UN BURRO ENVASADO

Subiendo las escaleras de dos en dos, Pam llegó a su dormitorio. Fue directamente a la estantería de las muñecas donde tenía seis colocadas en fila. Tomó una muy bonita, de tacto suave y hoyuelos en la cara y volvió abajo a toda prisa.

—¿Es esto lo que querías, guapa? —preguntó a Jill poniéndole la muñeca en los brazos.

Jill sacudió la muñeca ligeramente y oyó pronunciar la palabra «mamá». Al instante, Jill cesó en el llanto y abrazó la bonita muñeca.

—Me he dejado a mi mamá en la guardería y me hacía mucha falta —explicó.

—¡Canastos! —exclamó Ricky, llevándose las manos a la cabeza y dejándose caer de espaldas—. ¿Y no querías más que eso?

Inmediatamente fue a buscar un coche de bomberos para Jack, y los gemelos se divirtieron mucho hasta la hora de acostarse.

Pam dijo a Jill que podía acostarse con la muñeca.

—Se llama Nancy Rae, y me la trajo Papá Noel cuando yo tenía cuatro años.

A la mañana siguiente, Pam se encargó de ayudar a vestir a Jill, mientras Ricky y Pete ayudaban a Jack. Todos los Hollister acompañaron a los gemelos a la guardería y, desde allí* fueron directamente al colegio. En el patio se encontraron con Ann Hunter.

—Me han encargado de vender los billetes por adelantado —explicó Ann—, y os esperaba para deciros que tengo un buen plan para vender muchos.

—¿Qué es? —quiso saber Pete.

Ann explicó que se le había ocurrido la idea de que a todo el que vendiera cinco billetes se le concedería una vuelta gratuita en el tiovivo.

—Buena idea —declaró Pete, y todos sus hermanos asintieron.

Cuando comunicaron el plan a la reunión, todos los alumnos aplaudieron. Y, al terminar las clases…, ¡qué desbarajuste se produjo, al salir corriendo todos los niños, dispuestos a vender más billetes que nadie!

Una hora más tarde, en casa de los Hollister se presentaba un chico con el dinero de cinco billetes que había vendido. Ann lo tomó y el chico montó en el tiovivo pequeño. Muy pronto, el patio de los Hollister estuvo invadido de niños. Todos querían montar inmediatamente, para marchar en seguida a vender más billetes.

—Haced el favor de colocaros en fila para ir subiendo por turno —pidió Pete, que se encargaba de manejar el tiovivo.

Ann iba recogiendo el dinero y Pam se ocupaba de instalar a los niños en el tiovivo. Ricky sacó de la casa un tocadiscos y puso discos de música alegre.

—¡Esta venta por adelantado constituye un éxito! —dijo Ann, algo más tarde, mientras contaba el dinero.

Todos estuvieron muy alegres hasta que Joey Brill se introdujo entre los reunidos, y se colocó cerca de Holly. Sorprendiendo a la niña, porque no le había visto, el camorrista dijo:

—Me he enterado de que se os ha escapado el burro y no habéis podido encontrarlo.

Holly giró en redondo y miró cara a cara al chico.

—Claro que le hemos encontrado —respondió.

—¿Sí? ¿Dónde?

—En un viejo establo abandonado.

—¿Cómo se os ocurrió…? —empezó a decir el chico, pero se calló en seco, sin terminar la frase.

Holly, que ya antes tenía sus sospechas, preguntó claramente:

—¿Lo llevaste tú allí?

—¡No me acuses! —vociferó Joey con gesto hosco.

—Y Will Wilson te ayudó, ¿no?

Joey reaccionó dando a Holly un fuerte empujón. La niña retrocedió de espaldas, en dirección al tiovivo, que giraba alegremente, mientras Joey salía corriendo. ¡Si la cabeza de Holly tropezaba con el tiovivo, podía resultar malherida!

En el momento de más peligro, Jeff vio lo que ocurría y sujetó a Holly.

—¿Por qué te ha hecho esto Joey? —preguntó Pete furioso.

—Porque he adivinado que él se llevó a «Domingo».

Pete sintió ganas de correr tras el camorrista para vengar a su hermana, pero estaba demasiado ocupado.

—¿Por qué no le gastamos una broma? —propuso el pecoso.

—Por ejemplo, ¿tirarlo al lago? —sugirió Pete.

—Tengo una idea mejor —afirmó el pecoso, con los ojos chispeantes—. Ven, Pete.

Se llevó a su hermano a un lugar donde los demás no podían oírle y le cuchicheó algo al oído.

—Me parece muy bien —afirmó Pete, entusiasmado—. Dave puede encargarse del tiovivo. Iré a buscar a mi habitación lo que necesitamos.

Corrió a la casa y a los pocos minutos volvía con una caja pequeña, cuadrada. La caja contenía un juguete que le regalaron en las pasadas Navidades.

—¡Mira! Todavía funciona —dijo el pequeño, enseñándoselo a Pete.

Movió el cierre y ¡Zas! La tapa se levantó de improviso y de la caja salió la cabeza de un burro.

—¡Aaaiii! ¡Aaaaiii!

—Esto puede asustar a Joey —dijo Pete—, pero la continuación será más divertida.

Los dos hermanos corrieron hacia la casa de Joey. Pete llevaba un cubo con una cuerda. Los chicos llegaron a la parte posterior de la casa por una calle lateral y comprobaron que no había nadie en el patio.

—Hay un sitio bueno debajo del árbol —indicó Ricky.

—Bien. Ponlo ahí, mientras yo lleno el cubo de agua.

Pete buscó por allí hasta que encontró un grifo, a un lado de la casa. Llenó el cubo de agua, mientras Ricky vigilaba. Acto seguido, Pete trepó al árbol y deslizó el asa del cubo por Una rama. Luego ató un extremo de la cuerda al asa y dejó el otro extremo colgando.

Ricky tomó el extremo suelto de la cuerda y ató con él la caja sorpresa.

—Creo que dará resultado —dijo Pete—. ¡Date prisa! Oigo que se acerca alguien. Vamos a escondernos.

Los chicos retrocedieron hasta unos arbustos, mientras dos muchachos entraban corriendo en el patio. Allí estaban Joey Brill y Will Wilson.

—¡Vaya, hubiera dicho que Pete y Ricky Hollister venían hacia mi casa!

—No se atreverían —dijo Will—. Nos tienen miedo.

—Sí —contestó Joey, abombado el pecho—. Creo que es verdad. Oye, Will, mira esto.

El camorrista se fijó en la caja que colgaba del árbol, pero no vio el cubo, oculto entre el ramaje.

—Puede que sea una caja llena de dinero —dijo Will—. Vamos a abrirla.

—No la toques —ordenó Joey—. Está en mi patio y me pertenece.

El chico se apoderó de la caja, tras dar un tirón de la cuerda. Inmediatamente retrocedió, dando un salto, al ver salir la cabeza del pollino rebuznando. «¡Aaaiii! ¡Aaaaiii!». En aquel mismo instante, el cubo se volcó. ¡Y toda el agua cayó con gran ruido!

—¡Socorro! —gritaron los chicos, al caer el agua sobre ellos dejándolos empapados.

Luego, Joey miró con ojos furiosos por todo el patio.

—¿Quién ha hecho esto? —preguntó indignado.

Pete y Ricky, que seguían observando desde los arbustos, se atragantaban de risa.

—Puede que hayan sido los Hollister —sugirió Will, mientras se secaba el agua de los ojos.

—¿Cómo iban a hacerlo? —masculló Joey—. Están demasiado ocupados con esa tontería del tiovivo. Oye, tú has estado aquí hace un rato. Puede que lo hayas hecho tú.

—¿Yo? —respondió su amigo—. No me eches a mí la culpa. Yo también me he mojado. ¿No lo ves?

—Sí. Pero tú has hecho que yo abriese la caja.

—¡No he sido yo! Ha sido culpa tuya, que siempre quieres mandar.

—Lo que pasa es que tú me cargas a mí todas las culpas —contestó Joey, elevando cada vez más la voz—. No te creas tan listo. Fue una tontería que se te ocurriera esconder el hidroavión de los Hollister.

—¡Pero si yo no fui! ¿Quién remolcó ese viejo hidroavión hasta la caleta? —contestó Will en tono retador.

—Bueno, bueno… Pero ¿a quién estuvieron a punto de descubrir? ¡Vaya un amigo que eres…! ¡Por menos de un comino, te daría un puñetazo en la nariz!

—¡Atrévete! —replicó Will, levantando la barbilla.

Y fue una desgracia para él, porque Joey, sin avisar, le golpeó precisamente en la barbilla, con todas sus fuerzas.

Will se tambaleó y acabó quedando sentado sobre la hierba. Cuando se levantó, los dos chicos se enzarzaron en una verdadera pelea a brazo partido. Hasta que Joey acabó por echar de su patio a Will, y luego entró en la casa.

—Vamos —dijo Pete a su hermano—. Ahora podemos recoger el cubo y la caja sorpresa.

Pete se colocó la caja bajo el brazo, mientras Ricky trepaba en busca del cubo. Luego los dos corrieron calle abajo. Camino de su casa, Pete comentó:

—De modo que fueron Joey y Will los que escondieron el hidroavión. Me alegro de que ese misterio se haya aclarado.

—Y yo —declaró el pelirrojo—. Pete, mira aquel letrero de allí.

Colgado de un poste de telégrafos, se veía un cartel, de alegres colores, que anunciaban el Carnaval Jumbo.

—Hay otro al final de la calle —indicó su hermano.

Durante el regreso a casa, los niños no cesaron de ver anuncios del Carnaval Jumbo por todas partes. No debían de faltar anuncios de aquella feria en ninguna calle de Shoreham.

Pete empezó a preocuparse.

—Puede que si la gente se interesa demasiado por esa feria, no venga nadie a la fiesta de la escuela.

Cuando los dos hermanos llegaron a casa, Ann Hunter les dijo que ya no llegaba nadie con billetes vendidos.

—Yo sé por qué —contestó Pete. Y habló de los letreros que acababan de ver por las calles.

—Pero eso no va a impedirme que construya mi coche de carreras —declaró Ricky.

Fue a buscar al abuelo para pedirle ayuda, y los dos bajaron al sótano.

—Es más que bonito —declaró el pequeño, mientras clavaba una tira cromada en la carrocería.

—No cabe duda de que posee una gran distinción —admitió el abuelo—. ¿Cuándo saldremos a probarlo?

Ricky hizo girar el volante, y respondió con otra pregunta:

—¿Qué te parece mañana, abuelito? ¿Podríamos llevarlo a Logan’s Hill?

Logan’s Hill era una zona por donde raramente pasaban coches.

—Muy bien, muchacho. Colocaremos tu coche de carreras en la parte trasera de la furgoneta.

—Se lo diré a los demás —decidió el pelirrojo, rebosante de alegría.

A la tarde siguiente, el anciano se preparó para salir con su nieto.

—¡Arriba! —dijo, cuando Ricky se acercó a la furgoneta.

Ricky miró atrás. ¡Qué reluciente aparecía su coche de carreras, preparado para la primera prueba!

—Algunos de mis amigos van también a Logan s Hill —comunicó el niño a su abuelo—. A lo mejor hacemos una carrera.

Cuando llegaron no vieron a nadie más, pero, antes de transcurridos diez minutos, se presentaron otros tres chicos, cargados con sus coches de competición.

—Aquí se podría hacer una gran eliminatoria —dijo el abuelo riendo—. ¿Qué os parece si hacéis una carrera colina abajo?

¡Qué alegría sentía Ricky al ver que su abuelo ponía tanto entusiasmo en una carrera de niños!

—¡Hurra! —gritaron los niños—. ¡Vamos a competir!

El abuelo comprobó que todos los corredores estaban en línea recta con sus vehículos. Luego contó a gritos:

—¡Uno!… ¡Dos!… ¡Tres!… ¡Ya!

Los coches se pusieron en marcha, primero despacio; luego, conforme descendían, fueron ganando velocidad. Ricky adelantó a todos por unos palmos. Luego, otro coche le adelantó, pero fue por corto tiempo.

Ricky estaba ganando a todos cuando, de pronto, vio frente a sí, en el centro del camino, un gran pedrusco. Hizo un viraje para esquivarlo, pero fue demasiado tarde.

El coche chocó con la piedra y derrapó irremisiblemente a un lado del camino…, ¡hacia un árbol!