¿Qué podía ser aquel extraño ruido que se escuchaba dentro del avión? Si había algún problema en un motor, seguramente el piloto se habría dado cuenta. Sin embargo, Jordán no parecía preocupado.
—Parece que sale del compartimiento de equipajes —advirtió Pete.
—Vamos a mirar —propuso el pecoso.
Los dos chicos abrieron la pequeña puerta dé la parte posterior del aparato. Encima de todas las maletas se encontraba «Morro Blanco», la gata de los Hollister.
—¡Miau! ¡Miau! —maulló la gatita. Y, de un salto, aterrizó en los brazos de Holly.
—¡«Morro Blanco» es un polizón! —dijo Holly riendo.
Los Hollister supieron que «Morro Blanco» había subido al avión durante las despedidas. La gata siguió maullando, mientras el aparato surcaba el aire a gran velocidad. Ricky dijo:
—Parece que a «Morro Blanco» no le gusta viajar en avión.
La gata se llevó una patita a la oreja izquierda y se rascó repetidamente. Luego hizo lo mismo con la oreja derecha.
—Los vibraciones deben de molestarla —opinó Pete.
Y Holly aseguró:
—Yo puedo arreglar eso.
Holly sacó un pañuelo de un bolsillo, lo dobló en forma de triángulo y lo ató alrededor de la cabeza de la gata, cubriéndole las orejas. El efecto final era el de un sombrero de tres picos.
—Así no te molestará el ruido, guapita —dijo amablemente Holly, acariciando a la gata.
El animal sacudió varias veces la cabeza, pero, en vista de que el improvisado gorrito no se le caía, pareció contenta de llevarlo.
—¿Veis? Ahora está más contenta —dijo Holly, muy feliz al ver que la gata se enroscaba sobre sus rodillas y cerraba los ojos.
Dos horas más tarde, el avión empezaba a describir círculos sobre una bonita y pequeña población.
—¡Es Crestwood! —exclamó Pam—. ¡Y aquélla es nuestra antigua escuela!
El aparato fue a posarse sobre el río Crestwood y mientras Al Jordán lo conducía hacia el gran embarcadero de la población, los Hollister pudieron ver a su guapa tía Marge y a sus primos, que les esperaban.
Teddy y Jean agitaron las manos, saludando alegremente, mientras el aparato se detenía muy cerca de ellos. Jean, de nueve años, era una gran amiga de Pam. Tenía el cabello castaño y graciosos hoyuelos en las mejillas. Era muy amante de los animales, y tenía dos perros de caza y un caballo.
Su hermano Teddy, de once años, tenía el cabello negro y los ojos grises. Era tan vivaracho y simpático como Pete, y se parecía mucho a él, aunque era un poquito más bajo.
Los Hollister de Shoreham saludaron a los recién llegados con gran entusiasmo, y tía Marge dijo:
—Nosotros estamos contentísimos de veros, Pero me temo que vais a tener malas noticias.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó la señora Hollister, preocupada.
—Se trata del señor De Marco —contestó la tía Marge—. Ha telefoneado varias veces, para hablar con vosotros.
—¿Qué quería? —preguntó Pete, muy inquieto.
Tía Marge pareció indecisa, pero al fin, suspirando, replicó:
—El señor Marco no cree que pueda dejar que os llevéis sus tiovivos.
—¿Por qué ha cambiado de idea? ¿Qué ha dicho? —preguntó Pete atropelladamente, porque se había llevado una gran desilusión.
La tía repuso que el señor De Marco no había dado ninguna explicación.
—Pero quiere veros inmediatamente.
Los chicos ayudaron a bajar el equipaje del avión. Luego se despidieron del señor Jordán, que despegó de nuevo y se alejó.
Los Hollister fueron hasta el sedán del tío Russ y subieron a él. No había espacio suficiente para diez personas, de modo que Ricky y las niñas tuvieron que sentarse en las rodillas de los demás. Pero no fue por mucho tiempo. A los pocos minutos llegaron a la casa de tío Russ, situada en las afueras de Crestwood.
Era un lugar encantador, tipo rancho, con varios acres de terreno a su alrededor. En la parte posterior había un granero, donde Teddy y Jean tenían sus perros y el caballo.
—Iremos a ver al señor De Marco en seguida —decidió el tío Russ—. Pero ahora viajaremos en dos coches, para ir más holgados.
En cuanto hubieron bajado las maletas, tío Russ condujo el sedán, con su hermano y todos los chicos varones como pasajeros, mientras su esposa llevaba a la señora Hollister y las niñas en su descapotable.
El señor De Marco vivía en una casa antigua. En la parte posterior tenía un granero de dos plantas con una gran veleta en lo alto. Los visitantes se detuvieron en el camino del jardín para bajar de los automóviles y luego subieron las escaleras del porche. Pete golpeó en la puerta con el llamador.
Les abrió la puerta un hombre bajo y grueso, de cabellos grises, vestido con bata y zapatillas. Mostraba un color muy pálido en su rostro, y los niños creyeron que se mostraba severo cuando les saludó.
—Supongo que son ustedes los Hollister —dijo.
—Sí. Nosotros somos —repuso el padre de Pete, sonriendo. Y presentó a las dos familias—. Hemos venido desde Shoreham a buscar esos dos tiovivos. Pero, al parecer, ahora usted no desea prestárnoslos.
—Así es —contestó el señor De Marco—. No me gusta que se burlen de mí.
—¿Qué quiere usted decir? —replicó Pete—. Nosotros no nos hemos burlado de usted.
—Entren, y hablaremos —dijo el hombre, encaminándose despacio hacia una amplia y acogedora sala.
Entró entonces una señora bajita, de cabello canoso y con un delantal de flores, a quien el señor De Marco presentó como su esposa.
—Siéntense todos, hagan el favor —dijo la señora—. «Poppa» les explicará por qué está enfadado.
Los Hollister escucharon en silencio, mientras el señor De Marco les hablaba de dos hombres qué habían venido a visitarle el día anterior. Habían ofrecido comprarle el tiovivo grande.
—Les dije que no estaba en venta y que, además, pensaba prestárselo a ustedes —explicó—. Esos hombres me aseguraron que ustedes pensaban utilizar mis aparatos para ganar dinero.
—¡Eso no es cierto! —protestó Pam, indignada—. Se lo aseguramos, señor De Marco, es para la fiesta de nuestra escuela. Y todo el dinero que saquemos será para la guardería infantil de Shoreham.
—¿Y cómo puedo estar seguro de que eso es cierto? —preguntó el hombre.
—Podría usted hablar con el director de nuestra escuela —dijo Pete.
El señor De Marco parecía un poco desazonado.
—Tal vez no sea necesario —murmuró.
Los cuatro niños empezaron a hablar de los planes que habían hecho para la fiesta escolar.
—Creemos que será algo estupendo —comentó Teddy.
Al fin, en el rostro de la señora De Marco apareció una amplia sonrisa. También su esposo pareció alegrarse.
—No cabe duda de que todo es para fines benéficos —dijo—. Perdonadme por haber hecho caso de esos hombres.
—Por cierto… ¿Cómo se llamaban? —preguntó el señor Hollister con curiosidad.
Cuando el señor De Marco contestó que lo ignoraba, el tío Russ sugirió que les describiera su aspecto. El señor De Marco empezó a hacerlo y el dibujante se puso a garrapatear sobre un papel. El propietario de los tiovivos habló de un hombre de estatura mediana, con rostro delgado, nariz chata y cejas espesas.
El segundo hombre era más alto, con nariz larga, mejillas hundidas y perilla. Cuando el señor De Marco concluyó sus explicaciones, el tío Russ le mostró los bocetos que acababa de hacer.
—¿Se parecen algo a esos hombres?
El canoso señor De Marco contuvo un grito de asombro y se volvió a su mujer, diciendo:
—«Mamma», mira esto. Se parecen de verdad a los dos que querían comprar nuestro tiovivo grande.
La señora De Marco asintió.
—Sería usted un buen detective, señor Russ Hollister —dijo.
—Pues no soy ni la mitad de buen detective que los hijos de mi hermano John —declaró el dibujante, riendo. Y se volvió a los niños para decir—: Tendréis que buscar a esos dos rufianes que han estado a punto de estropear vuestros planes para la fiesta.
—Sí. Hay que encontrar al señor «Perilla» y a su amigo —dijo Holly, muy decidida.
—Pero ¿por qué dirían esa mentira sobre nosotros? —murmuró el hermano mayor.
El señor De Marco opinó que todo podía obedecer al gran interés que tenían de adquirir el tiovivo para ellos. En cualquier caso, él estaba muy contento de poder prestárselo a los Hollister para su fiesta. La familia de Shoreham le dijo que irían a buscarlos el lunes por la mañana.
El señor De Marco llevó a sus visitantes al patio para mostrarles los dos tiovivos. El grande estaba desmontado, de modo que no había posibilidad de montar en él, pero los niños admiraron los grandes animales de madera, amontonados en una pila.
—Un día montaré en ese león —afirmó Ricky, intentando subirse en el animal.
Y, debido a las piruetas del pequeño, un momento después, la enorme pila se venía abajo.
—¡Cuidado, Ricky, que están vivos! —exclamó Pete bromeando.
Los más pequeños se turnaron para montar en el lindo tiovivo pequeñito.
—¡Es una delicia! —afirmó Pam—. ¡Qué suerte tenemos, señor De Marco!
El hombre sonrió y su esposa dijo:
—Antes de que os marchéis, quiero invitaros a algo.
Y entró a buscar una bandeja de buñuelos, bañados en miel y salpicados con anises de colores.
—¡Haaam! —hizo Ricky, relamiéndose.
—«Mamma» hace estos dulces todos los años por la Pascua —explicó el señor De Marco con orgullo—. ¡Lo que desearía es qué mi médico me permitiese comer más cantidad de ellos!
Después de saborear los deliciosos buñuelos, los niños y sus padres abandonaron la casa de los señores De Marco. Los primos jugaron juntos durante el resto de la tarde; al día siguiente fueron a la iglesia. Después de comer, Pam dijo:
—Mamá, ¿no podríamos visitar nuestra antigua casa?
—Me parece una buena idea —contestó la señora Hollister.
Los seis niños salieron a hacer aquella visita. Por el camino se encontraron con varios amigos, que les acompañaron.
—Podemos jugar al escondite —propuso Pam, cuándo llegaron a la casa.
Se le ocurrió decir aquello porque recordaba un lugar secreto, en un espeso seto, detrás de la finca. Ricky se ofreció para quedarse. Hundió la cabeza entre los brazos y contó hasta cien, mientras los demás corrían en todas direcciones. Pam se encaminó, directamente hacia el seto.
—¡Allá voy, aunque no estéis preparados! —gritó Ricky.
De repente, Pam oyó voces al otro lado del seto. En la acera, a corta distancia, había dos hombres de espaldas a ella.
—No podemos perder de vista a esos Hollister —decía uno de ellos—. Hay que seguirles.
Pam quedó atónita. ¿Quiénes serían aquellos hombres? Desde el lugar en que se hallaba no podía verlos bien, por tanto, decidió salir de su escondite.
Sin duda debió hacer algún ruido y los hombres la oyeron, porque corrieron hasta un coche verde, subieron a él y se alejaron a toda velocidad calle abajo.
Muy preocupada, Pam fue a contar a los demás lo ocurrido.