había acogido tras la marcha de mi padre.

Desde aquel piso, que era su reino, Julia amañaba matrimonios, destrozaba uniones, sembraba maledicencias y escribía anónimos. Mejor dicho: dictaba anónimos que mi madre escribía. A mí me daban el sobre para que lo metiera en el buzón de correos. «Su mujer le engaña. Una que le quiere bien». Era la sordidez en estado puro. También tenía protegidas a quienes recibía en casa. Una hermana de Julia que se llamaba como mi madre y que se drogaba constantemente masticando aspirinas que sacaba del bolsillo del delantal, una amiga que tenía un hijo gay —«de la acera de enfrente», decían— que actuaba en los programas de varietés de los antros del barrio, una antigua miliciana de la FAI, y una sobrina con deficiencias de comprensión y gran tendencia a dejarse preñar en los portales. Existía otra pintoresca parienta que sentía una morbosa pasión por su único hijo y que, cada vez que este se iba al cuartel en donde cumplía con el servicio militar, se le agarraba a la pernera del pantalón, llorando y bramando: «¡Hijo mío de mi alma y de mi corazón! ¡Ay, que me muero! ¡Ay, que me voy a morir!».

Carezco de información precisa sobre los orígenes de los Torres y de los Manzanera. Sé que los parientes de mi madre se vinieron todos a Barcelona a principios del siglo pasado, pero ignoro si fue cuando la Exposición Universal del 29 o antes. Los hombres eran todos carpinteros de ribera, y cuando el hambre les acosó se trajeron a sus familias y se buscaron la vida aquí, muchos de ellos en la fábrica Vulcano, cerca del Rompeolas. En Cartagena, su tierra, no quedó nadie. O eso me contaron. Recuerdo a los hombres Manzanera, silenciosos y desdibujados. El tío Rafael, el amable tío Paco, que me quería mucho. Buena gente a la que me permitían acercarme poco. Hubo otro hermano, pero no se hablaba de él: se suicidó colocando la cabeza en la vía del tren a una hora pertinente.

Sé que mis abuelos o bisabuelos paternos —quienes me lo contaron se hacían un lío con las fechas— poseyeron un astillero en Torrevieja, y que también eran propietarios de barcos que llevaban sal a América y Filipinas. En realidad, la patrona era Antonia, la matriarca, que tiene una calle en su ciudad dedicada a un bergantín que llevaba su nombre: La Bella Antonia. Esta mujer era todo un carácter. Por lo visto se enamoró de un guapo chico, y cuando este le propuso casarse con él y acompañarle a Southampton a recoger el título de capitán de navío en viaje de novios, ella, altanera como solo un Torres puede serlo —he heredado algo de eso, me humilla confesarlo—, le dijo que solo accedería a ser su mujer cuando ya fuera oficial, a la vuelta. De regreso, el barco sufrió un naufragio, el muchacho se ahogó y ella se casó con su hermano. Que era el más malo de los dos, parece. El esplendor de los Torres se fue a pique cuando la dama, que tenía para prever el futuro el mismo acierto que para elegir hombres, dictaminó que la entrada en liza del vapor en el negocio era una moda pasajera. Cuando mi padre nació, la fortuna familiar se había esfumado, aunque no el orgullo, y lo entregaron a la protección de un pariente párroco que le inculcó la soberbia que le caracterizaba, y que tan incompatible resultaba con su destino manifiesto de señorito venido a mucho menos. Sé que Francisco emigró a Barcelona en uno de los barcos que ya no eran de los suyos, y que lo hizo trabajando como camarero.

En ocasiones, mientras convivió con mi madre, me llevaba a visitar los cargueros de sal que amarraban en el puerto de mi ciudad, procedentes de Torrevieja. Me dejaba jugar a solas con restos salinos que brillaban como cristal, mientras charlaba y reía con sus compadres. Luego regresábamos a casa, dejábamos el mar atrás y nos adentrábamos en el bullicio sin alegría del Barrio Chino que empezaba a enhebrar la noche.

Mucho más intrigante que la falta de datos sobre los orígenes de las dos ramas que desembocaron en este arbolillo suelto que soy yo puede resultar mi falta de curiosidad. Tiene una explicación muy simple. Cualquiera que sea mi legado, no lo quiero conocer.

Tampoco he querido saber qué hizo en la guerra mi papi. No combatió, no sé si por demasiado mayor o porque tenía agarraderas de algún tipo. Imagino que lo único que quería era salvar su culo. Lo salvó: la mañana en que su primera mujer murió en el bombardeo de Barcelona le estaba sustituyendo a él, yendo a comprar la leche. Francisco, que sería el Paisano de mi madre, prefirió quedarse en casa, durmiendo la mona.

Mi vida empieza y termina en mí. No me he reproducido. No le he pasado buena ni mala herencia a nadie.

Mis amigos son mi familia. Los elegidos, aquellos que me escogieron y que me quieren tal como soy. No se me ocurre compañía mejor.

Me reinvento, decía. Y también me desdoblo. Esto último es algo que comencé a hacer cuando, de niña, no podía pisar la calle sin miedo. Miedo a que mi padre reapareciera y tirara de mí. Solía hacerlo. Se manifestaba súbitamente, como un fantasma, delante de las academias que frecuentaba esporádicamente, o cuando iba a hacer un recado para las mujeres.

Su silueta comparecía, de repente, en el reflejo del escaparate ante el que yo me embobaba, posiblemente de una papelería o una tienda de material para verbenas de la calle Barberá. Paralizada. No estoy aquí. No soy yo. Él no es mi padre. Me metía en una película, en una vida que no era mía, sino de otra. Era rubia, era gordita y sana, montaba un poney. O viajaba por la nieve, en un trineo, con una manta cubriéndome las rodillas. Me iba hacia adentro.

No solía funcionar. Mi padre tiraba de mí y hablaba mal de Lola, la culpaba de nuestro alejamiento, y yo tenía que gritar hasta que alguien llegaba corriendo y le gritaba a él, y alguien más iba a buscar a mi madre o a cualquier otra de las mujeres, y ellas venían también corriendo y gritando. Y entonces sucedía que ambos bandos, a gritos, tiraban de mí y corrían en sentidos opuestos, y yo pensaba en Fabiola, una peli de romanos que había visto hacía poco y en la que el novio de la santa perece descuartizado, atado a dos caballos que galopan en diferentes direcciones.

Según el caso, podíamos acabar en la comisaría del barrio. Allí mi madre lloraba y denunciaba a mi padre por borracho y violento, incluso por rojo, si se terciaba. Él, que era de derechas con tanta naturalidad. Si el comisario o el policía de turno no era un mal hombre, le retenía y nos dejaba marchar. Hasta la próxima vez. Recuerdo el miedo bajando conmigo por las escaleras del portal de la calle Doctor Dou en donde se encontraba la comisaría, el miedo susurrándome: volverá.

Crecí con tanto temor a ser dañada que todavía me pregunto cómo es posible que sobreviviera y me convirtiera en una persona dotada de cierta razonable orientación. Nunca pisé firme. La fortaleza que conseguía reunir brotaba de mí. La mayor parte de mi vida la pasé vadeando arenas movedizas. Aprender a identificarlas, a no sucumbir, a convivir con esa tierra incógnita en la que, en cualquier momento, me hundía en tinieblas. Si me mantengo firme, pese a todo, lo debo al sentido de utilidad que me dio el periodismo. Sirvo para algo. Cuento historias que no necesito inventarme, que están ahí, esperando sus destinatarios. No voy a la deriva. Al menos, no tanto como temía. No más que otros que se tejieron con hilos más firmes. Escribir para que me lean, narrar, me proporciona paredes en las que apoyarme, ventanas a las que me asomo, cuerdas que unen ventanas, vigas que soportan paredes. Construcciones efímeras, si queréis, pero verdaderas.

Periodismo. Redacciones. Sustitutivos de padre y, en cierto modo, también de madre, simulacros de hogar.