—¡Nuestros caballos no se han ido por su voluntad! Alguien ha tenido que haberlos desatado y espantado —gritó Dolores, indignada, al llegar al borde del farallón—. ¡Mirad allí!
Los niños volvieron la mirada hacia la izquierda. Un hombre con sombrero mejicano se alejaba al galope.
—¡Mike Mezquite! —exclamó Jack, reconociendo, sin la menor duda, al vaquero y su caballo.
El pequeño grupo quedó unos momentos como atontado. ¿Por qué les había jugado aquel hombre tan mala pasada? ¿Tendría Willie Boot algo que ver con aquello?
Dolores procuró mostrarse alegre.
—Nuestros caballos volverán. Esperad y veréis.
Pero los animales no volvían y los Hollister empezaron a preguntarse cuánto tiempo podrían tardar en regresar a casa, a pie. ¡Probablemente un par de días!
—¡Ay, Dios mío! —murmuró Helen, dejándose caer al suelo, al mismo tiempo que se secaba una lágrima—: ¡Todo se ha estropeado, al intentar encontrar la «Montaña Tenebrosa»!
Pam procuró consolarla.
—No te desanimes. Tengo una idea —manifestó.
—¿Qué es?
—En lugar de volver a casa andando, ¿por qué no esperamos a que alguien venga a rescatamos? Entre tanto, podemos buscar esa montaña.
A todos les pareció un buen plan. Seguramente, cuando no se presentasen por la noche, el señor Vega saldría a buscarles en la avioneta. El rescate resultaría sencillo.
—¿A qué hora nos esperaban en el rancho? —preguntó Helen.
—A la hora de la cena —contestó Dolores—. Pero tenemos que ir pensando en pasar la noche aquí. La avioneta no puede salir hasta que sea de día.
De repente, Pete masculló, malhumorado:
—¿Y cómo nos las arreglaremos para comer? Los paquetes con los bocadillos iban atados a los caballos.
Dolores quedó unos momentos silenciosa. Luego dijo que tal vez ella encontrase algo que comer.
—Por aquí debe crecer maíz silvestre. Y hay unos helechos dulces que crecen donde hay pinos. Chicos, vosotros encended una hoguera. Pam, Helen y yo buscaremos algo que comer.
Pete y Jack contestaron que no tenían cerillas, pero que probarían el método indio para hacer fuego. Primero buscaron alguna piedra que tuviera pedernal, pero no encontraron ninguna.
—Creo que tendremos que emplear una ramita —decidió Pete—. Tú, Jack, trae ramas y hojas secas, mientras yo afilo la rama.
En primer lugar, Pete abrió un agujero con su navaja en un trozo de corteza de árbol y después sacó punta a una ramita. Había concluido aquellas tareas, cuando llegó Jack con un puñado de pinochas, resecas y crujientes, que desmenuzó y metió en el agujero de la corteza.
Sosteniendo la ramita muy recta entre las palmas de las manos, con la punta introducida en el hueco de la corteza, Pete empezó a hacerla girar rápidamente a un lado y a otro. Jack se tendió en el suelo y fue soplando suavemente sobre las pinochas.
¡Ni un sólo chispazo brotó después de probar varias veces! Sin embargo, los chicos no se desanimaron y al final vieron recompensada su constancia. Una ligera columna de humo se elevó de las pinochas.
—¡Hurra! —exclamó Pete, haciendo girar la ramita con más rapidez.
Cuando regresaron las niñas, cargadas de cosas, prorrumpieron en exclamaciones de asombro.
—No creí que pudierais hacerlo —confesó Dolores, dejando en el suelo un cacto gigantesco.
—No somos tan inútiles como te imaginas —contestó Jack, echándose a reír.
Cuando todo estuvo preparado, Pam preguntó:
—¿Qué os apetece? Tenemos maíz indio, tostado, ensalada de helechos y moras y jugo de cactos.
—Yo pienso tomar de todo y en abundancia —repuso Pete.
Aquella comida campestre fue un completo éxito. Al terminar, los niños apagaron la hoguera, aplastándola con los pies, y se dispusieron a iniciar la búsqueda de la «Montaña Tenebrosa». O, al menos, la que suponían era esa montaña, a juzgar por el tosco mapa de Mike Mezquite.
—No podemos llevar con nosotros esta cabeza de muñeca tan pesada —dijo Pete—. ¿Os parece bien que la enterremos y volvamos a buscarla más tarde?
Pam sugirió ocultarla al pie del gran árbol sabina. Así que Pete bajó al Cañón Oculto para traer la pala. Cuando tuvieron enterrada la cabeza, todos se sentían muy animados. Anduvieron durante una hora, descendiendo hasta el lecho de los arroyos secos o ascendiendo por laderas boscosas.
—¡Ayyy, mis pies! —se lamentó al fin Helen—: ¿Por qué no nos detenemos un poco a descansar, Pete?
—Y yo tengo mucha sed —masculló su hermano—. Si encontrásemos agua…
No había el menor rastro de agua a la vista. A los pocos minutos de haberse sentado, Pete dijo:
—Andando. Todos en marcha.
Cruzaron otra colina y empezaron a descender a un barranco lleno de árboles. De repente, Helen gritó:
—¡Agua! ¡Veo agua!
La niña señalaba una charca de agua que se encontraba al pie de una roca.
—Ahora podremos beber —exclamó Jack, ansioso.
Y echó a correr, seguido de Dolores. El chico se puso de rodillas y estaba a punto de llevarse el agua a la boca, usando las dos manos unidas, a modo de cazo, cuando Dolores gritó:
—¡Espera! ¡No bebas!
Jack la miró con asombro y siguió con la vista lo que señalaba el dedo extendido de la muchachita. Cerca de la charca se veían los blancos huesos de un animal.
—Creo que esta agua puede estar envenenada. Ese animal bebería y murió por eso.
—¡Caramba! Tengo tanta sed que me bebería un océano —dijo Jack, dejando escapar un prolongado suspiro.
—No podemos arriesgamos —contestó gravemente Dolores—: Ya encontraremos agua en otra parte.
En ese momento, un pajarillo se acercó a la charca.
—¡Hay que asustarle! —gritó Pam—. ¡No podemos dejarle beber agua envenenada!
—No os preocupéis —dijo Dolores—. Si el agua no es buena, no beberá.
Todos quedaron inmóviles, observando, mientras el pájaro revoloteaba por el borde del agua. Tras unos momentos de indecisión, el animal se alejó sin haber bebido.
—Tenías razón, Dolores —dijo Jack, admirado de la inteligencia del animalillo.
Continuaron caminando. El terreno se hacía cada vez más abrupto. Hasta la propia Pam acabó preguntando a Pete si estaba seguro de que el mapa indicaba aquella dirección.
—Sí, sí… Pero volveremos a mirar —dijo Pete.
Introdujo la mano en el bolsillo y palpó durante un momento. Luego, una expresión muy rara apareció en su rostro.
—¡Lo he perdido! —confesó al fin, avergonzado.
—¿Perdido? —repitieron los otros.
Todos se dejaron caer al suelo, desalentados. Pete se había puesto coloradísimo, porque se avergonzaba de su descuido. ¡En adelante ya no sabrían adónde dirigirse!
—Ahora sí que estamos metidos en un buen lío. Y todo por mi culpa.
Y para empeorar las cosas, Jack, al mirar por entre los árboles, vio la charca de agua envenenada.
—Hemos estado andando en círculo —anunció.
Todos asintieron angustiados por aquel fracaso, pero nadie reprochó nada a Pete. Al fin y al cabo, había hecho cuanto pudo por encontrar la «Montaña Tenebrosa».
Pero Pete no opinaba lo mismo y estaba realmente apurado. Se sentó en el suelo y quedó meditando. ¡Cómo deseaba poder remediar su estupidez! No se le ocurría nada. Dolores no tardó en llegar a interrumpir sus reflexiones.
—Busquemos un sitio bueno para pasar la noche —indicó.
—Buscadlo vosotras —contestó Pete que no acababa de consolarse de su fracaso.
Las tres iniciaron la búsqueda. A Pam le parecía buen sitio un lecho de pinochas, pero Dolores aseguró que, por la noche, hacía mucho frío entre los árboles. Helen propuso ir al fondo de un arroyo seco, a lo que Dolores contestó que por tales parajes rondaban animales peligrosos, después de anochecido.
—Creo que lo mejor es dormir en la pradera, bajo el cielo abierto —decidió.
Dolores eligió un lugar donde la tierra no era pedregosa y resultaba bastante cómoda para dormir en ella. Buscaron más alimentos y prepararon la cena. Sobre la tierra empezaron a proyectarse sombras purpúreas al caer el crepúsculo. Luego, una a una, empezaron a asomar resplandecientes estrellas en el cielo.
Todos, menos Pete, empezaron a bostezar de cansancio. Al poco rato se tumbaron y no tardaron en quedar dormidos. Pete continuaba sentado, mirando a lo lejos. No tardó en salir la Luna, que bañó el paisaje con su luz plateada.
Las cimas de las montañas cercanas destacaban con claridad, y Pete fue contemplándolas una tras otra. Una cumbre horizontal, no muy lejana, llamó su atención.
«¡Se parece al dibujo del libro sobre Méjico!», pensó, emocionado.
Y un momento después se preguntaba si lo que en aquel instante veía podía ser verdad. Por la falda de la montaña se veía moverse una luz brillante. Pronto se interrumpió su avance. La luz quedó fija en un lugar. Pete siguió contemplándola. Cuando transcurrieron unos diez minutos, Pete estaba acuciado por la curiosidad.
«Voy a ir allí y veré lo que es —decidió—. Puede ser que aclare el misterio de la “Montaña” y compense así mi descuido».
Se puso en pie silenciosamente y echó a andar en dirección a la misteriosa luz.