LA CAPTURA EN EL CARRUSEL

En medio de los gritos de aliento de los espectadores, los seis pequeños participantes fueron ganando velocidad mientras corrían cuesta abajo. ¡Más de prisa! ¡Más! ¡Más!

—¡Caramba! ¡Mirad aquel coche rojo! —exclamó Dave Meade.

Dos chicos llevaban la delantera. Ricky ocupaba el tercer puesto.

El corazón del pequeño latió con fuerza cuando logró situarse en la misma línea que los dos primeros. Y entonces, centímetro a centímetro, el coche de Ricky empezó a ganar terreno. ¡Ya estaba en segundo lugar!

—¡Ricky! ¡Ricky! —gritaba Holly con voz estridente, cuando su hermano pasó, como un rayo, ante la fila formada por la familia Hollister.

Ante los ojos del gran corredor Ricky toda su familia pasó como una mancha de diversos colores.

A los pocos segundos, Ricky se encontraba al lado del primer coche. ¡Cuánto alboroto se produjo entre los espectadores, mientras los dos participantes corrían codo a codo, o rueda a rueda!

Sue daba saltitos al tiempo que chillaba:

—¡De prisa, Ricky! ¡De prisa!

Y entonces Ricky tuvo la sensación de que la línea de la meta corría hacia él a toda velocidad. Sin saber cómo, la carrera había concluido, y Ricky estaba a un lado de la meta, sin saber si había sido su coche o el rojo el ganador.

—¡Ha sido un empate! ¡Ha sido un empate! —gritó alguien.

El director avanzó hacia la meta con el trofeo, la hermosa copa de plata, en la mano. ¿Para quién sería?

El señor Russell se acercó a un micrófono y comenzó a hablar. Primero se extendió en alabanzas para todos los participantes. Luego, concluyó:

—¡El ganador del «derby» infantil es… Ricky Hollister!

Mientras los demás aplaudían, la familia Hollister acudió a felicitar al héroe. ¡Cuántos besos y abrazos! Finalmente, todos los amigos del pequeño se divirtieron dándole palmadas en la espalda y gritando:

—¡Arriba Ricky! ¡Viva Ricky!

Cuando el señor Russell le hacía entrega de la copa de plata, Holly, sin poder dominarse, anunció con orgullo:

—¡Es mi hermano!

Unos minutos después el grupo se disolvía, y Pam y su madre desaparecían para llevar a cabo su misión secreta. Las demás personas fueron a divertirse en las casetas, juegos y tiovivos.

Holly corrió al final del patio donde «Domingo» y el carrito estaban atados a un árbol. Ya esperaban dos clientes, dispuestos a comprar sus boletos a Donna Martin, ayudante de Holly. Un niño y una niña se instalaron en el carro. Cuando se hubieron sentado, Holly les recogió los boletos, desató al burro y paseó a los niños por el patio durante unos minutos.

Cuando terminó aquel paseo, fue la señora Griffith la que esperaba con los cinco pequeños de la guardería, todavía luciendo sus lindos disfraces.

—¡Hola, Jack! ¡Hola, Jill! —saludó Holly a sus amiguitos—. ¿Queréis dar un paseo con «Domingo»?

—Tus «agüelos» nos han comprado pases —explicó Jack—. Anda. Danos un paseo, que tenemos muchas ganas de montar en el carro.

Holly les tomó los pases y se quedó pensativa. Por fin dijo:

—Está bien. Pero no podéis montar todos a la vez.

La niña todavía se acordaba de la ocasión en que el pobre «Domingo» quedó suspendido en el aire porque en el carrito se habían montado demasiados viajeros a la vez.

Sin embargo, al cabo de un momento, encontró la solución:

—¡Ya sé! Jack, tú puedes ir montado en el lomo de «Domingo», sujetándole bien, mientras los demás viajan en el carro.

—¡Sí, sí! ¡Me gusta eso! —declaró Jack.

El esbelto gallo trepó al lomo de «Domingo» y gritó alegremente:

—¡Kikirikí!

Los demás niños subieron al carrito.

Holly se dirigió al perro de aguas, Jill, para preguntarle:

—¿Quieres empuñar las riendas y ser la conductora?

Inmediatamente Jill se apoderó de las riendas y las sacudió con fuerza.

—¡Arre, «Domingo»! ¡Arre! —gritó, y el singular grupo se puso en marcha.

Cuando la gente vio a un gallo montado a lomos del burro, y cacareando alegremente, mientras un perro de aguas llevaba las riendas, estallaron alegres carcajadas. Algunas personas tomaron fotografías.

También eran muchos los que se divertían en los dos tiovivos. Sobre todo el pequeño estaba continuamente lleno. Mientras Jeff Hunter recogía los boletos, Ricky, que se había puesto de nuevo al trabajo, ayudaba a los pequeños a sentarse en los diferentes animales. El abuelo se ocupaba de dar la orden de salida y de parada. Todos los niños chillaban con deleite, mientras el tiovivo giraba y giraba.

—Luego quiero montar en el león —informó un pequeño que había montado en un ciervo, cuando terminó el viaje.

El otro aparato tenía igualmente un éxito enorme.

—¡Qué negocio, chico! —exclamó Pete, hablando con Dave, al contemplar la fila de alumnos que esperaban para adquirir sus boletos en la caseta vecina.

—¡Id pasando por aquí, para ocupar vuestros puestos! —indicó un chico llamado Bert, mientras Pete accionaba la palanca que detenía el tiovivo.

Cuando éste fue deteniéndose, los niños saltaron a tierra para dejar el puesto a nuevos clientes.

Dave Meade, que había estado ayudando eficazmente, fue a distraerse un poco. El muchachito dio una vuelta por el patio hasta llegar a la entrada de una caseta, donde Ann Hunter acababa de dejar, en una estantería, una bolsa con el dinero que habían recaudado hasta el momento.

Al aproximarse, Dave vio que un hombre, que parecía intentar pasar inadvertido, se dirigía también a la caseta. Y cuando Ann volvió la cabeza un momento, el hombre se apoderó de la bolsa con el dinero, se la guardó en el interior de la chaqueta y corrió a mezclarse con la gente.

—¡Detengan al ladrón! —gritó instantáneamente Dave, echando a correr tras el hombre, perdido ya entre el gentío—. ¡Detengan a ese hombre! ¡Se lleva nuestro dinero! ¡Es un ladrón!

—¿Qué hombre? —preguntaron, asombrados, algunos de los presentes.

—¡Aquél de allí! —contestó Dave, señalando al hombre que se dirigía al tiovivo grande—. ¡Detengan al ladrón!

A pesar de la música y del zumbido del motor del tiovivo, Pete oyó los gritos. Miró a su alrededor y vio al hombre que corría hacia el tiovivo. Su rostro le resultó ligeramente familiar. ¿Dónde le había visto antes?

De pronto, Pete se acordó de los dibujos que hiciera el tío Russ de los dos hombres que le describió el señor De Marco. Aquel hombre era… era… ¡El señor «Perilla»! Pero se había afeitado.

El hombre se agarró al poste del carrusel con una mano y saltó a la plataforma. Los niños que viajaban en aquel momento en los animales quedaron atónitos al ver al hombre que corría entre ellos, intentando llegar al otro extremo, para saltar y mezclarse entre la gente.

—¡Quieto! —gritó Dave, aproximándose a la carrera—. ¡Pete, detén el tiovivo!

Pero Pete Hollister tenía otras ideas. ¡Lo que debía hacer era acelerar la marcha del tiovivo para que el señor «Perilla» no pudiese bajar!

Pensado y hecho, Pete movió la palanca hasta otra muesca y el aparato giró furiosamente. Iban tan de prisa que el ladrón no se atrevía a saltar por miedo a sufrir un serio percance.

Ahora, todos los presentes en la fiesta rodeaban el tiovivo. Entre ellos, un joven policía uniformado.

«El agente Cal», se dijo Pete, lanzando un suspiro de alivio.

—¡Detén el tiovivo, Pete! —ordenó el policía, al mismo tiempo que sacaba unas esposas de sus bolsillos—. Ahora ya lo tenemos.

—¡Ya lo creo que sí! —exclamó el retozón abuelo Hollister, frotándose las manos.

Pete obedeció inmediatamente. Mientras el aparato reducía la velocidad, el ladrón saltó a tierra, intentando escapar. Pero entre el agente Cal y el abuelo Hollister lo sujetaron antes de que hubiera dado dos pasos.

—¡Tom Wheel, queda usted arrestado! —anunció Cal, esposando al hombre.

El agente le quitó la bolsa con el dinero y se la entregó a Pete. Luego, ¡chas!, ¡chas!, las esposas quedaron cerradas.

—¡Suélteme! ¡Suélteme! —gritó el hombre—. Yo no soy Tom Wheel. Y ese dinero es mío. ¡Devuélvamelo!

—Le va a costar mucho tiempo probar todo eso —dijo el policía—. El afeitarse la perilla no nos ha engañado, Wheel.

El oficial registró al detenido y le encontró una cartera con su carnet de conducción. Una rápida ojeada demostró claramente que el hombre mentía.

—Es usted Tom Wheel, sin duda alguna —dijo Cal con gesto ceñudo—. Será mejor que lo confiese todo o su situación empeorará mucho más.

Mientras el hombre inclinaba la cabeza, dándose por vencido, Ricky gritó en tono acusador:

—¡Es usted un malo de los mayores! ¡Querer robarnos el tiovivo…!

—Pero no se salió con la suya —explicó Pete—, porque le perseguimos en el motel.

Una acusación tras otra fue cayendo sobre el detenido que, al poco rato, temblaba de miedo.

—Está bien. Lo admito todo —dijo—. Es que el Carnaval Jumbo necesitaba un tiovivo y no conseguía encontrar ninguno. Los Hollister se nos adelantaron, apoderándose de los que había en Crestwood. Así que creímos justo quitárselos.

Wheel admitió que luego, sin que su socio lo supiera, había intentado apoderarse del tiovivo grande. Y, últimamente, quiso estropear la fiesta escolar, para conseguir que la gente acudiese al Carnaval Jumbo.

Al enterarse de que Joey no tenía buenas relaciones con los Hollister, le convenció para que saboteara el tiovivo, llevándose una pieza. Incluso le sugirió a Joey dónde podía ocultarla.

—Eso estuvo a punto de dar resultado —masculló.

—Pero lo peor fue que destrozase usted nuestras casetas y quisiera quemarlas —se lamentó Dave.

Ahora, el detenido parecía avergonzado.

—Zack Byrd me advirtió que no debía hacer nada que no fuese totalmente honrado. Debí hacerle caso, pero ahora ya es tarde.

Luego, Tom Wheel explicó que el señor Byrd era un hombre honrado, aunque a veces resultaba difícil tratar con él. Fue él quien intentó comprar el tiovivo a los Hollister. Byrd y Wheel habían roto la sociedad el día antes. Desde ahora, el tío de Jack y Jill dirigía por su cuenta el Carnaval Jumbo.

Cuando concluyó su confesión, el policía llevó al detenido al coche patrulla.

Pete llevó la bolsa del dinero a Ann Hunter, mientras Pam y su madre llegaban en compañía de Zack Byrd.

Cuando Pete les contó lo sucedido, Pam exclamó:

—Nosotras también traemos buenas noticias. El señor Byrd piensa ayudar a Jack y Jill.

En ese momento, aparecieron los simpáticos gemelos. Su tío se inclinó a besarlos y abrazarlos, diciendo que, desde aquel momento, él se encargaría de pagarles las ropas y alimentos.

—¡Viva! —exclamó Jill—. Así mamá no tendrá que trabajar tanto.

—Naturalmente que no —contestó el señor Byrd—. Ella puede ayudarme a llevar los libros del Carnaval Jumbo. —Luego se volvió a la señora Hollister para decirle—: Estoy muy contento de que usted y su hija me hayan hecho comprender cuál es mi deber con respecto a estas encantadoras criaturas. Y ahora, Jack y Jill, ¿qué os parece si os compro unos caramelos y dais una vuelta en el tiovivo?

El señor Byrd pasó el resto de la tarde con sus sobrinos. Cuando la feria estaba casi a punto de cerrar, se oyó decir por el altavoz:

—Os habla Pete Hollister. Zack Byrd inaugurará esta noche su Carnaval Jumbo y todo el mundo será muy bien recibido allí.

Sonó un estruendoso aplauso. Luego Pete añadió:

—Aún no hemos contado todo el dinero que hemos obtenido en la fiesta escolar, pero sí sabemos que va a ser una elevada cantidad para atender las necesidades de la guardería infantil de Shoreham.

Mientras Pete hablaba, llegó a la escuela el señor Hollister con la señora Byrd. La pobre mujer quedó atónita al enterarse de la decisión de su cuñado y le dio repetidamente las gracias.

Jill Byrd, todavía con su traje de perro de aguas, se puso muy seria para decir a voces:

—Ahora todos podremos ser tan felices como los Felices Hollister.