«ZIP» SE PREOCUPA

Cuando el piloto comprendió que no podía detenerse en el agua sin hacer daño a los chicos, dio nuevo impulso al motor. Y el aparato volvió a elevarse a los cielos.

—¡Zambomba! ¡Por qué poco! —exclamó Pete, lanzando un silbido.

—Nunca he visto nadie tan temerario como esos chicos —dijo el señor Jordán, furioso—. ¿Cómo no tienen más sentido común?

Los chicos de la lancha debieron asustarse de lo próximos que habían estado de ser aplastados por el hidroavión, pues la embarcación se alejó a toda marcha, dejando en seguida espacio para que los deslizadores del aparato se posaran en el agua. El señor Jordán describió un amplio círculo sobrevolando el lago y luego bajaron hasta posarse en el agua.

De nuevo la motora se precipitó hacia ellos. ¡En la embarcación iban Joey Brill y Will Wilson! Cuando los dos chicos estuvieron lo bastante cerca, el piloto levantó un poco el cristal de la ventanilla de la cabina y reprendió a los dos camorristas.

—¿No veíais que queríamos posarnos en el agua? —dijo en tono severo—. Podíais haber resultado malheridos, si los deslizadores llegan a alcanzaros.

En lugar de disculparse, los dos chicos adoptaron una actitud retadora.

—Los Hollister no son los dueños de este lago —repuso Joey con malos modos—. Nosotros podemos ir por donde nos dé la gana.

—Pero no tenéis derecho a poner en peligro vuestras vidas, ni las de los demás —replicó Al—. ¡Ahora, largaos!

Joey iba a contestar algo, pero al final debió de comprender que era más sensato callarse. Acto seguido, los dos amigos se alejaron en la lancha a toda velocidad.

Al Jordán condujo el aparato hasta el embarcadero. Cuando todos hubieron bajado, entre el piloto y Pete sujetaron fuertemente el aparato al embarcadero, y después todos fueron a casa.

Mientras los más pequeños se preparaban para irse a la cama, Pete y Pam se dirigieron a la sala para hablar con el tío Russ sobre la búsqueda de un tiovivo.

—¿Has visto alguno por estos contornos que pudiéramos alquilar? —preguntó Pete.

El tío Russ quedó pensativo unos momentos, hasta que al fin hizo un chasquido con los dedos.

—Hay un hombre en Crestwood que tiene dos tiovivos. Uno grande y otro pequeño. Se llama De Marco.

Pete y Pam escucharon con gran interés, mientras su tío les explicaba que el aparato más pequeño, propio para niños de pocos años, iba colocado sobre una plataforma y podía arrastrarlo un automóvil. El más grande, que podía dividirse en dos secciones para facilitar su transporte, era trasladado en la camioneta de De Marco.

—Últimamente, el señor De Marco no usaba los tiovivos, porque ha estado enfermo —añadió el dibujante.

—¡Entonces, a lo mejor, no le importaría prestárnoslo para la fiesta del colegio! —dijo Pam.

—O alquilárnoslo —sugirió Pete.

En ese momento bajaba la señora Hollister del piso superior. Acababa de dar un beso y desear las buenas noches a Sue, Holly y Ricky. Al enterarse de que en Crestwood había dos tiovivos, también ella se alegró, pensando en la posibilidad de que pudieran disponer de ellos para la fiesta del colegio.

—Podéis escribir al señor De Marco —sugirió— y preguntarle por sus tiovivos.

—Pero, mamá, necesito encontrar uno en seguida —replicó Pete—. ¿No podría llamar por teléfono?

—De acuerdo, hijo.

Pete tenía tanta prisa por hacer la gestión que tropezó en la alfombra y tiró el teléfono al suelo. Lo recogió en seguida, y pronto estaba hablando con el señor De Marco, en Crestwood. Le habló sobre la fiesta del colegio de Shoreham y, a los pocos minutos, se le iluminaba el rostro.

—¿De verdad? —preguntó Pete emocionado—. ¿Cuándo podemos ir a buscarlos? ¿Prefiere usted que vayamos en seguida? Tendré que hablar con mis padres sobre eso. —Después de una pausa, Pete añadió—: Muchas gracias, señor De Marco.

Y colgó.

—Cuéntanoslo todo —pidió Pam.

Pete sonrió.

—Podemos utilizar los dos tiovivos gratuitamente, ya que es para fines benéficos. El señor De Marco no podrá trabajar con ellos hasta dentro de un mes, por lo menos.

—¿Verdad que es una gran suerte, tío Russ? —comentó Pam.

Ahora entró el señor Hollister en la sala y en seguida le pusieron al corriente de la gran noticia.

—¿Cuándo podremos ir a buscar esos tiovivos? —preguntó Pam.

Antes de que el padre hubiera tenido tiempo de contestar, «Zip», el hermoso perro pastor de los Hollister, entró corriendo en la habitación y, dando grandes ladridos, fue hasta una de las ventanas. Ahora, en el exterior, todo estaba muy oscuro.

—¿Qué pasa, «Zip»? —preguntó Pete, acudiendo al lado del perro.

Atisbo al exterior, pero no pudo distinguir nada. «Zip», sin embargo, continuó con sus ladridos.

—¿Creéis que habrá alguien merodeando por ahí fuera? —preguntó la señora Hollister.

Pete se ofreció para salir a mirar. Se puso una chaqueta, tomó la linterna de su padre y salió, seguido de «Zip». Perro y muchacho recorrieron todo el contorno de la casa por dos veces, pero no encontraron a nadie.

«Puede que fuese sólo un gato, o un conejo» —pensó Pete, mientras regresaban a la casa.

—¿Qué era? —preguntó la señora Hollister.

—No hemos podido encontrar a nadie —contestó Pete, acariciando a «Zip».

Los demás estaban hablando de cómo podrían transportarse los tiovivos desde Crestwood.

—Podríamos contratar unos hombres para que los trajesen —opinó Pam.

Pero Pete, entusiasmado, declaró:

—Yo tengo una idea mejor. ¿Por qué no vamos nosotros mismos a recogerlos?

—Pero el viaje a Crestwood, en automóvil, nos obligaría a estar ausentes de casa más de una noche —objetó el señor Hollister—. Yo no puedo abandonar mis negocios en esta época, y vosotros no podéis perder la escuela.

—Quizá pudiéramos faltar dos días —replicó Pete—. Es por una buena causa. ¿No podríamos ir mañana en avión a Crestwood, con el tío Russ, y traer los aparatos? ¿Podríamos, señor Jordán?

El piloto sonrió.

—Quisiera complaceros, pero me temo que el avión no soportaría el peso de todos. Seríamos cuatro mayores, incluyendo a los abuelos, más cinco niños, vuestro tío Russ y yo. Once personas en total.

—Al abuelo y a mí puede descontamos —dijo la abuela—. Ya estoy satisfecha de avión por una temporada.

Después de una larga conversación, decidieron que Sue se quedaría en casa con los abuelos. El resto de la familia iría a Crestwood el sábado por la tarde. Pasarían dos noches en casa del tío Russ y regresarían con los tiovivos el lunes por la mañana.

—Pero hay un problema —objetó Pete—. Necesitaremos un vehículo para remolcar el tiovivo pequeño hasta Shoreham.

—Eso puedo solucionarlo yo —declaró el tío Russ—. Os prestaré mi coche. Ya lo recogeré la próxima vez que pase por aquí.

Al Jordán dijo que él podría traer al dibujante muy pronto a casa de sus sobrinos.

—Ya nos dejaremos caer por aquí —prometió.

Pam, riendo, repuso:

—No hagan eso. Si se dejan caer, puede hacerse daño. —Luego, muy seria, añadió—: ¿Verdad que será estupendo volver a casa con el tiovivo? Mamá puede conducir el coche y papá el camión.

—¿Y no os parece magnífico poder pasar unas horas con vuestros primos Teddy y Jean? —replicó la señora Hollister—. Voy a telefonear a Marge.

—Y veremos a todos nuestros amigos de Crestwood —comentó Pete.

Mientras, el señor y la señora Hollister llevaban a los abuelos, al tío Russ y al señor Jordán a las habitaciones para invitados, Pete y Pam se quedaron en el corredor del piso superior, habiendo planes para el viaje. De pronto, oyeron que «Zip» volvía a ladrar en el piso de abajo. El animal corría, desesperado, de una ventana a otra.

—Hay alguien fuera. Estoy seguro —dijo Pete—. Voy a mirar otra vez.

—Iré contigo —ofreció Pam.

Pete tomó una linterna del cajón de la mesita del vestíbulo, y juntos, los dos hermanos salieron al exterior acompañados del perro. La linterna iluminó los matorrales que rodeaban la casa, pero ni siquiera vieron un conejo.

Pete y Pam recorrieron el camino hasta el embarcadero donde habían amarrado el hidroavión. Siguieron sin ver nada. «Zip» olfateó por todo el embarcadero durante un minuto; luego se metió en el agua.

—¿Qué has visto, chico? —le preguntó Pete.

Los dos niños quedaron muy quietos. Pete enfocó la linterna al agua, pero tampoco allí descubrió nada extraño.

—Andando, «Zip». Hay que volver a casa.

El perro salió del agua y se sacudió con fuerza, lanzando una rociada de gotas. Luego volvió con los hermanos a casa.

A la mañana siguiente, Pete fue el primero en llegar a la cocina, donde su madre preparaba el desayuno. Después de darle un beso, la señora Hollister pidió:

—Pete, ¿quieres traer la leche del porche?

El muchachito abrió la puerta y, al momento, exclamó:

—¡El aparato del señor Jordán ha desaparecido!