(I) Yo voy a estar bien.
TERRY
Una nube oscurece la existencia del Funcionario de Trenes de Pasajeros británico: en la balsa de aceite de su rutina diaria hay un único estorbo. El pasajero. El pasajero está siempre causándole molestias. El pasajero está siempre incordiando. El pasajero está siempre estorbándole en su trabajo. El pasajero parece estar jodiéndolo desde el comienzo hasta el final del trayecto.
—Esperad aquí —les dije al mozo de cuerda y a Gregory, en un tono de fastidio provocado por la exhibición de insolencia del primero cuando intenté disponer de un carrito desocupado. Me sumé a la larga cola que lentamente presentaba sus respetos ante la única ventanilla en funcionamiento. A su debido tiempo anuncié a voces nuestro destino ante la rejilla de plástico.
—¿Cuánto? —pregunté. Tras un intervalo de exasperada incomprensión, relativamente corto, el bruto me indicó una suma desconcertante—. ¿Para qué anuncian ustedes sus servicios? —dije—. No hay quien los utilice, excepto que no tenga otro remedio.
—Vamos —les dije al mozo de cuerda y a Gregory. Una música ligera revoloteaba por entre los altos pilares de piedra. Había mendigos vendiendo fardos de periódicos. Era sábado, y la estación estaba vacía y sin barrer, cubierta de los despojos de las gamberradas de la noche anterior, como los restos de una desordenada retirada prehistórica. Eran las ocho de la mañana: la atmósfera había empezado a deshelarse: los trenes yacían desperezados y exhaustos, detenidos, jadeantes contra los paragolpes, exhalando vapor.
—Tenga —le dije al mozo cuando nos hubo instalado en nuestro compartimento—. Siéntate aquí —le dije a Gregory. Gregory vaciló, mientras el mozo clavaba la vista asombrado en los escuetos veinte peniques que tenía en la palma de la mano—. ¿De acuerdo? —les pregunté a los dos.
Cuando partió el tren, me volví hacia Gregory:
—¿Quieres comer algo? Hay un vagón restaurante en el que puedes procurarte un plato de mierda por cinco libras. ¿O quieres sólo café? ¿Te apetece comer algo? Puedes hacerlo, si quieres.
—Me parece que no —dijo él.
Levanté la cabeza de mi trabajo cuando el tren se detuvo para efectuar una breve parada en un apeadero suburbano. Greg miraba infantilmente por la ventanilla. Noté con un suspiro que sus mejillas estaban salpicadas de marcas de lágrimas.
—¿Cuánto tiempo vas a quedarte? —me preguntó en tono normal.
—Depende. No puedo quedarme indefinidamente. Tengo que trabajar.
Reanudamos la marcha.
—¿Y cuánto vas a estar tú? —le pregunté.
—Depende —respondió.
Todo había terminado cuando llegamos allí; yo lo había sabido. Llegamos a la casa en taxi. Pago yo porque ahora soy el mayor… esta familia me está costando una fortuna. Mientras recompensaba al taxista, observé a Gregory bajarse del coche. Se detuvo de espaldas a la casa, abotonándose la chaqueta, rezongando al viento por lo bajo.
Su madre nos recibió en la puerta. Gregory miró al suelo y asintió reiteradamente con la cabeza al ser informado de la noticia, como si fuera lo menos que pudiera haber esperado. Ella preguntó si deseábamos ver el cuerpo: Greg y yo dijimos que sí con un encogimiento de hombros. Nos encaminamos por el vestíbulo hacia la escalera. El pasado intentaba sumergirme en sus aguas. Cuánto aborrezco este lugar, pensé, con sus gastadas alfombras, la extraña forma de sus corredores, buenos para esconderse, y sus peligrosamente obsoletos enchufes. Si pudiera, lo destruiría con mis propias manos. Aquí siempre me sentí mal. No era culpa de ellos, por supuesto. Ellos se esforzaban.
Se hallaba aposentado en el lecho de la alcoba principal. La señora Riding retiró parcialmente la sábana. El rostro de su esposo, vi entonces, había retenido un rictus de sorprendido fastidio, los dientes ligeramente separados —la gente distinguida conserva los dientes, como ustedes saben, por más vieja o jodida que esté—, los ojos abiertos, la frente arrugada, como un individuo orgulloso a quien le revelan que ha sido víctima de una humilde broma. Miré aquel semblante estelar, mesiánico. ¿Quién fue aquel hombre? Yo lo sabía. Un hombre bueno… o un buen hombre en todo caso; un tonto; un tonto que fue bueno conmigo cuando no tenía obligación de serlo; alguien a quien le estuvo permitido hacer prácticamente cuanto quiso prácticamente todo el tiempo. Gregory lloró un poco más allí, pero con pudor, un llanto introspectivo, casi.
Me alegré de habérmelas ingeniado para agenciarme tres copas de jerez antes de la comida, que fue despachada con prisa frugal y abstemia en la cocina. Mi madrastra estuvo todo el tiempo activa y lacónica —los días siguientes, al menos, estarían bastante bien delineados en su mente— y se retiró discretamente al estudio una vez que hubimos acabado con el queso. Yo me reuní con ella unos minutos, como estaba convenido. Ninguna sorpresa: viviría con su prima en Shropshire; había deudas; la casa estaba en ruinas y no valía casi nada; faltaban ocho años para cumplir el término del leasing del piso de Londres (le dije lo que podría conseguirle por él y me dio luz verde para cerrar trato); ella dijo que se las arreglaría; yo dije que haría lo que pudiese por ellos dos.
Regresé junto a Gregory y salimos sin rumbo al camino de entrada. Nos detuvimos allí temblando durante unos minutos. Le ofrecí un costoso cigarrillo, que aceptó con timidez.
—¿Qué vas a hacer? —le pregunté.
—Oh, va a haber montones de cosas que hacer aquí —dijo.
—Aquí no hay nada que yo pueda hacer, ¿no es cierto?
—En realidad no.
—Sería mejor que me vuelva directamente, antes de que oscurezca. No hay problema, ¿verdad?
—Oh, no. —Gregory miró al camino—. Creo que yo también iré a dar un paseo, mientras haya luz. —Se volvió hacia mí con una media sonrisa.
—Adiós, pues —dije yo.
—Adiós, Terry.
—¿Cuándo vas a volver? —le grité, mientras se alejaba. Él miró por encima del hombro.
—No voy a volver —dijo.
Tampoco yo, pensaba una hora más tarde al tomar asiento en el restaurante del tren de las 5.15. Allí la vida ha terminado. Es sólo una casa llena de humedades en la que me crié. Que se queden todo el tiempo que puedan. Espero que estarán bien.
Ahora que dispongo del apartamento para mí durante un tiempo —más adelante lo venderé—, pienso que este invierno voy a poder organizar algunas recepciones como la gente. ¿Se han enterado? Ahora Terence Service recibe amistades en su casa. No solía hacerlo, pero ahora sí. Hay personas a las que puedo invitar. Amigos de la Escuela Nocturna. Todos los chicos de Veale en la oficina. Menuda racionalización ha sido ésa: hay el doble de Vendedores de los que hubo nunca; a nadie parece preocuparle, sin embargo, y todos sacamos montones de dinero. Ahora hay incluso un par de chicas a quienes puedo telefonear para salir y para llevarme a la cama. He follado con Jan, por ejemplo. Estuvo bien —conmigo en radiante forma, a la vez atlético y despiadado—, pero nada especial.
El tren avanzaba con el estruendo de un bombardeo a través de los campos cercados por las sombras en aumento. La campiña me da repelús últimamente: echo de menos la sensación de seguridad que me infunden las estaciones de metro, las calles, los vagabundos y los pubs. Hice señas pidiendo una copa. Encendí un cigarrillo. Descrucé las piernas para hacer sitio a la gran erección hidráulica que los trenes me producen siempre, me hagan falta o no. Sonreí.
La máquina prosigue con su bombardeo a lo largo de los pulidos rieles plateados. Yo fuerzo la vista siguiendo el trayecto de las vías, intentando avistar Londres. Bebo un sorbo. Lo voy a pasar bien.
(II) Me quedaré aquí en el campo, donde nada me asusta.
GREGORY
Tengo frío. Estos viejos harapos no protegen de nada. (Además tienen un aspecto horrible). Estoy todo el tiempo ciñéndomelos, pero eso sólo me sirve para hacerme ver lo pobremente abrigado que estoy.
Estoy caminando rumbo al este, por detrás de la casa, hacia el Estanque D (el Estanque D ya no está en nuestra propiedad. Ahora el dueño es un judío, pero uno todavía puede ir allí). El césped de los prados está descuidado y lleno de malas hierbas, y huele vagamente a suciedad y a perfume barato. En los senderos que se proyectan sobre el rosedal abandonado la atmósfera parece oscurecer de pronto, y me entran deseos de regresar corriendo a la casa; pero cuando vuelvo a emerger, y trepo por encima del portillo de molinete para internarme en el campo en pendiente, percibo que al día le queda todavía un poco de vida. El cielo está despejado y colorido. Los pastores están embelesados con lo que ven.
No voy a regresar. ¿A dónde, de todos modos? No voy a regresar para pasarme la vida meando en las cocinas. Úrsula se ha ido. (Papá se ha ido). Y ahora también se ha ido Terry. Espero que por fin se realice como persona. Ésta es la parte para la que fue pensado, la etapa en la cual su vida empezaría a ser buena (él odió todos los otros fragmentos). En cambio yo no. Yo puedo ayudar a mi madre, quedan aún algunas cosas que administrar (Dios, espero que le sea posible mantenerme). Por el momento habrá que arreglarse con eso. No voy a regresar. Me quedaré aquí en el campo, donde nada me asusta. Tengo frío. Está cayendo rocío. A lo lejos, hacia mi izquierda, al otro lado de la fila india de plateados abedules, corre sobre un terraplén la línea férrea. Algo se acerca. Me detengo mientras un elegante tren azul pasa veloz. Miro hacia abajo y percibo que mi mano se agita en un saludo pueril. Qué absurdo. ¿Por qué? Saluda siempre a los trenes, decía mi nana, o mi madre, o mi abuela. Ahora lo recuerdo. Podía ocurrir que alguna persona simpática te viera y te devolviese el saludo.
Estoy entrando en el bosque que circunda el agua (solía jugar allí de niño). Doscientas yardas más allá a través de un enrejado de cortezas y tinieblas, vislumbro el fulgor blanquecino del Estanque D. Hago otra pausa. ¿Puedo llegar hasta allí y regresar antes de que caiga la noche? El bosque está empapado, los árboles rezuman sueños y muerte. Sopla el viento. Los árboles se sacuden en un intento por secarse. ¿Por qué el viento no dejará en paz las hojas? El lago está tratando de ponerme en guardia… peligro en las calles arbóreas. El bosque produce un ruido efervescente. Un tronco derribado rueda sobre sí mismo. Un pájaro canta.
Estoy de pie del otro lado de la hilera de abedules. Tengo frío…, tengo ganas de tiritar y de sollozar. Levanto la vista. Algo se acerca. Oh, fuera de aquí. Contra el infierno del ocaso las ramas se doblan y se quiebran. El viento jamás cesará de enloquecer a las hojas amenazantes.