UN TEJADO CON SORPRESA

Los pequeños Hollister intentaron adivinar quiénes serían las personas que vendrían con tío Russ. Todos adoraban a su alegre tío, el hermano menor del señor Hollister. Era dibujante de historietas cómicas, que se publicaban en los periódicos.

—A lo mejor, la sorpresa es que le acompañan tía Marge y los primos Jean y Teddy —apuntó Holly.

—¡Canastos! ¡Ojalá sea eso! —gritó el pelirrojo.

A los cinco hermanos les encantaba tener en casa a los Hollister de Crestwood. Además, tía Marge solía traerles riquísimos caramelos hechos en casa.

—Bien. Esperemos a mañana para saberlo —dijo la señora Hollister.

Los niños suspiraron, pero se consolaron en seguida, pensando en que el siguiente día era viernes, lo cual quería decir que tenían ya cerca el fin de semana, con alegres novedades. Al día siguiente, por la tarde, al salir de la escuela, Pam y Holly fueron directamente a casa para hablar con su madre.

—Nos gustaría ir a visitar la guardería infantil, de Shoreham —explicó Pam—, para hablar con la señora Griffith, la directora, de nuestra fiesta escolar. Ya sabes… Como todo el dinero que consigamos va a ser para esa escuela…

—Muy bien —contestó la señora Hollister, autorizando así a sus hijas para que fuesen.

Sue suplicó que le permitiesen acompañarlas, y pronto las tres hermanas estuvieron camino de la guardería infantil. Dicho centro era un edificio de forma ovalada, que había sido convertido en guardería diurna para niños cuyas madres trabajaban. Los pequeños eran llevados allí por la mañana temprano y los recogían a última hora de la tarde.

Las hermanas Hollister subieron los peldaños, y Pam llamó a la puerta. La propia directora, una amable señora de mediana edad, salió a abrirles. Un vez que Pam se presentó y presentó a sus hermanas, la señora Griffith dijo:

—Entrad, por favor. Nos gusta recibir visitas. Y estoy segura de que a vosotras os encantará ver a nuestros niños.

—Sí, sí, mucho —afirmó Holly.

Las niñas se quitaron sus chaquetas, y Pam y la señora Griffith hablaron sobre cómo emplearían el dinero que se consiguiese aquel año en la fiesta de la escuela Lincoln.

—¡Estamos más contentos! —declaró la directora—. Porque nos hacen falta muchas cosas. Venid, que os lo mostraré todo.

En la parte izquierda del pasillo había una habitación con sillas y mesas de pequeño tamaño. Allí se hallaban niños de dos a seis años que se entretenían pintando con el dedo, coloreando y haciendo juegos de mesa.

—Es un sitio «percioso» para que estén los niños mientras sus mamas trabajan —opinó Sue gravemente.

—Arriba tenemos dormitorios que creo os gustará ver —dijo la señora Griffith, empezando a subir las escaleras.

En el piso superior sólo había pequeños dormitorios. En algunos había cunas, con altas barandillas para que los más pequeños no pudieran caerse. En otras habitaciones se veían hileras de camitas.

—Nuestros pequeños hacen una siesta de dos horas, todas las tardes —explicó la directora. Y, señalando a una cuna del fondo, añadió—: Esta tarde se han levantado todos, menos Tommy. Es un gran dormilón.

Mientras hablaba, un pequeñín, de dos añitos aproximadamente, se sentó en la cima, frotándose los ojos.

—Tommy es tan activo y tan juguetón que, cuando se acuesta, duerme más que nadie.

El pequeñín no dijo nada, pero se puso de pie en la cuna, se agarró a la barandilla y empezó a sacudirla con fuerza.

¡Croc, croc, croc, crac!

—Estate quieto, Tommy —pidió sonriendo la señora Griffith—. La vas a romper.

Pero el niño no estaba dispuesto a renunciar a su juego. Y sacudió la barandilla todavía con más fuerza.

¡Bang!

La barandilla se había desprendido y cayó al suelo. El chiquitín perdió el equilibrio un momento, pero en seguida se dejó caer, sentado, sobre el colchón.

—¡Ay, Dios mío! —se lamentó la directora, apesadumbrada—. Estas cunas son tan viejas que se caen a pedazos. Lo que me extraña es que ninguno de los pequeños se haya caído antes de esas cunas y se haya hecho daño.

La señora Griffith llevó a Tom hasta el piso bajo. El pequeño se sentó en una de las alfombras y empezó a jugar con maderitas de diferentes tamaños, para hacer construcciones. Pero las ponía mal y se le caían.

—Yo te ayudaré —ofreció Sue, y se echó sobre la alfombra, junto a Tom.

Entre los dos hicieron un puente, y la señora Griffith quedó maravillada de lo habilidosa que era Sue, que fue capaz de colocar juntos bloques curvados para formar una arcada.

—¿Puedo hacer yo algo para ayudar? —preguntó Pam.

—Sí, hijita —repuso la directora—. Toda la gente menuda se lava la cara y las manos antes de que sus madres vengan a buscarles. ¿Quieres encargarte de vigilar cómo lo hacen?

—Claro que sí.

Mientras Pam salía de la habitación con una hilera de niños, Holly se fijó en un grupo que jugaba en el patio posterior. Después de recibir permiso para ir con ellos, se puso la chaqueta y salió.

«¡Qué patio tan bonito!» —pensó.

Había barras, rectángulos con arena, columpios y un tobogán. Pero lo mejor de todo era una casita en miniatura, de una sola planta, dentro de la cual podían jugar cómodamente tres o cuatro niños. En aquel momento, dentro de la casa estaban un niño y una niña de unos cinco años. Holly asomó la cabeza por la puerta para echar un vistazo.

—Entra a jugar a las casitas con nosotros —invitó la niña que estaba dentro, sonriendo—. Somos los hermanos Byrd. Yo soy Jill y él es Jack.

Holly también dijo quién era y se unió al juego. Los dos hermanos estaban poniendo la mesa, utilizando una vajilla de aluminio, adornada con bellos dibujos.

—Ya es la hora del té —dijo Jill.

—A mí no me gusta el té —protestó Jack—. Yo quiero un vaso grande de helado de vainilla y chocolate.

—Aquí tienes —le ofreció Holly, riendo.

Y llenó una taza con tierra del suelo, que luego adornó con piedrecitas por encima.

Jack hizo una mueca de desagrado.

—Yo digo de verdad.

—A lo mejor, mamá nos trae uno para cada uno esta noche —dijo su hermana, con grandes esperanzas.

—No. No tiene dinero para eso —contestó el niño muy serio.

Los tres fingieron que comían una abundante comida. Pero Holly pronto se cansó del juego, porque el hablar de helados verdaderos le había abierto el apetito. De modo que decidió salir para contemplar la casita por fuera. ¡Qué interesante resultaba!

«No es mucho más alta que papá —calculó la traviesilla Holly—. Seguramente, yo podría subir al techo con facilidad».

Y sin pensarlo más, se acercó al alféizar de una ventanita y, poniéndose de pie en él, alcanzó el borde del tejado. El diablillo con faldas que era Holly trepó sin dificultad y se sentó a horcajadas en el ángulo o lomo del tejado.

«Qué divertido» —se dijo, mientras contemplaba a varios pequeños que se entretenían en el rectángulo de arena.

Holly siempre había deseado pasear por el tejado de una casa. Y ahora tenía la oportunidad. Paso a paso, fue avanzando lentamente por el puntiagudo tejado, haciéndose sombra en los ojos con una mano, para escudriñar el horizonte. Holly imaginaba ser un marinero, subido en lo alto del palo mayor de un velero.

Pero, de repente, le resbaló un pie.

—¡Ooooh! —exclamó, aturdida.

Se sentó en el tejado con un fuerte golpe y hundió con fuerza los tacones en las tejas, para disminuir la rapidez del deslizamiento. Pero no pudo detenerse por completo.

Estaba a punto de caer al suelo de cabeza, cuando el cinturón de su vestido se enganchó en un clavo saliente del tejado. Holly quedó flotando en el aire, sujeta sólo por la cintura, y gritando:

—¡Socorro! ¡Socorro!

Jill y Jack salieron inmediatamente de la casita, levantaron la cabeza y se quedaron mirando a Holly, muy asombrados.

—¡Oooooh! —dijeron a un tiempo.

Y Jack añadió:

—Voy a buscar a la señora Griffith.

Corrió hacia la casa y, a los pocos momentos, aparecieron la directora, Pam y Sue.

—¡Pero, niña…! —exclamó la directora.

Se acercó corriendo a la casita, tomó a Holly en sus brazos en el momento en que el cinturón empezaba a romperse. Pam y Sue dejaron escapar una exclamación de alivio.

—Muchas gracias —dijo Holly—. No volveré a hacerlo otra vez. Lo prometo.

Y Holly volvió al edificio principal con Pam y la señora Griffith. Pam dijo a la directora que le gustaría obtener mucho dinero en la fiesta del colegio.

—Me conformaría con que fuese suficiente para comprar cunas y camitas nuevas —dijo la directora.

En aquel momento, llegó la señora Byrd para llevarse a sus hijos a casa. Era una señora guapa, de cabello negro, pero tenía una mirada triste en sus ojos. Cuando la señora se marchó con Jill y Jack, Pam preguntó a la directora por qué la madre de los gemelos tenía aquella expresión tan triste.

—La señora Byrd es viuda —explicó la señora Griffith—. El padre de los niños murió hace unos años. Desde entonces, ella trabaja para mantener a Jill y Jack. Pero no gana mucho, porque no es una mujer muy fuerte y el trabajo le resulta muy duro.

Pam y Holly sintieron mucha pena por la señora Byrd. Y mientras pensaban en ello, Holly dijo de pronto:

—Tendremos que volver a casa. ¿No te acuerdas de que hoy viene el tío Russ con sus visitantes misteriosos?

Las niñas dieron las gracias a la señora Griffith por haberles dejado visitar la guardería, y Pam prometió volver al día siguiente para ayudarla.

—Estupendo. Te esperaré hacia el mediodía.

Cuando llegaron a casa, las niñas encontraron a los chicos esperando a tío Russ en la acera.

En ese momento oyeron todos el ruido de un avión. Levantando la vista, vieron un hidroavión que describía círculos por encima de la casa.

—Ese piloto vuela muy bajo —observó Pam—. ¿Será que nos conoce?

—Eso parece —declaró Pete—. ¡Mirad, está inclinando a un lado y a otro las alas del avión!

—¡Canastos! —exclamó Ricky—. ¿Creéis que será el tío Russ, que no viene en coche?

El hidroavión fue descendiendo poco a poco y acabó desviándose camino del lago.

—¡Carambola! ¡Si va a amerizar cerca de nuestro embarcadero! —observó Pete.

Los niños atravesaron el patio corriendo y se acercaron al borde del agua.