UNA GRAN SORPRESA

A pesar de lo mucho que Holly gritó y gritó, y golpeó los lados de la caja de cartón con los puños cerrados, nadie acudió a libertarla.

«¿Qué haré?» —se preguntó Holly, tan asustada ya que no podía evitar que unos grandes lagrimones rodasen por sus mejillas.

Pasaban los minutos y la camioneta continuaba su marcha. Holly se preguntaba a dónde la llevarían y cuánto tiempo tardaría el conductor en darse cuenta de su error.

Al cabo de un rato, la pobre Holly notó que el vehículo disminuía la velocidad. Luego se tambaleó, como si hubiera efectuado un viraje, y acabó por detenerse.

Fuera se oyeron alegres gritos de niños y Holly se olvidó de las lágrimas. Eso debía de ser que había vuelto a la plaza. Alguien le había gastado una broma.

Pero eran tantos los gritos que no tardó en volver a preocuparse. ¡Seis niños no podían armar tanto alboroto!

Inmediatamente se abrió la caja y la voz de un hombre exclamó:

—¡Por mil ratones verdes!

Holly sacó la cabeza, parpadeando a la fuerte luz del sol. Un coro de gritos de asombro saludó su aparición. Mientras miraba a su alrededor, Holly casi no podía creer lo que estaba viendo. En la parte trasera de la camioneta se agrupaban muchos niños, con trajes de alegres colores, amarillos, verdes, rojos, purpúreos. Al lado de Holly se encontraba el asombrado conductor.

—Es un disfraz muy bonito —declaró una guapa morenita.

Holly seguía un poco asustada, pero sonrió. Aquellos niños debían de estar celebrando alguna fiesta de disfraces y ella, por casualidad, iba a poder participar.

—¿Dónde están los caramelos y los refrescos? —preguntó uno de los chicos mayores.

Varias niñas prorrumpieron en risitas y una de ellas explicó a Holly:

—Esperábamos que llegasen caramelos y refrescos. Por eso estábamos aguardando la camioneta.

El conductor hizo chasquear los dedos, diciendo:

—Ya comprendo. Había dos cajas iguales en la puerta de los almacenes y tomé la que no era para mí.

—Sí, claro —sonrió Holly—. Yo estaba jugando al escondite y me metí en la caja, para que no me encontrasen.

El conductor prometió volver en seguida a buscar los dulces, y dijo a Holly:

—Ven conmigo, pequeña. Tus padres estarán preocupados, preguntándose dónde estarás.

Entonces, una señora de rostro dulce y cabello negro, muy liso, se acercó y rodeó los hombros de Holly con su brazo.

—Soy la señora Beltrán —dijo—. ¿Cómo te llamas tú?

—Holly Hollister. He perdido a mi familia.

La señora Beltrán explicó que los niños de Sunrise se habían reunido en el patio del colegio, para celebrar una fiesta veraniega.

—¿Qué es eso? —preguntó Holly.

Antes de que la señora hubiera podido contestar, la linda niña del cabello negro dijo:

—Señora Beltrán, ¿por qué no pedimos a Holly que se quede y dejamos que vea cómo es nuestra fiesta?

—Es una buena idea —admitió la señora, que era la encargada de cuidar al grupo de niños. Entonces preguntó a Holly si su familia querría unirse a ellos.

—¡Sí, sí! —respondió Holly, entusiasmada. Y recordando a Helen y a Jack Moore, preguntó si también ellos podían unirse al grupo.

—Todos llevamos disfraz —explicó a la señora Beltrán.

—Entonces todo está bien —declaró la señora, sonriente.

Los ojitos de Holly chispeaban cuando pidió al conductor del camión que trajese a sus hermanos y a los Moore a la fiesta.

—Lo haré, encantado —contestó el hombre.

Mientras la camioneta desaparecía por la carretera, algunas niñas invitaron a Holly a jugar y a bailar con ellas, mientras esperaban a que diese comienzo la fiesta principal.

Holly fue pasando de grupo en grupo. Como no conocía ninguno de los bailes típicos españoles, prefirió jugar a las prendas.

Un chico de unos trece años, que iba vestido de demonio y tenía una expresión muy ceñuda, se acercó a Holly.

—¿Te crees muy graciosa, al venir a meter la nariz en nuestra fiesta?

—No lo he hecho a propósito —contestó Holly, retrocediendo unos pasos—. Pero me alegro, ahora que estoy aquí.

—¡Pues en Sunrise no nos gustan los forasteros! —gruñó el antipático chico.

Los nuevos amigos de Holly rodearon a la niña, y una pequeña morena cuchicheó:

—No le hagas caso.

Otra, que se llamaba Ramona, se dirigió al chico, en tono indignado:

—¡No sigas hablando así, Willie Boot!

Willie arrugó el entrecejo, pero no contestó. Luego, recogiéndose el largo rabo del traje de demonio, se alejó de allí.

—Willie es muy mal educado con todo el mundo —explicó Ramona a Holly—. Se ha vuelto así desde que anda tanto con Mezquite.

—¿Mezquite es algún caballo? —preguntó Holly.

La pregunta quedó sin contestar porque, en aquel momento, ante el patio del colegio se detuvo el vehículo de los Hollister y el coche de los Moore.

—Estábamos tan preocupados al no encontrarte… —murmuró la señora Hollister, corriendo a abrazar a su hija—. Y ahora tenemos una buena noticia que darte. ¡Vamos a ir a visitar a los Vega a su rancho!

—¡Qué suerte!

—Y a lo mejor podéis ayudarnos a resolver el misterio de la montaña —añadió Helen—. El rancho a donde vamos está muy cerca del de los Vega.

—¿Qué misterio es ése? —preguntó Holly.

—Luego os enseñaré un libro que habla de eso —repuso Helen.

Ricky anunció que ellos habían traído la caja de los dulces y refrescos. Y declaró que estaba deseando que sacaran todo aquello porque estaba muriéndose de hambre.

—Ya miré antes dentro, para asegurarme de que hay dulces —rió el travieso pecoso.

Al volverse, Holly vio que Pete y Jack estaban sacando una caja igual a aquélla en la que ella se había escondido. Después de bajar la caja, los chicos presentaron a los señores Moore. Luego fue Holly quien, muy emocionada, llevó a su familia y a los Moore, a través del gentío, hasta donde la señora Beltrán se encontraba dirigiendo un grupo que bailaba una alegre danza española. Cuando terminó de presentarlos a todos, Holly añadió:

—Ellos han traído los dulces y los refrescos.

—¡Magnífico! —alabó la señora Beltrán. Y cuando abrieron la gran caja de cartón, propuso a Pete y Jack—. ¿Por qué no os encargáis vosotros de repartir un paquetito de caramelos a cada niño? Dejaremos los refrescos para después.

—Con mucho gusto —contestó Pete.

Jack y él sacaron todos los paquetitos que podían sujetar entre sus manos y empezaron a distribuirlos.

De repente, apareció Willie Boot, que corrió hasta Ricky, le arrebató el paquete de caramelos y luego se acercó a Pete.

—Dame otro —exigió, en tono desagradable.

—Lo siento. Tengo que dar uno por persona —contestó Pete.

—¡Ah! ¿Sí? ¿Quién ha dicho eso? —masculló Willie—. ¿Y quiénes os imagináis que sois vosotros, unos desconocidos, para venir aquí a decirnos lo que tenemos que hacer?

—A nosotros nos lo ha dicho la señora Beltrán —contestó Pete, muy serio.

—¿Te refieres a aquella señora de allí? —preguntó Willie, señalando.

Cuando Pete se volvió a mirar, Willie le arrancó de las manos otro paquete de caramelos, le dio un empujón y en seguida se alejó corriendo. Pete se tambaleó y acabó por caer al suelo: los paquetes de caramelos se desparramaron por todas partes.

La señora Beltrán, que había visto lo sucedido, gritó en tono severo:

—¡Willie Boot! ¡Vuelve aquí de inmediato!

El camorrista no le hizo el menor caso y continuó alejándose, abriéndose paso por entre los grupos de niños. Y habría podido desaparecer, de no ser porque Holly le agarró del rabo con fuerza. Willie tuvo que detenerse en seco, mientras todos los niños le gritaban, indignados, y la señora Beltrán se acercaba. Estaba muy enfadada y ordenó al chico:

—Dame esos caramelos. No te los mereces en absoluto. —Esta vez, Willie no se atrevió a desobedecer y entregó los dos paquetes de caramelos. La señora Beltrán añadió entonces—: Ahora, ayuda a Pete a recoger los caramelos que has hecho que se cayeran.

Willie se disponía rezongar, pero no lo hizo al ver la seria expresión de la señora Beltrán. Mascullando para sí, el chico ayudó a recoger los paquetes esparcidos.

Jack ya había acabado de repartir los restantes paquetes y muy pronto quedó olvidada la antipática actitud de Willie.

De repente, la señora Beltrán anunció:

—La gran fiesta sorpresa comenzará en seguida. Que todos tengan la bondad de situarse delante del patio de juegos y observen atentamente.

¡Qué alegre algarabía! Los cuatro Hollister mayores, en compañía de Helen y Jack, corrieron a situarse delante y consiguieron buenos puestos.

En el fondo del patio había dos hombres inflando un globo de extraña forma. Todos los niños observaron, fascinados, cómo el globo iba creciendo, creciendo, y adquiriendo su forma definitiva.

—¡Canastos! —exclamó Ricky, cuando el globo empezó a elevarse lentamente.

Los espectadores contenían la respiración, emocionados. Luego, todos prorrumpieron en alegres palmoteos y risas.

Por encima de ellos flotaba un gran burro, gigantesco, en el que iba montado un hombretón.

El burro tenía grandes orejas y el jinete se cubría con un sombrero de color amarillo y rojo.

—¡Mirad la nariz del jinete! —gritó Ricky, contentísimo—. ¡Es como un pepino con la punta retorcida!

—Se llama Pedro —explicó Ramona, entre jadeos de risa.

Y todos los niños del pueblo comenzaron a gritar alegremente:

—¡Viva el viejo Pedro! ¡Viva el viejo Pedro!

Los Hollister y los Moore se enteraron de que Pedro y su burro habían efectuado aquella misma exhibición, desde hacía muchos años, en la fiesta infantil anual. Y aunque todos se reían de su aspecto, la verdad era que todos los habitantes de Sunrise sentían verdadero cariño por Pedro.

—Es un recuerdo de los españoles que habitaron aquí durante muchos años —explicó Ramona a los niños visitantes.

Los Hollister y los Moore vieron con extrañeza que de los lados del globo pendían muchas cintas. Los niños y niñas de Sunrise echaron a correr, para tomar una cinta, el que podía conseguirla.

—¡Venid! —dijo Ramona a sus amigos—. Éste es el desfile de Pedro.

Los cuatro Hollister mayores, seguidos de Helen y Jack, corrieron detrás de Ramona y cada uno tomó una cinta.

Los niños daban vueltas y vueltas alrededor del patio, dando tirones de las cintas, de modo que Pedro y su burro subían y bajaban sin cesar. Todos cantaban a gritos.

Burro, burro, corre al trote,

Que hoy es nuestra gran fiesta.

Nos divertiremos hasta la noche,

Hasta que desaparezcas.

Sue, montada a caballo en los hombros de su padre, daba grititos de felicidad, mientras sus padres reían alegremente.

—Pedro parece un jinete de verdad —declaró el señor Hollister.

La señora Beltrán asintió.

—Ahora desfilarán por todo el pueblo.

Pete acababa de agitar su mano para saludar a sus padres, cuando se escuchó un silbido. Todo el mundo levantó la cabeza. ¡Una flecha acababa de traspasar el hombro de Pedro!

¡Ssiiiisss!

—¡Oh! —lloriqueó Holly—. ¡El pobre Pedro se está encogiendo!

Era cierto. Se escapaba el aire del globo y, al cabo de un momento, la cabeza de Pedro cayó a un lado. Los alegres gritos de los niños se transformaron en exclamaciones de pena y desencanto.

Pedro y el burro iban disminuyendo de tamaño y se bamboleaban de un lado a otro. El globo empezó a descender a poca distancia de las cabezas de los niños.

—¡Apartaos todos! —ordenó la señora Beltrán—. Ese globo es pesado. Puede haceros daño.