11: Noviembre

(I) ¿A que no ha estado tan mal, eh?

TERRY

Me deja frío. ¿Quieren saber cómo murió mi hermana? Ahí va eso.

Zooom. Terence sentado a la mesa cuadrada en el rincón del cuarto, sus deberes esparcidos sobre el tapete verde. En la silla que está junto a la cocina de hierro con tres hornallas, mi padre, alto, fornido, con el cabello fino, rojo, húmedo, pueblerinamente planchado por encima de la coronilla. Rosie se ha retrasado. El humo de la pipa húmeda formaba una especie de prolongación gris a la altura de la mesa, y cuando giré en mi asiento para mirarlo a través de la bruma del tabaco —para ver cuán furioso se estaba poniendo, decirle rápidamente algo acerca del otro lado—, me sentí como si estuviera sobre un plano elevado, como un dios, o un científico observando el comportamiento de unos animales enjaulados. Esto se va a poner mal, pensé; pero, por supuesto, otra parte de mí (esa parte perversa, de alternativa) pensaba: esto va a ponerse bueno. ¿Dónde está el dolor de cabeza? Allí abajo, en alguna parte.

Oímos cerrarse desde adentro la puerta principal. Yo me volví otra vez cuando ella entró en la habitación: entró en la habitación dejando caer cosas sobre las sillas, diciéndole hola a su padre y a mí, sin temor alguno. Él no se mostró irritado por el retraso. No emitió respuesta alguna. Estaba sentado delante del fuego, fumando su pipa: debe haber sido delicioso, esa sensación de legítima cólera diferida, dejando que el hilillo de energía se le introdujese por la boca para sustento de su activa inmovilidad. Rosie vino cojeando hasta mi mesa, donde se sentó y estuvo haciendo garabatos sin pensar hasta que fue hora de comer. Se sentía bien. Tenía siete años.

Mi padre, como siempre, preparó la cena —alimentos baratos, elementales, fatales para el cutis, invariablemente fritos— mientras mi hermana, como de costumbre, ponía la mesa (también le tocaba lavar los platos desde que falleció mi madre), y mientras yo, como de costumbre, no hacía nada. No hacía nada, excepto escuchar aquel viejo y fantasmal tintineo, la falsa nitidez de aquel sonido áspero, de aquellos ruidos que se apagan justo cuando parecen aumentar, y aumentan nuevamente, y luego se apagan, y después empiezan a crecer.

Él come con meticuloso regusto. El silencio depende de su manera imperturbable de cargar el tenedor, de cargarlo con una muestra de cada una de las materias alimenticias que hay en su plato —trozo de salchicha, grupito de alubias, blanco fragmento de clara de huevo, semillas de tomate— y dejar caer la cabeza para devorarlo, cargando el tenedor otra vez mientras mastica. Empieza a hablar, sin levantar la vista. Él no levanta los ojos. Yo tampoco.

«Has llegado tarde otra vez, Rosie».

«Tuve que ir a lo de Mandy. Dije que llegaría tarde».

«No me interrumpas, por favor. No vuelvas jamás a interrumpirme. Has llegado tarde otra vez, Rosie. Tú sabes lo mucho que me enfada que llegues tarde».

«Papá, te lo dije».

«Y yo te he dicho que no me interrumpas. ¿Te he dicho que no me interrumpas?».

«Sí, papá».

«Entonces no me interrumpas, por favor. Ahora, empecemos de nuevo. Tú has llegado tarde. Eso me enfada. Yo no me enfadaría si tú no llegases tarde. Pero tú has llegado tarde. Eso me ha enfadado».

(Yo ya apenas puedo seguirlo. Con la habitación tan llena de sonidos y él que no levanta la cabeza, ni se mueve ni se inclina hacia ningún lado… Espero las lágrimas de Rosie, aunque ella nunca llora).

«Tú sabes lo que sucede cuando me enfado. Y estoy enfadado porque has llegado tarde. Estoy enfadado. Tú sabes lo que sucede. Pero llegas tarde igual».

Se levanta y se da media vuelta. Se mantiene completamente inmóvil, de espaldas a nosotros. Está de pie delante de la cocina económica, como si sus discos pudieran ayudarle a controlar lo que está ocurriendo dentro de él. Empieza de nuevo…

«Tú sabes todo eso, y sin embargo…».

Y al levantar la cabeza veo que Rosie se encuentra de pie. Tiene el semblante arrebatado… ¿de qué? De indignación, de desafiante y motivada indignación, mientras se aparta de la mesa y yendo hacia él empieza a decir:

Basta ya, basta ya, ¿por qué no me dejas en paz…?

Zooom. Él ha girado y crac, y en un instante ella está por los aires con un aleteo espasmódico, y en el suelo, extinguida en un instante, rota, muerta.

Él giró nuevamente. Volvió a colocar la sartén sobre la placa. Se lavó las manos con movimientos deliberados. La atmósfera me hacía sentir el corazón estrujado. Sentí que me había ensuciado los pantalones. Él se secó las manos y echó mano a su chaqueta, colgada en la puerta del lavadero. Vino hacia mí. Espero que no lo huela, pensé; si me descubre, me mata.

—Ahora me voy —dijo—. No volveré. No te preocupes. Yo se lo diré a ellos. Tú no puedes hacer nada. —Indicó el cadáver con un gesto—. Era ella o tú. No sé por qué. Tú no puedes hacer nada.

Me mudé de pantalones en el frío dormitorio y los sepulté en el cubo de la basura. A ella no la miré. Después fui a esconderme arriba. No podía hacer nada.

¿A que no ha estado tan mal, eh? En realidad —entre nosotros— el episodio no plasma gran cosa, ni se trata de una realidad muy acuciante. Oh sí, sucedió realmente; yo estaba allí; fue real. Pero actualmente la memoria me persigue con afán, como un pelmazo golpeándome en el hombro, una secuencia intensa de una película por otros conceptos corriente, un estorbo, material de segunda mano. Adiós, Rosie. Al final saliste bien. ¿Ahora quién te necesita? Yo no.

En cuanto a Úrsula, bueno, eso también se está aclarando solo. No hubo autopsia ni nada, gracias a Dios… El juez se baja los impertinentes: «Vamos a ver, señor Service, “caballero andante”, según se le menciona aquí. Ciertas cantidades de semen plebeyo fueron halladas…». No, con su extensa historia de desórdenes psíquicos, intentos de suicidio y demás, todo fue formal y rápido. Fue cremada sin problemas. Ni su padre ni su madre habrían podido pasar por ello, de modo que Greg y yo formamos su escolta funeraria. Fue triste. Los dos lloramos. No fuimos una escolta demasiado eficaz para ella, ¿no es cierto?

Por supuesto, yo he decidido no culparme en absoluto. Aquella charla que le di, después de la absurda escena en mi dormitorio, no pudo haber sido más benévola y conciliatoria. Simplemente puse de manifiesto, con suavidad pero con firmeza, que yo no podía asumir responsabilidad por ella en ningún sentido, que uno no puede «hacerse cargo» por más tiempo de una persona mientras todavía está intentando funcionar con éxito en su propia vida, que ahora dependía de sí misma, igual que yo, igual que Greg, igual que todo el mundo. Jamás dije que no fuera a apoyarla. Jamás dije que no fuera a ayudarla cuando le hiciera falta.

Gregory, en cambio, ha resuelto echarse la culpa. Resulta patente, y también bastante doloroso, que su rompimiento con ella aquella noche fue más decisivo de lo que jamás podía haber sido el mío. Los primeros días fueron difíciles: nosotros tres compartiendo aquella ambulancia. Gregory quedándose para un tratamiento sedativo de cuarenta y ocho horas, los mensajes extrañamente prescindentes de Rivers Hall, Greg nuevamente en su cuarto, una criatura como en el aire, con su palidez y sus lágrimas y la curiosa liviandad de su presencia. Me produce cierta aversión verlo actualmente. Su aflicción es una cosa degradante e indigna de un hombre. Se lo ve tan patéticamente perdido, mirando todo el día por las ventanas, como si la disposición de los tejados pudiera variar súbitamente y convertirse para él en algo nuevo.

Lleva, a ver… unas dos semanas y media fuera del hospital. El primer lunes siguiente a su alta, volvió a la galería. Cuando llegué de la oficina, a eso de las seis y media, lo encontré sentado en mi escritorio, contemplando apáticamente el cielo. No había encendido las luces; el leve resplandor sódico de las de la calle jugueteaba desde abajo en su enfermizo semblante.

—Hola, chaval —dije—. ¿Te encuentras bien?

—Me he largado del trabajo —dijo él.

—Atiza. ¿Quieres un trago?

—Sí. Sí, por favor. Lo he dejado.

—¿Por qué? ¿Y qué vas a hacer?

—Se lo dije a ellos. Les dije que podían quedárselo.

—¿Y ellos qué dijeron? ¿Te lo devolverán?

—Ya no podía aguantar. No podía aguantarlos, a ellos, al empleo.

—¿Qué dijeron?

—Dijeron que lo comprendían. De todos modos, no era un trabajo muy bueno.

—¿Y qué vas a hacer?

Él sostenía el vaso de whisky con ambas manos junto al pecho, bajando la cabeza para beber.

—Todavía no sé. Hay montones de cosas que puedo hacer. Las haré el año entrante. Hablaré con Papá. Cuando vayamos a casa para Navidad. Tú irás a casa para Navidad, ¿verdad?

—No hay otro sitio adonde ir.

—Terry, ¿cómo te sentiste…? ¿Te importa que te lo pregunte?: ¿cómo te sentiste cuando tu hermana…?

—Triste y asustado —dije.

—Yo también —dijo él.

—Pero más asustado, en cierto modo. Asustado por mí, de lo que me ocurriría.

—Mmm, así me siento yo. Me alegra que tú sintieras eso mismo.

—Y ahora, en cierto modo, he perdido dos hermanas —dije, con bastante osadía.

—Sí, es verdad, en cierto modo —alzó la cabeza—. Las cosas deben haber sido muy duras para ti, Terry.

—No tanto.

Una noche cerca de fin de mes —acababa de completar el curso en la Escuela Municipal y habíamos tenido una pequeña celebración— venía yo haciendo eses y eructando por Queensway, gozando con el aire frío en mis acorchadas mejillas. Tirando a la izquierda por Moscow, obedecí a un instintivo impulso cortando camino a través del aparcamiento trasero de The Intrepid Fox. Cuando me hube adentrado diez yardas en la oscuridad, divisé el amontonamiento de sacos de basura bajo la luz de la puerta de atrás. Me encaminé hacia allí. Sabía que estaría allí, y allí estaba, un bulto de miseria y suciedad, un compacto montículo de estiércol, rodeado de botellas vacías de sidra y manchas de vómito rojizo. Me acerqué más. Creí que no me guiaba otro objetivo que el de sostener uno de nuestros pequeños diálogos pseudo socráticos, pero esa noche había en mí algo diferente.

—Hola, hola —dije—. Hola, soy yo, el pequeño mierda.

Un coche que pasaba por la calle barrió con una franja de luz el rostro del hippie jodido. Estaba despierto y tenía los ojos abiertos. Había estado observándome.

—El mierda grande —dijo.

—¿Sigue marchando todo bien? ¿Te sigue tratando bien la vida?

—Ajá.

—A algunos tipos les tocan todas las maduras… Pero, oye, a este lugar le has hecho algo, ¿verdad? Lo encuentro cambiado. ¿Lo has hecho limpiar, o qué? ¿Otra vez derrochando la pasta?

—No tienes ninguna gracia.

—Tú tampoco. No eres nada. Por ti no doy ni una cagada de perro.

—Que te den por culo.

—¿Que me den por culo? ¿A ? Será mejor que mires lo que dices, vagabundo. —Me agaché, y añadí en un susurro—. Podría hacer contigo lo que se me antojase, estúpido hippie. ¿Crees que alguien te protegería? ¿A quién iba a importarle lo que te pasara? Ni lo notaría ni le importaría a nadie.

—Vete a cagar, mierda.

Me incorporé. Una mano crispada se destacaba bajo la cobertura del abrigo. Apoyé con fuerza sobre ella la bota izquierda y pregunté:

—¿Cómo dices?

—Que te vayas a cagar, mierda.

Lo pateé como pude en un costado de la cabeza. Estaba tratando de mantener mi pie izquierdo pisándole la mano —como una presión extra— y en el proceso estuve a punto de perder el equilibrio. Eso aumentó considerablemente mi cólera. Moviendo las piernas como quien va a patear un balón de rugby, le di con fuerza justo debajo de la barbilla. El impacto de las encías al cerrársele la boca produjo un ruido como de goma, seguido por el de un segundo impacto, cuando su cabeza golpeó el hormigón. Rodó sobre sí mismo con un gorgoteo. Su abrigo tenía por detrás un descosido que le dejaba expuesta parte de la espalda; la delgada cadena de su columna vertebral se borraba gradualmente al aproximarse a la zona de la cintura. ¿Patearía también con mi pesada bota aquel frágil tubo que contenía tan variados elementos vitales? Me daría gusto. El hombre dio otra vuelta sobre sí mismo. No. ¿Para qué tomarse la molestia? Ya me he ocupado de él. Extraje un billete de diez y se lo introduje en la mano pisoteada. Un trato justo, probablemente. Para él y para mí. Mientras me alejaba con paso inestable y eructando, escuché unos pasos apagados y escurridizos. Por un instante sentí la mano del miedo en mi hombro, pero al girar la cabeza vi que se trataba únicamente de un par de sus míseros compañeros hippies, que corrían a ayudar a su amigo y a compartir el dinero con él.

¿£1.750? Están bromeando.

A la mañana siguiente estaba yo en la oficina, hojeando perezosamente el periódico: al parecer aquí, cuanto más poder tienes, menos tienes para hacer. Mis ojos se han desplazado por un momento de las palabras cruzadas a los anuncios clasificados, donde encuentro el siguiente:

ASIST. GALERIA DE ARTE se busca. Cortés,

educado, varón (21-25 años), galería part.

Mayfair. No nec. exper. Llamar Odette

o Jason Styles 929-3095. Sueld. £1.750

No es extraño que haya perdido la cabeza. ¿Por qué no le pagaban con canicas? Estuve unos minutos girando a un lado y al otro en mi sillón. Desde luego, pensé, desde luego. Marqué el número. Hablé con una mujer de voz ruda. Concertamos una entrevista para el día siguiente a la hora de comer.

—Sí, Veale, Stanley Veale —dije. Me pondría mi nuevo traje negro de pana, la camisa amarilla, y corbata. Iba a limpiarme las uñas y a cepillarme el cabello hasta dejarlo bien aplastado. Llegaría puntual.

—Buenos días.

—El señor Veale, ¿verdad? Buenos días.

—Sí. Mucho gusto.

—¿Entramos al despacho? —preguntó una mujerona menopáusica—. Mi marido está adentro.

Yo la seguí a través de la galería, con el ruido del roce de sus muslos y el de sus zapatos sobre el suelo de corcho. El lugar tenía algo del estilo de un decorado cinematográfico, profusamente iluminado e inimitable, como si hubiera estado preparado para nuestro histórico desplazamiento por él.

—Aquí estamos —dijo ella mientras nos introducíamos en la penumbra del despacho—. Éste es… Stanley Veale. Mi marido, Jason Styles.

—Mucho gusto —le dije a aquella pequeña unidad de hombre horriblemente en forma que permanecía de pie en actitud de alerta al lado de un archivador gris.

—Tome asiento, Stanley, por favor —dijo él.

Mientras reconstruía mentirosamente mi curriculum vitae —estudié Bellas Artes en Kent, realicé cursos en la Courtauld—, percibí un creciente desasosiego en mis entrevistadores: al parecer estaban cortésmente dispuestos a escuchar lo que quisiera decirles, pero ansiosos de que aquel interludio formal tocase a su fin. Y percibí también, mientras proseguía con mis embustes, la peculiar atmósfera del lugar, la deprimente humedad del sillón en el que estaba sentado, el hálito sofocante del recinto.

—Muy bien —dijo el señor Styles, lanzando una mirada a su mujer—. Déjeme preguntarle una cosa… ¿cuáles son sus inquietudes? ¿Y cómo encajan con la actividad de esta galería?

—Bueno, mi aspiración es contribuir de algún modo, aunque sea muy modesto, al mundo del arte en general. He estado antes en esta galería, como simple visitante, desde luego. Y lo he hecho muchas veces. Me gusta la clase de obras que exponen ustedes aquí, y me encantaría formar parte de todo esto.

El perfecto retrato-robot, pensé; pero nuevamente parecieron defraudados, como disculpándose, casi embarazados.

—Mmm. Verá —dijo Styles—, en realidad no hay mucho que hacer aquí, considerándolo desde el ángulo de su interés. La galería marcha más o menos sola. Nosotros no hacemos más que estar aquí y esperar, ésa es la verdad. El problema con nuestros anteriores ayudantes siempre ha sido —e intercaló una breve risita— que han tenido una ambición excesiva, una variedad exagerada de intereses. Lo que necesitamos en realidad es una persona totalmente carente de aspiraciones.

¿De veras?

—Es un trabajo tranquilo —dijo la señora Styles—. Adecuado para un joven apacible.

—Ah, comprendo —dije tranquilamente—. ¿Es por eso que… que el puesto se encuentra vacante?

—Ah, no —dijo el señor Styles. Los dos parecieron relajarse—. El último era bastante diferente. Los dos le habíamos cogido afecto, pero era un muchacho extremadamente infeliz e inestable. Con talento en algunos aspectos, pero un poco… ya sabe. Incompatible con…

—Y luego tuvo esa tragedia personal…

—Un poco demasiado para él, me temo.

—Comprendo —dije. Joder: ¿y de aquí lo echaron a él? Muy triste.

—Bien, el salario no es mucho, ya sabe —prosiguió el señor Styles—. Para serle franco, no habríamos sustituido al joven que estaba antes si hubiéramos podido remediarlo, con las cosas tan tirantes como están. Pero claro, si uno de nosotros se pone enfermo, y luego si hay que ir al correo, por ejemplo… —Habían estado consultándose la mirada—. Lo mejor será que quedemos en que el empleo es suyo si lo quiere. No hace falta que lo considere como una ocupación para toda la vida. ¿Por qué no lo piensa y luego nos telefonea?

¿Que por qué no lo pienso y luego les telefoneo? ¿Que por qué no lo pienso y luego les telefoneo yo a ustedes?

Pobre Gregory. El desventurado bastardo. Las cosas están ciertamente cambiando muy rápido para él. Más rápido de lo que él piensa ahora mismo.

Ha habido nuevas noticias de Rivers Hall. He estado hablando por teléfono larga y costosamente con la madre de Greg. La madre de Greg ya no está preocupada por Úrsula. «¿Cómo se puede estar preocupada por alguien que está muerto?», me preguntó. Úrsula está muerta y enterrada; estuve de acuerdo: es la verdad… y lo mismo, en cierto modo, mi pasado con ella, con ellos, con él. La madre de Greg dice que ahora hay otras cosas de qué preocuparse. Otras cosas. Ella sabía que Greg se iba a hundir; lo sabía aún antes de que se fuese Úrsula. Por eso no quiere que se entere aún de estas novedades. Me lo ha contado a mí. No debo contárselo a él. Lo que he de hacer es llevarlo allá, donde ella misma se encargará de decírselo. Pero se lo cuento a ustedes:

El padre de Greg se ha arruinado. A ella la ruina la asusta; también lo asusta a él. La ruina le ha arruinado el corazón. Su corazón lo ha atacado otra vez. Y creen que esta vez va a ganar.

(II) Vamos a ir pronto a casa para la Navidad.

GREGORY

Eso es. Eso es. Todos los fragmentos que eran mi yo han sido revueltos todavía otra vez. ¿Dónde andan? Ahora no los encontraré jamás.

He dejado el empleo. Lo he dejado, eso es todo. Odette y Jason estaban sentados en el despacho cuando entré lentamente y, con clásica displicencia, les dije que ya no estaba dispuesto, gracias, a desperdiciar mi tiempo en…

No. Me echaron ellos. Me echaron. Me llamaron al despacho y dijeron que yo ya no era «idóneo» para el puesto. (¿Idóneo para eso? ¿Idóneo para eso?). Me dieron £80 en efectivo. Dijeron que lo sentían. Probablemente estaban apenados.

Tal vez piensen ustedes que me echaron porque no había follado con ellos. Pues yo no creo que pueda ser eso, porque lo había hecho, más o menos. ¿Se acuerdan de aquella tarde en que ella me derramó el té en los pantalones y luego intentó follar conmigo? Bien, yo dejé caer el café y yo intenté follarla: lo intenté con ganas y sin mucho éxito (ella dejó, en efecto, que le sobara esas horribles tetas y demás, pero no estuvo lo bastante entusiasta. Dijo que no quería volver jamás a hacer conmigo nada de aquello. ¿Por qué? ¿Quién ha cambiado?). Jason me la ha mamado. Una vez. Yo se la he mamado a él. Dos veces. Lo hice porque pensaba que podían echarme si no lo hacía. Lo hice, y me echaron igual. Oh, Dios. Supongo que no puedo culparlos, en realidad, conmigo tan callado y tonto todo el tiempo.

Sucedió a media mañana. Me fui andando a casa con £80 en el bolsillo (fue una suerte que nadie lo supiera). Me senté abajo en el cuarto de Terry, contiguo al de Úrsula. Me preocupo por Úrsula todo el tiempo, mucho más de lo que lo hice nunca cuando estaba viva. Entonces siempre se podía hacer algo. Qué cerca de la náusea está la aflicción. Estaría todo el tiempo con náuseas, si me sintiera capaz.

No fue culpa de nadie. Fue inevitable, lo mismo que es inevitable lo que me está pasando a mí. Lo único que querría es no haberle hablado como le hablé. Dios me maldiga por haberle hablado de esa forma. No sé como osé hacer una cosa así. Jamás había sido malo con ella. ¿Sabe Terry que lo hice? Espero que no se lo cuente a nadie.

Cuando él entró, hablamos. No hubo problemas: ahora se muestra mucho más relajado. Hablamos de casa. Mamá y Papá son creyentes. No creen que hayamos de preocuparnos por los muertos. Espero que sigan creyéndolo. Ya veremos. Vamos a ir pronto a casa para la Navidad.

Ahora me siento increíblemente extraño cuándo salgo de casa. No estoy trabajando (inútil ponerme a buscar otro trabajo tan cerca de las vacaciones). Fuera de casa me siento como un impostor, como un fantasma, ofreciendo una apariencia que no es la mía de siempre. Todo el mundo está tan entero y lleno de energías. Respiran con fuerza y sudan pese al frío. El más insignificante de ellos me mira con ojos curiosos y hostiles. (No les gusto. «¿A quién le gusto?», me pregunto). Hasta los ocasionales parloteos de los extranjeros —y hablan en idiomas que jamás he escuchado— llegan a mis oídos con cadencias de obscenidad, imprecación y amenaza. Antes me gustaba que me mirasen. Ahora ya no. Ojalá me pareciese un poco a Terry. Aunque su apariencia sea desagradable, lo cierto es que, en algún importante sentido que en mí no funciona, tiene aspecto de persona, de persona integrada en el mundo en que vivimos. Yo no: lo sé. Antes me gustaba mi aspecto, y me gustaba el modo como me miraban. Pero ahora todo anda mal, y quisiera lucir como cualquier otro.

¿Qué pasó? ¿Qué se hizo de las personas que iban a protegerme? Kane y Skimmer nunca telefonean ni vienen ya por aquí. ¿Por qué habrían de hacerlo? Nunca tuve nada que darles y no tendría con qué salir con ellos. (De todos modos, nunca me importaron. Eran unos mamones, de pies a cabeza). Torka se preocupó por mí al principio, pero ahora él y sus malvivientes piensan que soy ridículo. (Sigo estando seguro de que si fuese allí una vez más me pegarían, con fines sexuales o sólo por diversión). Quizá Odette y Jason pudieron haberme cuidado, durante un tiempo, tal vez. Me tenían cierto afecto, lo sé (pero no tanto). Veo a los vagabundos resentidos en grupos en la parte de atrás de los pubs. No tienen la pinta que solían tener los vagabundos. No son viejos, ni pequeños, ni andan bien embozados. Algunos parecen bastante jóvenes (algunos parecen bastante ricos). Quizá no son todos vagabundos. Si lo son, debe haber una espantosa cantidad de vagabundos por ahí.

No me gusta andar demasiado tiempo por la calle (es natural: es un noviembre muy frío). Prefiero volver a meterme dentro muy pronto. Me gusta dormitar por las tardes en el lecho de Úrsula (es un cuarto pequeño. Puedes templarlo con sólo estar dentro). Su futuro interrumpido y mi pasado muerto se mezclan en la actualidad en mi mente. Las pruebas que la esperan en la muerte no son probablemente muy distintas de aquellas que afrontó mientras vivía: los nuevos colegios, el aborrecimiento de tus pares, las voces en tu cabeza. El pasado entreteje todo aquello; todavía entramos y salimos a hurtadillas de sus reinos tenuemente luminosos. No me gusta quedarme dormido aquí abajo. Tengo sueños. No veo qué se pueda hacer con los sueños. Uno siempre está dormido cuando ocurren. Tal vez haya que culpar al sueño, por poner un manto ante tus ojos de esa manera engañosa que lo caracteriza. Los sueños no osarían hacerme lo que me hacen si yo estuviera despierto. Es por eso que aguardan a que esté dormido antes de hacerlo.

Me quedo en ese lecho hasta que Terry regresa a casa. Charlamos, y muy a menudo me da a beber un poco de su whisky. También muy a menudo bebo un poco de su whisky antes de que él llegue. Él mira la botella y me mira a mí. Yo paso vergüenza. Me pregunto qué puede pensar de mí actualmente.

Navidad en Rivers Court. Un dibujo, una escena de Dickens: la mansión recubierta de nieve, las ventanas doradas por el fuego de las crepitantes chimeneas, todo preparado para el milagro… Arrendatarios y trabajadores rurales canturreando villancicos en el patio (¿vinieron alguna vez? Si así era, alguien les llevaba bebidas calientes), la resonante campana de la aldea contando obsesivamente sus notas a lo lejos, el vigoroso maullido que llega de la sala de las criadas (si es que hubo alguna. ¿Tuvimos alguna vez una?), el radiante silencio del salón oriental mientras todos convergíamos hacia los cestos repletos de cadeaux agrupados en torno al árbol de Navidad de cristal. La familia se siente fuerte otra vez. Casi puedo ver mi rostro asomando aquí y allí en el torbellino de felicidad y recuerdo. ¡Ahí está! ¿Le habéis visto? Veinte navidades me recomponen y me adecentan: mi altura varía a tirones en la máquina del tiempo, mis ropas cambian como una cacatúa multicolor, hay brazos que se tienden hacia mí como… como…

Oh, venga ya… ¿fuimos alguna vez así de dichosos y magníficos? (y es Hall, no Court[19], mentiroso estúpido). Probablemente mis padres estaban viejos y tontos mucho antes de que nosotros nos diésemos cuenta, y mi hermana y yo estuvimos siempre marchando por el mismo camino… Últimamente vivo más en el pasado. Dios sabe por qué. Antes pensaba que nunca había pasado un buen momento desde que tuve veinte años. Ahora me pregunto si alguna vez tuve un buen momento desde que cumplí diez.

El teléfono sonó súbitamente, como para asustarme o advertirme. Alcé el auricular y dije:

—¿Sí?

—¿Estás ahí, Terry? Escúchame bien. Está empeorando con más rapidez. Parece que nadie sabe cuánto le queda. Debes traer aquí a Gregory. ¿Cuánto tardarás?

Me senté en la cama. Aquélla era la voz de mi madre. Y yo no soy Terry. Me incliné hacia adelante. Quería arrojar el teléfono contra la pared o hacerlo pedazos contra el suelo.

—Madre, soy yo —dije—. Soy Gregory.

—… Oh, Gregory.

Hubo una pausa —el silencio más absoluto— antes de que oyese el sonido del auricular colocado suavemente en su sitio.

Me levanté y me vestí. Partí inmediatamente.

Me llevó un centenar de amargos minutos dar con él.

Recorrí todo el trayecto hasta la parada de autobús (un helicóptero volaba bajo sobre mi cabeza produciendo un sordo estrépito y un gato en un restaurante vacío se encaramó a una mesa para arañar el cristal), antes de que se me ocurriese que no tenía la menor idea de dónde trabajaba Terry. Hurgué con violencia entre las páginas de las guías de una cabina telefónica saturada de orina. ¿Qué estaba buscando? Regresé corriendo al apartamento. Encontré una dirección impresa en uno de sus sorprendentes recibos de pago. Pero ¿dónde demonios quedaba Holborn Viaduct? Regresé corriendo a la parada de autobús. Consulté los incomprensibles horarios amarillos en el cartel anunciador. Me revisé los bolsillos, mientras vigilaba la aparición de algún taxi. No tenía dinero. No tenía absolutamente ningún dinero. (¿Qué pasó con aquellas £80? Supongo que algo: cafés, cajas de cerillas, billetes de autobús). Retorné corriendo al apartamento. Di vuelta a mis cajones y bolsillos. Dieciocho peniques. Corrí al cuarto de Terry. En su cajón del dinero encontré varios billetes de £5. Cogí uno. Cogí dos. Corrí a la calle. No había taxis (estaba lloviendo: nunca los hay cuando llueve). Regresé corriendo a la parada de autobús. Me subí a un 88. Pregunté a los negros. Cambié dos veces de autobús. Me encontré parado en una calle que se transformaba en puente. Pregunté a los vendedores de periódicos (compré tres Standard y un News). Holborn Viaduct, «ahí abajo». Descendí unos empinados escalones. Avancé a tropezones por la semioscuridad. Una fina lluvia llenaba la concha de la luz, y cuando les preguntaba por dónde ir, unos hombres me respondían demasiado rápido y otros con exceso de lentitud, o no me respondían en absoluto y se alejaban de prisa o se demoraban extrañamente, haciéndome caminar rápido en cualquier dirección y avisándome que no me llamarían para corregir mi rumbo. De pronto oscureció un poco. Yo me puse a correr.

Masters House se irguió ante mí a través de un sedoso velo de lluvia y lágrimas. Era un edificio grande y eficiente; un hombre uniformado custodiaba la entrada. Vacilé. Había una especie de café en el callejón donde permanecía indeciso. Asomé por unos instantes la cabeza al interior: un teddy-boy con un gran tupé lustroso, una prostituta vieja con el pelo enrulado, una colección de ojos hostiles. Me ceñí la chaqueta. Debajo de una oxidada armazón metálica vi un charco de vómito helado. Me adelanté.

—Tercera planta —dijo el portero de grandes patillas.

Me detuve en un vestíbulo que olía a desinfectante. Tres mujeronas con caras de cruel expresión porcina estaban de pie observándome críticamente desde una oficina o salón o sala de descanso (periódicos baratos sobre una silla verde, el mango apoyado de una fregona). Se abrieron las puertas del ascensor. El ascensorista aguardaba. Cierra esas puertas, cierra esas puertas. Mientras subíamos entre gemidos y zarandeos percibí que alguien me observaba, que me observaba con un desprecio, con un aborrecimiento mortal. Había espejo en el ascensor. Pero no miré.

El descanso de la tercera planta no conducía a ningún lado. Ascendí un breve tramo de escaleras. Avancé por un pasillo. Doblé una esquina. Algo crujió bajo mis pies. Bajé la mirada y vi con un estremecimiento de horror que estaba pisando dientes humanos. Oí un lloriqueo gemebundo. En un oscuro rincón a mi izquierda había un muchacho sentado, con un pañuelo manchado de sangre apretado sobre la boca. Con él había una mujer.

—Oh, pobre chico —dije.

Movía espasmódicamente los hombros.

—Los chicos de abajo —dijo la mujer—. Se los arrancaron así —hizo un ademán con el índice y el pulgar. Dio un respingo—. Así, sin más.

—Pobre muchacho. ¿Por qué? ¿No pudiste impedirlo?

—No. A ésos no puedes detenerlos —dijo ella.

—Dios mío. ¿Dónde está Terry? ¿Está aquí?

—¿El señor Service? Por allí.

Proseguí andando, bordeando una esquina curva. Una mesa llena de secretarias alzó la cabeza para mirarme.

—¿Está aquí el señor Service? —pregunté. Señor Service. ¿Quién diablos se creerá él que es?

—¿Quién?

—El señor Service.

—¿Terry? Por allí.

Doblé una segunda esquina. Una extensa zona abierta circundada por cubículos se presentó ante mí. Unos jóvenes de barba bien recortada se movían con desenvoltura a poca distancia. Todos interrumpieron lo que estuvieran haciendo para volverse hacia mí. ¿Por allí dónde? ¿Dónde? ¿Dónde?

Entonces se abrió suavemente la puerta de uno de los cubículos, y allí estaba Terry, encorvado sobre un teléfono, de espaldas a mí, con la espiral del humo de un cigarrillo ascendiendo por encima de su cabeza.

—Sí —estaba diciendo—. Pues no, no podía ser yo, ¿no? Quiero decir que yo trabajo por las mañanas. No sé. No sé. Ya lo he intentado… sin respuesta. Deben tener alguna idea acerca de qué significa pronto. Vale, lo llevaré, lo llevaré. Lo que pasa es sólo que yo tengo un empleo, ¿me explico? No puedo decir simplemente…

Había hecho girar su asiento y me había visto.

—Después llamo —dijo, y colgó.

Nos miramos fijamente. Tenía un aspecto activo, compuesto, adulto, de alguien que yo no había conocido nunca.

—¿Has visto al chico que está allí afuera? —le pregunté.

—¿Qué chico?

—El chico que está allí afuera.

—¿Damon?

—Le han roto los dientes.

—Sabía que lo harían —dijo Terry—, cualquier día.

—… He hablado con Mamá.

—Lo sé.

—Ella…

—¿Qué te dijo?

—No me dijo nada.

Él se ajustó la chaqueta.

—Las cosas no van bien —dijo.

—Lo sé —dije yo.

—¿Lo sabes? —dijo él, intrigado.

—No lo sé. ¿Lo sé?

—Las cosas no andan bien —dijo—. Vamos a ir pronto a casa para la Navidad.