Pete dio un grito al ver que el coche que corría delante de ellos salía disparado fuera de la carretera. Vieron cómo iba a parar a campo abierto y se detenía al cabo de unos metros.
—Confiemos en que no hayan resultado nadie herido —dijo el señor Hollister, deteniendo el sedán a un lado de la carretera.
Sus hijos y él corrieron hacia el coche accidentado, con una linterna encendida. Al llegar junto al vehículo, pudieron ver que las puertas se hallaban abiertas. Y se llevaron una sorpresa porque quienes salían del coche eran un hombre y una mujer.
—¡Zambomba! —exclamó Pete—. ¡Si no son las personas que buscamos!
—¿Están ustedes heridos? —preguntó el señor Hollister, acercándose a la pareja.
—Mi esposa ha recibido un golpe en la cabeza, pero no creo que sea nada serio —respondió el hombre.
—Creíamos que eran ustedes otras personas —confesó Pete—. Íbamos siguiendo a dos hombres que van en un coche muy parecido al de ustedes.
El señor Hollister ofreció su ayuda para llevar el coche hasta la carretera.
—Será mejor que se ponga usted al volante —indicó al hombre—. Mis hijos y yo empujaremos por los sitios más difíciles.
El hombre se sentó al volante. Era difícil conducir sobre aquel terreno y, en varias ocasiones, las ruedas se hundieron peligrosamente en la tierra blanda. Pero Pete, Ricky y su padre empujaron con todas sus fuerzas por la parte posterior hasta que el coche volvió a encontrarse en la carretera.
—Muchas gracias por su ayuda —agradeció la señora, antes de alejarse.
—El señor «Perilla» y su amigo deben de llevamos ya una gran delantera —masculló Pete, mohíno.
Su padre también opinó que continuar la persecución sería tarea inútil. Lo mejor era regresar al motel y poner al corriente del fracaso a los demás.
A la mañana siguiente, antes de emprender la marcha, Pam consultó el mapa de carreteras.
—Mira, papá —dijo señalando a un lugar del mapa—, esto parece que puede ser un atajo de Shoreham.
—Iremos por ahí —decidió el señor Hollister—. Además de que llegaremos a Shoreham, así nos apartaremos del señor «Perilla» y su amigo.
Después de desayunar, el señor Hollister, ayudado por sus dos hijos varones, enganchó el tiovivo pequeño al sedán, y la caravana se puso en marcha. Siguieron la carretera que Pam había señalado. Atravesaba una región espléndida junto a un viejo canal. Pronto se encontraron ante un alto paredón.
—Mira, mamá —dijo Ricky, que viajaba con su madre y con Pete—. El canal pasa por encima de la carretera.
Ante ellos se abría un túnel bajo y estrecho.
—¡Dios mío!… No sé si papá podrá pasar por ahí con el camión —dijo la señora Hollister, reduciendo la marcha al llegar al túnel y mirando por el retrovisor.
El señor Hollister condujo despacio el camión a través del túnel, pero, de repente, se oyó un fuerte roce.
—¡El carrusel está rozando el techo del túnel! —anunció Holly, sacando la cabeza por la ventanilla.
—¡No podremos atravesar el túnel! —advirtió Pam a su padre.
—Hagamos un nuevo intento —decidió el señor Hollister. El camión avanzó unos centímetros, pero siguió escuchándose aquel ruido que indicaba que algo rozaba. Y el señor Hollister acabó por admitir—: No pasa. Tendremos que salir del túnel.
Puso marcha atrás y el camión retrocedió unos centímetros. Pero al momento sonó un ruido sospechoso y el camión se detuvo.
—¡Oh! ¡Estamos inmovilizados! —se lamentó Pam.
Mientras tanto, dos automóviles que habían aparecido detrás del camión empezaron a tocar el claxon con impaciencia.
—¡Bonito embotellamiento! —exclamó el señor Hollister, con una sonrisa agria—. No podemos seguir hacia adelante, ni retroceder.
—A lo mejor puedo ayudarte, papá —ofreció Holly—. Subiré a lo alto del camión y bajaré alguna pieza para que no roce.
También Pam se ofreció, pero el padre eligió a Holly que, por ser más menuda, tendría más facilidad para penetrar en cualquier hueco. La niña salió de la cabina y trepó por un lado del camión con la agilidad de un mono.
Al llegar a lo alto, Holly gritó:
—¡Ya sé lo que pasaba! El ruido lo hacía uno de los caballos que choca con el techo.
La niña, con cuidado cambió la posición del animal de madera y al fin anunció:
—¡Ya está, papá! Prueba de nuevo.
El señor Hollister hizo retroceder el camión. Esta vez, la carga quedaba fuera del alcance del techo del túnel, aunque sólo por dos o tres centímetros. Pero, afortunadamente, fue posible salir y dejar el camino expedito para que pasaran los vehículos que venían detrás. Pam lamentó muchísimo haber elegido aquel atajo que ahora había representado una gran pérdida de tiempo.
—No tiene importancia, hija —la tranquilizó el señor Hollister—. Encontraremos otro camino.
Entre tanto, la señora Hollister había regresado por el túnel. Los dos vehículos se detuvieron a un lado de la carretera y la familia consultó el mapa, para buscar otro camino.
—Aquí hay uno —hijo la señora Hollister, señalando una carretera zigzagueante—. Pero, en lugar de ganar tiempo, me temo que vamos a tardar mucho más en llegar a Shoreham.
El terreno era una sucesión de subidas y bajadas.
Pete comentó:
—Es igual que las montañas rusas.
Cuando estaba cerca la hora de la comida, la señora Hollister se detuvo junto a un pequeño parador del camino. Enfrente, a la sombra de un gigantesco roble, se veían algunas mesitas.
—¡Qué sitio tan bonito para quedarse a comer! —dijo Holly, mientras una joven se acercaba a la familia con una minuta en las manos.
—No tenemos mucho para elegir, pero yo les recomendaría nuestras deliciosas hamburguesas —declaró la camarera sonriendo.
—¡Estupendo! —gritaron los niños.
Y todos decidieron tomar hamburguesas y leche.
Mientras la familia estaba comiendo, dos chiquitines se aproximaron tímidamente a la mesa. La camarera les ordenó que se marchasen de allí y explicó a los Hollister que eran sobrinos suyos.
—Déjelos que se queden —dijo la señora Hollister—. Les gustará hablar con mis hijos.
El niño, que tendría unos tres años, se llamaba Roy. Su hermana Thelma tenía cuatro años.
Fue ella quien se atrevió a preguntar:
—¿Podemos montar en los caballitos?
—Yo «también quero» montar —declaró Roy inmediatamente, señalando con su dedo gordezuelo el tiovivo pequeño.
—No tenemos tiempo. No podemos entretenernos —contestó la señora Hollister.
Esto hizo que el pequeño Roy prorrumpiese en llanto. Su hermana Thelma le imitó. ¡Qué jaleo, señores!
—¡Pobres pequeñines! ¡Tienen tantas ganas de montar! —dijo Pam, comprensiva—. ¿No podríamos dejarles?
—Sí, papá —intervino Holly—. ¿No podríamos poner en marcha el tiovivo pequeño?
—Está bien —accedió el señor Hollister—. Roy y Thelma pueden montar una vez.
Casi en el acto, los dos pequeños dejaron de llorar. Todavía con los ojos llenos de lágrimas, sonrieron felices.
El señor Hollister puso en marcha el motor de gasolina que hacía girar el tiovivo. Los pequeñines subieron; Thelma eligió un ciervo y Roy, un caballo. Como el tiovivo era de seis plazas, también los cuatro Hollister montaron.
Dieron vueltas y vueltas y lanzaron gritos de alegría. Después de un divertido y largo paseo, el señor Hollister detuvo el motor y los niños bajaron.
—Sois «güenos» por dejarme montar —explicó Roy con su media lengua.
—Quiere decir «buenos» —aclaró Thelma.
—¡Eso he «decido»! ¡«Güenos»! —gritó el chiquitín.
El señor Hollister pagó a la camarera el importe de la comida, diciendo que tenían mucha prisa por llegar a casa.
—A lo mejor puedo ayudarles —dijo la mujer—. ¿Saben que cerca de aquí han abierto una nueva carretera recientemente? Enlaza directamente con la que lleva a Shoreham.
—Es muy útil saberlo —dijo el señor Hollister, mientras ella le indicaba en el mapa la situación de la carretera.
La señora Hollister encontró el camino nuevo sin dificultad y tanto el sedán como el camión corrieron velozmente hacia Shoreham. El sol descendía por el oeste cuando pasaron ante mi letrero que decía: «Bien venidos a Shoreham».
—¡Hurra! ¡Hurra! Ya llegamos a casa —gritó Ricky.
Al poco rato, los vehículos se detenían en el camino del jardín de la casa.
Sue corrió a su encuentro y se echó a los brazos de su madre, al mismo tiempo que repetía con su vocecilla penetrante:
—¡Los tiovivos! ¡Los tiovivos!
También salieron de la casa los abuelitos.
—¡Recaramba! —exclamó el abuelo—. ¡Si venís cargados con todo un circo! Y qué buen aspecto tiene todo…
Los niños de los vecinos no tardaron mucho rato en invadir el patio de los Hollister. Todos suplicaron que se les permitiese montar en el tiovivo. Y el señor Hollister volvió a ponerlo en marcha.
Pete y Pam, que habían estado llevando a la casa el equipaje, salían en aquel momento y pudieron ver llegar al agente Cal, en su coche patrulla. El joven policía saltó del coche y cruzó el césped, hasta donde estaban los Hollister.
El policía se mostró muy apurado al decir:
—Señor Hollister, hemos recibido una llamada telefónica en la central de policía de un hombre que se llama Byrd. Dice que explota usted unos tiovivos sin tener permiso para ello. ¡Opina que debe ser usted arrestado!