UN HOGAR EN LA PRADERA

—¿Cuál es el gran, secreto? —preguntó Pam a los pequeños.

Sue se puso sobre las puntas de los pies y anunció, muy seria:

—«Truchas» va a permitir que Ricky, Holly y yo vayamos con él y con los bebés, para llevárselos a sus mamás.

Pam se echó a reír y pidió que le explicasen mejor aquello. Y Holly se decidió a aclarar que los tres se iban a encargar de llevar al ternero y el cordero a los rebaños a los que pertenecían.

—Pero si habíamos dicho que las demás ovejas fueron robadas y, seguramente, se encuentran ya camino de Kansas City —objetó Pete.

«Truchas» dijo que el cordero podía dejarse en cualquiera de los rebaños. El animal sabría cuidar de sí mismo, con tal de tener cerca la protección de los mayores.

—¿Cuándo podremos salir? —quiso saber Ricky.

—Tan pronto como hayamos preparado el camión y vuestras madres os den permiso.

Al escuchar aquello, Partí cambió de expresión. Parecía que aquello podía ser una aventura muy emocionante y también ella deseaba ir. «Truchas» debió de leer sus pensamientos porque, de repente, sonrió a la niña y la invitó a acompañarles.

—¡Gracias! —exclamó—. ¡Voy a decírselo a mamá!

Cuando la señora Hollister se enteró de lo que habían planeado, consultó con la señora Vega.

—No hay ningún inconveniente —repuso la dueña del rancho—. «Truchas» les cuidará bien.

Como el camión no tenía más que un asiento, Diego colocó un tablón al otro lado de la cabina del conductor y extendió encima una alfombra vieja, para que hiciese las veces de asiento. Los dos animalitos fueron atados a los laterales del camión, después de trabarles las patas para que no pudieran moverse.

—¡Todos arriba! —indicó «Truchas».

Sue se sentó delante, entre «Truchas» y Ricky. Pam y Holly viajaban detrás.

¡Qué alegre alboroto se produjo cuando el camión se puso en marcha! «Judías» o «Fríjoles», el perro, ladraba gozoso. Pero el cordero y el ternero anunciaron bien claramente que no estaban muy seguro respecto al trato que iban a recibir. El ternero mugió lastimeramente y el cordero prorrumpió en una serie de balidos angustiosos.

A todos les hizo gracia, menos a Sue. La pequeñita estaba muy seria. Arrodillándose en el asiento, miró hacia atrás y dijo:

—¡No lloréis, hijitos! ¡No os vamos a hacer pupa!

Después de recorrer un largo trecho, en una ladera vieron ganado que pastaba. «Truchas» condujo el vehículo directamente hacia aquel lugar y detuvo el camión.

—Aquí es donde dejaremos al ternero. A ver, vaqueritos, ayudadme a sacarlo.

Saltaron todos a la parte posterior del camión y ayudaron a desatar los nudos de las cuerdas que sujetaban al ternero. Luego lo dejaron en el suelo. Rápidamente, el ternero fue a reunirse con los animalitos adultos, pasando de uno a otro y frotando su hocico con cada uno de ellos.

—¡Se están dando besitos! —exclamó Sue, emocionada.

—El ternerín está contento de volver —opinó Holly—. «Truchas», ¿tú crees que los mayores le tratarán bien?

El anciano pastor dijo que sí y, ya tranquilos, los niños volvieron al camión y éste se puso en marcha.

—¿Tenemos que ir muy lejos ahora? —preguntó Pam.

—Hay un buen trecho —contestó «Truchas»—. A veces tenemos junto al ganado vacuno y lanar, porque las ovejas no son luchadoras y las vacas se encargan de ahuyentar a los enemigos. Pero, en esta época del año, a las ovejas les gustan las tierras altas.

—¿Por qué? —preguntó Holly.

«Truchas» se echó hacia atrás el sombrero y su piel apergaminada se arrugó más que nunca, mientras sonreía a la niña.

—No tendrías precio como miembro del Club 4-H —declaró y, antes de que Holly pudiera preguntar algo sobre esto, explicó—: A las ovejas les gustan las tierras altas porque hay mejores pastos en ellas. Hay hierbecillas más sabrosas que comer. Además, las ovejas provienen de países montañosos. Por eso, el lugar más adecuado para ellas es el que está más cerca de las nubes.

Sue rió alegremente.

—¿Y cuánto nos falta para llegar a las nubes, «Truchas»?

—Cosa de una hora —respondió el pastor, quien riendo, concluyó con otra pregunta—: ¿Creéis que podréis resistirlo?

Todos aseguraron que podrían, pero interiormente pensaban que nunca habían hecho un viaje tan incómodo. Especialmente Pam y Holly soñaban con mi asiento de respaldo y con un poco de almohadillado, pues el tablón no tenía nada de eso.

—Ya no falta mucho —anunció al fin «Truchas»—. Si mantenéis los ojos bien abiertos, a la izquierda, en aquella colina, veréis las ovejas.

Al poco rato empezaron a verse míos puntos blancos y muy pronto estuvieron contemplando uno de los rebaños que los niños habían visto desde el avión.

—¡Qué ovejas tan hermosas! —comentó Pam, paseando la vista por el gran rebaño.

—Celebro que os gusten —dijo «Truchas», guiñando un ojo—. Son las mejores de dos años, de toda la pradera.

—¿Sólo tienen dos años? —preguntó Sue, asombrada—: ¿Y cómo lo sabes?

—Por su tamaño y sus dientes.

Todos los Hollister se volvieron hacia el viejo pastor, con gesto interrogativo en sus ojos.

—Bien, hijos —murmuró el viejo «Truchas», riendo y levantando las manos al mismo tiempo, como para detener la avalancha de preguntas que estaba temiendo—: Os hablaré sobre los dientes.

—¿Es que eres dentista de corderos? —indagó Sue.

—¡Chist! —ordenó Pam—. No es eso. Deja que «Truchas» nos lo explique.

Sue enlazó las manos a la espalda y empezó a balancearse sobre uno y otro pie, dispuesta a escuchar. El amable viejecito explicó lo siguiente:

—Una oveja tiene ocho dientes frontales, todos en la mandíbula inferior. Éstos llegan hasta una especie de almohadilla, que parece de goma, de la mandíbula superior.

—¡Oooh! ¿Y no tienen dientes arriba? —preguntó Holly, incrédula.

—En la parte frontal, no —respondió el pastor, pasándose una mano por la barbilla—. Pero hay diferencias de dentadura, según la edad. A las tres semanas de nacer, un cordero tiene ocho dientes. Al nacer puede tener de dos a cuatro.

Sue se llevó los dedos a la boca.

—Pam, ¿yo no tenía algún diente cuando nací? —preguntó.

—No, hijita —contestó Pam riendo.

También «Truchas» se echó a reír.

—Pues las ovejas tienen todas la segunda dentadura antes de empezar a perder la primera —afirmó—. Cuando sólo tienen cuatro años, están ya preparadas para comer las hierbas más duras.

En aquel momento, el corderito del camión dio un balido. Sue le miró tiernamente y dijo:

—Está llorando. Es que quiere ser ya un «in-huérfano».

Riendo, todos acudieron a desatar al animal.

—Bien. Ahora ya se ríe —declaró «Truchas»—. Sabe que está muy cerca del rebaño.

Ricky acabó de desatarlo y lo puso en el suelo.

—Ahora ya no serás huerfanito —le dijo Sue en tono meloso—: Tienes más de un millón de mamás y papás.

Y la pequeña dio un abrazo de despedida al cordero. Holly le contempló con tristeza y murmuró:

—Ya no volveré a verte, pero me acordaré siempre de ti. ¡Cuídate mucho!

El animalito quedó unos instantes inmóvil y, de pronto, se acercó a frotar su hocico contra Holly y Sue. Las pequeñas rieron y le dejaron en libertad. El animal corrió a reunirse con su familia.

—Adiós, adiós —dijeron los niños, viéndole corretear por la colina hasta desaparecer entre los animales adultos.

—¡Qué bonito! —exclamó Pam, cuando subía al camión para emprender el regreso.

—Es verdad —asintió Ricky. Y mirando a «Truchas» declaró—: Ya no quiero ser un señor de la ciudad. Lo que a mí me gusta es ser pastor o vaquero.

—Muy bien, hijo —asintió «Truchas», sonriente—. Prueba a serlo un tiempo, en Shoreham, y si aquello no te gusta, le pides permiso a papá para venirte aquí, y yo te enseñaré.

En aquellos momentos, Ricky tenía la seguridad de que volvería muy pronto al rancho de los Vega. Quedó sumido en meditaciones y no reaccionó hasta que el camión se encontró a pocos metros de los edificios del rancho.

—¡Mirad! —exclamó Pam—. Ahí viene papá, conduciendo el «jeep». Está remolcando el avión con el señor Vega dentro.

Tan pronto como «Truchas» aparcó el camión, los niños corrieron al encuentro de los dos hombres. Después de explicar todo lo que habían hecho, Ricky preguntó:

—Señor Vega, ¿cómo llevará usted el avión a arreglar?

—Podremos hacer las reparaciones aquí —repuso el señor Vega—. En un rancho, hay que aprender a ser buen mecánico. En el fondo del granero tenemos un taller de reparaciones muy bien equipado. Ven, y te lo enseñaré.

Los dos marcharon juntos, mientras los demás se dirigían a la casa, pero un momento después el señor Vega y Ricky entraban en el edificio. Al pecoso Ricky le relucían los ojos y aseguró que en el taller había más herramientas que en el Centro Comercial.

—Entonces tiene que haber muchísimas —declaró Pete.

En aquel momento sonó el teléfono. Diego acudió a contestar.

—Ya está reparada la línea y hay un telegrama para ustedes, enviado desde Kansas City.

—¿Quiere hacer el favor de leérmelo? —pidió Diego.

Durante unos momentos, el chico escuchó con gran atención, y una expresión de asombro fue dibujándose en su rostro. Después de dar las gracias, colgó.

—¡Papá! —llamó a su padre, que entraba en la estancia en aquel momento—. En Kansas City no se ha recibido ningún ganado nuestro últimamente.

—Entonces puede que sus animales se encuentren en algún lugar de la pradera. Y si están en el rancho Álamo, hay que encontrarlos —declaró Pete, dirigiéndose a Diego, cuando ya el señor Vega había salido.

—Desde luego. Mañana, cuando revise las cercas, tendré los ojos bien abiertos —anunció Diego.

Ricky, que había estado escuchándolo todo, tuvo la ocurrencia de pedir:

—¿Puedes llevarme contigo?

—Sí, claro. Si puedes resistirlo…

—¿Qué es lo que hay que hacer? —preguntó el pequeño.

—Verás. Es que, a veces, se rompen las cercas que separan nuestra propiedad de los ranchos vecinos y tenemos que repararlas para que el ganado no cruce al otro lado.

—Oye, ¿y las vacas no saltan las cercas, aunque no estén rotas?

Diego repuso que era muy raro que lo hiciesen.

—El ganado vacuno no es muy inteligente ni atrevido. Con tal de estar bien alimentado y disponer de agua suficiente, permanece tranquilamente en el lado de la cerca que les corresponde. Las ovejas son diferentes —añadió Diego—. No basta con poner cercas y dejarlas sueltas. Es preciso tener perros que ayuden a los pastores a mantener el rebaño junto.

Aquella noche, la señora Hollister llamó a sus hijos, a la hora de irse a la cama, siguiendo la norma militar de pasar lista. Cuando se hacía eso en Shoreham, los niños reían y daban respuestas ocurrentes, como, por ejemplo: «Ricky es dormilón hasta sin colchón». Aquella noche, Holly dijo alegremente:

—«Pam, el cordero lanudo, en la cama de Holly se hará un nudo».

En ese momento se oyó preguntar a Pete:

—¿Dónde está Sue? Hace mucho rato que no oigo rechistar a ese grillo charlatán.

—Tienes razón —contestó la madre—. ¿Es que ha salido de casa?

Pete colocó las manos a ambos lados de la boca y llamó a voces a su hermanita, pero nadie le contestó. Entonces, los niños empezaron a buscarla por toda la casa. Al cabo de un rato se oyó reír a Dolores.

—¡Mirad lo que he encontrado aquí! —gritó.

Y señalaba a una esquina de la estancia, debajo del piano. Allí estaba Sue, con un espejito de bolso en las manos, mirándose los dientes.

—«… U… ca… isto…». Antes dientes tengo —explicó, y apenas la entendió nadie hasta que cerró los labios y pudo hablar normalmente.

Los demás se echaron a reír y Sue salió de su escondite. Anunció a todos, muy seria:

—Me parece que sólo tengo cuatro años y aún no me han salido los dientes de mayor.

Cuando se acostaron, todos los Hollister, menos Ricky, se durmieron en seguida. El pecoso estaba tan emocionado, pensando en la aventura del día siguiente, que tardó por lo menos cinco minutos en entrar en la tierra de los sueños. Por la mañana, se levantó el primero y aguardó a la puerta del dormitorio de Diego, para asegurarse de que no le dejaban en casa.

—Hola —saludó cuando el chico salió.

Se prepararon el desayuno entre los dos y luego salieron a caballo antes de que nadie se hubiera levantado. En el trabajo de Diego se incluía visitar uno de los rebaños y llevar mensajes y cartas que pudiera haber para los vaqueros o pastores. El chico decidió hacer esto antes que nada.

Después de cabalgar durante una hora, los dos jinetes llegaron a lo alto de una elevación rocosa alrededor de la cual pastaba una gran manada. Desmontaron, y Diego se dirigió a donde estaba el pastor.

—Hola, Jim —saludó.

Ricky no había seguido a Diego. Se había distraído, contemplando a un perrazo que ladraba a una enorme cabra, de retorcidos cuernos. La cabra dio media vuelta y huyó a la carrera.

De repente, la enfurecida cabra vio a Ricky interponerse en su camino. Y en lugar de cambiar de dirección… ¡La cabra bajó la cabeza y se dispuso a embestir al pequeño!