UN PEQUEÑO PARACAÍDAS

—¿Pete se ha ido? ¿Adónde? —preguntó la señora Hollister.

—Yo creo que ha ido a buscar la «Montaña Tenebrosa» —dijo Pam, que luego explicó lo triste que quedó Pete después de perder el mapa. Y con los ojos llenos de lágrimas, añadió—: Pero a estas horas ya tendría que haber vuelto.

Dolores dijo que habían decidido quedarse en el lugar en donde pasaran la noche, para que Pete pudiera reunirse con ellos. Pero ahora empezaban a temer que Pete se hubiera perdido.

—O que le haya capturado Mike Mezquite —declaró Jack—. Él fue quien espantó nuestros caballos.

—¡Ese vaquero inútil y perezoso! —masculló «Truchas»—. Que espere a que yo le encuentre… Le voy a… a… a…

El anciano no concluyó de pronunciar su amenaza, porque en ese momento se oyó el ruido de un avión. Levantando la cabeza, observaron cómo el aparato se iba acercando.

—¡Es papá! —gritó Diego.

Evidentemente, también el señor Vega había visto al grupo, porque ladeó el avión a izquierda y derecha, demostrando haberlos reconocido.

—Querría poder decirle que Pete ha desaparecido —dijo Pam.

—Conozco una forma de hacerlo —afirmó Diego—. Vamos a separarnos para que pueda contarnos. Papá verá en seguida que falta uno.

A toda prisa, el grupo se disolvió. El señor Vega dio dos pasadas sobrevolando aquella zona. Luego, como queriendo dar a entender que comprendía el mensaje, volvió a ladear el aparato.

Esta vez se alejó para volar por encima de las cumbres de cada montaña. Los que aguardaban abajo esperaron en tensión a que el señor Vega consiguiera averiguar algo de Pete.

Dos minutos más tarde, el avión volvía y todos se preguntaron si el piloto intentaría aterrizar, pero Diego opinó que aquel terreno era demasiado pedregoso y desigual. Las ruedas podrían destrozarse.

—¡Oh, mirad! —gritó Ricky.

Algo blanco apareció en la ventanilla del avión, y empezó a caer hacia tierra.

—¡Un paracaídas hecho con un pañuelo! —dijo Diego, corriendo a recogerlo—. Papá envía un mensaje.

—Va a aterrizar aquí —exclamó Holly emocionada.

Pero una repentina ráfaga de viento alejó de allí el pequeño paracaídas.

—¡Ooooh, va a quedar prendido en los árboles! —se lamentó Ricky.

El pañuelo quedó enganchado en las ramas más altas de un gran pino y todos ahogaron una exclamación de desencanto.

—Debemos recogerlo —dijo el señor Hollister.

—¡Yo treparé al árbol! —se ofreció el valiente Ricky—. Que alguien me suba a las primeras ramas.

Pero las primeras ramas quedaban a más de tres metros del suelo y subir allí a Ricky no iba a resultar fácil. «Truchas» avanzó provisto de un lazo.

—Con esto podremos arreglarlo fácilmente —afirmó, al tiempo que lanzaba el lazo por encima de una de las ramas.

El extremo suelto de la cuerda quedó colgado al otro lado.

—Todo listo, Ricky —declaró el pastor, atando la cuerda alrededor de la cintura del pequeño. Luego tomó el otro extremo y tiró de él, izando al niño hasta la rama.

—Muy bien —dijo Diego, dirigiéndose al pastor.

Todos los presentes aplaudieron.

—Allá voy —anunció Ricky, empezando a trepar por el árbol.

Todos miraron, conteniendo el aliento, cómo el pequeño subía, subía… Por fin, Ricky llegó a la rama en cuyo extremo estaba enganchado el paracaídas.

—¿No lo alcanzas? —preguntó la señora Hollister.

—Creo… creo que sí.

Sujetándose al tronco con un brazo, Ricky alargó el otro tanto como pudo. Pero el paracaídas quedaba a varios centímetros de sus dedos.

«¿Cómo voy a llegar allí? Si me suelto del tronco puedo caerme» —reflexionó el pequeño.

De pronto tuvo una idea. Sujetándose al tronco del árbol firmemente, Ricky se desabrochó el cinturón y lo lanzó hacia el paracaídas. ¡La hebilla se enganchó en los hilos del pañuelo!

—¡Buen trabajo! —gritó el padre, mientras Ricky atraía hacia sí el mensaje con gesto triunfal.

Luego se lo guardó en el bolsillo, volvió a ponerse el cinturón y comenzó a descender hasta las ramas bajas.

—Déjate caer en mis brazos —le indicó el señor Hollister.

Ricky llegó a la primera rama. Luego se soltó. ¡Zas y aterrizó sin incidentes en los brazos de su padre!

—Déjame leer el mensaje, querido —pidió la señora Hollister, y Ricky le entregó lo que pedía.

El papel estaba doblado y atado con cordel. Al abrirlo, la señora Hollister lanzó un grito de sorpresa.

—¡Pete está prisionero! —exclamó.

—¡No! —exclamaron los niños con desaliento, y a continuación empezaron a llorar.

—Acaba de leer —pidió el señor Hollister con voz trémula.

Su esposa leyó nerviosamente:

HE VISTO TRES SILUETAS EN EL EXTREMO MÁS ALEJADO DE LA MONTAÑA DE CIMA HORIZONTAL. DOS DE ELLAS ALEJARON DE LA VISTA, A EMPUJONES, A UN TERCERO CUANDO YO PASÉ A POCA ALTURA. SOSPECHO QUE PETE ESTA ALLÍ PRISIONERO. HE ENVIADO UN MENSAJE POR RADIO A LA POLICÍA, PERO PASARA TIEMPO ANTES DE QUE LLEGUEN A ESTA MONTAÑA. ¿NO QUERÉIS VOSOTROS PROBAR SUERTE?

—¡Claro que queremos! —exclamó el señor Hollister.

Montaron a toda prisa en los caballos. Holly y Helen cabalgaban el mismo animal. «Truchas» abría la marcha. Muy pronto se encontraron ascendiendo por la ladera de la montaña. No había sendero alguno marcado y esto retrasaba notablemente la ascensión.

—Puede que esos «malos» se lleven a Pete —murmuró Holly.

—Y que nunca volvamos a verle —añadió el pecoso en tono lúgubre.

—¡Niños! —intervino la madre muy seria—. Hay que esperar lo mejor.

Cabalgaban en fila de a uno por un bosque de pinos y arces. «Truchas» iba delante, abriendo paso por entre enormes árboles, cuando Pam, que iba inmediatamente detrás de él, se apresuró a situarse a su lado.

—¿Usted cree que el monstruo…? —empezó a decir.

Pero no pudo concluir la frase. Se produjo un rumor en el bosque cercano y un ciervo asustado se cruzó en el camino de Pam y «Truchas». Los dos caballos relincharon y retrocedieron.

—¡Sooo! —gritó «Truchas», tirando de las riendas de su montura.

Pero el caballo de Pam alzó las patas delanteras y se lanzó hacia delante a toda velocidad. La sacudida fue tan inesperada que a Pam se le escaparon las riendas de las manos y la niña tuvo que aferrarse, de cualquier modo, a las crines para no caer.

—¡Ayudadme! —gritó la pobre Pam.

Cuando «Truchas», después de haber calmado a su caballo, pudo lanzarse detrás de Pam, la montura de ella se encontraba ya a gran distancia, corriendo, enloquecida, ladera arriba.

«Truchas» estaba a punto de alcanzarlo, cuando vio que una rama baja de un árbol se interponía en el camino de la niña. ¡Era casi seguro que Pam iba a ser arrojada fuera de la silla!

—¡Agáchate! —vociferó el viejo, para hacerse oír.

Pero Pam tuvo otra idea. La pobre estaba deseando huir del caballo. Cuando vio la rama lo bastante cerca, se irguió y se agarró con ambas manos a ella, de donde quedó colgando. El caballo siguió su carrera sin jinete.

—¡Sujétate bien! —gritó «Truchas»—. ¡Voy, voy!

El pastor condujo su caballo bajo la colgante Pam, que se dejó caer delante de él en la silla de montar.

—Muchas gracias, «Truchas» —dijo la niña, respirando hondo para tranquilizarse.

—Me alegro de haber estado cerca —contestó él—. Ahora vamos a buscar tu caballo.

Galoparon ladera arriba. Al ver correr al caballo desbocado, «Truchas» le gritó:

—¡Soooo!

Pero en vista de que el animal no le obedecía, «Truchas» recurrió al lazo.

—¡Calma, hombre, calma! —dijo cuando le hubo echado el lazo al caballo, dándole golpecitos apaciguadores en el morro.

Los demás habían llegado ya y elogiaron la actuación, tanto de Pam como de «Truchas». En seguida reanudaron la marcha.

Cuando Pam puso el pie en el estribo para volver a montar, se fijó en un papel arrugado, caído sobre las pinochas, cerca de un árbol.

«Es muy raro» —pensó, y se acercó a recogerlo.

Pam contempló el papel con curiosidad antes de darse cuenta de que lo tenía al revés. Cuando lo miró debidamente, dejó escapar un grito y de sorpresa.

—¡Papá, mamá! ¡Mirad todo esto!

Cuando se congregaron todos en torno a Pam, Holly exclamó:

—¡Si es la página perdida del libro de la «Montaña Tenebrosa»!

—Como sabemos que fue Mike Mezquite quien lo robó, eso quiere decir que Mezquite anda por allí —razonó Jack.

—Y se ha debido de caer hace poco tiempo —añadió el señor Hollister, observando que la hoja estaba muy limpia.

En tal caso, hay que tener cuidado —advirtió «Truchas»—. Los coyotes humanos no son dignos de confianza.

El terreno iba haciéndose más pedregoso por momentos. Y los árboles crecían tan juntos que un caballo apenas podía pasar entre ellos.

—Tendremos que buscar otro camino —dijo «Truchas», indicando al resto del grupo que se detuviera. Y después de otear a su izquierda, declaró—: Por allí veo más claridad. Vayamos en esa dirección.

Todos desmontaron y avanzaron un trecho a campo abierto.

Estaban en la falda de la «Montaña Tenebrosa». Por encima de ellos sobresalía un farallón rocoso.

Hasta entonces, todos habían hablado a discreción haciendo mil conjeturas. De repente, Diego murmuró:

—¡Silencio! ¡He oído voces ahí arriba!

Los Hollister y sus amigos quedaron en silencio, mirando hacia arriba. Unos segundos más tarde, una cabeza aparecía por la parte superior del farallón.

—¡Es Pete! —dijo Pam, estremecida.

—Sí, sí —asintió la señora Hollister, dando mil gracias a Dios en su interior—. ¡Lo hemos encontrado!

Pete se llevó un dedo a los labios para indicar que no hablaran en voz alta. Inclinándose un poco más, dijo en un ronco susurro:

—Id al lugar donde hay dos rocas grandes. Allí empieza un camino secreto que conduce hasta aquí.

El señor Hollister asintió y, apenas moviendo los labios, preguntó:

—¿Dónde están esas dos rocas?

Pete les estaba dando instrucciones cuando, de súbito, a su espalda apareció un hombre que le aplastó su manaza en plena boca. Pete fue arrastrado de allí y desapareció de la vista.