UNA DESAPARICIÓN

El coche de carreras de Ricky se detuvo al chocar contra el árbol. Ricky, mareado, se desplomó sobre el volante.

El abuelo corrió junto a él.

—¡Ricky! ¡Ricky! —gritó, levantando al chico del vehículo.

Ricky reaccionó y fue a ponerse en pie, pero no pudo sostenerse sobre sus piernas y cayó al suelo.

—¡No… no puedo sostenerme! —se lamentó—. Me pasa algo en la pierna derecha, abuelo.

—Te llevaré al doctor Gregory —dijo el anciano, y lo tomó en brazos.

Ya todos habían acabado la prueba colina abajo y acudieron a ver qué le ocurría a su amigo. Muy preocupados, siguieron al abuelo Hollister que, con mucha delicadeza, llevó a Ricky hasta la furgoneta, para sentarlo en el asiento delantero.

—¿Queréis encargaros vosotros de llevar el coche de Ricky a casa? —preguntó el anciano antes de poner en marcha la furgoneta.

Los chicos prometieron hacerlo.

Corrieron con la furgoneta a la máxima velocidad hasta Shoreham. El abuelo fue a detenerse frente a la casa del doctor Gregory y llevó a su nieto a la consulta.

—Debo de tener la pierna rota… —dijo Ricky, lanzando un quejido, mientras le colocaban en la camilla del doctor.

En cuanto le explicaron lo sucedido, el médico examinó al pequeño. Aunque notaba en la pierna unos latidos continuos y sumamente dolorosos, Ricky los resistió sin lamentarse, apretando valerosamente los dientes.

—Tengo buenas noticias —anunció al fin el médico—: La pierna no está rota, aunque sí muy magullada. Voy a vendársela, pero tendrás que permanecer en casa descansando, durante algunos días. Así se te curará pronto.

—¿Podré participar en la carrera? —preguntó en seguida Ricky, preocupado.

—Tal vez —contestó el doctor, sonriente—. Aunque no puedo asegurarte nada concreto.

Durante los días siguientes, Ricky, que permanecía en casa, acostado, fue el centro de la atención de todos. Su madre le daba helado para postre cada vez que él lo pedía. Y Pam se encargaba de decir qué deberes habían encargado en el colegio, y le ayudaba a hacerlos todas las noches. Por fin, Ricky estuvo en condiciones de ponerse de pie y pasear, cojeando, por su habitación, con la ayuda dé un bastoncito.

Continuamente pensaba en la carrera. Sus amigos habían traído el coche a casa y en secreto, entre su abuelo y Dave Meade, habían reparado los desperfectos.

La primera tarde que Ricky pudo bajar a la sala, encontró allí su coche.

—¡Ya lo tienes a pinito! —dijo el abuelo.

—¡Gracias! ¡Gracias, abuelito!

Como ya se acercaba la fecha de la fiesta del colegio, Pete y su padre hicieron planes para instalar el tiovivo grande.

—Tendremos que hacer una llamada, padre —propuso Pete—. Necesitaremos a muchos chichos con sus padres.

—Tal vez los bomberos quieran echamos una mano. Ellos saben mucho de esas cosas de montar y conectar.

Pete fue a ver al jefe de bomberos, quien decidió prestarle seis de sus hombres para el lunes siguiente por la noche. Además, varios alumnos y sus padres dijeron que acudirían al Centro de Instrucción para ayudar al montaje del tiovivo.

El limes por la noche el garaje se llenó de obreros voluntarios, vestidos con monos, dispuestos a prestar su máxima ayuda. Entre ellos se contaban Dave Meade y su padre, el señor Hollister y el abuelo.

—¿Por dónde empezamos? —preguntó Dave a Pete, que estaba consultando la nota de instrucciones que les diera el señor De Marco.

Pete contestó:

—Primero, descargaremos el material.

Habían encendido los reflectores de un coche de bomberos, para que dispusieran de luz para el trabajo. Las diversas piezas del tiovivo fueron desmontadas y apiladas en un rincón del patio del colegio.

—¡Zambomba! Esto resulta muy divertido —comentó Pete.

Ajustaron las tuercas de los postes horizontales de hierro, y luego, al final, fueron colocando los animales de madera.

Pete y Dave hicieron varios viajes al garaje para transportar las diversas piezas de la maquinaria que moverían al tiovivo. En uno de los últimos viajes, los dos amigos se sorprendieron al encontrar a Joey junto al camión.

—¿Has venido a ayudar? —le preguntó Pete.

—No. He venido a ver cómo unos tipos montan mal un armatoste.

—Pues te vas a fastidiar, porque lo montaremos bien —dijo Dave.

El camorrista rió a carcajadas y repuso:

—Eso ya lo veremos.

Y se marchó tranquilamente.

A las diez de la noche, el tiovivo estaba ya listo para la primera prueba. Todos miraban atentamente, mientras el señor Hollister, de pie en el centro, ponía en marcha el motor.

—¡Ya está! —exclamó Pete, entusiasmado, cuando sonó el silbato y el tiovivo empezó a girar.

Pero, de improviso, se detuvo y se escuchó un ruido extraño.

—¿Qué ha pasado?

—Tenemos que averiguarlo —repuso el señor Hollister. Llamó a los bomberos—. Debe de haber alguna avería en la maquinaria.

Después que los bomberos hicieron un rápido examen, uno de ellos dijo:

—Falta un pequeño engranaje. Eso es lo que ha hecho que el motor se detenga.

El bombero dijo que no sería más grande que la mano de Pete, pero sí que tenía mucha importancia. Pete y Dave marcharon a toda prisa a buscarla en el camión, pero no pudieron encontrarla.

—Bien —murmuró el señor Hollister—. Pues no podremos utilizar el tiovivo, a menos que encontremos esa pieza, o encarguemos que nos hagan una.

—No sé si Joey tendrá algo que ver con esto —dijo Pete a su padre, cuando regresaban a casa—. Lo hemos encontrado junto al camión y puede haberse guardado la pieza en el bolsillo.

—Te aconsejo que busques bien por todas partes antes de acusarle de nada —repuso el señor Hollister.

Al día siguiente, al salir de la escuela. Pete organizó un grupo de búsqueda, formado por chicos y chicas. Entre todos, revisaron hasta el último centímetro del garaje y el patio de la escuela… A pesar de todo, la pieza continuó sin aparecer.

A las cuatro, Pam dijo que tenía que marcharse.

—Voy a llevar a Holly y Sue a la guardería —dijo—. Tenemos que arreglar los disfraces que van a llevar los pequeños a nuestra fiesta.

—De acuerdo. Hasta luego —dijo Pete.

Cuando las niñas Hollister llegaron a la guardería, quedaron sorprendidas al encontrar allí a la señora Byrd, la madre de los gemelos.

—¿Ha tenido usted un buen viaje? —le preguntó Pam, dulce y afable como siempre.

La señora Byrd movió la cabeza con tristeza.

—He hecho un largo viaje para buscar a mi cuñado, pero no he podido encontrarlo. Luego, cuando regresé, la señora Griffith me ha dicho que él estaba en Shoreham. De todos modos, cuando he ido a verle, Zack Byrd me ha dicho que no puede mantener a los niños. No sé qué voy a hacer.

Pam sintió una gran pena por la pobre señora.

—¿Quiere usted que hable con mi padre a ver si él puede encontrarle algún trabajo? —ofreció la niña—. Quizá sea posible que pueda trabajar en el Centro Comercial. ¿Quiere que lo llame?

—Sí. ¡Por Dios, hazlo! —replicó la mujer.

—Con mucho gusto le daré trabajo temporal de oficina —replicó el señor Hollister.

Cuando Pam le dio la noticia a la señora Byrd, ésta no supo qué decir, a causa de la emoción que sentía.

—¡Sois las personas más buenas que he conocido! —exclamó.

—Papá dice que puede usted empezar mañana mismo —dijo la niña.

Pam y sus hermanas fueron luego a ayudar a la señora Griffith, que había estado preparando disfraces de animales para que los niños de la guardería los llevasen a la fiesta.

—¡Son estupendos! —opinó Sue, contemplando los graciosos trajes de perro, gallo, gato y conejo—. ¿Puedo probarme uno?

—Claro, hija —contestó la directora.

Sue seleccionó dos piezas y se apresuró a ponérselas. Al momento, todos se echaron a reír. ¡Sue se había puesto una cabeza de gallo y cuerpo de perro de lanas!

Después de pasear, muy ufana, por toda la estancia, dio un salto mortal. Y las risas se multiplicaron. Por fin, se pusieron todos a trabajar de firme.

Mientras tanto, en el patio de la escuela, Pete y sus amigos estaban a punto de renunciar a seguir buscando la desaparecida pieza del tiovivo.

—Es posible que Joey la haya escondido en el árbol cercano a su casa —sugirió Ricky.

El camorrista y sus amigos utilizaban como escondite la copa de un árbol, rodeado de maleza, próximo a la casa de Will Wilson.

—Vamos a ver —decidió Pete.

Acompañado de Dave y de su hermano, se encaminó al árbol en cuestión.

—No hay nadie por aquí —anunció Dave—. Podemos buscar tranquilamente.

Los tres ascendieron por los peldaños clavados en el tronco hasta llegar a una plataforma triangular. Dave miró por entre las ramas.

—¡Eh, chicos! —gritó—. ¡Creo que ya la veo!

Cerca del ángulo formado por una pequeña rama, se veía la pieza de una máquina, atada con una cuerda.

—Apuesto algo a que es la nuestra —dijo Pete, y en seguida desató la pieza.

Luego se la guardó en el bolsillo, y a continuación los tres bajaron del árbol.

Estaban a punto de marcharse, cuando aparecieron Joey y otros cuatro chicos.

—¿Conque asaltando nuestro fuerte? —gritó Joey.

Los cinco amigos se abalanzaron sobre Pete, Dave y Ricky. Un chicarrón se sentó sobre Ricky y no le dejó moverse, mientras los otros derrotaban a Dave y Pete, a pesar del valor con que ambos lucharon.

Por último, Joey sacó la pieza del bolsillo de Pete y se marchó del campo de batalla, seguido por sus amigos.