ANIMALES HUÉRFANOS

—Aquí la central de policía de Sunrise —anunció una voz por el receptor.

—Frank Vega al habla.

El ranchero explicó que se encontraban en un aprieto y facilitó detalles de la zona en que se hallaban.

—Podremos pasar aquí la noche —añadió—. Tengan la bondad de decir a mi esposa y a los Hollister dónde estamos. Y pidan a «Truchas» que venga por la mañana con caballos, por si no podemos abrimos paso por tierra con el avión.

—Y dígales que venga papá también —rogó Sue.

Sonriendo, el señor Vega transmitió el mensaje.

Una vez que la policía prometió ponerse en contacto con la casa del rancho Álamo, el señor Vega desconectó el aparato y se volvió a los niños, para preguntarles:

—¿Qué os parece si comemos algo? Si tenéis tanto apetito como yo, seríamos capaces de comernos hasta los huesos de una res tejana.

Todos se echaron a reír, y él añadió:

—Dolores, ¿te agradaría hacer de ama de casa por esta noche? Ya sabes dónde están los víveres para casos de emergencia, ¿verdad?

—Claro, papá. En seguida prepararé algo.

Los Hollister observaron, mientras Dolores iba a la parte posterior del avión y abría un pequeño compartimiento. Dentro había guardadas muchas latas de conserva.

—¿Qué os gusta más? —preguntó Dolores—: ¿Carne con salsa chile o judías estofadas?

Pam contestó que habían probado la carne con chile en Nuevo Méjico y le parecía que tenía demasiada pimienta.

—Yo prefiero las judías —añadió, y sus hermanos estuvieron de acuerdo con ella.

—¿Y melocotón en almíbar para postre? —volvió a preguntar Dolores.

—¡Ah! ¡Qué rico! —gritó Sue, relamiéndose.

—Podemos encender una hoguera para calentar las judías, en lugar de usar el hornillo —sugirió Diego.

—Sí. Es muy divertido —declaró su hermana.

Diego bajó del aparato y Ricky le ayudó a buscar leña, hasta que reunieron suficiente para encender una chisporroteante hoguera. En el compartimiento de las conservas, Holly encontró también una sartén y un abrelatas. Salió, acompañada de Pam, que llevaba un paquete de galletas y unos platos de aluminio, y las dos se encaminaron al lugar donde chisporroteaba el fuego.

Pete se había quedado en el avión hablando con el señor Vega, que examinaba atentamente el cuadro de mandos.

—¿Pasa algún tren cerca de aquí? —preguntó al ranchero.

—Sí. La línea férrea está a pocas millas.

—¿Y pasa también algún tren de carga?

—Sí. ¿Por qué lo preguntas?

—Tengo una idea —declaró Pete—: puede que el ladrón de ganado lleve las ovejas hasta el ferrocarril para transportarlas luego, en tren. El cordero que Holly y Sue han encontrado puede haber escapado mientras lo llevaban hasta allí.

—Es muy probable —admitió el señor Vega—: Sí. La plataforma de carga es muy vieja y apenas se usa. Un cuatrero puede conseguir fácilmente que un tren de carga se detenga sin despertar sospechas.

—¿Adónde llevan el ganado desde aquí? —preguntó ahora Pete.

—A Kansas City.

Antes de que Pete y el señor Vega hubieran tenido tiempo de hablar más, Dolores asomó la cabeza por la portezuela del avión y anunció muy complacida:

—¡La cena está preparada!

—¡Qué suerte! Con el hambre que tengo… —murmuró Pete.

Sobre las alegres llamas de la hoguera humeaban las latas de carne con salsa chili y de judías. Diego fue sirviendo la comida en los platos, y Dolores los fue entregando luego a cada comensal.

—¡Qué bien huele! —dijo Pam, que estaba repartiendo las galletas que debían sustituir al pan.

Cuando empezaban a comer, Sue preguntó si había leche.

—¡Qué tonta soy! —dijo Dolores—. No me había acordado.

Abrió algunos botes de leche y rebajó el contenido con agua.

—Es igual que la leche de vaca —declaró Sue.

A todos les hizo gracia la información porque, en realidad, la leche de los botes era de vaca.

—¡Ooooh! —exclamó Pam de repente.

Pete, sorprendido dio un salto.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Nada. Que acabo de ver dos preciosos meteoros cruzando raudos por el cielo —respondió su hermana.

Los niños levantaron la mirada hacia el estrellado cielo, pero los meteoros ya habían pasado. De todos modos, el cielo era un espectáculo digno de ser contemplado, semejante a una chispeante cúpula que se extendía de un extremo a otro del horizonte.

—¡Oye, no nos asustes más! —advirtió Diego riendo.

Cuando terminaron de cenar, los acampados siguieron sentados alrededor de la hoguera y se pusieron a cantar. Cuando llegó el tumo de entonar «Un Hogar en la Pradera» y se pronunció la estrofa «Donde juegan el ciervo y el antílope», Sue empezó a mirar hacia las sombras, volviendo la cabeza a un lado y otro.

—¿Qué estás buscando? —le preguntó Dolores.

—Quiero ver al ciervo y el antílope «juegando» —explicó la pequeñita, muy seria.

A todos les hizo mucha gracia la contestación de Sue. Dolores le explicó que a aquellas horas los animalitos dormían ya.

—Y tú también tendrías que estar durmiendo —dijo Pam, viendo que Sue empezaba a bostezar.

—¿Vamos a dormir en el avión? —preguntó Holly.

—Alguno tendrá que dormir dentro —repuso el señor Vega—. No tenemos suficientes mantas para todos. Diego y yo nos quedaremos fuera, vigilando. Los demás, entrad dentro.

Muy pronto, los niños más pequeños se quedaron profundamente dormidos, acurrucados en los asientos. Pete, Pam y Dolores se tumbaron en el suelo alfombrado.

Pam se despertó en plena noche y se sentó, de un salto, con los ojos muy abiertos. ¿Acababa de oír un grito apagado? El corazón de Pam latía apresuradamente. Volvió a escuchar el grito, que le llegaba del exterior del aparato.

¿Le habría sucedido algo a Diego… o al señor Vega?

Pam tocó el brazo a su hermano.

—¡Pete, despierta!

Mientras su hermano se sentaba, adormilado, Pam le habló de sus temores.

—Lo mejor será salir a investigar —decidió el chico.

Pete tenía una de las linternas. Así que la encendió y salió delante de su germana. Diego y su padre dormían tranquilamente.

—No les ha molestado el ruido —susurró Pam.

—Deben ser ruidos normales en la pradera —razonó el muchachito—. De lo contrario, se habrían despertado.

—De todos modos, a mí me gustaría saber qué es —declaró Pam—. ¡Escucha! ¡Otra vez se oye el grito!

Parecía llegar de lejos, desde el otro lado de la avioneta. Cuando Pam fue hacia allí, Pete la obligó a detenerse.

—¡Ten cuidado! Podría ser Mike Mezquite que ande merodeando y quiera engañarnos imitando gritos de animales.

—Pues tú no vas a ir solo —afirmó Pam, viendo que su hermano echaba a andar en dirección al lugar de donde procedían los gritos.

Juntos, los dos niños avanzaron de puntillas por la parte lateral del avión, Pete llevaba la linterna encendida.

Con la luz, los pinos y cedros proyectaban unas sombras alargadas y fantasmales. Pero no se veía a persona alguna.

—Puede que haya alguien escondido al otro lado de la arboleda —razonó Pete—. Vamos a ver.

Caminando sigilosamente, enfocó la linterna entre los árboles y detrás de los grandes peñascos cercanos. Otra vez oyeron los niños aquella especie de lamento.

—¡Ahora ya sé de dónde procede! —afirmó Pete.

—Y yo. Del lugar donde está atado el corderito.

—Por eso a los Vega no les ha despertado —cuchicheó Pete.

Pam dijo, preocupada:

—Puede que alguien esté intentando robar otra vez el cordero.

Con suma cautela se aproximó al lugar donde el cordero estaba atado, mientras Pete dirigía hacia allí la luz de la linterna. El haz de luz iluminó al blanco cordero, que continuaba acurrucado en el suelo, pero también permitió ver a otro animal.

Pam no pudo contener una exclamación al ver de qué se trataba. Y los dos hermanos acabaron por echarse a reír.

—¡Es el ternero perdido! —exclamó la niña—. Y está lamiendo al corderito.

Las risas y la conversación, que ya no sostenían en voz baja, despertaron al señor Vega y su hijo, quienes acudieron corriendo. Después de asegurarse de que los dos hermanos estaban bien, los Vega contemplaron la simpática escena y también rieron a su vez.

—Un par de huérfanos —comentó Diego.

Los niños se aproximaron a los animales y ahora el ternero no huyó. Sin embargo, creyeron preferible atarlo junto al cordero.

No hubo más sorpresas ni sustos en toda la noche, hasta que se oyó gritar a Sue:

—¡Levantaos, dormilones!

Todos comprendieron que era de día.

—Mirad. Es «Lunes» —gritó la pequeñita, que estaba mirando por la ventanilla del avión.

Pam se volvió, adormilada, pensando que Sue siempre confundía los días de la semana. Aquel día no era lunes. Era… Entonces Pam oyó las exclamaciones de los otros niños. Y en seguida se levantó a mirar.

Era «Lunes», el burro. Lo montaba «Truchas». Le seguían «Martes», «Miércoles», «Jueves», «Viernes», «Sábado» y «Domingo», en fila india.

—¡Hurra! ¡Vienen a rescatarnos! —gritó Ricky, saliendo del avión para correr al encuentro de «Truchas».