¿Se detendría la avioneta a tiempo? El señor Vega estaba luchando desesperadamente para frenar en seco antes de llegar al arroyo.
Los niños contuvieron la respiración y se agarraron unos a otros. El aparato redujo lentamente la velocidad, en el borde del profundo barranco, pero la rueda derecha se deslizó demasiado. El aparato osciló peligrosamente durante unos segundos. Por fin quedó quieto.
—¡Gracias a Dios! —murmuró el señor Vega. A continuación, en voz alta, añadió—: Que nadie se mueva hasta que yo lo indique. Cualquier movimiento puede hacernos volcar hacia delante. Diego, arrástrate hasta la portezuela de emergencia y cuélgate de la cola. Nosotros te seguiremos.
Los niños continuaron sentados, mientras Diego se movía, centímetro a centímetro, hacia la parte posterior de la avioneta. Al cabo de unos segundos había abierto la portezuela. Pasó con cierta dificultad y luego, jadeando, se aferró a la cola del aparato y quedó colgando de ella.
—¡Ahora! —gritó a los otros.
Uno a uno, el señor Vega hizo que los niños fuesen saliendo y, por último, lo hizo él.
—Siento mucho haberos dado este susto —declaró.
—No ha sido culpa suya —replicó Holly—, sino del ternero.
—¿Qué es un «tiernero»? —preguntó Sue, extrañada.
Dolores explicó que era el hijo de una vaca.
—A veces se separan de sus madres y se pierden por los campos.
—Y entonces ¿qué pasa? —preguntó Holly, preocupada por el animal que había estado a punto de provocar un grave accidente.
—A veces se mueren de sed o les atacan los pumas —contestó Dolores.
—Entonces quiero encontrar otra vez a ese «tierno» para llevárselo a su mamá —afirmó Sue muy decidida.
Entretanto, el señor Vega y los muchachos habían empezado a examinar la avioneta. La rueda delantera derecha se había descentrado y una hélice estaba rota.
—La avioneta no puede volar con una hélice rota, ¿verdad? —preguntó Ricky.
—Verdad —asintió el señor Vega.
—Si podemos arreglar la rueda, papá, ¿podríamos volver a casa con el aparato rodando por tierra? —preguntó Diego.
—Puede que sí, hijo, pero tendríamos que abrir camino en algunos trechos.
—De todos modos, habrá que intentarlo —opinó su hijo.
El señor Vega se acercó al borde del arroyo y revisó la rueda derecha.
—Lo primero que hay que hacer es colocar esta rueda sobre terreno firme —dijo—. ¿Qué os parece si todos me ayudáis, menos Sue y Holly?
Mientras todos tiraban para arrastrar el avión, las dos pequeñas se fueron paseando. Sue miraba a todas partes, muy apurada, y su hermana se dio cuenta, con asombro, de que la chiquitina tenía los ojos llenos de lágrimas.
—¿Qué te pasa? —preguntó Holly.
—Ese pobre «tierno»… —sollozó la pequeña—. Tenemos que encontrarlo para que no se lo coma el puma. Anda, vamos a buscarlo. ¿Quieres ayudarme, Holly?
—Claro —repuso Holly, abrazando a su hermana—. ¿Te has fijado que camino seguía?
Sue señaló en la dirección en que había visto desaparecer al animalito entre unos árboles donde también crecía la hierba. Holly tomó a la pequeña de la mano y comenzaron a andar, buscando al ternero perdido.
Entretanto, junto al arroyo, el señor Vega y el resto de los muchachos tenían grandes problemas para apartar el avión del borde del barranco. Por fin, el señor Vega pidió a Ricky que entrase en el aparato y sacara dos grandes lazos vaqueros, que llevaban allí. Diego los tomó de manos de Ricky y, tendiéndose en el suelo, muy cerca del borde del arroyo, ató las dos cuerdas a la rueda delantera derecha.
—Bien —dijo el señor Vega—. Ahora agarremos todos con fuerza las cuerdas. Cuando yo cuente hasta tres, daremos un fuerte tirón. ¿Preparados?
—Preparados —contestaron todos.
—Uno, dos, tres.
Tirando con todas sus fuerzas, los niños consiguieron mover el aparato unos cuantos centímetros.
—¡Lo estamos levantando! —se entusiasmó Pete.
—Muy bien. Probemos de nuevo —apremió el señor Vega.
Otra vez, tiraron los seis a un tiempo. Centímetro a centímetro fueron apartando la avioneta del borde del arroyo, hasta conseguir que las ruedas quedasen apoyadas en tierra firme.
—¡Lo hemos conseguido! —gritó Diego, muy contento.
—Bien hecho, jóvenes tripulantes —aplaudió el señor Vega, mientras los chicos continuaban tirando para alejar definitivamente el aparato de la zona peligrosa.
Cuando la avioneta ya estuvo colocada en una zona adecuada para poder conducirla por tierra hasta el rancho, el señor Vega examinó la rueda. En seguida aseguró que podía ser reparada en un abrir y cerrar de ojos y pidió a Pete que le trajese la caja de las herramientas.
—Las niñas, si queréis, podéis acomodaros ya dentro —indicó luego.
En aquel momento, Pam y Dolores se dieron cuenta de que eran las únicas niñas del grupo. A Sue y a Holly no se las veía por ningún lado.
—¡Holly, Sue! ¡Volved ya! —gritó Pam con toda la fuerza de sus pulmones.
No obtuvo respuesta.
—¿Adónde pueden haber ido? —se preguntó Pam, preocupada.
—A lo mejor están buscando el ternero —opinó Dolores.
Y ahora fue ella quien llamó a voces a las pequeñas. Cuando los chicos vieron que tampoco respondían, se unieron a ellas y gritaron a todo pulmón. Pero las pequeñas seguían sin aparecer.
—Éste es un mal sitio para perderse —murmuró Diego—. Con tantos arroyos y matorrales, es difícil encontrar a nadie.
Ricky, que se había alejado un poco, gritó de pronto:
—¡Veo huellas de los pies de Sue y Holly! ¡Venid! Hay que seguir esta pista.
—Todos corrieron tras del pequeño. Las huellas dejadas por las niñas aparecían muy claras, hasta que llegaron a un barranco pedregoso, al otro lado de la arboleda. Allí, las pisadas desaparecían. Sin embargo, el grupo continuó la búsqueda durante dos horas. Para entonces, las sombras empezaban a resultar más alargadas.
—Pronto será completamente de noche —dijo Pam con voz ronca por la preocupación que sentía.
—¡Y en la pradera hace mucho frío de noche! —cuchicheó Diego a su hermana.
El señor Vega tenía también gesto preocupado. ¿Qué iba a decir a los señores Hollister si algo les había ocurrido a las pequeñas?
—Pero no hay que perder la esperanza —declaró con decisión, cuando ya el crepúsculo empezaba a descender sobre el valle.
Mientras él seguía sumido en sus pensamientos, preguntándose si sería conveniente ponerse en conversación por radio con la policía… Pete se acercó a preguntarle:
—Señor Vega, ¿tiene usted alguna linterna en el avión?
—Sí.
—Eso puede ayudarnos a encontrar a las niñas. La luz llega más lejos que las voces. Si enfocamos la linterna a un lado y a otro, es posible que Sue y Holly puedan ver el haz de luz y seguirlo.
—Buena idea —asintió el señor Vega.
El sol ya se había puesto tras la cumbre que a Pete le parecía era de la «Montaña Tenebrosa». Todos corrieron al aparato. Diego sacó una gran linterna del compartimiento de las herramientas.
—Ya está bastante oscuro para empezar a usarla —dijo.
Y permaneció enfocándola a un lado y a otro durante media hora. De vez en cuando, todos gritaban los nombres de las niñas. Pero nadie les contestó.
—¿Quieres dejarme la linterna? —pidió Pete—. Tengo otra idea. Es posible que las niñas hayan ido por el fondo del barranco y por eso no se ven sus huellas.
—¡Y no hemos buscado por allí! —murmuró Diego—. Nuestras voces habrán sonado por encima de esa zona.
El señor Vega opinó que sería oportuno dividirse en dos grupos. Tenía en la avioneta otra linterna más pequeña. Él la utilizaría para enfocar a diferentes puntos. Ricky, Dolores y Pam debían quedarse con él.
—Y vosotros dos, muchachos, id con mucho cuidado —aconsejó a Pete y a Diego—: Mantened los ojos y los oídos atentos a cualquier ruido. Por la noche merodean muchos animales.
Pete y Diego marcharon a toda prisa y descendieron al lecho del arroyo, por donde avanzaron en dirección norte. Habían caminado cerca de dos kilómetros, cuando Pete, que iba delante con la linterna, dijo muy nervioso:
—¡Mira! ¡Allí! Podría ser…
Sin acabar de hablar, Pete empezó a correr entre un laberinto de piedras y matorrales. Por fin se detuvo en seco y comenzó a reír a carcajadas. También Diego rió, muy tranquilizado.
Delante de ellos, arrebujadas en el suelo, con las cabecitas muy juntas, Holly y Sue dormían profundamente. Entre ellas dormía un corderito lanudo.
La risa despertó a las niñas, quienes levantaron la cabeza hacia la luz de la linterna y, en seguida, se frotaron los ojos.
—¿Verdad que es un corderito «dorable»? —dijo Sue, abrazando al animal.
Las dos niñas se levantaron, y lo mismo hizo el corderito que baló un par de veces.
—Veré si es de los nuestros —dijo Diego, inclinándose para mirar detrás de las orejas del animal. En la izquierda se veía un trazo de pintura roja.
—¡Sí! ¡Este cordero es nuestro! ¿Dónde lo habéis encontrado?
Holly explicó que Sue y ella estaban buscando al ternero perdido cuando oyeron unos balidos muy tristes. Eran los del corderito perdido en el arroyo.
—Lo llamamos y vino «in siguida» —añadió Sue.
—Hay que volver de prisa al avión —indicó Pete—: ¿Podéis ir andando, o estáis demasiado cansadas?
—Estamos bien.
Diego propuso, para facilitar las cosas, caminar un trecho por el lecho del arroyo. Algo más allá, él conocía un atajo por donde se ahorrarían cerca de medio kilómetro. Cuando estaban a poca distancia del avión, Pete empezó a gritar:
—¡Las hemos encontrado! ¡Las dos están bien!
—¡Ha sido una suerte! —contestó Pam a gritos, acudiendo a su encuentro.
Hubo besos y abrazos en abundancia, hasta que oyeron que el señor Vega decía:
—Debemos comunicar a nuestras familias donde estamos.
—¿Cómo podremos hacerlo? —preguntó el pecoso.
—En el avión tenemos un emisor-receptor de radio. Puedo comunicar con la central de policía de Sunrise. Espero que el aparato no se haya estropeado con el accidente.
Mientras se dirigían al avión, Pete encontró una rama en el suelo. Y se le ocurrió atar el extremo de un lazo al cuello del cordero y hundir luego la rama en el suelo, para dejar atado al animalito.
Los niños siguieron todos al señor Vega al aparato, para ver cómo enviaba el mensaje. El hombre apretó el botón de conexión y en seguida habló por el micrófono.
—Llamando a la policía de Sunrise. Llamando a la policía de Sunrise. Aquí Frank Vega, llamando a la policía de Sunrise.
Los niños esperaron en silencio. ¿Llegaría el mensaje al lugar deseado?