¡CUIDADO, SUE!

Después de caer de cabeza fuera del carro, Sue y Holly rodaron y rodaron por tierra. «Domingo» siguió corriendo un corto trecho, y luego se detuvo, nervioso, sacudiendo las orejas.

Holly fue la primera en levantarse.

—¿Estás bien, Sue? —preguntó en seguida a su hermana.

—Cre… creo que sí —repuso la pequeñita sin aliento. Luego, con carita de extrañeza, preguntó—: ¿Esto es lo que «hacerás» con los niños del colegio?

—¿Cómo? —Holly se echó a reír—. No, Sue, esto ha sido un accidente.

Las dos hermanas se sacudieron los vestidos y luego se acercaron al burro.

—No vuelvas a hacer eso, «Dominguito» —pidió Sue, moviendo un dedo en gesto desaprobador.

El burro inclinó la cabeza, como avergonzado.

Pete llegó corriendo por el camino, levantó el carrito volcado y luego anunció:

—¡Acabo de averiguar dónde podemos encontrar un tiovivo!

—¿En dónde? —preguntó Ricky, que salió del garaje.

—Jimmy Cox me ha dicho que un señor que se llama Day tiene uno. Vive aquí, en la ciudad.

—¡Canastos! —exclamó con entusiasmo el pecoso—. ¡Tenemos que ir a verle ahora mismo!

Los dos muchachitos se marcharon a la carrera, y en diez minutos llegaron ante la puerta de la casa del señor Day.

—¡Carámbanos, por aquí no veo ningún tiovivo! —exclamó el pecoso.

—Puede que el señor Day tenga un almacén en alguna otra parte —respondió Pete esperanzado, mientras llamaba a la puerta.

Abrieron en seguida y apareció un hombre de pequeña estatura y aspecto simpático, que les invitó a entrar. Pete, después de haber presentado a su hermano y a sí mismo, manifestó:

—Nos han dicho que tiene usted un tiovivo, señor Day.

—Sí, tengo uno —respondió el hombre—. Lo he construido yo mismo y estoy orgulloso de él.

Pete explicó que lo necesitaban para la fiesta del colegio.

—Creo que el mío os gustará —respondió el señor Day—. Venid y os lo enseñaré. Está en el sótano.

Precedió a los chicos escaleras abajo.

—¡Canastos! ¿Y cómo podremos sacarlo de ahí? —preguntó, Ricky, perplejo.

—Sin la menor dificultad. ¡Mirad! Ahí lo tenéis. ¿Verdad que es muy bonito?

Y el señor Day señalaba un diminuto tiovivo que se encontraba sobre un banco de carpintero.

—¡Ooooh! Es en miniatura… —murmuró Pete. A continuación, explicó al señor Day que estaban buscando un tiovivo donde pudieran montarse los niños.

—Siento no poder solucionaros el problema —dijo el hombre—, pero, si mi carrusel puede seros de alguna utilidad, está a vuestra disposición.

Se acercó al banco de trabajo y presionó un botón que se encontraba en un lado del juguete que, al momento, empezó a girar alegremente. AL mismo tiempo, una cajita de música dejó escapar las notas de una linda tonadilla.

—¡Esto es estupendo! —exclamó Pete—. Podríamos ponerlo en la tienda de papá, para anunciar la fiesta del colegio.

La tienda del señor Hollister, una combinación de ferretería, juguetería y artículos deportivos, se llamaba «Centro Comercial» y estaba enclavada en el centro de Shoreham.

—Pues os lo dejaré con mucho gusto, hijos —dijo el amable señor Day, apresurándose a guardar el juguete en una caja—. ¿Podréis llevarlo entre los dos?

—Claro —afirmó Pete—. Y lo cuidaremos mucho. Se lo devolveremos en cuanto termine la fiesta. Y muchas gracias, señor Day.

Al llegar al «Centro Comercial», los chicos mostraron a su padre el lindo juguete. En los ojos castaños del señor Hollister brillaron chispitas de alegría cuando sonrió.

—Será un excelente motivo publicitario para mis escaparates —dijo.

Pete dejó en seguida espacio libre en uno de los escaparates y colocó allí el juguete; después lo puso en funcionamiento. Al poco rato, se había reunido un gran gentío a admirar el juguete. Unos minutos más tarde, Pete colocaba junto al tiovivo un letrero que decía:

VENID A MONTAR EN EL TIOVIVO,

EL MES PRÓXIMO, EN LA FIESTA

DE LA ESCUELA LINCOLN

Ricky estaba observando, desde el bordillo, junto a un señor robusto, cuando, de repente, oyó la voz dé Joey Brill. El camorrista estaba hablando cotí Will Wilson, su mejor amigo, quien molestaba a los Hollister casi tanto como el propio Joey.

—Este anuncio es una farsa —decía Joey—. Pete Hollister no será capaz de encontrar un tiovivo. Si el propietario del Carnaval Jumbo no puede encontrar uno, ¿cómo va a encontrarlo él?

Ricky no dijo nada, sino que fue a la tienda a contárselo todo a su padre y a su hermano.

—Imagino que será tarea difícil encontrar un tiovivo —admitió el señor Hollister—. Ojalá no te resulte imposible, Pete.

—No te preocupes, papá. Estoy seguro de que encontraremos uno para la fiesta.

Ricky explicó a su padre que había estado buscando por todo el garaje y el sótano y no había podido encontrar ejes ni ruedas para construir un coche con que competir en las carreras.

—Y necesito ruedas y ejes de calidad, si quiero hacer un coche rápido, papá —declaró el pecoso en tono reflexivo.

El señor Hollister pasó un brazo cariñosamente sobre los hombros del pequeño.

—Haré un trato contigo, Ricky. Tengo aquí un juego de ejes y ruedas buenos. Te los daré a cambio de que tú me ayudes.

—¡Vivaaa! —gritó el muchacho, dando saltos de alegría.

Su padre le llevó al departamento de ferretería y le entregó cuatro relucientes ruedas metálicas y dos sólidos ejes.

—¡Canastos, papá! ¡Muchas gracias! —dijo el pequeño y marchó hacia su casa cargado con las piezas para el coche.

Fue directamente al banco de carpintero que tenía su padre en el sótano. Buscó por allí y encontró una sierra, tornillos y clavos, un martillo y un destornillador. Y Ricky se puso a la tarea de construir un armazón de madera en que encajar las ruedas.

Media hora más tarde, Jeff Hunter bajaba las escaleras del sótano.

—¡Escarabajos peloteros! ¡Cuánto has hecho ya de tu coche de carreras! —exclamó, al ver que Ricky acababa de colocar las ruedas.

—Vayamos a probarlo, ¿quieres, Jeff?

Entre los dos llevaron el artefacto al patio. Colocaron un tablón en medio del armazón; luego, Jeff se sentó en él y Ricky le empujó por el camino del jardín.

—Mira. Esto representará la pista de carreras —dijo Ricky—. ¡Agárrate con fuerza!

Puso las manos en los hombros de Jeff y empujó con todas sus fuerzas.

—¡Oooh! ¡Esto sí que es velocidad! —exclamó Jeff. Pero un momento después, chillaba, alarmado—. ¡Cuidado, Sue!

La pequeñita se encontraba precisamente frente a él, empujando el cochecito de la muñeca por el camino del jardín. El coche todavía no tenía mandos, por lo que Jeff no podía cambiar de dirección. Y Sue estaba tan cerca que ya no había tiempo ni para frenar con los pies.

¡CRASH! El vehículo de Jeff chocó con el coche de la muñeca y lanzó por los aires a la «hijita» de Sue. Al verla caer al suelo, la pequeña se echó a llorar.

—¡Mi «bebé» está herido! —gritó con desesperación la pobre Sue—. Mira ¡Un pedazo de cabeza! ¡De prisa! ¡Hay que llevarla «in siguida» a un hospital de muñecas!

Y Sue continuó lamentándose, mientras por sus mejillas rodaban gruesas lágrimas.

Pam salió a toda prisa para ver qué sucedía.

—No, te preocupes, guapa. Yo pegaré con cola la cabeza de la muñeca. Convéncete de que es mejor que sólo saques a pasear a las muñecas irrompibles.

—Lo siento mucho —murmuró Ricky.

—También yo —añadió Jeff, que en seguida propuso—: Ricky, debes hacer en seguida un volante para tu coche.

Mientras los chicos cargaban con el armazón del cochecito camino del sótano, Pam volvió a casa con la muñeca de Sue, para repararla. En un abrir y cerrar de ojos, la muñeca quedó recompuesta, y Sue volvió a sentirse feliz.

Antes de la hora de cenar, Pete llego a casa muy contento.

—He averiguado algo sobre el Carnaval Jumbo —anunció.

Y explicó que había estado hablando con el oficial Cal, un simpático policía que había ayudado a los Hollister a solucionar varios misterios.

—Cal dice que los policías de Shoreham no quieren que el Carnaval se instale en la ciudad. El año pasado se marcharon todos sin limpiar los terrenos donde habían instalado sus cachivaches, y el Ayuntamiento tuvo que encargarse de hacerlo.

—Entonces ¿esa feria no se instalará aquí? —preguntó Pam alegremente.

—Dentro de la ciudad, por lo menos, no —replicó Pete—. Aunque sí en las afueras. También me he enterado de que el dueño de esa feria se llama Zack Bird y su socio es Tom Wheel. Y, como Joey dijo, todavía están buscando un tiovivo para sustituir al que se les estropeó.

Después de la cena, mientras los mayores se ocupaban de hacer sus deberes escolares, Sue fue a decirle a su madre:

—Yo también «quero» hacer algo para la fiesta del colegio.

—¿Y qué te gustaría hacer? —preguntó la señora Hollister.

—Pues… un adivinador de la suerte —replicó Sue, con sus habituales explicaciones un poco extrañas.

—Creo que podremos arreglar eso —contestó la madre sonriendo—. Ven conmigo, hijita.

Llevó a Sue al desván, donde guardaban los vestidos que ya no se usaban. Unos minutos después, Sue y su madre volvían a bajar. La pequeñita iba disfrazada de adivinadora.

—Y, además, mira lo que hemos encontrado, papaíto —explicó emocionada la pequeña, mostrando una pecera de cristal.

—¡Pero si es una bola de cristal! —exclamó el señor Hollister, dejando el periódico.

—Voy a enseñarte como la manejan las adivinadoras del pensamiento.

Sue colocó la bola boca abajo sobre una mesita, y luego la cubrió con un paño negro. Después, de un tirón, quitó el paño, apoyó sus dos manecitas sobre la bola y miró al interior, intensamente.

—¿Qué estás viendo? —preguntó la señora Hollister.

Tras permanecer pensativa largo rato, la niña repuso:

—Veo caramelos y refrescos.

—¿Y quién se los está tomando? —inquirió la madre, sonriente.

—Pues yo —contestó alegremente la pequeña adivinadora.

Ricky, que estaba en la habitación inmediata estudiando sus lecciones, salió al oír las risas de sus padres. Al ver la bola mágica de adivinadora, unas chispitas traviesas asomaron a sus ojos.

Entretanto, Sue había corrido al otro lado de la estancia para sentarse en las rodillas de su padre y oír el cuento que él le explicaba todas las noches antes de que la pequeña se fuese a dormir. Cuando el padre concluyó el cuento y la señora Hollister marchaba hacia las escaleras con su hija pequeña, ésta se acordó de la bola de cristal.

—Espera, mami. Se me olvida una cosa.

Y echó a correr hacia la pecera. Al llegar junto al recipiente, lanzó un gritito de sorpresa.

—¡Mamá, mamá! ¡Es mágica! ¡Mira!

La señora Hollister acudió al lado de la pequeña y miró al interior de la pecera. ¡Era cierto! Dentro de la pecera, había un payasito, boca abajo.

De pronto, Sue y sus padres oyeron un ruidillo apagado, como una risa disimulada. Se volvieron en dirección al sonido y vieron a Ricky, oculto detrás de una silla, apretándose la boca con las manos para no soltar la carcajada.

—¡Vaya, Ricky, ya te has burlado de mí! —protestó Sue; tomó la pecera y miró al interior con más detenimiento—. Has pegado un cromo en mi bola de cristal.

Ricky se alejó riendo, en el momento en que empezaba a sonar el teléfono. El señor Hollister acudió a contestarlo.

—Diga… ¿Un telegrama? Bien. ¿Quiere hacer el favor de leérmelo?

Después de aguardar unos minutos, Sue preguntó, llena de curiosidad:

—¿Es algo «portante»?

El señor Hollister colgó y se volvió sonriendo.

—Algo que te gustará —repuso—. Tío Russ llega mañana. Viene con algunos huéspedes.

—¿Quién es?

—No lo sé. Es una sorpresa.