—¿Me llaman a mí? —se extrañó Pete—: ¿Quién es?
—No lo ha dicho.
Pete tomó el auricular y manifestó:
—Aquí Pete Hollister. ¿Quién es?
—Hola, Pete. Soy Jack Moore. Lo estamos pasando muy bien. ¿Y vosotros?
—Estupendamente. ¿No habéis estado todavía en la «Montaña Tenebrosa»?
—No —contestó Jack, en tono muy serio—. Por aquí, nadie ha oído hablar de ella. Y tampoco hemos encontrado el libro que nos robaron, de modo que no sabemos por dónde empezar.
—¡Qué lástima! Pero ya encontraréis algo en que entreteneros.
—Eso sí. Tenemos mucho trabajo —informó Jack—: Faltan muchas ovejas en el rancho Bishop y estamos buscándolas.
Pete dio un silbido.
—¿De verdad? Es lo mismo que está sucediendo en el rancho Álamo. Aunque nos parece que ya tenemos una buena pista.
—Puede que estén en el mismo lugar que las de aquí. El señor Bishop sospecha que han sido robadas.
—Lo mismo que creen aquí. Y sospechamos que ha sido Mike Mezquite —explicó Pete—. ¿Habéis averiguado dónde vive?
—No. Pero ¿a que no sabes una cosa? Helen y yo hemos recibido una nota de Willie Boot.
—¡Qué!
—Sí. Dice que no quiere que nos vayamos a casa pensando que fue él quien destrozó a Pedro y el burro, durante la fiesta. Dice que fue otro.
—¡No puedo creerlo! —exclamó Pete.
—Ni nosotros. Pero Willie dice que el responsable fue otro, que estaba en el tejado del colegio. Pero ha prometido no decir quién lo hizo.
Pete prefería no pensar mucho en aquello, en beneficio de Willie, pero le resultaba difícil creer semejante historia.
—Bueno. Es mejor olvidarse de él —decidió Jack—. Oye, Pete. ¿Qué os parece la idea de venir un día a visitarnos?
—Estupendo. Pediré permiso a mis padres e iré a haceros una visita.
—Trae también a Pam. Helen dice que os dé recuerdos. Bueno, ahora tengo que irme. Hasta la vista. Ven pronto.
—Lo haré. Adiós.
Pete contó a los demás lo que Jack acababa de decirle y todos se extrañaron mucho de la reacción de Willie Boot. Mientras hablaban, se oyó el ruido de un coche que se aproximaba.
—¡Es papá! —gritó Dolores, saliendo a su encuentro.
Diego corrió detrás de su hermana; apenas el padre había detenido el coche, cuando el chico ya le estaba hablando de las huellas de las ovejas y de la pista que parecía señalar a Mike Mezquite como el ladrón del ganado.
—¿No crees que habría que comunicárselo a la policía? —preguntó Diego.
—Lo haré —replicó el señor Vega—. Es una buena idea. Hace tiempo que todos los rancheros consideramos que Mike Mezquite no es una persona honrada, pero no teníamos ni idea de que estuviera robando nuestro ganado.
El señor Vega acudió al teléfono para informar a la policía de las sospechas de su hijo. Luego, volviéndose a su familia y a los Hollister, dijo:
—Creo que, después de comer, daré una pequeña inspección con la avioneta. ¿Alguien quiere acompañarme?
Sonó un coro de «Yo, yo», saliendo de las bocas de todos los niños.
La señora Hollister se echó a reír y dijo:
—Estoy segura de que no hay sitio para todos en el avión. Lo mejor será que el señor Vega elija a los pasajeros.
El propietario del rancho sonrió.
—Iremos un poco apretados, pero creo que podremos acomodamos los siete.
—¡Vivaaa! —gritó al instante Sue, que tenía sus motivos para temer que le dejaran en tierra.
Después de comer, todos acudieron a ver cómo los investigadores despegaban en el avión del señor Vega. Pam sentía de verdad que no hubiera sitio para que su padre les acompañara. Se acercó a él, le apoyó una mano en el brazo y preguntó:
—Papá, ¿quieres ir tú en mi lugar?
—Eres muy amable, hijita —contestó el señor Hollister, emocionado por la generosidad de Pam—, pero ve tú. A mí no me importa quedarme.
Pam no estaba conforme.
—A ti te gusta montar a caballo —dijo—. ¿Qué te parece la idea de ir a inspeccionar por tierra con «Truchas»?
—Muy bien. Me confortará bastante hacer un poco de ejercicio —contestó el padre.
—¿Cuándo salimos? —preguntó Ricky, impaciente.
—Ahora mismo, si estáis preparados —fue la contestación que obtuvo.
Los niños corrieron al granero. Abrieron la gran puerta, empujaron fuera la avioneta y la llevaron a un campo cercano, que el señor Vega utilizaba como pista de despegue.
Todos entraron en el aparato. El señor Vega subió el último y cerró la portezuela. Se instaló en el asiento del piloto y puso en marcha el avión. Los emocionados pasajeros miraron por la ventanilla y dijeron adiós agitando las manos. El aparato se deslizó por la pista para tomar posición.
—¡Despegamos! —anunció el señor Vega, acelerando.
Los motores rugieron con ruido atronador, a la vez que la avioneta se deslizaba velozmente por el campo, para luego elevarse suavemente.
Diego iba sentado junto a su padre. Los demás se acomodaron detrás, como pudieron. Pam llevaba a Sue en el regazo, y Holly se sentaba sobre las rodillas de Dolores. Pete y Ricky iban en los asientos posteriores.
Mientras el avión describía un amplio círculo sobre las tierras del rancho, el señor Vega pidió a los chicos que le indicasen el lugar donde habían visto las huellas de corderos.
—No era muy lejos del río —contestó Diego.
Y el muchachito buscó en un compartimiento inmediato al asiento para sacar unos prismáticos de gran aumento.
—Creo que estamos pasando sobre ese lugar —dijo.
El señor Vega accionó los mandos para descender un poco, mientras su hijo escudriñaba el terreno con los prismáticos. No pudo ver la menor huella de pisadas de cordero.
—¿Estás seguro de que era aquí? —preguntó el señor Vega, efectuando un viraje, para volver por donde acababan de llegar.
—Sí. Es aquí —afirmó Pete—. Me acuerdo de ese grupo de juníperos.
—Pero ahora no se ve ninguna huella —insistió Diego.
—¿No será que la tormenta de anoche las borró?
—Pam, eres un buen detective —aplaudió el señor Vega—. Lo que has dicho es justamente lo que ha ocurrido. Debemos renunciar a buscar huellas. En fin, os mostraré entonces el rancho.
¡Qué emocionante resultaba ver tanta extensión de terreno desde aquella altura! Los árboles eran como manchitas verdes sobre la tierra arenosa. Y aunque la avioneta volaba a bastante altura, las montañas del fondo parecían todavía más altas.
—Ahora echaréis un vistazo a una de nuestras manadas —dijo el señor Vega.
Los niños permanecieron con los ojos fijos en tierra. Pero, al poco rato a Pete se le ocurrió mirar hacia el señor Vega. Al instante, lanzó un silbido de sorpresa y todos los demás levantaron la mirada.
¡Diego se encontraba en el asiento del piloto, empuñando los mandos con manos firmes!
—¡Zambomba! ¡No sabía que podías pilotar un avión! —exclamó Pete.
Manteniendo la vista al frente y sin mover para nada la cabeza, Diego respondió:
—Sí, puedo. Papá me ha enseñado y, cuando tenga la edad, sacaré la licencia de piloto.
El señor Vega explicó que estaba permitido que los niños pilotasen una avioneta, siempre que lo hicieran sobre territorio no habitado y yendo en compañía de un piloto experto.
—¡Carambola! ¿Y no podría yo hacerlo un ratito? —propuso Ricky.
—Sí, con tal de que tengas cuidado y hagas sólo lo que yo te diga —respondió el señor Vega—. Pero primero dejaremos que Diego pilote durante cinco minutos.
El muchachito manejaba la avioneta como un veterano. Cuando transcurrieron los cinco minutos, su padre dijo:
—Bien, Diego. Ahora dejaremos que los Hollister se turnen para pilotar un rato. ¿Quién será el primero?
—¿Puede probar Pam? —preguntó Pete.
—Desde luego. Ven aquí, Pam.
La niña se levantó para pasar al asiento delantero. El señor Vega empuñó los mandos, mientras la chica se sentaba.
—Mantén el morro del aparato al nivel del horizonte —indicó—. Y no te aferres a los mandos como si fuese un potro sin domar.
Pam estaba un poquito asustada, pero luchó por hacer bien cuando el señor Vega le decía. Sin embargo, el avión no volaba como cuando lo pilotaba Diego. Primero, el aparato se inclinó por la parte del morro y Pam se apoyó con fuerza en el volante. Luego elevó el morro, pero con demasiada rapidez.
—¡Eh, Pam! ¿Quieres que creamos que estamos en las montañas rusas? —exclamó Ricky.
—Es muy divertido —comentó Holly—, pero ten cuidado, no vayas a llevarnos a la luna.
Esto hizo que Pam riera de tan buena gana que el volante osciló y el aparato se ladeó. El señor Vega se apresuró a tomar los mandos diciendo al mismo tiempo:
—Para ser la primera vez, lo has hecho muy bien, Pam. Creo que serías un buen piloto femenino. Ricky, ¿vienes tú ahora?
El pelirrojo se acercó al asiento del piloto, pero no logró dominar del todo el aparato. Aunque no se bambolearon tanto como cuando lo manejó Pam, siguieron encontrándose como si estuvieran subidos en las montañas rusas.
—Muy bien, Ricky. Ahora te toca a ti —dijo el señor Vega, sonriendo a Holly, que sacudía sus trencitas.
La niña lo hizo tan bien como su hermano. Luego le llegó el turno a Pete. Él había observado atentamente a Diego y procuró imitarle en todo.
—Lo estás haciendo muy bien —alabó Diego en tono lleno de admiración, al observar que Pete pilotaba la avioneta con pericia.
Después que el mayor de los Hollister hubo tenido el control del aparato tres minutos, el señor Vega tomó a Sue. Levantándola en vilo, la atrajo hasta el asiento del piloto y la sentó en sus rodillas.
—Ahora, pon las manos en el volante —indicó a la pequeña.
Ella lo hizo, pero empezó a cabecear de un lado a otro, como si fuera montada a caballo, y todos rieron al verla. Cuando Sue volvía a su puesto en la falda de Pam, Dolores manifestó:
—Mirad al frente. Ahí está uno de nuestros rebaños.
En la ladera de una colina se veía un gran retazo blanco.
—¿Cuántos corderos hay en este rebaño? —preguntó Pete, interesado.
—Unos mil.
—¿Y los conduce un solo pastor?
—Un pastor y un cocinero —respondió Diego—. Y llevan cinco burros para cargar con las provisiones.
El señor Vega hizo descender el avión, para quedar a menos distancia del rebaño. Dos hombres que estaban cerca agitaron los sombreros, saludando, y los niños les dijeron adiós con la mano.
—¿Por qué crían las ovejas tan lejos de la casa? —se extrañó Pam.
El señor Vega explicó que cerca de la casa no había agua suficiente para tener buenos pastos. Las ovejas debían ser trasladadas a los terrenos de pastos y en las faldas de la colina, donde la vegetación era exuberante en verano.
Mientras volaban de regreso, Pete preguntó si podía utilizar los prismáticos. Estaban pasando junto a una montaña que, de repente, le recordó el dibujo de la «Montaña Tenebrosa». ¡Sí, la montaña que viera en el libro desaparecido a Helen y Jack Moore! ¿Sería aquella montaña? Preguntó al señor Vega cuál era el nombre por el que se le conocía en la región.
—Lo llamamos el Pico Serpiente, pero creo que ha tenido otros muchos nombres a lo largo de los años.
Estaban a mitad de camino hacia la casa cuando Holly tomó los prismáticos y escudriñó el terreno que se extendía por debajo de ellos.
—¡Mirad! Allí se mueve algo. ¿Serán las ovejas perdidas?
El señor Vega hizo girar la avioneta. Algo se movía entre un bosquecillo de pinos. Encontró una faja de terreno despejado y decidió aterrizar.
Pero cuando las ruedas rozaron el suelo, un ternero asustado salió entre los pinos y corrió delante del aparato.
—¡Cuidado! —gritaron todos los niños al mismo tiempo.
El señor Vega efectuó un brusco viraje. Así logró esquivar al animalillo, pero el aparato resbaló en línea recta hacia el lecho del arroyo.
—¡Vamos a estrellamos ahí! —se estremeció Pam.