Ricky sabía que no podría apartarse a tiempo. ¿Qué hacer?
—Probaré una cosa —dijo, desesperado.
En el momento en que la enfurecida cabra llegaba ante Ricky, éste dio un salto en el aire y se agarró a los cuernos del animal. De este modo, su cuerpo cayó con fuerza sobre el cuello del animal, haciéndole dar un bramido de dolor.
—¡Bravo! —aplaudió Diego, que corría ya a detener a la cabra.
A su lado venía Jim, el vaquero alto y rubio, que movió la cabeza de un lado a otro, como si no pudiera creer lo que estaba viendo.
—Eres muy valiente, muchachito —dijo el hombre a Ricky. Luego se volvió a la cabra para reprenderla—: Y tú, a ver si aprendes mejores modales.
Y dio una fuerte palmada al animal en el hocico.
Ahora que ya había pasado lo peor, Ricky estaba terriblemente asustado, pero luchó por disimularlo y acarició al perro pastor que había acudido a su lado. El pastor le explicó que «Reina Bruta», la cabra, y «Rover», el perro, no eran muy buenos amigos.
—A la cabra no le gusta recibir órdenes de él.
—¿Qué órdenes? —preguntó Ricky.
Jim dijo que el perro era muy habilidoso para hacer volver al ganado que se extraviaba por las colinas. Pero «Bruta» no le hacía el menor caso y, a veces, le embestía con sus cuernos.
Mientras Ricky miraba a «Rover» con admiración, Diego sacó tres cartas y un bloc de notas del bolsillo y entregó todo ello a Jim. Éste escribió algunas cantidades en el bloc y se lo devolvió luego al muchacho.
—Papá se alegrará de saber que no falta ningún animal de tu manada —dijo el hijo de los Vega.
—Creo que de eso debemos dar gracias a «Rover». Es un gran perro pastor —contestó Jim.
—En los otros rebaños han desaparecido algunos animales —se lamentó Diego—. Bueno, Ricky, vámonos ya.
—¿No podemos esperar un poquito? —pidió el pelirrojo—. Querría ver cómo «Rover» hace regresar a la manada a alguna oveja.
Jim dijo que generalmente el perro no hacía esa tarea hasta la noche, pero que procuraría que hiciese una pequeña demostración en aquel momento.
—Aunque no va a poder traer las quinientas cabezas ahora —añadió, con una risilla.
—¿Quinientas cabezas? —se asombró el pequeño—. ¿Y las cuida usted solo?
—No. Con «Rover». Él vale por media docena de hombres —afirmó Jim, llamando a su lado al hermoso perro—: «Rover» no sabe contar y, sin embargo, no deja de buscar animales hasta que nuestro rebaño está completo. Y aún hay más. Si un cordero de otro rebaño se mezcla con el nuestro, «Rover» hace que se marche.
—¡Vaya! ¡Qué inteligente! —dijo el pequeño admirado.
Jim miró al perro, que ladeó la cabeza, esperando instrucciones.
—Ve a buscar a «Caracol» —ordenó el pastor.
Hubo una corta pausa. Luego, «Rover» dio un salto y se alejó.
—¿Qué es cara… cara…? —repitió Ricky.
—Espera y lo verás —contestó Diego, riendo.
Cinco minutos más tarde se le oía ladrar en el cercano bosque y, poco después, una oveja negrísima llegaba corriendo. «Rover» la había obligado a venir adonde estaba su amo y los dos chicos.
—Te presento a «Caracol» —dijo Jim—. Es de una raza muy rara.
Ricky nunca había visto una oveja negra y le pareció que su lana era muy bonita. Dio las gracias a Jim por haber permitido que el perro hiciese aquella demostración y luego subió a su caballo. Mientras cabalgaban, Diego miró al sol.
—Son las nueve —dijo—. Pete, Pam y Dolores habrán salido ya hacia la «Montaña Tenebrosa».
Diego estaba en lo cierto. Pete y Pam habían conseguido permiso de sus padres para hacer aquella excursión, aunque sólo en el caso de que Dolores pudiese acompañarles. Aunque más pequeña que los Hollister, Dolores era una excelente amazona y conocía bien el terreno porque había hecho largas salidas con su padre y su hermano. También Jack y Helen habían obtenido permiso para hacer la excursión.
Y en aquellos momentos, el pequeño grupo estaba ante la casa de los Bishop, despidiéndose del señor y de la señora Moore. Pete montaba sobre «Mancha», Pam se había quedado con «Amigo» y Dolores con «Astuto».
Los Hollister llevaban sus trajes nuevos de vaquero, que les sentaban muy bien.
—Tened mucho cuidado y no os separéis —aconsejó la señora Moore.
—Lo prometemos —dijeron todos a coro.
Los niños charlaban alegremente mientras avanzaban por los campos; al frente de todos iba Pete. El chico llevaba en el bolsillo el mapa que había encontrado en la guarida de Mezquite y seguía la dirección que indicaba el mapa.
Al llegar a una zona boscosa, con una cuesta empinada, tuvieron que marchar al paso. De vez en cuando, Pete consultaba el mapa.
Descendieron hasta un barranco y de éste pasaron a otro. El terreno estaba salpicado de grandes peñascos que dificultaban el avance a los caballos.
—¿No podríamos seguir algún camino? —preguntó Helen, al cabo de un rato—. A mí no me importa tardar más en llegar a la «Montaña Tenebrosa».
—Ya es demasiado tarde para volver atrás —objetó Pete—. Además, creo que hemos equivocado las orientaciones del mapa.
Condujo al grupo hacia un despeñadero, con laderas tan empinadas que todos tuvieron miedo de caerse de los caballos, A mitad de camino, el caballo de Helen resbaló con mía piedrecilla suelta y quedó con las manos dobladas. Y Helen fue lanzada al suelo por encima de las orejas del animal. Por suerte, cayó en un lecho de musgo.
—¡Ay, Dios mío! ¡Que mi caballo no se haya roto una pata!
Dolores desmontó inmediatamente, para ir a examinar al animal.
—No —anunció en seguida—: No tiene nada roto. Pero este terreno es muy malo. Yo nunca he estado por aquí.
Los hermanos Moore propusieron regresar a casa, pero los Hollister y Dolores Vega opinaron que debían continuar. Ya no debía estar lejos la «Montaña Tenebrosa».
—Está bien —accedió Jack—. Vosotros sois mejores exploradores que nosotros. ¡Abrid la marcha!
Los cascos de los caballos resonaban sobre la superficie pedregosa, levantando nubecillas de tierra. Cuando llegaron a un espacio despejado, Dolores detuvo su caballo y señaló algo.
—¿Veis aquella colina de allí? Es mucho más alta que las que hay a su alrededor. Estoy segura de que es la del mapa.
Muy animados, los jóvenes exploradores se encaminaron al árbol, buscando con sumo cuidado el camino mejor en el abrupto terreno. Pam fue la primera en llegar. En seguida levantó la mano para que los demás se detuvieran.
—Éste debe de ser el lugar indicado —dijo, y se volvió en la silla—. Pero mirad allí. Estamos al borde de un pequeño cañón.
Los demás quedaron estremecidos al verse tan cerca del precipicio. Desmontaron, llevaron los caballos a un extremo, y luego contemplaron el estrecho valle. Estaba a unos treinta metros de profundidad y aparecía salpicado de rocas de raras y caprichosas formas.
—¡Ah, ya sé lo que es esto! —afirmó Dolores—. He oído que papá le llama el Cañón oculto. Los antiguos que vivieron aquí lo dedicaban a sus ceremonias.
—¡Entonces puede ser una pista de la «Montaña Tenebrosa»! —dijo Pete, mirando a su hermana.
—¿Ha explorado alguien todo esto? —preguntó Pam a Dolores.
La morenita Dolores asintió.
—Un grupo de estudiantes de la Escuela Superior hizo aquí una excavación el verano pasado.
Jack se rascó la cabeza.
—¿Una excavación? —repitió—. ¿Qué es eso?
—Ésa es una de las cosas divertidas de vivir en el Oeste —repuso Dolores, mirando fijamente al otro lado del cañón—. Por aquí, hay muchos tesoros ocultos y ciudades enterradas. La gente de los museos siempre anda buscando cosas de ésas.
—¿Y los chicos también? —preguntó Jack, con ojos que el asombro hacía aparecer tan redondos como platos.
—Claro que sí. Los niños de Sunrise encontraron por aquí los restos de un pueblo antiguo.
Pete chasqueó los dedos con entusiasmo.
—¡Vamos a bajar y haremos una inspección! —propuso.
Jack y Helen no estaban tan entusiasmados como los demás. Sin embargo, volvieron todos junto al árbol y ataron sus caballos. Luego, bajaron lentamente por la ladera del cañón.
—¡Ya veo el pueblo que estamos buscando! —gritó Pam al llegar al fondo.
Y corrió hasta un paredón bajo y cuadrado, construido de adobes. La mayor parte de los adobes estaban rotos o desgastados.
—El «esqueleto» de una edificación antigua —se le ocurrió decir a Pete.
Y la frase puso muy nerviosa a Helen.
—¿Creéis que por aquí puede haber esqueletos de personas? —preguntó.
—Es posible —respondió Pete—. Pero no te preocupes. No pueden hacer daño.
Helen no contestó, pero Pam se dio cuenta de que su amiga parecía un poco asustada. Por eso se acercó, tomó a Helen de la mano y propuso:
—Ven. Vamos a buscar un tesoro.
Los niños se movieron por el pueblo en ruinas hasta que encontraron una pala rota.
—¡Zambomba! ¡Me parece que puede ser de mucha utilidad!
Lo que quedaba de mango era tan corto que Pete tuvo grandes dificultades para hundir la pala en tierra. Los demás caminaron de un lado y otro, curioseándolo todo y levantando piedras por si había algo debajo.
Por fin Pete interrumpió su trabajo y se secó el sudor de la frente.
—¿Qué? ¿Alguien quiere probar a cavar un rato? —propuso.
—¡Yo, yo! —se ofreció su hermana, corriendo a empuñar la pala—. Pero yo cavaré por allí.
Pam señaló una pequeña elevación.
—Yo te ayudaré —se ofreció Dolores.
—Y yo —añadió Helen.
Las tres niñas se separaron de los chicos y, en cuanto llegaron al punto deseado, Pam hundió la pala en tierra, ayudándose con el pie.
—¿Creéis que puede ser algún lugar donde se enterrasen a los muertos? —preguntó Helen, mirando a sus dos compañeras con expresión de temor.
—Podría ser —admitió Dolores, que ya estaba ayudando a retirar con las manos la tierra que Pam iba sacando.
De repente, la pala chocó con algo duro. Al principio, Pam creyó que era un pedrusco y continuó cavando a su alrededor. Finalmente, introdujo la mano en el agujero. El objeto no tenía una superficie uniforme. Pam lo sacó y luego extrajo su pañuelo para limpiar la tierra que lo cubría. Dolores y Helen la miraban con el más profundo interés.
—Esto parece… parece… ¡una cara! —tartamudeó Pam.
Al oír aquello, Helen lanzó un grito y retrocedió de un salto.
—¡Un esqueleto! ¡Jack, Pete, venid aquí en seguida! ¡Hemos encontrado un esqueleto!
Cuando los chicos llegaron, Pam continuaba cavando con gran rapidez.
—No es un esqueleto —dijo al fin, emocionada—: ¡Ayúdame a sacarlo, Pete!
Los dos hermanos tiraron con fuerza de un objeto extraño, de piedra, que tenía las dimensiones de un balón de fútbol.
Cuando lo tuvieron fuera, Pam fue la primera en comprender de qué se trataba.
—¡La cabeza de una muñeca de piedra! —exclamó.
Pete lanzó un silbido.
—Los antiguos «constructores de muñecas» debieron de vivir por aquí —dijo. Y añadió, gritando—: ¡Estamos sobre la pista! ¡La «Montaña Tenebrosa» no puede estar lejos!
Dolores pronunció apresuradamente algunas palabras en español. Al notar que los otros la miraban sin comprenderla, Dolores añadió, sonriente:
—Se lo diremos a los arq… arqueo…
—¿Arqueólogos? —completó Pam.
—Eso es —contestó Dolores—. Los arqueólogos del museo de Sunrise siempre están buscando cosas de éstas.
—Pero primero hay que encontrar la «Montaña Tenebrosa» —opinó Jack. Y todos estuvieron de acuerdo con él. Luego propuso—: Podríamos dejar marcado este lugar y volver después. Ahora debemos ir a buscar los caballos.
Llevando la muñeca bajo el brazo, Pete echó a andar delante de todos, por la empinada ladera del cañón. Estaban a medio camino, cuando se detuvieron, sorprendidos, al oír ruido de cascos de caballos.
Pete entregó la cabeza de la muñeca a su hermana y se arrastró tan de prisa como pudo hasta lo alto del farallón. Después de mirar a todos lados con desesperación, gritó a los demás:
—¡Adiós, caballos! ¡Se han marchado!