UN VISITANTE NOCTURNO

Mientras viajaban nuevamente por la carretera principal, los Hollister no pudieron hallar el menor rastro del coche verde. Algunas horas después se detenían a comer en un parador de la carretera. Cuando terminaron la comida y se disponían a reanudar la marcha, Pete dijo:

—¿Por qué no cambiamos ahora de sitio? El señor «Perilla» y su amigo se han ido; de modo que mamá ya no necesita nuestra protección.

—Sí, cambiemos —aceptó Pam.

Holly se instaló en el asiento trasero del sedán, con «Morro Blanco» en sus rodillas, y su hermana lo hizo al lado de la señora Hollister. Pete y Ricky viajaban ahora con su padre, mirando al camino con atención, por si aparecía el coche verde.

A última hora de la tarde, la señora Hollister indicó por señas a su marido que iba a detenerse ante un gran bar pintado de blanco que había a poca distancia. Así lo hizo y el camión fue a detenerse detrás del sedán.

—Descansaremos aquí y tomaremos unos helados —propuso la madre, después de haber desmontado.

—¡Bien! —exclamó el impulsivo Ricky.

Corrió delante de todos y abrió la puerta de cristal del bar, dotado con aire acondicionado. La señora Hollister y las niñas entraron delante, seguidas por el resto de la familia. Todos se sentaron en una fila de banquetas, colocadas ante el limpio y resplandeciente mostrador.

Ricky estaba tan contento que giró tres veces consecutivas en su banqueta. ¡Zas! El asiento de la banqueta se desprendió y…, ¡el pobre Ricky rodó por el suelo!

Se levantó en seguida y se sentó, bastante avergonzado, mientras una joven con uniforme blanco acudía a preguntarles qué querían tomar.

—Un helado blanco —dijo Holly, refiriéndose a helado de vainilla.

—Yo, uno marrón —solicitó Ricky.

—Para mí, uno rosado —pidió la madre.

—Uno color púrpura —añadió Pam.

—Yo lo quiero amarillo —decidió Pete.

El señor Hollister, sonriendo, manifestó:

—Yo tomaré uno color naranja.

En un momento, el camarero tuvo los helados a punto. ¡Qué alegre efecto producía aquella fila de helados de vainilla, chocolate, frambuesa, fresa, limón y naranja!

De pronto, Holly, acordándose de «Morro Blanco», preguntó:

—¿Puede preparamos un helado para nuestra gata?

—Naturalmente —contestó la camarera, sonriendo.

Holly salió con el helado y se lo ofreció a la gatita, que lo lamió con tanta prisa y placer que los bigotes se le llenaron de gotitas blancas.

Cuando la niña volvió a entrar, la camarera estaba preguntando:

—¿Han encontrado ustedes a los señores del coche verde que les estaban buscando?

El cosquilleo que recorrió la espina dorsal de todos los Hollister fue más frío que los propios helados.

—¿Nos buscaban? —exclamó el señor Hollister—. ¿Está usted segura?

—Sí. Esos dos señores se detuvieran aquí hace varias horas y preguntaron si habíamos visto pasar por la carretera dos vehículo con tiovivos.

Pam mostró a la camarera los dos bocetos que había hecho el tío Russ.

—Sí. Son estos dos hombres —afirmó la joven—. Parecían ansiosos por encontrarles.

El señor Hollister pagó la cuenta y volvieron a ponerse en camino. De nuevo los dos muchachitos subieron al sedán con su madre.

Cuando empezaba a oscurecer, la señora Hollister preguntó:

—¿Os resulta familiar este lugar?

—Sí —afirmó Pete—. Pasamos aquí la noche cuando nos trasladamos a Shoreham.

—¡Es verdad! —exclamó Ricky, reconociendo el paisaje—. Y me parece que el motel está allí.

Al aproximarse al motel, la señora redujo la marcha.

—Tienes razón. Es el mismo sitio. Podríamos quedarnos aquí a pasar la noche. El propietario fue muy amable con nosotros.

Los Hollister fueron a detener sus vehículos en el patio, alrededor del cual había varias bonitas viviendas individuales.

El propietario del motel se alegró de volver a verles.

—¡Vaya, vaya! ¿Conque los felices Hollister…? —exclamó, estrechando la mano del señor Hollister. Miró a su alrededor y preguntó en seguida—: Pero ¿dónde está la benjamina de la familia?

Pam contestó que Sue se había quedado en casa con los abuelitos, y el dueño del motel dijo entonces:

—Pues a ver si la próxima vez la traéis también. Es una chiquilla simpatiquísima.

El dueño del motel destinó a los Hollister las mismas habitaciones que la vez anterior. Después de sacar los pijamas y camisones de las maletas, los Hollister tomaron una cena ligera en el nuevo comedor que habían añadido al motel algunos meses atrás. Al terminar, la señora Hollister opinó que debían telefonear a sus parientes de Shoreham.

—¿Puedo hacer yo la llamada? —preguntó Pam.

—Sí, hija —accedió la madre.

Todos los Hollister rodearon la cabina, mientras Pam ponía la conferencia. Fue la abuela quien contestó al teléfono y dijo que todo iba bien en casa. Luego, sonó la vocecita de Sue.

—Pam —dijo lloriqueando—, nos han quitado a la gatita. Tenéis que venir «in siguida» para ayudarme a buscar a «Morro Blanco».

—Perdona, guapina. No se nos ocurrió decirte que «Morro Blanco» se había metido de polizón en el avión, pero está bien. Volverás a verla muy pronto.

La pequeñita suspiró tranquilizada. Luego habló con cada uno de los miembros de la familia. A su madre le dijo que entre ella y la abuelita habían hecho tres ricos pastelillos y una docena de enanitos de dulce.

—Los guardamos para vosotros, mamita —añadió Sue.

Después de despedirse de la pequeña, los Hollister fueron a sus dormitorios. Ya había oscurecido, y tuvieron que encender las luces de la acogedora casita.

De repente llamaron a la puerta. El señor Hollister fue a abrir. El hombre que estaba en el umbral produjo un sobresalto en toda la familia. ¡Se parecía tanto a una de las personas que tío Russ había dibujado…!

Holly, muy asustada, apretó la mano de su madre, mientras el señor Hollister preguntaba:

—¿En qué puedo servirle?

—Quisiera comprarle el tiovivo grande —declaró el visitante.

—Lo lamento, pero no está en venta —repuso el señor Hollister.

—Le pagaré bien —ofreció el desconocido.

Cuando el señor Hollister le explicó que él no era el propietario de los tiovivos, el rostro del hombre se ensombreció. Estaba a punto de hacer algún comentario, cuando Holly preguntó:

—Usted es uno de los hombres que visitó al señor De Marco, ¿verdad?

Al oír aquello, al desconocido estuvieron a punto de salírsele los ojos de las órbitas. Abrió la boca enormemente y lanzó un resoplido de inquietud.

—¿Dónde está su amigo, el señor «Perilla»?

Esta pregunta la hizo Ricky.

Aquello fue más de lo que el hombre podía soportar. Sin decir ni una palabra, el desconocido dio media vuelta y salió a la carrera, desapareciendo en la oscuridad.

—Desde luego, se comporta como si fuera culpable de algo —opinó el señor Hollister.

—¡Vamos a perseguirle y a averiguar de una vez qué pasa con todo esto! —propuso Pete.

De acuerdo con la idea de Pete, el señor Hollister decidió:

—¡Vamos, muchachos!

Pero cuando llegaron al sedán, en busca de una linterna, el hombre había desaparecido. Los Hollister buscaron por los alrededores del motel, pero no pudieron localizarle. De modo que volvieron a sus habitaciones.

—Creo que lo habéis asustado —dijo la señora Hollister.

La verdad es que a todos les había puesto muy nerviosos el visitante.

A Pete, en particular, le resultaba difícil dormirse, porque escuchaba por si se oía ruido de pisadas en el exterior. Sin embargo, acabó por adormilarse. Pero a medianoche dio un salto en la cama, sobresaltado. Acababa de oír el motor de un camión que era puesto en marcha.

—¡Mamá! ¡Papá! —gritó Pete, llamando a la puerta de sus padres—. ¡Alguien intenta llevarse nuestro camión!

El señor Hollister saltó de la cama y encendió rápidamente la luz. Luego se puso la bata y las zapatillas y corrió con Pete al patio donde habían dejado estacionados sus vehículos.

El capó del camión estaba levantado y un hombre se hallaba inclinado sobre el motor. ¿Sería el desconocido que les había visitado?

Cuando oyó acercarse a los Hollister, el hombre escapó corriendo, sin dejarse ver. Pete y su padre se lanzaron en persecución del desconocido. Pero un coche le estaba esperando en la carretera, con el motor en marcha. El hombre saltó al vehículo y éste se alejó a toda velocidad.

—¡No podemos dejarlo marchar así! —dijo el señor Hollister, con determinación—. Utilizaremos el sedán para perseguirlo.

A toda prisa, entre él y sus dos hijos desengancharon el tiovivo pequeño. Para entonces, los restantes Hollister y algunas personas más del motel se habían levantado y acudían a ver qué sucedía.

—¡Alguien ha intentado robar nuestro camión! —explicó Pete—. Vamos a salir a perseguirlo.

Ricky suplicó que le dejasen ir también, y el padre dijo:

—Sube. Pero los demás debéis quedaros a vigilar el camión.

El señor Hollister condujo hasta la carretera principal y se lanzó tras el coche fugitivo. Pronto distinguieron unos faros a lo lejos y corrieron tras ellos. Pero a poco, fueron acortando distancias.

—Cincuenta millas es la velocidad límite —leyó el señor Hollister en un poste. Y se ajustó estrictamente a las indicaciones.

Cuando estaban muy cerca del coche que iba delante, Pete pudo darse cuenta de que era negro, no verde. Adelantaron, pues, a aquel vehículo y siguieron la búsqueda. Recorrida otra media milla, vieron delante otro automóvil.

—Creo que es ése. ¡Vamos, papá! ¡A ver si le alcanzas! —apremió Pete.

Pero el otro coche iba casi tan de prisa como el de los Hollister. Mientras avanzaban a gran velocidad gruesas gotas de lluvia comenzaron a golpear en el parabrisas. Pronto empezó a caer un fuerte chaparrón. El señor Hollister puso en funcionamiento los limpia-parabrisas, que producían un ruidillo siseante mientras limpiaban el agua de los cristales.

—Les estamos alcanzando papá —dijo Pete.

—Si ese coche no reduce la velocidad en aquella curva, puede tener un disgusto —dijo el señor Hollister, frenando un poco el sedán.

El vehículo de delante no aminoró su marcha. Y de pronto resbaló sobre el pavimento húmedo. Chirriaron las ruedas. El coche se movió sin rumbo, a un lado y otro y… ¡acabó por saltar fuera de la carretera!