En pie al otro lado de la calle, de cara al que, en mi recuerdo, siempre perdurará como el edificio del diario El País, cualquiera que sea el rótulo que le pongan los nuevos propietarios. En pie —y lo recalco: todavía en pie—, mientras espero el taxi que me alejará de aquí para siempre. Ahí, ahora, entonces, un pensamiento idiota cruza mi frente.
De haber sabido que la mía iba a ser una vida medianamente interesante, habría llevado un diario.
Cuadernos que, con el relato de hechos puntuales, en caracteres apretados —no se desaprovecha papel, en un diario—, ayudan a recordar quién se era en el momento en que algo que parecía relevante quedó fijado en sus páginas. No te engaña, un diario. Puedes haber cambiado, pero la caligrafía de entonces devuelve tu antigua imagen en el espejo. Porque la letra es lo que somos, es la epidermis del espíritu —del ánimo, del impulso—, y también sufre modificaciones con los años. Al igual que el rostro, el cuerpo. La letra se precipita, tiñéndose de urgencia, avara de los días.
El tiempo, usurpador hasta del tópico del tiempo que pasa. Nada se le resiste, como sabéis, si sois lo bastante mayores. Como sabréis, si tenéis la suerte de llegar a serlo.
Contra el tiempo y sus derrotas, y muy consciente de que nunca podré ganarle un pulso: memoria. He pensado mucho en ello últimamente. Un diario me habría resultado de gran ayuda.
Avanza la vejez, y se acumulan las preguntas. Buena señal. Desconfiad de quien siempre tiene a punto respuestas. Yo nunca dejaré de preguntar, de preguntarme, mientras me quede salud mental, por mayor que sea. «No hables de ti como de una vieja», me riñe una de mis mejores amigas. «No te veo vieja, no lo eres», insiste. Pero ese es, precisamente, el gran interrogante que me propongo plantearme, a sabiendas de que no lo voy a resolver. ¿Sabré ser una buena vieja? Que no es lo mismo que una vieja buena, algo que ni remotamente soy, ni pretendo ser. Positivamente, no lo soy ni nunca lo seré. Porque las chicas malas, cuando son viejas, también van a todas partes, aunque sea en silla de ruedas, querida Mae West. Vieja, vieja, vieja. Lo repito a menudo. No me asustas, palabra. No me asustas, edad. Me asusta huir de vosotras.
La mala leche, la indignación me mantienen en ascuas. También el dolor por lo que nunca me será ajeno. Y la ilusión por lo nuevo o lo bueno que me traiga el día. Quiero morir así. Curiosa. Viva.
La memoria me remueve y me atiza. Aunque nunca escribí un diario. Salvo en la adolescencia, cuando adolecía de casi todo y me enamoraba —varias veces al mes: del camarero, del colchonero, del farmacéutico, de un primo o dos— y, en una gruesa libreta con tapas de hule negro, pergeñaba una amalgama de párrafos de novela rosa y de torpes relatos verdes que creía originales, aliñados con escenas de erotismo camuflado, sorbidas del cine de los sábados, y con besos, los de mis labios huérfanos, que estampaba en el papel después de pintarlos con el carmín grasiento propio de la época —hablo de 1954, 1955: a mis mercuriales once o doce años—, robado a una de las mujeres de la casa. Escondía el diario, lo escondía de ellas, que siempre fisgaban, siempre vigilaban. Eran como los curas a quienes se confesaban, que las espiaban a su vez y que, a través de ellas, de sus cuentos, fiscalizaban y reprimían a las familias. Interiorizando la falsa virtud en el confesionario, las mujeres de casa desarrollaban también el hábito de la hipocresía. Volvían del cura resplandecientes de rectitud. Y listas para imponerla, usando cuanta mendacidad fuera necesaria.
Pobres pero decentes y de derechas, era su lema. No perdonaban.
Vivíamos en un barrio, el Chino —que con la democracia recuperó su nombre auténtico: Raval—, enclavado en la parte más cercana al mar de lo que entonces se consideraba Distrito V y hoy pertenece a Ciutat Vella, en la orilla de las Ramblas que se extendía hasta Montjuic. Si hoy lo recuerdo y me hago trampa aérea, esto es, si me convierto en un pájaro que sobrevuela mi niñez, distingo un territorio abigarrado, en una oscuridad apenas aliviada por la cercanía del puerto. Ahí abajo, en habitaciones pequeñas con luces verdosas y camas revueltas, con un bidé en la esquina, trajinan sus quehaceres las putas que no solo trabajan, sino que viven en el Barrio. En otras habitaciones aglomeradas, hundidas en edificios que los propietarios nunca visitan, aunque mandan a cobrar a sus administradores, se esfuerzan también mujeres que tienen a gala ser decentes. Cuando se es pobre y se vive en la ignorancia y el miedo, lo más fácil es trazar la línea divisoria que hace que nos sintamos mejores. Las putas y nosotras, las honradas.
Todas se dedicaban a lo mismo. Luchar por la vida.
Me las arreglaba para hablar con las putas, para conocerlas. Desde que era muy pequeña. El arte de la desobediencia se aprende pronto. Puede aprenderse tarde, también. Entonces lamentas lo que te has perdido.
Memoria para tener conciencia, aunque duela. Sobre todo, si duele. Algo habrá hecho, el pasado, para que el presente nos devuelva la cínica versión del ayer que ahora sufrimos, acosados por la autoridad y por nuestro propio desconcierto. Esta pantomima siniestra pretende vender como lo más moderno la antigua explotación de los de abajo por los de arriba y la voluntad de meternos en vereda. Dickens más Mad Max más Concilio de Trento. Moral, moralina, moraleja: cuántos crímenes se cometen en vuestro nombre.
Maldita sea esta época de capitalismo gore y de obispos que salen de sus criptas arrastrando las faldas. Me obliga a recordar con excesivo realismo, sin adornos, aquella otra de miseria, curas, control, mentiras, injusticia. Han vuelto los vigilantes de las costumbres y del alivio del luto económico de los pobres. Parece ser que, durante unos años, lo pasamos demasiado bien y tuvimos demasiado de todo. Blindados en trajes clásicos, los guardianes se han sacudido la naftalina y ocupan la proa de un Titanic en el que todos los botes son suyos. Nosotros: hay que huir, reagruparse, dar la cara. Montados en un Neptuno justiciero enarbolando un tridente.
Desde niña me escapaba por dentro, utilizando sueños románticos y reparadores: «Alguien vendrá y me rescatará. Aparecerá un elegante extranjero y se me llevará lejos», me decía. Desde niña mi imaginación, que siempre fue más osada que mis sensiblerías de adolecida, y que tenía en gran estima a Dickens, especialmente a su Oliver Twist, brincaba por su cuenta: «Vendrá un extranjero, un hombre poderoso, con una casa grande, limpia, sin bultos oscuros —pertrechos de miserables, muestras de tela, cuerdas, cacharros mugrientos, restos, absurdas sobras que no podemos tirar, porque nunca se sabe— cubiertos con mantas baratas en los rincones. Tendrá una casa soleada, en cuyos balcones la ropa no tardará en secarse, una casa llena de libros, a la que me conducirá, triunfante y en un auto descapotable, después de confesar públicamente que es mi verdadero padre, sacándome de aquí para siempre, colmándome de amor. Y me dará estudios».
De aquellos aquí y ahora, tan distintos de los sueños que tuve, voy a hablar en este libro, aunque no solo de eso. Porque el aquí y el ahora de hoy precisan del ayer, pero más todavía les conviene dotarse de sentido, y eso lo hago revisando el camino que dista entre un punto y otro de mi biografía. Entre lo que casi fue el principio y, aparentemente, todavía no es el fin. Aunque nunca se sabe.
Pensemos que la vida es un libro: cuando lo leemos para atrás se nos desencuaderna. Hay hojas que echan a volar y, aunque corramos velozmente, no alcanzamos a atraparlas. Pueden ser buenas o malas hojas, y su ausencia, más que una tragedia, resulta curativa. Es importante recordar con justicia, pero sin rencor, porque el rencor corroe a quien lo alberga, se le come las vísceras. Así que, con suerte, aprietas las hojas que consigues reunir y, si tienes tiempo y ganas, haces con ellas un paquete, sin importarte el orden, y lo atas con una cinta.
Si tuviera que elegir un color para una cinta que ciñera este libro de la memoria, que empiezo con cierto desorden y no menos miedo a lo que hallaré en adelante, me decidiría por el arcoíris. Hace tiempo que sé que es el que más me gusta, porque ahí estamos todos, excepto los siniestros. Los siniestros se encuentran por doquier, ¿por qué demonios han de meterse también en la cinta que sujeta las páginas de mi vida?
Pero pasaron por ella. Y siguen pasando.
Lo fundamental, lo fundacional, no vuela ni se escabulle. Es el poso sobre el que podemos caminar erguidos, y con la dignidad entablillando el tronco.
No me atrevía a escribir mis sueños de huida —que eran mi razón de vivir— en aquel fugaz cuaderno rebosante de fantasías, de sudores y de restos de mi niñez abandonada como un trapo, en el que reproducía con burda narrativa escenas de pasión —Dalila seduciendo a Victor Mature, o Salomé-Rita Hayworth quitándose los velos: Cecil B. de Mille me calentaba mucho—, y que releía a escondidas por la noche, en el retrete, matándome a pajas de cría desgraciada antes de irme a dormir con mi madre, en el mismo camastro las dos, entre paredes manchadas de humedad y desidia. Sus ásperos pies junto a mi cabeza —mi madre me tuvo a los 38 años; en la década de los 50, y en aquella época de entrega social al Concilio Ecuménico y a los dictados del nacional catolicismo, era vieja por dentro y por fuera—, y los míos, intentando separarse de la suya. Mis manos bien quietas, asomando por el embozo como prueba de castidad, y la cabeza y medio torso sobre un cojín alto para mitigar el ronquido de mis bronquios enfermos, pronto superado por los resoplidos de la señora Lola.
Mucho ojo con la señora Lola, que es de armas tomar y, como note un movimiento lujurioso en la zona intermedia del lecho, puede despertar con sus gritos a toda la calle de Santa Margarita, la de la Unión y hasta a quienes tienen la suerte de vivir al otro lado de las Ramblas, ennoblecidos por la cercanía del Barrio Gótico, lejos del tufo a meadas, a coladas de humedad sempiterna y a comida rancia de esta orilla del paseo, el Barrio Chino. Nosotras vivimos en donde habita la gente que está debajo de la gente, pero hay quien lo tiene peor: en el Somorrostro, en las barracas. Esos están debajo de nosotros, según mi madre —aunque no se atreve a afirmar que no sean decentes ellos también—, y yo no me debería quejar, al fin y al cabo la familia nos ha recogido, no seas desagradecida. Has salido a tu padre, se desgañita Lola cuando olisquea mi rebeldía.
En mi infancia y pubertad todo se resolvía a gritos o a hostias. Con chorreos de lamentaciones, o arrastrándome por el pasillo agarrada por los pelos. «Debería haberte ahogado al nacer, en una palangana, qué he hecho para merecer una hija así, clavada al Paisano», decía, refiriéndose al inseminador no accidental, Francisco, mi padre. Lo de la palangana era un detalle realista que me daba en qué pensar: ni siquiera para desaparecer de este mundo habría tenido la opción de ser sumergida en una bañera, en un buen cuarto de baño. Y la de deshacerse de mí en el retrete que, en la época, solía hallarse en el balcón de los pisos de los pobres —la comuna, lo llamábamos— era una imagen que nunca se le ocurrió evocar a la señora Lola.
No era una mala mujer, mi madre. Era algo peor. Para todos, empezando por sí misma: una mujer sufrida, una víctima asumida, y gustosamente consumida. Ida, ida, ida. De la lucha por la felicidad. De la sexualidad. De cualquier goce que no pasara por la destrucción de la dicha de otros. Se desahogaba conmigo porque su hija era lo único que tenía debajo. Por encima de mí, el mundo la aplastaba. Tardé años, varias temporadas en análisis y la escritura de una novela en comprenderla, en pechar con ese vacío que deja tener que perdonar a quien nunca pudo hacer nada, ni se le ocurrió hacerlo, para evitar que su amargura chorreara de su falda mientras se le secaban el cuerpo, el alma y las perspectivas.
Le estoy agradecida, a Lola. A su ejemplo le debo haber huido de la resignación y de la sumisión. Así como mi necesidad de estar junto a los otros, de insertarme en mi clase social y mi época, que es siempre la época en la que estoy viviendo. Ayer y hoy, mientras dure. Hice exactamente lo contrario de lo que mi madre quería de mí. Sin ella, que pretendía convertirme en una individualista rumiante, no lo habría conseguido. Me quería siguiendo sus pasos, aceptando lo que le echaban, bajando la cabeza. Me declaré en instintiva rebeldía, y le agradezco que, al mostrarme el camino contrario, me marcara de forma indeleble, preparándome para la fuga y en el plante.
He escrito clase social, y os preguntaréis qué significa esta definición para mí. Es muy sencillo: la gente que cree que nunca hay que ceder ni un centímetro en las libertades, que hay que conquistar más, y que no traiciona sus orígenes. O que los traiciona precisamente porque quiere que las libertades sean para todos. Habría que ponerse de acuerdo sobre qué significa orígenes. Lo sabéis de sobra. Uno puede nacer en sábanas de seda bordadas por criadas y saltar luego hasta llegar a lo más alto, que es lo contrario del lugar en donde nació: la igualdad de derechos y el reparto justo. Los orígenes son aquel estado de solidaridad que nunca debimos abandonar, o al que siempre debemos aspirar. Los orígenes: significa ponerse en pie y darse la mano. La buena sangre. Llamadme boba, pero a mis 70 años creo que luchar por ello sigue siendo posible. Formo parte de ese grupo que pretende dejar mejorado el mundo al que asomó. No se consigue casi nunca. Es el camino lo que vale la pena. El camino.
Pensé mucho en mi infancia, durante la tarde de primavera agrisada que me propongo reseñar de inmediato. Y en cómo me reinventé siempre que fue necesario. Aproximadamente, cada siete años.
Meses después de lo que llamé la escena del sofá, que tuvo lugar en la tercera planta del edificio de El País, recurro, para reproducir lo ocurrido aquella tarde, a la memoria de la piel, que aún me asiste, y en la que confío. La piel se expande al tacto de la felicidad, y se encoge, erizada, cuando aparece el miedo, como si quisiera convertirse en invisible para protegerse de los aires ponzoñosos. La piel reacciona sin ambages ante la injusticia. La piel también recuerda.
Así pues, miércoles, 16 de mayo de 2013. No son aún las seis de una tarde ventosa, fría, racheada de lluvia sucia. La climatología parece retroceder al invierno. Desde la acera de enfrente, mientras aguardo el taxi que me alejará para siempre del número 40 de la calle Miguel Yuste, el edificio en el que desbrocé muchas horas, y del que salí y entré con el mundo como meta, un reportaje tras otro, me parece desangelado y distante. Triste recuerdo de penas. No se me borra esa foto previa al ERE dictaminado en noviembre de 2012, la última imagen de la redacción en pleno: juntos, en la entrada, antes de conocerse la lista con los nombres de los sentenciados; la reprodujeron las redes sociales, está en Facebook, como un pescado muerto. La construcción, maciza y hosca, aparece vacía de aquel entusiasmo de antaño, del que fui testigo y parte, que aligeraba su abrumadora apariencia. El búnker, como lo llamábamos porque lo diseñaron para protegernos de atentados en los tiempos de la Transición, se convierte hoy, a mis ojos, en una construcción refractaria, que expulsa. Como el propio diario, como este país, al que El País quiso representar, sin saber por entonces que su reflejo iba a acabar siendo tan perfecto.
Este sistema nos ha dado la patada en el culo a un tercio de los españoles. Los triunfadores, los saqueadores también se quedan con las vergüenzas al aire, pero no les importa. Son muchos, eso nos parece, pero en verdad son pocos. Entre medias, una masa amorfa que aguanta, aguanta y aguanta. Los amos se irán de cacería o volarán en jets privados o simplemente seguirán en sus despachos, impartiendo instrucciones por videoconferencia y poniéndose a los pies de su señora, la señora de cualquier mangante/magnate a quienes frecuentan, sobran nombres entre los que elegir.
El búnker tiene hoy algo especial, o tal es mi percepción. Parece avergonzado, como si conociera lo que ha ocurrido, lo que está ocurriendo en su interior, y supiera que no son dignos ni de lamer sus ladrillos los nuevos dueños del diario. Casi diría que el búnker nos rechaza, a quienes en otro tiempo amamos ese periódico, por nuestro propio bien, para que no veamos lo que alberga dentro de sus muros.
Tanto esfuerzo, tanto trabajo, tantas alegrías, tantas luchas ¿para esto? Esta atonía intelectual, esta mediocridad moral, este frívolo intento por parecer lo que ya no se es y alardear de lo que ya no se posee. No me cabe duda de que El País es todavía un buen periódico. Sobre todo, en la memoria.
Sin embargo, hoy, más que nunca, faltan indios y sobran capitanes —ocurre en todos los medios, lo concedo—, y hay demasiados infiltrados venenosos pregonando equidistancia ante el libre mercado, cuando no una clara posición favorable. Esto no es una calumnia, lo sabe cualquiera que sepa leer, analizar y comparar. Es cierto que El País nunca fue de izquierdas. Era liberal, pero en el mejor sentido, antiguo, originario, de la palabra. Plural, salvo cuando le tocaban la economía. Dejaba hacer, cuando no perjudicaba sus intereses. Y en lo tocante a la sección que a mí me interesaba más, la de Internacional, era claramente progresista.
Durante la mayor parte de su trayectoria El País ha sido un buen producto periodístico, un lugar en el que valía la pena trabajar, aunque a menudo no comulgaras con los editoriales, ni con el enfoque de la sección de Economía. Y creo que, incluso ahora, quienes hacen el periódico darían cualquier cosa porque se les permitiera mejorarlo. Porque uno, en primer lugar, trabaja en donde puede, no en donde quiere. En ocasiones, si tiene suerte, ama el lugar en donde trabaja, pongamos que en un 60 o un 70 por ciento. A veces se pelea con la circunstancia en la que le toca desempeñar su labor; en otras ocasiones no consigue conciliar el sueño.
Se hace lo que se puede. En el mejor de los casos, se lucha por hacer lo que se debe.
La pregunta clave es si El País conseguirá ser un medio de difusión adecuado al futuro, que ya es presente, tras la acelerada desnaturalización de contenidos a que ha sido sometido, y los vaivenes que sufre a manos de sus sucesivos gurús digitales.
El búnker. Si pudiera le diría: tranquilo, que a mí este disgusto se me va a pasar. Estate tranquilo y, por encima de todo, cuida de la gente que, dentro, aún merece la pena. Dales el cobijo que nos diste a nosotros, la eficacia de las secretarias, la difícil pero estimulante relación con los buenos jefes, las risas, el orgullo de haber llegado antes que el periódico rival, la gloria de haber escrito algo muy bien, los guiños del compañero que te avisa del navajazo antes de que te abra la espalda, las celebraciones… Sí, quiero todo eso para vosotros, los que os quedáis. Y quiero que el búnker no sea tumba o pirámide, sino el lugar que fue, un edificio al que no llegaba la luz solar, pero que se alimentaba del fuego apasionado de sus profesionales.
Hace menos de una hora, al entrar para mi cita, me ha sorprendido la oscuridad del vestíbulo, la falta de agitación, de vivacidad. He pensado en Pedro, que fue conserje durante tantos años y que siempre que me veía corría a abrazarme, bullanguero. El guapo, moreno y sonriente Pedro, con quien bailaba en aquellas verbenas del mes de julio de los buenos tiempos. He pensado en las telefonistas, en las secretarias; y en aquella pequeña agencia de viajes que El Corte Inglés tenía instalada en el edificio adyacente. Te sentabas delante del escritorio de cualquiera de las dos expertas, criaturas encantadoras, y te organizaban en cuestión de minutos el viaje más enrevesado. Las llamabas desde el último rincón del planeta con la angustia de quien teme quedarse colgado, y se peleaban por ti, movían hilos para allanar obstáculos. Pienso también en Rosy, la diosa Rosy de Secretaría de Redacción, la compañera que nunca nos fallaba, que descifraba nuestras notas de gastos, que conocía todos los resortes y alegraba las fiestas de promoción de los compañeros o de los jefes con sus peculiares poesías, especialmente compuestas para aquellas noches. Sigue en su sitio, Rosy, según me cuentan. Ella sí tendría que escribir un libro sobre el diario. En realidad, deberían escribirse muchos. Y entre todos darían con el mecanismo secreto del sudoku cuyo brutal movimiento de piezas durante algún tiempo tuvimos por increíble: que los mismos que presenciamos el nacimiento de un diario del que entonces nos sentíamos orgullosos hemos sido testigos de su deriva.
Los excelentes periodistas que quedan —de antes; y de hoy: jóvenes estupendos, los conozco— se pierden entre la tontería reinante y las decisiones estrambóticas. Tienen que investigar por teléfono o realizar un reportaje en el transcurso de un solo día para no gastar en hotel. Pero ningún jefe renuncia a sus emolumentos, aunque se hayan autoinfligido bajadas simbólicas de salarios. Junto con el talento de los que se esfuerzan a diario, queda el esqueleto, el nombre, la marca.
El buen hombre mayor que se encuentra al otro lado del tablero de recepción, alguien que espera su edad de jubilación porque no hay dinero en la casa para deshacerse de él antes de que se cumpla su plazo de vida laboral, y cuyo nombre no puedo recordar, aunque tengo presente su rostro y su sonrisa, ese hombre amable comprueba que esté inscrita en la gran libreta, anacrónica —considerando que en las entrañas del edificio bulle el moderno tinglado digital—, en donde apunta los nombres de las visitas. Me recuerda el cartapacio que suele utilizarse, para anotar las reservas, en las arcaicas oficinas de la estación del ferrocarril de El Cairo. Una libreta casi colonial, que él trata con ese aprecio con que los trabajadores veteranos se sirven de sus útiles para certificar que todavía aguantan. Hoy tiene reseñados solo dos o tres nombres, además del mío.
¿Somos estos cuatro gatos los únicos interlocutores con quienes se va a ver, en esta larga tarde, el hombre a quien me niego a asociar con la palabra director, porque he conocido a demasiados buenos directores —incluido Cebrián— como para profanar ese título? Podría llamarle Ejecutor, pero tal apodo le proporcionaría un inmerecido empaque, una cualidad de pérfido de película a la que no tiene derecho. Volvamos a mi cita. Al hombre que, en esos momentos y desde 2006, ejerce de director: pronto dejará de serlo, apenas un año después de nuestra escena, pero este es un dato que, ahora, él y yo ignoramos. En este libro será llamado el Químico, no solo porque esa carrera sí la estudió —en periodismo hizo un máster de Economía en la Escuela del diario, en los 90—, sino porque se ha revelado como un meticuloso y disciplinado disolvente. Este último mérito no se lo voy a negar.
Salto adelante. Vuelvo a hallarme delante del búnker. El taxi que me alejará para siempre tarda en llegar y, como en una película cursi en donde las escenas de despedida se aliñan con abundante lluvia —me viene a la memoria No me digas adiós, aquella ñoñería de Anatole Litvak—, mis lágrimas se entremezclan con lo que va cayendo. Cielos —ni el sarcasmo ni el cine me abandonan nunca: benditos sean—, soy como la madura Ingrid Bergman después de renunciar al jovenzuelo Anthony Perkins, que por otro lado tenía una pluma encantadora. También puedo ser Bogey en Casablanca, contemplando cómo la lluvia emborrona la escueta nota de adiós de, por supuesto, Ingrid, en una estación de tren llena de gente que huye de los nazis.
Esto de hoy es la vida real, mis lágrimas y la lluvia. El dolor. Llueve en las tripas. ¿Y sabéis lo que realmente me duele? Mi indiferencia. La gran indiferencia que me inspira el edificio que un día fue mi segundo hogar, hoy varado en el país en que vivimos.
Llueve en mí por la ausencia de dolor. Que El País ya no signifique nada para mí. El desapego que siento no es repentino, ha sido fraguado decepción tras decepción. La última vez que lloré seriamente por el periódico fue en Beirut, en julio de 2007, cuando me llegó un SMS para comunicarme que Jesús de Polanco había muerto. Le lloré a él, porque le tenía afecto, pero sobre todo eché el resto acuático por la que se nos venía encima. Asusté a Ginkie, mi asistenta —aunque ella prefería presentarse como mi maid; tenía a honra ser la mejor en lo suyo, y lo era—, hasta que le expliqué la razón, y la entendió, porque una trabajadora como ella, no pocas veces violada y explotada, sabía mucho de amos. Le dije que tenía miedo a lo que podía reservarme el porvenir. «Pain and deception», le dije.
A pesar de mi distanciamiento progresivo de la redacción y sus avatares, primero en Barcelona, escribiendo en casa, y luego en Beirut, nunca creí que, cuando abandonara para siempre esta —aquella— etapa de mi vida, hacerlo me iba a importar tan poco. Más aún, que el final definitivo me aligerara tanto, moral y físicamente. Cierto, se produce un duelo por los años vividos, por las compañías de tan largo viaje. Por haber, hay incluso añoranza de los malos de entonces, cuyas intrigas eran fáciles de detectar, o no, pero entraban en la paga. Ay, Augusto Delkader, ¿dónde te has metido? Tu mirada de puma hambriento vagando por la redacción en busca de posibles víctimas, por un momento, cómo la añoro, sobre todo porque solías ser un gran periodista. Podría añorar también a los mediocres de antaño, un porcentaje reducido comparado con el de ahora.
Si es que añorara algo.
No quiero volver a ser la que fui, aunque soy quien soy gracias a todas las que he sido. Resumiendo: lo vivido vivido está.
Por encima de todo no deseo ser quien ellos creen que puedo ser en su diario, a cambio de concederme la merced de escribir cualquier cosa —quizá en un suplemento de moda, algo sobre cómo vestía Marlon Brando en Julio César, por ejemplo, o quién le cortaba el pelo a James Dean— y de seguir cobrando, siempre que acepte el castigo de no opinar nunca más. Como dijo un compañero que me llamó horas después de mi marcha, solidarizándose conmigo: «¿Que tú no opines? ¿Qué querían de ti? ¿Que hicieras macramé?».
La prometida escena del sofá. Antes —os pido paciencia—, permitidme una confesión.
He cometido muchos errores. Entre los más estúpidos se cuentan algunas dedicatorias de mis libros, pues denotan lagunas de apreciación, catástrofes de percepción y un excesivo descontrol de los afectos repentinos. Precipitación.
Ahora mismo estoy sentada junto a una de esas equivocaciones —el Químico, a quien dediqué La amante en guerra— en el sofá, de un azul azafata ya desleído, que forma parte del mobiliario del despacho de dirección de El País. Es el mismo diván en el que, en otra era, me envolvieron con su afecto —y un poco de whisky— la directora adjunta y amiga, Soledad Gallego-Díaz, y Joaquín Estefanía, director del diario, cuando, en diciembre de 1989, regresé de la invasión estadounidense de Panamá tras haber salvado mi vida por los pelos y haber visto morir de un balazo made in USA a nuestro fotógrafo Juantxo Rodríguez.
No necesito narrar cuánto han cambiado las circunstancias desde entonces. Aunque un síntoma de lo que estaba por venir podíamos haberlo detectado —y no faltó quienes lo advirtiéramos, con secreto bochorno, pero sin abrir la boca en público— cuando el fundador y primer director del diario, Cebrián, nombró a Estefanía sucesor, pero hizo que su nombre pasara a la mancheta del interior del periódico. Así se aseguraba de que el suyo hubiera sido el único en aparecer en primera plana, enviando el nítido mensaje de que él estaba —y era cierto, siempre ha sido así— encaramado en lo alto de la escala de mando. Cuando tropiezo con fotos de las entregas de los premios Ortega y Gasset —ya sin canapés, me dicen— y veo a los directores posteriores a Cebrián moviéndose a su alrededor, como agradecidos comparsas, me entra una mezcla de rabia y pena.
Prosigo. Antes de entrar en la harina que ambos molimos durante del divanazo, el Químico y yo habíamos sostenido un largo preámbulo de hipocresías mutuas. Tened paciencia, que viene otro flashback.
En marzo de ese mismo año, 2013, decidí pasar un mes en Atenas, en donde disfruto de muy buenos amigos, y celebrar allí mi 70 cumpleaños. Este propósito se vio fortalecido cuando recibí una carta certificada, firmada por la directora de Administración de Redacción —antes, de Recursos Humanos; antes, de Personal; antes, miembro del Comité de Empresa por Comisiones Obreras— Josefa Gutiérrez, en la que se me comunicaba que mi contrato, que vencía en dos meses, no se me iba a renovar. Lo tomé por un despido, aunque contenía una frase ambigua, al añadir que no se firmaría «en los mismos términos». Me encogí de hombros, pensé que el Químico no había tenido huevos para comunicármelo él mismo, y que andaban frescos si pensaban que los iba a telefonear, ansiosa por conocer la clase de compensación que se habían propuesto ofrecerme, si es que habían pensado en alguna, o si iban a mandarme a la calle. Ese gusto no se lo iba a proporcionar.
Vete a Grecia, nena, ahora que aún te están pagando las colaboraciones, me dije sabiamente. De paso, dejé instrucciones para que me pintaran el piso, cuyas paredes ya se caían, después de 15 años. «Todavía puedo permitírmelo. Quién sabe hasta cuándo», le dije a Neus, mi portera, mi comadre, mi hermana menor, que me había subido a casa la carta certificada, con un gesto entre cómplice y compungido. «Ya está aquí», comentó. La leímos juntas.
En Atenas me desahogué con mis amigos y les dije que se fueran despidiendo de verme en El País. Al principio quedaron atónitos, pero se rehicieron al ver que no me hundía, y todos estuvieron de acuerdo en que era de esperar después de mi actuación relativa al ERE de noviembre. Aquella intervención mía, en la inauguración del curso de periodismo 2012-1013 en la Universidad Autónoma de Barcelona, ante los numerosos alumnos recién matriculados a quienes alentaba para que solo contara la verdad en sus trabajos, es una de las cosas de las que más orgullosa me siento. Mi charla coincidió con el anuncio del inminente ERE, y así empecé a hablar, comunicándolo y doliéndome de ello. Cuando se inició el turno de intervenciones, un alumno me pidió que hablara de Cebrián, «si es que puedes hacerlo».
Soy mujer de reacciones rápidas, espontáneas, que pueden acarrearme complicaciones, pero no dolores de conciencia ni arrepentimientos, porque suelo decir lo que pienso y me resulta imposible, a estas alturas, desdecirme de las verdades. Allí mismo, ante aquel muchacho puesto en pie a quien acababa de advertir, como al resto de los asistentes, sobre la exigencia de verdad que la práctica del periodismo conlleva —«Si no os importa la verdad, haceos publicistas, no informadores», les aconsejé—, comprendí que tenía que practicar con el ejemplo. Me explayé a gusto, entre otras cosas porque Juan Luis Cebrián, lejos de admitir sus errores, le cargaba todo el peso de la responsabilidad de la falta de perspectivas del periódico a una redacción a la que consideraba envejecida y refractaria a la tecnología. A sus 68 años, acusaba de obsoleto a cualquier periodista que pasara de los 50.
Un colega del colectivo periodístico digital Somatents estaba presente, y colgó el vídeo en la red. El resto es pequeña historia. Mis palabras sobre Cebrián se unieron a las de otros colegas, la lucha contra los despidos apareció en prestigiosos periódicos extranjeros. Parece que no comprendía que la redacción no le quisiera, después de haberles llamado inútiles, de haberles advertido de que «no podían seguir viviendo por encima de sus posibilidades», y de haber anunciado un ERE bestial.
Aquellos fueron días muy desagradables. A la agonía de la plantilla se añadía la de los colaboradores. Se produjeron censuras, que algunos denunciamos, aunque el Químico las desmintió en un plúmbeo comunicado destinado a quienes habíamos firmado la carta. En él se aludía veladamente a mí, sin nombrarme, y se esgrimía mi continuación en el periódico, pese a mis manifestaciones públicas y escritos, como la garantía de que allí no se condicionaba a ningún colaborador. Durante el tiempo en que todavía permanecí en el diario tuve el sentido común de presentarme a mí misma, con coña, como «articulista y prueba viviente de que en El País no hay censura». Mi contrato me impedía marcharme y, además, quería que ellos se retractaran.
La llamada que recibí mientras me hallaba en Atenas me sorprendió. Por entonces ya no pensaba en el diario. Y aquel día había resultado muy excitante. Primero, la muerte de Sara Montiel, que lamenté, recordando las entrevistas que en los años 70 le hice para Fotogramas, y los tiempos en que asistía a sus fiestas internacionales de cumpleaños, con la inefable Antonia permitiéndome sostenerle el joyero repleto de esmeraldas y rubíes mientras ella posaba, como si yo fuera la doncella de una reina de cuento de hadas. Ese mismo día, horas más tarde, se produjo la noticia del deceso de Margaret Thatcher. Fui al pequeño Pireo a celebrar este último acontecimiento con unos amigos. Durante la comida y posterior tertulia mi teléfono sonó y sonó: era de El País. No hice caso y acabé desconectando. Si querían un obituario de Sarita con mi firma, pensé, no iba a complacerles.
En cierto modo, sí se trataba de una necrológica: la mía. Aunque muy disfrazada. Cuando regresé al hotel me encontré con un correo electrónico en el que la secretaria de Dirección me pedía que me pusiera en urgente comunicación con su jefe. Recordé una columna publicada por mí en el diario, en plena crisis, en la que ponía a parir a los ejecutores que se lo llevaban crudo mientras mandaban a la calle a los demás. Me pregunté en qué tono iba a transcurrir nuestra charla.
No hay nada que un botellín de Johnny Walker extraído del minibar no pueda arreglar en un minuto.
Con el vaso en la mano me descalcé, me tendí en la cama y telefoneé, dispuesta a hacer el Pinocho tanto como fuera necesario.
Ambos nos pusimos con rapidez a la altura de la circunstancia. Saludos, carcajadas, hipocresía. Como si no hubiera pasado nada. Y entonces el Químico, que no lleva en el diario ni la mitad del tiempo ni la décima parte de años y periodismo que yo, pronunció la frase definitiva y definitoria: «Quiero que te involucres más». Debo reconocer que ni aunque el whisky hubiera sido de malta hubiera podido evitar mi desconcierto. El hombre que, en cierta ocasión, pronunció en público la frase «Cuando miro a Maruja Torres veo el ADN de este diario» me pedía que me involucrara más en el asunto. ¿Muriendo por él? Precisamente.
¿Cómo?, pregunté al fin. Aquí vino el problema. No sabía cómo, tenía que pensarlo, replicó, tenía que hablarlo con… Estaba en camino una reestructuración —una más—, una remodelación —otra— del proyecto. En definitiva, él sabía que me tenían desaprovechada, que debía poner más carne en el asador, hacer reportajes, Maruja, tú puedes. «Tengo 70 años, ¿no es un poco tarde para reportear? Ya no puedo correr», le indiqué, pensando en los casi cinco años que había pasado en Beirut, pagándomelo yo, sin que me hicieran demasiado caso. El Químico, meloso, insistió: «Hay muchas cosas que podemos hacer a nuestra edad». ¿A nuestra edad? ¿Es capaz de llegar hasta ese extremo de ponerse a la altura de mi setentena? Tiene 20 años menos que yo.
«¿No será que quieres echarme de las columnas?», le espeté. Se puso a despistar: tenemos que hablarlo todo en persona, dijo, y repitió que me quería más comprometida con el proyecto. ¿Qué proyecto? ¿El País, un proyecto? Aquello era un disparate, un dislate, un despropósito más, pero accedí a que nos viéramos cuando yo regresara a España. «Ya te daré una fecha», le dije. Llamé a una querida amiga y le dije que por favor lo arreglara ella con la secretaria del Químico, haciéndome la gauchada personal de tratarme en tercera persona y como a una reina. Accedió con regocijo. Nos hemos reído mucho siempre, mis amigas y yo, con mis andanzas sucesivas en El País.
También rieron mis amigos de Atenas cuando les conté la llamada. «¿Lo ves? No te van a echar. Sería una locura». No lo sería, pensaba yo. Al contrario, era lo único coherente que podían hacer.
La cita se preparó para mediados de mayo. Iba con calma. Ninguna disposición a mostrar un interés que, por otra parte, ya no sentía. Curiosidad, sí. Y desasosiego. El desastre se había producido años atrás. De El País ya no me interesaban más que los lectores y el dinero. A los primeros los podría recuperar, alguna fórmula buscaría. En cuanto a lo segundo: no tengo deudas, el piso está pagado, no tengo hijos. Sobreviviré.
El precio a satisfacer para conocer las intenciones del Químico pasaba inevitablemente por el desagradable trance de regresar al búnker, como Joan Fontaine a las ruinas de Manderley. En mi caso, no iba a ser en sueños. Y además, la pérfida ama de llaves seguía dentro.
Diván, de nuevo. Acorde con el tono de nuestro paripé telefónico Madrid-Atenas, el Químico me ha abrazado como si nos quisiéramos. Después de compartir conmigo amables confidencias acerca de «la situación», «la crisis» y «no sé cómo vamos a salir de esta», que han recibido de mí amables cabezadas de asentimiento y no pocos arrullos comprensivos, una llamada de uno de los teléfonos de su escritorio nos interrumpe. Cuando se levanta para atenderla le examino con el interés de un entomólogo. Está muy pálido, lívido, pero eso no me desconcierta porque siempre ha sido hombre de interiores. Ahora amarillea, sin embargo. Le recomiendo que tome un poco de sol. Y que se corte el pelo. Me habían advertido: ojo con el peinado, de vez en cuando se lo dejan en pincho. Sin embargo, lo lleva largo y lacio, con una guedeja color blanco mate que le llega a la mandíbula. «No tengo ni tiempo para ir al peluquero».
Mientras habla por teléfono, recuerdo que este hombre es uno de mis errores. Le dediqué un libro.
«¿La cárcel? ¿Esta tarde?», pregunta a su interlocutor con semblante preocupado. Presto atención. ¿Le están dando una primicia? En otros tiempos, una gilipollez así —hallarme con el director cuando recibía una noticia, participar de ese momento— me habría puesto profesionalmente caliente. Ocasiones así pertenecían a la mística del oficio, a la mitología del diario. Ser los primeros, ser privilegiados, ser fuertes. Era poderosa, la empresa, y la cara buena era que eso, a los periodistas, nos permitía trabajar en condiciones decentes.
Por cierto, ¿he escrito antes primicia al referirme a la conversación telefónica? Para nada. Una de mis amistades de la redacción me contará, pocos días después, que la llamada recibida en el despacho de dirección no procedía ni de un ministro ni de una fuente privilegiada, sino de alguien de abajo que había visto la noticia en Internet, o que se había enterado por la tele. Ya nada es lo que era, demonios. La decrepitud lo envuelve todo.
Pero es verdad que ahora estoy sentada junto al Químico, en el sofá, y que pongo cara de imbécil, a la espera de que se explaye sobre sus intenciones para conmigo.
Tanta cara de imbécil pongo que, tal vez, el hombre cree que realmente lo soy, y se lanza a una interminable explicación sobre los cambios que van a producirse en el diario. El grueso de este monólogo pesadísimo constituye la segunda parte del encuentro. La primera, hasta la interrupción telefónica, ya os he dicho que ha consistido en un grave y balbuciente discurso sobre la crisis económica, que puede resumirse así: «No tenemos ni un duro, nos embarcamos en cualquier aventura a cambio de conseguir una página de publicidad, no me explico cómo pueden sobrevivir los otros diarios». Muda, le he dejado hablar y no he aludido a la deuda brutal que Prisa y su buque insignia, El País, padecen, y que tantos desmanes causó, desde la conversión de nuestra CNN, de la noche a la mañana, en un barrizal berlusconiano, hasta el ERE del último noviembre. Los otros periódicos estarán mal, pero al menos no tienen ese agujero.
Callo como si otorgara, y el Químico se lo cree porque, cuando termina su vaporosa exposición de la segunda parte —el motivo de que nos encontremos aquí, charlando amablemente, como si nos amáramos—, resumida en la frase «Quiero que te involucres más, pero no tengo ni idea de cómo», le noto falto de preparación para responder a mi pregunta clave. Que es:
«Dímelo claramente. ¿Quieres sacarme de Opinión?».
Aguanto mientras me observa con fijeza, como si con los ojos pudiera entender mejor lo que acaba de escuchar, o como si pretendiera reducirme a la nada, polvo eres, etcétera. No flaqueo. Insisto. Es ahora cuando desaparece todo rastro de amabilidad en él y se le ponen los iris de guillotina, en la misma tesitura que una vez advertí en la reina Sofía, cuando un invitado a uno de los besamanos reales se propasó en simpatías que no corresponden al vulgo. En aquel momento pensé que se trataba de una mirada absolutista —la sentencia irrevocable—, algo que te viene dado con la sangre azul y la crianza, y con la certeza absoluta de que eres superior y tienes a Dios de tu parte: el don de cortar cabezas. Cuando asoma esa determinación en los ojos del Químico, deduzco que se trata también de una capacidad que se puede adquirir, algo que cualquiera con el suficiente cuajo como para utilizar sin remordimientos a los demás puede conseguir en dos o tres tardes de entrenamiento. Más fácil de aprender, quizá, que el funcionamiento financiero. Aunque, dado que esto último también es especialidad del Químico, podríamos deducir que posee habilidades de doble filo.
Puedo acabar contigo cuando quiera, viene a decir su mirada laminada en frío. Si tengo que decírtelo, lo haré sin vacilar, expresa en silencio.
Lo suelta:
«No quiero que sigas en Opinión».
That’s it, Maruja, me digo. Esto es por lo que le pagan. Por este mal rato. Que aún no ha terminado, por cierto.
«¿No me quieres en Opinión?», machaco.
El hielo sucio sigue en sus ojos.
«No te quiero en Opinión», confirma.
Me levanto, cual suele decirse, como impulsada por un resorte.
«Pues es Opinión o nada».
Lo de «tú no sabes con quién estás hablando» también se lo lanzo a la cara, y me quedo muy ancha, aunque parezca una chiquillada. Lo mejoro con lo que sigue: «Toda yo soy opinión, y detrás de mí opinan mis lectores, que son muchos. Y hay una gran mayoría que siguen leyendo este diario por mí». Un poco pavera, lo reconozco, pero qué queréis, estoy dolida. ¿Para qué esta absurda escena? ¿No habría sido mejor que me hiciera despedir a través de un e-mail, como a los otros?
Se levanta él también:
«No se suponía que esto terminara así —se queja—. No me has dado ni tiempo a plantearte qué quiero de ti». «¿Qué quieres?». «Ahora no lo sé, tengo que preguntar abajo qué podemos hacer contigo». Se refiere a la redacción, a los jefes de suplementos. «¿Abajo?», sigo creciéndome. Cuando lo das todo por perdido es cuando te pones grandona: «¿Crees que abajo queda alguien para mandarme lo que he de hacer?».
Inicio el camino a la puerta de su despacho. Me sigue. La guillotina ha desaparecido, en su lugar se halla la Mirada número Dos: «¿Por qué no habré solucionado esto por e-mail?», piensa conmigo. Ese ha sido su error.
Ya casi saliendo, me giro: «Dado el ambientazo, supongo que no quieres que siga escribiendo durante el mes que me queda. Que la llamada directora de Administración de Redacción me escriba con lo que decidáis». Débilmente, me da explicaciones: «Está de vacaciones estos días». Ante tal absurdo, rujo: «No tienes ni idea de cómo me suda el coño lo que pueda hacer la Sanguinaria con sus días libres». O algo por el estilo, pero muy muy ordinario.
Me largo tras despedirme de las secretarias. Poco después sabré, por los amigos que me quedan en la redacción, que el Químico, tras comentar mi marcha con el jefe de Opinión —conocido como Doctor Mengele—, ha llamado al responsable de El País Semanal —conocido como Gloria Swanson— y le ha ordenado que detenga la publicación de mi último «Perdonen que no me levante». Lo agradezco: no era tan bueno como para convertirse en mi última contribución al suplemento para el que trabajé durante unas tres décadas. El anterior era mejor, y ese ya no podían frenarlo ni Gloria Swanson ni Mengele ni el Químico.
Somos buenos, los periodistas, poniendo motes.
Desde el otro lado de la calle, examino el edificio, achatado y de color beige sucio, con ranuras a modo de ventanas, en el que, un día de otoño de 1981, entré por primera vez para trabajar como colaboradora. Han transcurrido más de 30 años. Muchas vidas.
Cada siete años me reinvento. Ha sido así desde que mi padre cerró la puerta y desapareció —aunque no del todo, eso fue lo peor—, dejándonos a mi madre y a mí a merced de la caridad de los parientes. Es así diez veces después, con 70 primaveras —cumplida la última en Atenas: eso no me lo quitará nadie— y un montón de otoños en el lomo, en forma de lumbalgia, con artrosis en todo el esqueleto, cervicales delicadas y con el mendruguillo de rótula que le queda a una de mis rodillas; la otra, carece de ello. ¿Van a poder contigo?, me pregunto. No. El motor sigue funcionando. La voluntad, el ansia de vivir, de participar.
Soy una observadora involucrada. Incluso cuando me contemplo a mí misma. Me veo descender por la cuesta de Miguel Yuste, desde la estación de metro de Suances. En ese otoño del 81, la alegría impulsa mis pasos, y mi devoción por el diario con el que ansío desesperadamente colaborar hace que todo mi cuerpo tiemble. El País es lo más profesional, moderno y progresista que hay en esos momentos, y yo, que soy una especie de náufrago de casi todas las aventuras periodísticas que tuvieron lugar en mi ciudad, Barcelona, en los años 60, en el último franquismo, durante la Transición y al principio de la democracia, anhelo estar ahí. Sé que lo merezco. He trabajado mucho. Me he pelado el culo en todas las redacciones.
Hace 33 años, la zona era un polígono en ciernes. Apenas un par de restaurantes baratos —La Parrita, familiarmente conocida como El Guarro, era el más frecuentado, tanto por jefes como por operarios del taller—, edificios en construcción. Otros ya erectos y, como el nuestro, sueltos en el paisaje, entre solares y maquinaria. Era solitario, pero pujante. Hoy la crisis, y esa degradación laboral que la acompaña, empuja el paisaje a las alcantarillas. Me cuentan que la mayoría de los negocios son garajes de coches y centralitas en las que tienen una infinidad de telefonistas contratados a precio de saldo. «Se les suele ver en la puerta, fumando con cara de asco», detalla alguien que trabaja en el barrio. «Respecto a los garajes, la misma Miguel Yuste suele estar poblada de coches en práctico siniestro total que el dueño de un taller grande tiene aparcados en la acera. A veces impresiona encontrarse algunos con el morro hecho un amasijo de metal y los faros a la altura del volante. También hay mucha obra parada: edificios a medio construir y solares abandonados, de esos con matojos que te llegan al pecho».
Bares cutres que abren y cierran constantemente, me dice. Supongo que La Parrita continúa, aunque no me da tiempo a comprobarlo. Sí constato que ya no está La Filosofia —se llamaba así, sin acento, como El Pais de antes—, el bar que abrió en los años finales de mi estancia en Madrid, y al que volvía con algunos compañeros cuando, ocasionalmente, retornaba desde Barcelona. Uno de los camareros me pedía siempre que le firmara libros para su hija, que quería ser periodista. Apestaba a refritos La Filosofia, pues junto con el acento le faltaba un extractor de humos, pero a última hora de la tarde era un buen lugar para trasegar chismes y whisky con los compañeros.
No siento la menor nostalgia por aquellos años últimos. Los recuerdo con frialdad, y sé por qué. Las cosas ya no eran como debieran haber sido. El diario se había convertido en Grupo, el Grupo en negocio y el negocio en algo muy delicado de equilibrar. La guerra del fútbol y toda esa mierda había cambiado las reglas.
Un día miré alrededor y vi que, en la redacción de Madrid, aparte de mis columnas y artículos de Opinión, no tenía nada que hacer. Jesús Ceberio, el director, se había acostumbrado a verme por allí, un activo convertido en pasivo de lujo, una especie de ornamento en la sección de Cultura, el lugar en donde había empezado, y que constituía un agradable refugio. Mi firma era algo que había que poseer para que no perteneciera a los demás.
No sufrí en lo más mínimo cuando tomé la decisión de regresar a Barcelona. Lo había pedido anteriormente. Cuando lo hacía, Ceberio cambiaba de tema. Tuve que mentir: dije que mi hermana estaba muy grave y me necesitaba, y me fui. La susodicha me apoyó, como hacía siempre. «Si te llaman preguntando cómo te encuentras, jadea», le recomendé. Faltaban muchos años para que Carmen se marchara de verdad de este mundo.
Me aburría en Miguel Yuste. Es algo que nunca imaginé que me sucedería en una redacción. Las redacciones han sido, desde que pisé la primera, en 1964, hogares alternativos para mí. Hogares de acogida, sustituyendo a aquel, postizo, de quitar y poner y nunca mío, que me vino dado por nacimiento. Siempre supe que la aventura estaba fuera y, cuando empecé a ejercer como periodista, comprendí que el nido más seguro desde el que podría lanzarme a buscarla era una redacción, que en ella siempre te acogían al regresar, mesas y papeles y máquinas de escribir y ordenadores y gritos impacientes y lugares en donde esconderse para ponerse al día. Parecían hechas para mí, y los compañeros constituían la familia. Nunca la empresa: ni hogar ni familia fueron los diferentes patronos por los que pasé, incluida Prisa. Nunca he creído que las empresas fueran cosa mía: ni la del franquismo, en donde empecé, ni la de Polanco, en donde terminé mis días de periodismo convencional.
Pero las redacciones… Y los compañeros. Incluso los malos colegas. Entraban en el lote, ya lo he dicho, como el primo que me martirizaba cuando era niña o la tía chivata, o el hijo estafador de aquella parienta lejana que encadenaba embarazos durante los cuales seguía bebiendo Anís del Mono.
No fue un divorcio lo que ocurrió entre el diario y yo, sino el distanciamiento previo a la separación, previo a la indiferencia. Un largo proceso.
Ahora que se ha abierto el grano y he sido expulsada de la pus, me reinvento. Todavía no sé cómo.
Lo haré. Siempre lo he hecho.