Muy nerviosa, Pam contó a sus primos y demás niños que aquellos dos desconocidos habían hablado de no perder de vista a los Hollister.
—Es una lástima que no hayas podido verlos —dijo Pete—. Y hay que decírselo en seguida a papá. Puede que también a él le estén vigilando.
Todos los Hollister se despidieron de sus amigos y corrieron a casa del tío Russ. Los mayores se encontraban en el patio posterior y allí fue Pam a explicarles lo sucedido.
—Es muy sorprendente —declaró el señor Hollister.
—¿Papá, crees que pueden ser los mismos hombres que dijeron esa mentira sobre nosotros al señor De Marco? —preguntó Pete.
—Podrían ser. Ciertamente, resulta un gran misterio.
Tía Marge suspiró y dijo:
—Quiera Dios que no tengáis ningún problema con esos hombres durante el regreso a Shoreham. Por lo que más queráis, prometed que iréis con los ojos muy abiertos, por si acaso.
—Lo haremos, Marge —prometió la señora Hollister, mientras entraban todos en la casa para cenar.
Tío Russ habló con la policía para que vigilasen la casa por si aparecía algún individuo sospechoso, pero no vieron a nadie en toda la noche.
Mientras desayunaban, Pete dijo:
—Creo que Ricky y yo debemos ir en el coche con mamá, para protegerla, si esos hombres intentasen molestarnos.
Todos estuvieron de acuerdo con la idea de Pete y, en consecuencia, decidieron que las niñas viajasen con el señor Hollister. Tío Russ, tía Marge, Teddy y Jean acompañaron a sus parientes a casa de los señores De Marco. El dueño de los tiovivos les saludó, muy afectuoso, y les acompañó al patio posterior.
—Todo está listo para el viaje —declaró el hombre.
En el camión estaban colocados los animales y las diversas partes del tiovivo grande. A Pete le asombró ver tantas ruedas y maquinaria.
—¡Zambomba! ¿Crees que serás capaz de montar todo esto cuando lleguemos a Shoreham, papá? —preguntó.
El señor De Marco, que había oído la pregunta, sonrió y contestó:
—Lleváis unas instrucciones que indican cómo debe hacerse.
El señor Hollister se instaló al volante del camión y salió con el vehículo del patio. Luego, con ayuda de los muchachos, entre el señor Hollister y tío Russ arrastraron la plataforma con el tiovivo pequeño y la ataron a la parte trasera del sedán de tío Russ.
—Bueno. Creo que ya estamos a punto de marcha —dijo el señor Hollister.
A continuación, estrechó la mano al señor De Marco y prometió devolverle los tiovivos, en buenas condiciones, tan pronto como terminara la fiesta escolar.
En medio de gritos de despedida y deseos de buena suerte, los Hollister de Shoreham se pusieron en marcha. Todos estaban muy emocionados. Todos, menos «Morro Blanco» que, tumbada en la parte trasera del sedán, se dispuso a dormir pacíficamente.
Mientras la singular caravana salía de Crestwood, los viandantes saludaban a los Hollister. Pronto estuvieron en la carretera, subiendo y bajando por un terreno desigual. Para pasar el tiempo, Pam y Holly inventaron un juego. Ganaba la que viese primero un coche amarillo, descapotable, conducido por una mujer pelirroja.
—¡Ahí llega un descapotable amarillo! —anunció Pam alegremente.
Lo conducía una mujer, pero el coche pasó a tanta velocidad, que no fue posible ver el color del cabello de la conductora. Por eso, las dos hermanas se volvieron, a mirar por la ventanilla trasera.
—Era castaña —declaró Pam, desencantada.
De pronto, las niñas se fijaron en un coche verde que viajaba a poca distancia del camión. Pam se puso muy nerviosa y dijo:
—Parece el mismo coche en que se marcharon aquellos dos hombres ayer. Puede que nos vengan siguiendo.
El señor Hollister miró por el espejo retrovisor. El coche estaba demasiado lejos para que fuese posible distinguir ningún detalle.
—Voy a reducir la velocidad y les daré oportunidad para que nos adelanten —decidió el padre—. Si no lo hacen, sabremos que se interesan por nosotros.
Dicho y hecho. El camión de los Hollister redujo la velocidad. Y lo mismo hizo el que conducía el coche verde, con el propósito de mantener la misma distancia entre él y el camión. Entonces el señor Hollister aceleró un poco. Y el coche verde también aceleró.
—Nos vienen siguiendo. No cabe duda.
Pam dijo:
—¿Cómo podríamos echar una mirada a esos hombres? Yo tengo los bocetos que hizo el tío Russ…
Y Pam los sacó de su bolsillo.
—Si uno de ellos es el señor «Perilla», lo reconoceremos —afirmó Holly.
—Creo que hay un modo de poder verlos —dijo el señor Hollister.
Hizo señales con la bocina a su esposa, que iba delante, a no mucha distancia, para que se detuviera. Mientras el coche con remolque del tiovivo se detenía a un lado del camino, el señor Hollister también detuvo el camión, saltó a tierra y corrió a decir a los otros lo que sucedía con el coche verde.
—¡Canastos! —exclamó Ricky, entusiasmado—. Esto es igual que un caso policíaco.
El padre propuso que en cuanto pasaran la próxima colina, se internarían por la primera carretera secundaria que encontrasen.
—Si somos suficientemente rápidos, esos hombres no podrán vernos y pasarán de largo. Tal vez entonces podremos echarles un vistazo.
Mientras tanto, el coche verde se había detenido a alguna distancia. Cuando los vehículos de los Hollister reanudaron la marcha, también lo hizo el coche verde. A una media milla había una brusca pendiente. Una vez que el sedán de la señora Hollister hubo llegado al otro lado de la misma, Pete exclamó:
—¡Qué suerte!
A la izquierda, a muy poca distancia, se abría un camino polvoriento que se internaba en el bosque.
—¡Gira de prisa, mamá! —gritó Ricky.
La señora Hollister hizo una señal a su marido con la mano, y tomó aquel camino, describiendo una rápida curva. El camión la siguió inmediatamente, quedando oculto desde la carretera.
Pam y Pete saltaron a tierra y corrieron hasta la carretera principal, donde se ocultaron detrás de una gran roca. Esperaron. A los pocos segundos se oyó un zumbido. El coche verde pasó a toda velocidad.
¡El conductor llevaba perilla!
Inmediatamente, Pam y Pete corrieron junto a sus padres.
—¡Era el señor «Perilla»! —anunció Pam.
El señor Hollister frunció el entrecejo.
—Siendo así, celebraré que nos pierdan la pista.
—Te da escalofríos saber que te están siguiendo —confesó Holly, sacudiendo sus trencitas.
—Bien. Hay que volver a la carretera —decidió el padre.
La señora Hollister condujo por el camino hasta encontrar un claro donde pudo dar la vuelta. Luego avanzó lentamente por la carretera. El señor Hollister, con objeto de que su esposa tuviera espacio para salir, había detenido el camión muy apartado del camino secundario.
—¡Cuidado con esa zanja papá! —advirtió Holly.
Pero la advertencia llegó demasiado tarde. ¡Las ruedas derechas del camión ya se habían hundido en la zanja!
—¡Oh! ¡Se ha encallado! —exclamó Ricky, al saltar del vehículo.
Era cierto. Al cabo de un rato, el señor Hollister declaró:
—Bueno. Tendremos que buscar a alguien que nos remolque fuera. ¿Os habéis fijado si hemos pasado por delante de algún garaje?
No podían recordarlo, pero Pete dijo:
—Yo he visto a alguien que conducía un tractor, al otro lado de esa colina. A lo mejor, puede ayudamos.
El señor Hollister dijo que retrocedería a pie en busca del tractor. Al llegar a un campo de cultivo se encontró con que el conductor del tractor era un muchacho, no mucho mayor que Pete. Sus pantalones tejanos aparecían descoloridos y se cubría con un viejo sombrero de paja.
—¡Eh, chico! —llamó el señor Hollister.
El muchacho detuvo el motor y miró hacia él.
—Estamos en un aprieto —declaró el señor Hollister; en seguida le explicó el percance sufrido—. ¿No podrías arrastrar nuestro camión fuera de la zanja?
—Claro que sí, señor. Con mucho gusto —contestó amablemente el chico, con una gran sonrisa en su rostro.
Después de desenganchar el arado del tractor, hizo girar al vehículo y lo condujo hacia la carretera. El señor Hollister saltó al compartimento de herramientas y en muy poco tiempo llegaron junto al camión.
—¡Hurraaaa! —gritó Ricky.
Y todos los demás aplaudieron.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Holly.
—Ricky.
Al oír aquello, Ricky Hollister dio un salto de asombro.
—¡Canastos! ¡Si ése es mi nombre! Claro que es sólo un diminutivo. Mi nombre verdadero es Richard. ¿Y el tuyo?
—Ricardo. Es que mi familia procede de Cuba. Bueno, será mejor que me ponga a trabajar.
El muchachito labrador enganchó al camión una cadena del tractor y puso el motor en marcha. ¡Qué ruido tan descomunal hacía el tractor mientras luchaba por sacar el camión de la zanja! Al principio pareció que ni el tractor iba a lograr tal hazaña. Pero por fin se notó un ligero movimiento en las ruedas.
—¡Ya funciona! —anunció el pecoso, al ver que el camión se movía unos centímetros.
Mientras el tractor trabajaba de firme, todos los Hollister empujaban detrás con fuerza. Pasados algunos minutos, el camión volvía a estar con las cuatro ruedas bien apoyadas en terreno firme. El joven labrador saltó de su tractor para desenganchar la cadena. El señor Hollister introdujo la mano en el bolsillo y sacó algún dinero para dárselo a Ricardo.
—No, gracias —dijo el muchacho—. Me alegro mucho de haber podido serles útil. —Se quedó un momento admirando los tiovivos y acabó diciendo—. ¡Vaya! Sí que debe ser divertido ser dueño de dos armatostes de éstos…
Los pequeños Hollister le explicaron que los tiovivos no eran suyos: se los habían prestado para la fiesta del colegio.
—¡Qué divertido! —exclamó Ricardo. Luego comentó—. La última vez que subí a un tiovivo fue en el Carnaval Jumbo, la primavera pasada. Pero este año no lo he visto por aquí.
Sin más, el chico montó en su tractor y se alejó.
Pam quedó pensativa y con expresión extraña.
—¿El Carnaval Jumbo? —dijo al fin en voz alta—. ¿No creéis que esos hombres del coche verde pueden ser los dueños del Carnaval Jumbo?
—Es posible —admitió Pete—. Quizá por eso les interesaba conseguir el tiovivo grande. ¡Para su feria!
—¡Y por eso nos están dando tanta lata! —murmuró Pam, bastante inquieta.