Al oír las lamentaciones de Sue, «Zip» ya no dudó sobre lo que tenía que hacer. Primero se lanzó sobre el perro negro, para quitarle la muñeca de trapo. En vista de que el perro negro no estaba dispuesto a ceder, «Zip» le propinó un mordisco. Asustado, el perro negro lanzó un ladrido, dejó caer la muñeca y huyó del patio.
El perro pastor se volvió hacia el perro blanco. En dos minutos, le obligó a que dejase la muñeca y le echó del patio.
Las muñecas de trapo que la abuela y las niñas hicieran con tanto cariño para la fiesta del colegio estaban tiradas en tierra, hechas jirones. Sue, hecha un mar de lágrimas, estaba recogiendo los pobres despojos cuando Pete y Dave, que se había quedado a comer con su amigo, salieron apresuradamente para averiguar qué sucedía.
Entre hipidos lastimeros, Sue les explicó lo ocurrido. Pete acarició la cabeza de «Zip», diciéndole al mismo tiempo:
—Muchas gracias por proteger las muñecas. Eres un perro héroe.
—¡Pero mira cómo están! —se lamentó Sue, mostrando los restos—. Pam no podrá ya venderlas en el colegio, y la culpa ha sido mía por sacarlas aquí.
Pete contestó que seguramente la abuelita ayudaría a hacer otras nuevas. Al oír aquello, Sue corrió a la casa para hablar con la abuela.
—Claro que sí —le contestó la bondadosa anciana—. Entre tú y yo haremos otras cuatro preciosas muñecas de trapo.
Sue se secó las lágrimas y sonrió.
—Podemos hacer un perro «hijo» para que juegue con «Zip» —propuso—. Como es un perro héroe…
La abuela y la señora Hollister se echaron a reír y dijeron que les parecía una excelente idea. La madre de Sue buscó un impermeable viejo dé nilón.
—Esto servirá para el perrito de «Zip». No se romperá tan fácilmente cuando juegue.
Pronto estuvo el perrito cosido y relleno. Sue fue en busca de su caja de lápices de colores y le dibujó ojos, hocico y boca. Él animal resultó con una cara muy especial.
—«Zip» va a quererte mucho —le prometió Sue, sosteniéndolo en alto.
Y en seguida salió de la casa para entregar su premio al hermoso «Zip». Éste lo olfateó y lanzó un gruñido amistoso. Por fin, agarró al perro de trapo entre los dientes y lo lanzó por los aires.
—¿Ves? —dijo Sue a Pete—. «Zip» ya sabe cómo jugar con él.
Unos minutos después, Sue regresó junto a su abuela, que estaba rellenando ya las nuevas muñecas. Cuando llegó Pam, Sue le habló del accidente sufrido a las otras muñecas.
—Pero la abuelita ya está haciendo unas muñecas nuevas. Oye, Pam, ¿no podemos hacer unas muñecas de premio?
—¿Qué quieres decir, guapa?
Sue se sentó en un almohadón y hundió el mentón en sus manos gordezuelas, mientras pensaba.
—Ya sé —dijo de pronto—. Podemos hacer una muñeca con un ojo azul y otro marrón. La niña que tenga esa muñeca dará un paseo en el tiovivo, sin pagar.
—¡Qué buena idea! —exclamó Pam—. Pondremos un letrero anunciándolo. Eso ayudará a vender las muñecas. Hay que preparar bonos gratuitos para regalarlos.
Cuando las cuatro muñecas estuvieron terminadas, la abuela tomó unas hebras de hilo marrón y otras azules e hizo los ojos con ellas.
—A primera vista, nadie se dará cuenta de esto —dijo.
Durante los días siguientes, la emoción fue en aumento de hora en hora, en la escuela Lincoln. Se veían coches de carreras de todas clases y modelos en el patio, donde los chicos hacían pruebas.
Para entonces, la cojera de Ricky había desaparecido por completo. El pequeño estaba en buenas condiciones físicas para participar en el concurso. También su coche tenía el mejor aspecto de todos los que iban a tomar parte en la competición.
Una mañana, cuando Pete y Dave llegaban juntos a la escuela, se encontraron con el señor Logan, el portero, que parecía preocupado. Todos los alumnos querían al señor Logan, y Pete se preguntó qué le pasaría.
—¿Le ocurre algo malo? —se decidió a preguntarle.
—Sí. Mi hermano ha estado vigilando el patio por las noches, pero es demasiado grande para una persona sola. Algún desvergonzado se entretuvo en estropear las casetas.
Pete miró a Dave.
—Quizá nosotros podríamos ayudarle. ¿Qué te parece?
—Claro que sí, Pete.
Los dos amigos fueron directamente al despacho del señor Russell y le explicaron lo que ocurría.
—Es una buena idea —admitió el director—, pero tendréis que consultar con vuestros padres. Traedme el permiso por escrito esta tarde.
—Sí, señor. Y muchas gracias.
El señor Russell sonrió.
—Y a ver si descubrís al intruso.
—Lo descubriremos —prometieron los chicos. Y mientras volvían al patio, a esperar que sonase el timbre, Pete exclamó—. ¡Zambomba, Dave, ahora sí que actuaremos como verdaderos detectives!
Los dos muchachos recibieron permiso de sus padres para vigilar aquella noche. Ambos estaban ansiosos porque oscureciera. Poco antes del oscurecer se reunieron con el hermano del señor Logan, en el patio del colegio. El hermano del portero era un hombre alto y delgado, de cabello gris y espalda algo abultada.
—Bueno. ¿Puede alguno hacer alguna sugerencia sobre cómo debemos vigilar las casetas? —preguntó.
—Yo creo que no debemos estar juntos —opinó Pete—. Debemos elegir posiciones alrededor del patio.
—Eso me parece bien —declaró Dave—. Pero debemos concertar alguna señal para avisamos.
—¡Ya tengo una! —exclamó Pete, haciendo chasquear los dedos—. ¿Qué tal el ulular del búho? Hay una familia de búhos en el árbol grande de delante del colegio. Así que eso no parecerá nada raro.
Los dos estuvieron de acuerdo con su proposición. Luego acordaron que el señor Logan quedaría vigilando en la entrada de la parte posterior del colegio. Pete se ocultaría en uno de los recintos de arena destinado a juegos de los pequeños, y Dave se escondería en una caseta.
—Pero no debemos atacar a nadie, a no ser que veamos que estropea las cosas —advirtió el señor Logan, antes de que los tres se separasen, camino de sus puestos.
Ya había oscurecido por completo y las luces de la calle parpadeaban. Transcurrieron los minutos muy lentamente, mientras Pete, tendido en el recinto de arena, esperaba, con los ojos muy abiertos. Durante una hora no sucedió nada. Pete estuvo cambiando de posición con frecuencia para no anquilosarse.
De repente, oyó el ulular del búho. Pete, dando un salto, respondió al grito. Al momento, el ulular sonó en la entrada. Otro grito similar llegó, procedente de la caseta.
«¿Quién habrá visto algo?» —se preguntó Pete, con los nervios a flor de piel. Y corrió al puesto de vigilancia del señor Logan.
También llegó allí Dave corriendo. Pero todos se mostraron sorprendidos, pues, al parecer, no había sucedido nada.
—¿Quién ha hecho la primera llamada? —preguntó Pete.
—Yo no —dijo Dave.
—Ni yo —declaró el señor Logan.
¿Era posible que alguna otra persona les hubiera Oído hablar de la señal convenida y les estuviera gastando una broma? Los tres vigilantes buscaron por todas partes, sin poder descubrir nada.
Por fin Pete, dijo sonriendo:
—Ha debido ser alguno de los búhos del árbol.
—No había pensado en eso —confesó el señor Logan :—. Será mejor que cambiemos de señal. Daremos un silbido.
Rápidamente eligieron un silbido apagado que practicaron unas cuantas veces. Luego, cada cual regresó a su puesto.
Pasada media hora, Pete vio un coche misterioso que se detenía con gran silencio ante la entrada de la escuela. En seguida advirtió a los demás con el silbido acordado.
El señor Logan salió de su escondite y, arrimado a la pared, avanzó paso a paso, oculto en las sombras.
Mientras tanto, el intruso bajó del coche, saltó la valla y se encaminó a las casetas. Pete avanzó, arrastrándose, sigiloso.
El desconocido penetró en una de las casetas, reapareciendo a los pocos segundos. Pero no causó el menor desperfecto. Extrañados, los tres vigilantes aguardaron. El intruso se encaminó a su coche. Un momento después, encendía una cerilla y Pete pudo verle perfectamente el rostro.
¡El hombre llevaba perilla!
Al instante, Pete se lanzó en su persecución. Pero antes de que el muchachito hubiera podido alcanzar al intruso, sonó una explosión a su espalda.
Él, señor Logan gritó, al instante:
—¡Fuego! ¡Una cabina ha sido incendiada! ¡Las llamas se propagarán y se quemará todo!