UN SUSTO

En el rancho, los Hollister y los Vega esperaban con ansiedad el regreso de Pete, Pam y Dolores. Ya habían cenado y estaban sentados en el patio, mirando hacia las montañas.

Diego rasgueaba suavemente la guitarra, deseoso de calmar un poco los nervios a las dos familias. «Truchas» se había unido al grupo y parecía muy preocupado.

—Estas criaturas tendrán que acostarse ya —dijo la señora Hollister con una nota de angustia en la voz—: Voy a telefonear al rancho de los Bishop para preguntar a la señora Moore si Helen y Jack ya han regresado.

Pero no había tenido tiempo de llegar al teléfono cuando Holly anunció:

—¡Ahí llegan! ¡Oigo sus caballos!

Diego dejó de tocar y todos escucharon el ruido de los cascos, resonando en la distancia. Pronto se distinguieron las siluetas de los animales, envueltos en una nube de polvo.

—¡Hurra! —gritó Ricky, alegremente.

Pero cuando los animales se aproximaron, empezaron a oírse contenidas exclamaciones de horror.

¡Las sillas estaban vacías!

Diego corrió a empuñar las riendas de «Mancha».

—Viene desde muy lejos —afirmó el chico, observando que el animal aparecía cubierto de sudor.

«Truchas» examinó detenidamente al animal y vio que «Mancha» había perdido una herradura y tenía espinas clavadas en el corvejón.

—Esto es un mal augurio —declaró «Truchas»—. Los matorrales que tienen estas espinas, sólo se crían en la zona donde habita el monstruo.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó el señor Hollister, viendo la expresión de terror de Diego.

«Truchas» habló de la montaña hechizada, donde se producían extraños ruidos, y añadió que los caballos probablemente habían llegado de allí. El señor Hollister suspiró. Aquello eran cuentos de hadas y brujas, que no le preocupaban. Lo que le importaba era que los niños no corrieran peligro.

Fue la señora Vega quien calmó un poco la tensión.

—Dolores es una niña muy sensata —dijo—, y su padre le ha enseñado cómo se debe acampar para pasar la noche, en un caso de emergencia. Eso habrán tenido que hacer, si se les han escapado los caballos, y nosotros tendremos que ir a buscarles. Si no están de regreso por la mañana, iremos a la montaña con monstruo o sin él.

—Llamaré al rancho Bishop —decidió la señora Hollister, y entró en la casa.

Después de una breve conversación con la señora Moore, colgó y notificó a los demás que Jack y Helen tampoco habían regresado.

—Pero sus caballos no han vuelto —dijo la señora Hollister—. Eso es muy extraño. ¿No sería mejor avisar a la policía?

Los Vega, aunque estaban muy preocupados, dijeron que no merecía la pena hacer tal cosa, porque efectuar una búsqueda nocturna resultaba casi imposible.

—No nos preocupemos más hasta mañana por la mañana —dijo filosófico, «Truchas», cuando se iba hacia su dormitorio.

Cuando el viejo se hubo marchado, la señora Hollister llevó a Sue a su habitación. También Holly y Ricky fueron a acostarse. Al decir sus oraciones, pidieron, sobre todo, que los niños que se encontraban en la pradera pasaran bien la noche y pudieran regresar a casa por la mañana. Cuando ya todo estuvo silencioso, Sue se deslizó de la cama y fue a donde dormía Holly y le dijo:

—No tengas miedo. Ya verás como «vuelverán» pronto, dando saltitos.

Holly se incorporó para besar a la pequeña y Sue trepó a la cama de su hermana. Más tarde, cuando la señora Hollister, antes de retirarse, pasó a ver a sus hijos, encontró a las dos hermanas acurrucadas, juntas. Sue apretaba en su manita gordezuela una trenza de Holly. Con mucha delicadeza, la señora Hollister tomó a la chiquitina y la llevó a su cunita.

Aunque el día amaneció soleado y resplandeciente, los excursionistas no habían regresado, y tanto los Vega como los Hollister lo veían todo muy sombrío. Diego tomó los prismáticos de su padre y, tras subirse al tejado de un granero, escudriñó con ellos el terreno en todas direcciones. Los niños ausentes no se veían por parte alguna.

—Hay que actuar de prisa —decidió el señor Hollister—. Frank, ¿tú avioneta está en buenas condiciones para iniciar la búsqueda?

—No del todo —repuso el señor Vega, muy nervioso—. Voy a continuar ahora mismo con las reparaciones.

Corrió al granero, abrió la puerta y se puso a trabajar febrilmente. Un momento después, llamaba al señor Hollister para proponerle que Diego y él, acompañados de «Truchas», salieran a inspeccionar llevándose los caballos de los niños.

—Yo saldré a buscarlos desde el aire, tan pronto como haya reparado la hélice —prometió el señor Vega.

Al instante, Ricky dijo que deseaba ir con su padre mientras Holly suplicaba que la permitiesen acompañarles.

Por su parte, la señora Hollister, sonriendo tristemente, informó:

—Yo iré también.

—Pero el camino es muy abrupto —advirtió el señor Vega.

—De todos modos, no puedo quedarme aquí, mientras no sepa qué ha sido de mis hijos.

La señora Vega le apoyó un brazo en los hombros.

—Sé lo que sientes. Ve tranquila. Yo debo quedarme, porque podría llamar alguien dando información sobre los niños —declaró.

—Yo también quiero ir —declaró Sue.

Pero se decidió que era demasiado pequeña para un viaje tan largo a caballo; Sue debía quedarse en casa con la señora Vega. Viendo que la pequeña se echaba a llorar, la señora Vega le preguntó:

—¿No te gustará quedarte en casa a jugar con los conejos?

Sue se secó los ojos y fue a la cocina para ayudar a poner el desayuno en la mesa. Veinte minutos más tarde, mientras Diego y «Truchas» ensillaban los caballos, la señora Hollister y Holly ayudaban a la señora Vega a empaquetar los bocadillos y el jugo de tomate que debían llevar para el camino.

—Ya sé que tenéis tanta prisa como yo por encontrarlos —dijo la dueña de la casa—. Espero que tengáis mucha suerte.

Mientras cabalgaban por la pradera, distinguieron muy bien las huellas que «Mancha» y los otros dos caballos fueron dejando cuando regresaron la, pasada noche. Sin embargo, transcurrido un rato, tropezaron con un laberinto de huellas de ganado.

El grupo cabalgó toda la mañana sin detenerse. Luego, «Truchas» opinó que los caballos debían descansar.

—Podemos comer mientras esperamos —propuso la señora Hollister, aunque le parecía terrible perder un tiempo que podía ser precioso.

—Hay un pinar con buena sombra algo más allá —indicó Diego—. Podemos ir allí.

Mientras se aproximaban a los árboles, Ricky, de súbito, espoleó a su caballo.

—¿Qué pasa? —le preguntó Holly al verle alejarse.

—He visto una cosa blanca —repuso el pecoso, sin dar más explicaciones.

Antes de que los demás le hubieran alcanzado, Ricky ya había llegado a donde quería y bajó del caballo. Muy interesado, se aproximó a unos matorrales. De pronto sonó una especie de campanilleo.

—¡Cuidado! —le advirtió Diego—. ¡Una serpiente!

Ricky dio un salto en el último instante. Las fauces de la serpiente avanzaron hacia él y estuvieron a punto de alcanzar al chiquillo en la pierna.

Ricky quedó tan asombrado que no podía moverse. La serpiente retrocedió, dispuesta a reanudar su ataque. Viendo a Ricky en peligro, Diego saltó del caballo, tomó una piedra y la arrojó contra el áspid. Fue un tiro certero y la serpiente quedó inmóvil.

—Gracias, Diego —dijo Ricky. Luego señaló algo blanco que había entre las matas—. Eso es lo que quería mirar.

Diego se agachó para recoger un trocito de piel de conejo.

—¡Apuesto a que es de los trajes de vaquero que llevaban Pete y Pam! —dijo el pecoso.

—Una pista —declaró el señor Hollister, alegrándose bastante—. Al menos, sabemos que seguimos un buen camino.

El grupo se dispersó para inspeccionar en todas direcciones; mientras avanzaban, muy lentamente, camino arriba. Cuando llegaron a lo alto de la pequeña elevación, Diego señaló el valle que se extendía abajo.

—¡Allí hay gente! —exclamó.

Estaban demasiado lejos para poder reconocerlos, pero todos confiaban en que fuesen los niños desaparecidos. Y suponiendo que no lo fuesen, quizá habían visto a los niños y podrían darles noticias de ellos.

—¡Vamos! Hay que alcanzar a esa gente antes de que desaparezca —apremió el señor Hollister.

«Truchas» masculló algo relativo a lo abrupto del terreno y al monstruo que lo habitaba, pero por suerte, Diego no le oyó. Los viajeros aceleraron la marcha tanto como les fue posible. Pronto perdieron de vista al grupo de abajo, pues el camino se internaba por una zona boscosa.

Luego volvieron a encontrar un claro. Desde allí pudieron distinguir a cuatro niños. ¡Eran Pam, Dolores, Helen y Jack!

—¡Les hemos encontrado! —chilló Ricky y lanzó un grito de guerra indio para llamar la atención del grupo de abajo.

Al oírlo, los niños corrieron al encuentro de los mayores. Cuando se reunieron, todos empezaron a hablar a un tiempo.

—¡Qué alegría que hayáis venido!

—¿Cómo habéis podido encontrarnos?

—¿Qué os ha pasado?

Pero hubo una pregunta que repitieron varios a un tiempo:

—¿Dónde está Pete?

—Se ha ido —contestó Pam con tristeza—. Se marchó anoche y no ha vuelto.