EL SECRETO DEL VAQUERO

«Truchas» sonrió cuando Ricky llegó corriendo a su lado.

—Con que el «aparatito» se averió, ¿eh? —comentó en tono burlón—. A los burros nunca se les rompe la hélice. Ni se les acaba la gasolina. Yo sigo votando por los burros.

—Y creo que yo también —declaró Ricky—. ¿Podré montar uno yo solo?

—Primero veremos cómo el señor Vega dispone las cosas —contestó el anciano pastor—. Puede que tengamos que ir de dos en dos.

Ya todos hablaban al mismo tiempo, con gran excitación.

—Te has dado mucha prisa, «Truchas» —dijo el señor Vega, complacido.

—Eso creo. Es que mis burros corren más que un «jeep». Hice una apuesta con el señor Hollister a que llegaba antes que él.

El señor Vega se echó a reír.

—Eso es porque conoces los atajos y vericuetos.

Apenas habían concluido de hablar cuando se oyó un motor a lo lejos. Muy pronto, el señor Hollister se presentó con un «jeep». Al detenerse, miró incrédulo a «Truchas» y los burros.

—Debe usted tener una alfombra mágica —declaró riendo.

—Tengo burros mágicos —respondió el hombre con orgullo.

El señor Vega opinó que, una vez que hubieran desayunado con las provisiones de la avioneta, el pastor se llevaría a los niños a casa. Él y el señor Hollister verían qué se podía hacer con el avión. Mientras desayunaban, Pete preguntó al ranchero:

—¿Puedo informar a la policía de que quizá el ganado robado es transportado por tren a Kansas City?

—Prefiero que telefonees a los andenes de mercancías de Kansas City directamente —contestó el señor Vega—: Dejo este asunto en tus manos y en las de Diego.

—¡Todos a bordo de los burros! —ordenó la sonora voz de «Truchas». El señor Vega ayudó a los niños a montar en los amigables burros. Sue montaba delante de «Truchas», pero los demás cabalgarían solos, cada uno en su burro.

—¿Nos llevamos el ternero y el cordero? —preguntó Pam.

—Casi se me habían olvidado —contestó Dolores.

—Quiero que el ternero vaya montado conmigo —dijo Ricky y fue a buscar al animalito, que estaba pastando.

«Truchas» se acercó a mirar al ternerillo.

—No lleva ninguna marca, señor Vega —aclaró—; por tanto, creo que podemos llevárnoslo.

El pastor explicó a los niños que, a veces, el ganado sin marcar anda errante por la pradera. Esas reses pertenecen a la persona que las encuentra.

Holly tomó al corderito y lo colocó delante de ella, sobre el burro. El grupo se puso en movimiento «Truchas» abría la marcha y Pete, montado en «Domingo», la cerraba.

Subieron y bajaron por sierras y valles, hasta que, de pronto, Holly preguntó, sorprendida:

—Dolores, ¿quién ha dado un chicle al cordero?

—¿Chicle? —repitió Dolores, riendo—. Nadie.

—Pues está mascando, algo.

—Es que rumia —declaró Diego, risueño.

—Pensé que sólo rumiaban las vacas —contestó Holly, un poco avergonzada.

—Los corderos también lo hacen —explicó Dolores, mientras los Hollister se detenían para contemplar al lanudo animalito.

Diego sonrió.

—Las ovejas tienen cuatro estómagos —explicó—. Cuando pastan, el alimento llega a uno de sus estómagos. Luego les vuelve a la boca, y lo mascan más, antes de volver a tragarlo.

—¡Qué raro! —se extrañó Ricky—. Entonces pueden pasarse todo el día comiendo.

—Tú servirías para cordero —bromeó Pam—. Papá siempre dice que tienes las piernas huecas y por eso mamá tiene que estar rellenándote todo el día.

Después de observar durante un rato cómo el cordero mascaba y mascaba, Sue apretó los labios y dijo con una vocecilla tristona:

—Me dan mucha pena los corderitos.

—¿Por qué? —preguntó Dolores.

—Porque les dolerán las «incías». A mí me dolieron un día, y era muy malo…

Después de reír alegremente, reanudaron la marcha. Habían cabalgado durante una hora más, cuando llegaron a la cima de una colina.

—¡Ya veo los edificios del rancho! —anunció Ricky.

Cuando la hilera de burros se aproximaba a la casa, la señora Hollister y la señora Vega acudieron al encuentro de los viajeros.

—¡Gracias a Dios que estáis todos a salvo! —exclamó la madre de los Hollister, levantando a Sue del burro para abrazarla—. ¿Y de dónde habéis sacado estos pequeñines? —preguntó, señalando al cordero y el ternero.

—Son unos pobrecitos huérfanos que vienen a vivir con nosotros —informó Holly.

Y marchó con Pam y Dolores a dejar el corderito en el establo, hasta que el huerfanito pudiera ser incluido en un rebaño. Ricky se encargó de llevar a otro lugar al ternerillo. Entretanto, Pete y Diego ayudaban a «Truchas» a dejar los burros en el establo correspondiente.

Por último, el viejo pastor llamó a Ricky, Holly y Sue para celebrar una conferencia en privado. Y después de haber hablado unos minutos, Sue empezó a mover aprobadoramente la cabeza.

—¡Claro que «sabo» guardar un secreto! —afirmó—. Y éste es un secreto huérfano.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Pam.

—No podemos decírtelo… todavía —repuso Holly.

Los demás no insistieron en conocer el secreto y los dos chicos mayores marcharon a la casa. En seguida fueron al teléfono, con intención de enviar un telegrama desde las oficinas de telégrafos de Sunrise. Pero Diego no consiguió comunicar ni con la telefonista.

—Creo que está estropeado —anunció el chico—. Tendremos que ir a la ciudad. Usaremos la camioneta; y pediremos a «Truchas» que nos acompañe.

Habló con su madre para pedirle permiso, y en seguida los dos amigos corrieron en busca del anciano pastor. Al principio, el hombre no pareció interesado y dijo que prefería esperar a que llegase la avioneta. Pero cuando le explicaron que era para poner un telegrama, «Truchas» resolvió acompañar a los chicos.

Diego fue al garaje y sacó la camioneta al patio. Cuando Pete vio aquello, sus ojos estuvieron a punto de salírsele de las órbitas.

—¿Es que aquí los chicos ya pueden conducir? —preguntó.

Diego contestó que, en el Oeste, los chicos aprendían a conducir muy pronto, porque ayudaban a sus mayores en las tareas del rancho.

Diego siguió al volante hasta que llegaron a la carretera general. Entonces «Truchas» tomó el volante. Al llegar a Sunrise, el pastor detuvo el vehículo junto al bordillo. Mientras desmontaban, Diego dijo:

—La oficina de telégrafos está en esta calle, un poco más abajo. Enviaremos el telegrama ahora mismo.

Antes de llegar allí, los chicos pasaron ante una tienda donde vendían ropa de caballero. De pronto, Pete tomó a Diego por un brazo.

—¿Qué ocurre?

—¡Mira allí! —indicó con gran nerviosismo.

Diego silbó a media voz.

Cerca del escaparate se podía ver a… ¡a Mike Mezquite probándose un sombrero nuevo!

—Esto prueba que era suyo el sombrero viejo que encontramos en el arroyo —dijo Pete, que en seguida cuchicheó—: Tú, Diego, ve a poner el telegrama; mientras, yo seguiré a Mike Mezquite. Puede que averigüe algo.

—Si no te veo, nos encontraremos junto a la camioneta.

Pete se escondió en un callejón, esperando a que el vaquero saliese. A los pocos minutos, Mezquite abandonó la tienda, muy orgulloso con su sombrero nuevo, y se alejó, calle abajo, con paso tranquilo.

Pete echó a andar tras él, igual que un detective. Mezquite recorrió toda la calle Mayor sin volver la cabeza ni una vez. Luego, en la esquina, dio la vuelta y se encaminó a un grupo de viviendas de una sola planta, muy sucias y destartaladas, con cubos y bolsas de basura desparramados por todas partes. Al llegar a la última casa, llamó a la puerta, le abrieron y entró.

«Puede que lo mejor sea avisar a la policía», pensó Pete, mientras se ocultaba detrás de una gran caja de cartón, para que el hombre no pudiera verle, si se asomaba a la ventana.

Pero antes de que Pete hubiera hecho un solo movimiento, la puerta volvió a abrirse y el hombre salió. Lo raro era que ya no llevaba el sombrero nuevo, sino otro viejo.

«¿Será el suyo? —se preguntó Pete—. ¿O lo habrá pedido prestado?».

El vaquero se encaminó al campo, donde tenía pastando su caballo ensillado. Mezquite saltó a la silla y se alejó.

Pete sentía curiosidad por saber quién vivía en la casa en la que el hombre había entrado. Al ver salir a un muchachito de una casa próxima, se acercó a él y le preguntó:

—Allí viven Willie Boot y su madre —explicó el pequeño—. Pero Willie no está mucho tiempo en casa.

—Acompaña frecuentemente a Mike Mezquite, ¿no? —preguntó Pete, intentando hacer hablar al pequeño, que se llamaba Stan.

—Sí. Pero le teme a Mike.

—¿Por qué?

—Explica cosas horribles sobre estampidas y cosas así —repuso Stan—. Sabe cómo conducir ganado y marcarlo.

Como el chiquillo quedara silencioso. Pete le preguntó si Mezquite hablaba mucho de ovejas y si entendía de esa clase de ganado.

—Sí. Claro —respondió el niño.

Aunque Pete hizo muchas más preguntas a Stan no pudo averiguar nada que delatase al vaquero. Si era un ladrón, sabía guardar bien su secreto.

—Willie tampoco me gusta —confesó el chico—. Nos quita todos los juguetes.

En ese momento a Stan le llamó su madre y el pequeño se alejó corriendo. Pete se encaminó hacia el camión pensando sobre lo que acababa de oír. Ni «Truchas» ni Diego habían vuelto aún al vehículo, de modo que Pete se dirigió a la oficina de Telégrafos. Dentro, sentado a una mesita en la que había un bolígrafo sujeto al tablero por una cadena, estaba Diego. El telegrama que había redactado decía así:

SR. DIRECTOR DE SECCIÓN GANADO DEL FERROCARRIL KANSAS CITY.

UNOS VEINTICINCO CORDEROS CON MARCA VEGA PUEDEN HABER SIDO TRANSPORTADOS A ESE MERCADO DENTRO PASADA SEMANA POR CUATREROS. ESPERAMOS RESPUESTA. GRACIAS.

D. VEGA

Sunrise

Después de entregar el mensaje al hombre del mostrador, Diego pagó el importe, y acto seguido, él y su amigo salieron de la oficina. Pete le explicó rápidamente que había averiguado el domicilio de Willie Boot y asimismo lo que Stan le había contado sobre Mezquite.

—Estoy convencido de que ha sido él quien ha estado llevándose el ganado —concluyó Pete.

—¡Y puede que Willie le ayudase! —sugirió Diego que, de repente, exclamó—: ¡Sapos cornudos! ¡Mira allí!

Y señalaba al otro lado de la calle. Por la acera paseaban Jack y Helen Moore, charlando amistosamente con Willie Boot.

—¡Me voy a volver mico! ¡Creí que habías dicho que los Moore no querían tratos con Willie Boot!