(I) Creo que empieza a gustarme el modo en que está cambiando el mundo.
TERRY
Desde luego, está claro que todo fue mayoritariamente por su culpa. En realidad, todo el asunto fue enteramente culpa suya. De no haber sido por él, nada de ello habría ocurrido jamás. Podemos repasar ahora los acontecimientos, y se verá que así fue.
Naturalmente, yo no lo habría planeado exactamente como resultó (todavía no me había acostado, lo cual es un elocuente «por ejemplo»). Y durante aquellos primeros instantes de escalofrío perdí completamente las agallas. De habérsele ocurrido, Gregory pudo haberme arrojado al suelo y haberme dado una paliza allí mismo. Yo no habría ofrecido resistencia: con las clases altas puedes joder sólo hasta cierto punto, como bien sabe cualquier verdadero malviviente. Me limité a ponerme la bata, prender un pitillo y ponerme a mirar a la pared. Tan pronto como oímos cerrarse con violencia la puerta principal —Greg salía a tener su tormentosa crisis byroniana en medio de la noche (¡qué maravilla!)—, Úrsula se deslizó fuera del lecho y pasó a mi lado, sin expresión alguna en el semblante. Bueno, así son las cosas, muchacho, pensé, mientras observaba desaparecer su culo anoréxico por la puerta, que se cerró indiferente a sus espaldas. Tu dominio sobre esa chica se ha acabado para siempre. No volverás a verla.
Debieron haber venido a por mí entonces. Debieron liquidarme en aquel momento. Si hubiera estado en lugar de ellos, yo lo habría hecho. No se imaginaron lo vulnerable que me sentía. Si no, seguramente habrían aprovechado la ocasión para darme mi merecido por todo cuanto yo les había hecho.
Úrsula estuvo evitándome durante varios días. Yo la evitaba a ella. Gregory me evitaba. Yo lo evitaba a él. También la evitaba a ella, y ella a él (estoy casi seguro), lo cual era cierto consuelo. Inevitablemente, estábamos siempre a punto de chocar entre nosotros. Yo deseaba que pudiésemos cesar de evitarnos durante el tiempo suficiente para ponernos de acuerdo en una manera adecuada de evitarnos.
Todo aquel embrollo planteaba ciertas dificultades logísticas. Yo me esforzaba tanto en evitar a Úrsula, que no me atrevía a utilizar el baño por las mañanas. Salía tambaleándome del piso con el bigote enredado entre los dientes y la vejiga como una bala de cañón derretida, y entraba en un café vecino a desayunar y a meterme en un cubículo de cartones a mover el intestino, que no aguantaba más; me afeitaba en el trabajo, en los asquerosos servicios donde sigue habiendo viejos que hacen ruidos explosivos.
También está explosiva la oficina. La racionalización ha comenzado en serio. Wark se marchó la semana pasada. Se volvió tonto oportunamente; había estado buscando otros trabajos, en secreto, pero intensamente: no encontró ninguno, nunca llegó a vislumbrar ni uno solo; salió de aquí con andar majestuoso, sin abrir el sobre marrón ominosamente sellado que una mañana encontró entre su correspondencia, lo que significa que ni siquiera obtuvo la risible compensación de los no afiliados al sindicato, pobre idiota. El comepescado Burns se irá la semana próxima; no es de los que ocasionan problemas. El ex beatnik Herbert se aferra lastimosamente a su escritorio: todavía no lo han señalado, pero ya está hablando de los derechos de los ocupantes, de protestas y de cartas a la prensa (no debería hacer nada de eso: el sindicato odia esa clase de cosas, de acuerdo con mi amigo Veale). John Hain está tranquilo, o cree que lo está. Lo mismo yo. Mi consejo al profesionalmente inviolable Damon, no obstante, es el de renunciar al instante, mientras continúa vivo: los chicos de arriba lo sacuden con crecientes bríos; a Damon eso no le hace ninguna falta. Un individuo fornido, vestido a la moda, cercano a la treintena y que no sonríe, se ha instalado en el lugar de Wark. Es un hombre del sindicato y, por lo tanto, se muestra bastante reservado.
Después del trabajo me queda tiempo para, digamos, tres whiskies dobles, antes de irme a mis clases nocturnas en las abandonadas cuevas a los fondos de Farringdon Street. Te sientas en una sucia sala de conferencias mientras algún viejo zarrapastroso te habla del modo de pensar positivo y de cómo evitar cierta clase de preguntas. También hay un poco de escritura rápida. Todos somos allí muy solitarios y amigables, y algunos acostumbramos a continuarla en el pub, incluidas dos chicas nada notables a quienes me propongo abordar por turnos en seguida que haya recuperado mis agallas.
Me alegra llegar tarde a casa. Me alegra que Gregory pase las horas muertas arriba en su cuarto y ya no baje más y nunca salga. Me alegra que Úrsula se acueste acurrucada y de cara a la pared, haciéndose la abstraída, haciéndose la muerta, cuando yo paso furtivamente a lavarme y a mear (y a vomitar aprisa, si tengo ganas). Pienso: finalmente, estamos todos en un pie de igualdad, más o menos. Estamos en paz. Estamos a mano.
Y entonces…, ¿saben con quién me tropecé el otro día?
Estaba comiendo en el pub, por una vez —generalmente voy a un pequeño y agradable establecimiento griego a la vuelta de la esquina—, cuando noté a una figura conocida apoyada contra el mostrador en una pose familiar. Las largas piernas inquietas compartiendo la carga de aquella cintura diminuta, la energía del perezoso movimiento del desproporcionado tórax, los tirabuzones del cabello, Jan.
Oh, Dios (pensé), ¿dónde me escondo? Pero ella se volvió en seguida, me vio, tragó saliva, sonrió, me saludó con la mano y me indicó con un gesto que iba a reunirse inmediatamente conmigo. Yo pasé rápidamente revista mental a mi aspecto: el cabello dominando hasta cierto punto en mi coronilla, la camisa no del todo mal, nada de pedos desde hacía al menos diez segundos. Bebí un largo sorbo y encendí un cigarrillo.
—Bueno, bueno, bueno.
—Ajá.
—Eso.
—Pues bien.
—¿Y cómo te va?
—Oh, ya sabes. ¿Y a ti?
—¿Por qué no me llamaste nunca?
Porque tú me cortaste la polla, pedazo de furcia, por eso. Nada más que por eso.
—¿Llamarte? ¿Cuándo?
—Después de aquella noche loca en tu apartamento. ¿Se encuentra bien tu hermana?
—Sí, perfectamente. —Apenas podía creer que estuviese ocurriendo todo aquello—. Sí, fue una noche bastante loca, ¿verdad?
—Y que lo digas. Aquel compañero de piso tuyo… ¡Jo! —Un comentario absurdamente insípido, pensé, pero sin rudeza dije:
—¿Qué quieres decir con «jo»?
—Chico, ése sí que tiene problemas.
—Así que tiene problemas, ¿eh?
—Te lo aseguro —sorbió satisfecha de su whisky con naranja. En el extraordinario iris de sus ojos, con aquel aparente recubrimiento violáceo, no dio señales de actividad, ni irónica ni de otra clase.
—¿Qué clase de problemas?
Ella se rió, alzando una mano para cubrirse la boca en un gesto de autorreproche.
—Bueno, en el mismo instante en que tú saliste, empezó a hablarme de aquel modo raro. Es marica, ¿no? —volvió a reírse.
—¿Raro en qué sentido?
Ella lo imitó, con su acostumbrada exactitud.
—Pues algo así como: «Ah, ahora, y si esta deliciosa pilluela de los cielos revelara sencillamente sus misterios, entonces quizás el…». Oh, no me acuerdo. Vaya si era raro. Yo me reía todo el tiempo.
—¿Y después qué?
—Después… —y por primera vez una cierta lástima se pintó en su semblante. Bajó repentinamente la mirada, pero sólo por un momento—. Oh, Dios mío. Después me pidió que hiciera ese strip tease. Siempre con la misma voz rara, «desvela tus diversos tesoros, dulzura mía», y cosas por el estilo. Bueno, yo… yo era de cualquiera esa noche…, realicé una especie de baile para él.
—Qué: ¿un strip tease?
—Algo así.
—¿Qué significa «algo así»? ¿Te quitaste la ropa o no te quitaste la ropa?
—Bueno, de hecho me quité la camiseta. Y los vaqueros.
—¿Entonces qué es todo eso de que él tiene problemas? A mí no me parece que haya tenido ningún problema.
—No, pero lo que pasa es que no se le puso… no pudo conseguir una erección.
—A veces yo tampoco.
—No, pero la cosa no llegó tan lejos. Fue horrible. De veras. Fue horrible.
—¿En qué sentido? —Aquello era realmente interesante, y razonablemente gratificante. Pero yo me sentía curiosamente remoto, incluso protector también. Era un asunto de familia.
—Se puso a llorar —dijo Jan—. Fuerte, de veras. Fue horrible. Que él llorase. Que él llorase de aquel modo.
—¿Por qué motivo? ¿Por no tener erecciones?
—En parte, supongo. Y por ser marica y por estar arruinado. Y porque su hermana se estuviera volviendo loca. Dijo que si ella se volvía loca, él también enloquecería. Y por…, oh, por todo. Parecía realmente jodido.
Yo encendí otro cigarrillo. Experimenté, otra vez, esa vigorizante sensación de fría calma que últimamente me ha fortalecido tanto. Y dije —aunque ahora sólo como una reflexión tardía—:
—Así que, al fin y al cabo, te habrías acostado con él. Si él hubiese conseguido una erección decente, desde luego.
Ella sostuvo mi mirada.
—Ajá. Y también lo hubiese hecho contigo. Si tú hubieses tenido una.
—¿Por qué no te quedaste, maldita sea? ¿Por qué no te quedaste?
—¡Iba a quedarme! Pero él dijo que era mejor que me fuese. Dijo que tú no regresarías o que podrías traer contigo a tu hermana. O qué sé yo.
—De modo que fue eso.
—Le dije que te dijera que me llamases. Pero nunca lo hiciste.
—Tampoco él lo hizo.
—¿Nunca recibiste el mensaje?
—No. Pero lo recibo ahora.
De manera que por fin nos enteramos. De manera que por fin nos enteramos de un montón de cosas que no sabíamos (o que yo no sabía. ¿Ustedes sí?). Dios. Resulta todo un poco alarmante, ¿no es así? Yo tenía la intención de lastimarlo —tenía la intención de dotarlo de imaginación, de hacerle ver la diferencia entre él y todo lo demás—, pero supuse que había más que vengar. Ahora es bastante fácil ver qué fue lo que a él lo jodió. A ella también.
Ya no me asustaré de ellos nunca más. Jamás volveré a permitirles que me hagan sentir culpable. Ahora son ellos los extraños, de quienes hay que sentir lástima, hacerles un favor y quitarlos de en medio. Ya no tienen vínculos. Aquello a lo que pertenecían ha desaparecido ya; está agotado, son sobras, basura.
La noche en que nuestras vidas se desligaron para siempre, la noche en que todo quedó claro, me encontré por casualidad con Gregory en el pasillo. Él regresaba de esa ridícula «galería» suya, mientras que yo salía tranquilamente con mi libro a pagarme una costosa comida en Queensway.
—Hola —dijimos ambos. Lo encontré atormentado y de mal humor mientras se quitaba el abrigo. Va realmente en cuesta abajo, pensé: su ropa no es ni por asomo lo exótica que solía ser.
—¿Cómo estás? —pregunté en tono agresivo mientras me colocaba los guantes nuevos. No obstante mi firme postura y mi proximidad, Gregory rehusó mirarme a la cara.
—Muy bien —dijo.
—Me alegro. ¿Y qué tal la galería?
—Muy bien.
—Me alegro. Siempre progresando allí, ¿eh?
—Tal vez no me quite el abrigo —dijo él con voz insegura. Se colgó el abrigo de la delgada percha de los hombros y empezó a andar hacia la escalera.
—Úrsula está en su cuarto —dije en alta voz—, deprimida por una cosa u otra, como de costumbre. ¿Por qué no vas a levantarle un poco el ánimo?
Y con eso le cerré la puerta en la cara y me dirigí sin prisa hacia el ascensor riéndome para mis adentros. Afuera, a través de la vidriera combada, vi a las personas que iban por la acera de enfrente como hojas empujadas por el viento.
Cené abundantemente. Ahora tengo tanto de esa cosa rara que los hombres llaman dinero, que parece que puedo hacer más o menos lo que se me antoje. ¡Buenas noches! ¡Hola nuevamente! Sí, no sé, excepto que no voy a probar otra vez ese vodka con tónica antes de la comida. La cazuela de gambas, si me permite, y luego creo que el lomo de costumbre, si es posible. Eso suena espléndido. Y una garrafa de… ¿qué? ¿Tinto? Gracias. No, no consultaré otra vez la carta. De todos modos, ¡me la sé de memoria! Sólo el café, por favor, y también, déjeme pensar… pues creo que tal vez una buena copa de brandy, ¿no? Aquí me siento distinguido. Ahora que lo digo, aquí soy distinguido. El restaurante —un establecimiento familiar italiano en los altos del mercado— está lleno de tipos de cara inflada, expresión poco inteligente y estómago prominente y musculoso, lleno de mujeres de las que no aparentan mucho entusiasmo por meterse en la cama con ellos, pero que resultan estupendas cuando lo hacen. En verdad, los individuos son a menudo fantásticamente repulsivos —la gente ordinaria puede serlo: a nadie le importa— y parecen verse en apuros con los platos llenos de cosas exóticas que refunfuñando le piden a las maternales camareras («Que no, que se le pone limón, pedazo de bestia», oí que un gourmet le decía a su más bien menos sofisticada compañía). Es verdad también que las mujeres me miran bastante; tal vez me hayan señalado como un malviviente en ciernes; o acaso piensan que parezco más bien señorial y enigmático con mi libro de cubiertas blandas, mis cigarrillos y mi vino, mi relativa compostura, sentado allí solo en aquel lugar atestado.
Habiendo pagado la cuenta, generosamente, por cierto, me encaminé a la calle. Los pubs acababan de cerrar y había en el aire un agradable tufillo a brutalidad estúpida[17]. Advertí que hacia el lado del supermercado estaba en pleno curso un altercado prometedor. Crucé la calle, incorporándome a una reducida pero apreciativa audiencia, y contemplé a dos gruesos individuos de edad mediana que zarandeaban violentamente a un borracho en medio de unos cubos de basura. Los dos hombres continuaban pegándole sin descanso, aunque el borracho hacía rato que había perdido el sentido. Parecía que no encontraban motivo para detenerse; pero entonces se sacudieron jadeantes las manos, y todos nos retiramos pisoteando fragmentos de dientes y cristal de botella. Estamos volviéndonos más peligrosos. Ya no nos aguantamos. Ahora hacemos lo que queremos. Si yo fuera alguno de ustedes, no andaría muy tarde por la calle demasiado a menudo. Hay aquí bastante gente a la que le encantaría hacerles daño. No deberían ustedes dar nada por sentado: deberían andarse con cuidado. Todo esto me va: me refiero a esto de que nadie pueda ya estar a salvo. Creo que empieza a gustarme el modo en que está cambiando el mundo.
Atravesé nuevamente la calle para dirigirme al vecino local de mi proveedor nocturno de pornografía. Lo prefiero cuando ya hay en él una cantidad decente de pervertidos, y también cuando la chica jamaicana no está en su puesto en el mostrador del tabaco: tiene la mala costumbre de levantarse bruscamente de su asiento y, sin previo aviso, echar a la calle a todos los pervertidos. Felizmente, esta noche ocupa su lugar el griego propietario del establecimiento, que está hurgándose los dientes con una lima de uñas, sin mayor esperanza, y hay seis o siete pervertidos esparcidos delante de los estantes de pornografía, como soñadores en el urinario. Me uní a ellos. Pasé rápidamente las páginas de media docena de revistas, todas las cuales continuaban evidentemente en el negocio de enseñar a los hombres qué aspecto tiene la intimidad de las vaginas y anos de las mujeres. Hay centenares de estas chicas en cada revista, y hay centenares de estas revistas en cada tienda, y existen cientos y cientos de tiendas. ¿De dónde salen estas chicas y cómo las abordan y las persuaden para que nos enseñen el interior de sus vaginas y de sus anos? A estas alturas deben habérselo pedido prácticamente a casi todas las chicas del mundo. ¿Se lo han pedido ya a Jan, a Úrsula, a Phyllis en lo de Dino? Muy pronto se les acabarán las chicas dispuestas a hacerlo. Después tendrán que buscar la manera de que lo hagan las chicas que no están dispuestas a ello. Entonces conoceremos el aspecto del interior de las vaginas y los anos de todas las chicas. No estará nada mal.
La noche estaba eléctrica: era una noche en cursiva. Cuando una lluvia penetrante empezó a perforar la atmósfera, pensé que el pavimento iba a ponerse a sisear. ¿Qué está haciendo la gente levantada hasta tan tarde? ¿Tienen demasiado calor para dormir? La humedad trajo desde una carretilla abandonada un aroma dulzón a fruta podrida. Me detuve a mirar hacia arriba. Vi estrellas.
Para qué necesito el baño, pensé al entrar en el piso. Una vez en mi cuarto, me serví un potente golpe nocturno —whisky: mejor que cualquier cepillo de dientes—, cambié mi ropa por unos viejos pijamas y me metí rápidamente en la cama. Un cigarrillo, el día, la oficina, el mes próximo, el futuro, ah, la vida, ah, la muerte. Hice una gárgara y aplasté el cigarrillo. Apagué la luz y me quedé mirando al techo. Pero el techo no se iba a dormir. Mi mente estaba muy, muy, muy ocupada. Entonces lo oí. Un sonido demasiado próximo para ser un sufrimiento humano, demasiado hondo para separarse del zumbido y el goteo de la noche. Un bebé morado al que se le ha acabado el aliento, una mujer demente en un vacío, el crimen debajo de numerosas almohadas.
—¿Úrsula? —dije.
Todo acabó en un momento. Sólo me bajé los pantalones. Recuerdo únicamente el olor: sudor, lágrimas, flujo. Sus muslos estaban fríos y erizados, pero ella estaba hirviendo por dentro. Quería incorporarse, conectarse, ser nuevamente una unidad. Pensé que podía quebrarse antes de que yo pudiese hacer nada. Ella temblaba como una loca. Jadeaba tan fuerte que apreté mi mano sobre su boca para mantenerla allí, para conservarla entera, para retenerla.
—¡Silencio! —dije, aterrorizado. Ella se tendió sobre la cama y yo me tendí encima de ella. En un momento todo había terminado. Yo confiaba no haber roto nada.
—Me odia —dijo ella a continuación. Yo me aparté unas pulgadas.
—¿Él?
—Sí.
—¿Por mi causa?
—Sí.
—¿Es por eso que tú…?
—Sí. Alguien tiene que cuidarme.
—¿Lo han hecho?
—Era él o tú.
—¿Por qué?
—Pero nada de eso importa ya, ¿no es así?
Yo me volví. Oía una nueva lluvia rodando por los cielos. Me pregunté cuánto tiempo pasaría antes de que ella regresara a su habitación.
(II) Aún no has tocado fondo. Todavía puedes caer mucho más abajo.
GREGORY
¿Qué sucedió?
¿Qué sucedió? Creo que debo haber estado fuera por lo menos media hora antes de darme cuenta de que estaba fuera, antes de darme cuenta de estar en alguna parte, antes de que la bruma de una aflicción candente tuviera oportunidad de disiparse de mis ojos. Había salido «como una tromba» a la noche. Súbitamente estaba en la calle y súbitamente las calles estaban negras, vacías y frías. No había ruidos, absolutamente ningún ruido, a excepción del agudo resplandor distante de los coches y el amortiguado murmullo del aire, como el de un disco de gramófono entre un corte y otro. ¿Y dónde era eso? Estaba de pie en lo alto de una pendiente al otro lado de un bajo y oscuro puente ferroviario. Una luz tenue llegaba desde la entrada de una muerta estación de metro del lado opuesto de la calle; en la puerta contigua había una modesta academia para conductores que lucía una pretenciosa L rosada de neón parpadeando débilmente en el escaparate. Por encima del muro prefabricado que orillaba el pavimento veía una vasta zona arrasada semejante a un lugar bombardeado y acordonado, con profundas cicatrices en la tierra, montículos de arena, zanjas humeantes. Grandes grúas erguidas asomaban sobre mi cabeza. ¿Qué pasaba?
Más abajo yacían hileras y más hileras de casas amontonadas en la sombra (parecían haber brotado de sus propios jardines). Por la albañilería de ladrillo de imitación y los marcos de las ventanas absurdamente pintarrajeados supe que me encontraba en territorio de negros, el infierno mau-mau entre Ladbroke Grove y Kilburn. Los coches que pasaban a intervalos irregulares por la calle eran los coches de los boogies[18], tan inconcebiblemente llamativos que únicamente los boogies podían ser capaces de andar en ellos por ahí. Pero los boogies dormían. Yo no experimentaba miedo alguno: ¿de qué, en todo caso? Ahora dependo de mí mismo, pensé, sintiéndome más sano de lo que me había sentido durante semanas, más sano que allá arriba en aquella habitación, echado sobre aquel colchón de clavos de los nervios. ¿Por dónde quedaba mi casa? Empecé a descender por la colina hacia el oscuro puente.
Fue entonces cuando los vi, dos hombres, inmediatamente pasado el viaducto. Vacilé por un instante (¿cruzo la calle? No), y continué andando. Una tercera figura trepó sobre la valla del solar en construcción. Las luces de las farolas callejeras parpadearon. ¿Es esto? Vistos a través de la sombra más intensa del túnel, parecían extrañamente en calma bajo el resplandor. Dos de ellos estaban apoyados en la cerca prefabricada; el otro, un hombre joven con un abrigo de viejo, me miraba de frente. Entré en el túnel (no detenerse ahora), aprovechando la oscuridad para aminorar el paso. Me detuve. Un alambre me apretó la garganta cuando las dos siluetas apoyadas se enderezaron y tomaron posición junto a su compañero. Tal vez pudiera correr más que ellos, pero no podía eludirlos: esas malditas pequeñas piernas suyas… ¿y retroceder corriendo hacia dónde? ¿Hacia allí? ¿Y empezar de nuevo? Caminé hacia el límite de la sombra, a diez yardas de los tres hombres. Me detuve. Oí agua, un súbito chorro rústico. Los sujetos eran flacos, sucios, con el pelo largo; daban la sensación de estar al margen de todo, con los nervios tensos para la calle. Nadie se movió. Ahora no se oía ninguna clase de ruido.
—¿Qué queréis? —exclamé desde las sombras.
Ellos no se adelantaron, pero parecían prestos a cambiar de postura para atacar. Unos dedos gruesos me atenazaban el corazón.
—Dinero —dijo pausadamente uno de ellos.
¡No tengo! ¡Estoy en números rojos!
—¡Un momento! —dije—. Tres libras y un poco de cambio: podéis quedároslo. Por favor. Es todo lo que tengo…, os lo aseguro.
—Tres libras —se dijeron unos a otros. Empezaron a avanzar.
Mis piernas se derritieron.
—¡Os conseguiré más! Os…
Entonces dos pesadas manos me cogieron desde atrás.
Giré en redondo, medio desplomándome. Sentí los pantalones mojados y calientes. A unas pulgadas del mío, un rostro de piel anaranjada y boca desdentada. De ésta escapó una ronca carcajada.
—Vaya —dijo la boca—, acaba de cagarse encima. Se huele. Acaba de cagarse encima.
Los otros tres se acercaron rodeándome.
—Por favor, no me peguéis —dije llorando—. Os daré el dinero. Por favor, no me peguéis.
—Ahora está llorando. Coño, pedazo de caca. ¡Ja! ¡Cagarse encima! ¡Este desgraciado cabrón se caga encima!
Y mientras estaba allí rascándome los bolsillos, y aun a través de la bruma de la alarma y la humillación, me di cuenta de que no eran más que mendigos, y encima muy desvalidos, jóvenes y enfermos, con menos fortaleza en sus cuerpos de la que podía reunir yo en el mío.
—Lo lamento —dije, mostrándoles el dinero en el cuenco de mis manos—. Creedme que no tengo más que esto.
El desdentado se rió otra vez.
—Guárdatelo, cagón —dijo—. Guárdatelo, así, eso es, cacho mierda.
Me alejé de ellos tambaleándome y me puse a correr a tropezones. Ellos gritaron hasta que ya no pude oírles.
—Corre, cagón. Venga, corre a tu casa a cambiarte las braguitas. Corre, corre, cagón.
Las dos de la mañana. Estaba de pie en mangas de camisa delante de la mesa de la cocina, con el cambio y los estrujados billetes desparramados frente a mí. Había sepultado los pantalones en el cubo de la basura. Me había lavado en la pileta, con agua, detergente y el rollo de papel higiénico. Me volví hacia la ventana sin cortina. Allí estaba mi rostro, suspendido entre los tejados y las cuentas de luces de los pasillos de los bloques más altos. Era igual a mí, supongo, o a como me ven otras personas.
—Aún no has tocado fondo —dije—. Todavía puedes caer mucho más abajo.
Este mes se oculta en sitios poco conocidos.
Los evité todo el tiempo que pude, y con cierto éxito. (No podía encararme con ellos. La vergüenza era mía también, en cierto modo. ¿Por qué?). En las horas tempranas de la noche y durante los fines de semana permanecía alejado del apartamento. Me sentaba en cafeterías con chicas au pair y gente de paso, con respetables señoras de edad mediana y acicalados caballeros de mediana edad, cafeterías en las cuales todo el mundo estaba enterado de los fracasos de los demás y nadie tenía otro sitio en el que hubiese preferido hallarse. Me entretenía en las librerías, los mercados de antigüedades y las tiendas de segunda mano, entre los hippies aburridos, los rufianes de rostro cruel y los confiados estudiantes con sus valiosos bolsos de plástico. Pasaba las tardes en el cine, cerca de ruidosos chiquillos y amodorrados pensionistas, al lado de anónimos desocupados crónicos y vagabundos balbuceantes (¿cómo pueden permitírselo? Yo no puedo). Procuro no quedarme más allá de las nueve o las ocho y media. Me mantengo en las calles concurridas, donde los extranjeros están todavía en plena actividad saqueando tiendas. He estado manteniendo los ojos abiertos. He estado vigilando a mi alrededor.
Corríjanme si me equivoco, pero da la impresión de que aproximadamente uno de cada tres pobladores autóctonos de esta ciudad está completamente loco: obvia, abierta, franca, descaradamente loco. Sus vidas están entregadas por entero a formular amargados comentarios sobre el mundo, la luz, la hora del día que es. En cada tanda de pasajeros de un autobús hay seis o siete personas sentadas que no hacen otra cosa que refunfuñar sin objeto con lágrimas en los ojos. Cualquier café contiene, a todas horas, un mínimo operativo de dos maníacos gesticulantes que tienen que ser ahuyentados o echados a la calle, donde se quedarán gritando y amenazando hasta que alguien secunde sus esfuerzos por ser nuevamente ahuyentados. Por cualquier calle que anden, encontrarán la misma proporción de personas que no hacen otra cosa que rumiar a todas horas del día y de la noche, rumiar su odio o su desilusión, o su desdicha, o simplemente su fealdad, su pobreza y su locura. Deberían unirse. Deberían organizarse (conformarían un grupo de presión muy poderoso). Deberían organizarse y hacer que todos los demás fueran también jodidos y tonto.
¿Estoy yo como ellos? No, aún no. Pero actualmente piso muy levemente por cualquier sitio por el que vaya, tanteando todas las superficies. A cada momento espero escuchar cómo se quiebran.
Últimamente, el trabajo se ha vuelto insoportable (en realidad lo ha sido siempre, como ustedes saben, pero actualmente lo es más). Me chillan. Me ponen a parir cuando regreso tarde de repartir sus cuadros mierdosos por toda la ciudad (quizá debería hablarles acerca del metro y yo; a lo mejor se volverían más amables). Me chillan cuando se me caen las cosas, y actualmente se me caen bastante. La semana pasada se me cayó una tetera, y los muy cochinos me hicieron comprar una nueva. Esta semana se me cayó un marco, naturalmente, pero tan valioso que ni siquiera se les ocurrió que fuera a comprarles uno nuevo. En cambio, me pusieron a parir. Ayer me chillaron delante de unos estudiantes amigos con quienes estaba conversando (al parecer, yo había puesto mal la dirección de la mayoría de las invitaciones a la exhibición privada). «Baja inmediatamente al depósito», dijo Odette. Los estudiantes amigos parecieron estupefactos. Yo también. Estuve llorando un rato mientras limpiaba los marcos.
¿Saben lo que tuve para comer el otro día? (Ah, gracias, mi estimado Emil, sí, lo de costumbre, por favor): una barra de chocolate relleno. Una maldita barra de chocolate relleno. Chúpense ésa. Ahora Terry paga todas las facturas. No parece importarle. Un día, al volver del trabajo, me encontré con que el potente Grundig había desaparecido de mi cuarto. Supuse que habían venido a llevárselo (no podía hacer frente a los pagos). Fui abajo, y vi que estaba en el cuarto de Terry. No dije una palabra.
Quiero irme a casa. Quiero retornar a aquella casa grande y tibia. Necesito estar entre personas que me quieran. No encuentro nada que me sirva para utilizarlo contra la gente que me odia.
La noche en que nuestras vidas se desligaron para siempre, la noche en que todo quedó en claro, coincidí casualmente con Terry en el pasillo. Yo acababa de regresar del trabajo; él se estaba calzando un par de guantes nuevos, aprestándose para salir tranquilamente con su libro a pagarse una costosa comida en Queensway.
—¿Cómo estás? —preguntó en tono agresivo.
—Muy bien —dije yo, sin mirarlo a la cara.
—Me alegro. ¿Y qué tal la galería?
—Muy bien.
—Me alegro. Siempre progresando allí, ¿eh?
—Tal vez no me quite el abrigo —dije con voz insegura, mientras empezaba a andar hacia la escalera.
—Úrsula está en su cuarto —gritó él—, deprimida por una cosa u otra, como de costumbre. ¿Por qué no vas a levantarle un poco el ánimo?
Yo había alentado durante todo ese mes la expectativa de desear que Úrsula viniera a mí, que viniera a pedirme perdón. Sabía que las cosas nunca podrían volver a estar bien, pero quizá yo pudiera encontrar el modo de dejar de odiarla, el modo de arrojar lejos de mí este frenesí por la soledad que ahora me cubre como un manto. No obstante, no quería que viniese. No lo quería realmente. Sabía que no podría tolerarlo, que era una cosa intolerable. Aquí estoy, a solas conmigo mismo. Hagamos frente a ese hecho.
Me encontraba sentado junto a mi ventana. Tenía puesto aún el abrigo (últimamente me lo dejo a menudo. Implica que no estoy aquí definitivamente y que puedo largarme cuando se me antoje; además, estoy paranoico con la estufa). Me encontraba sentado junto a la ventana, contemplando los aviones que se desplazaban graciosamente entre las nubes grises. Entonces oí aquellas pisadas sigilosas.
—¿Gregory?
No pude girar la cabeza.
—¿Sí?
—Soy yo.
—Lo sé.
—¿No quieres hablarme?
—No puedo.
—¿No vas a hablarme nunca más?
—No lo sé. No creo.
—¿No vas a mirarme?
—No puedo.
—Cuando éramos chicos decíamos que nunca seríamos malos el uno con el otro.
—Lo sé.
—Entonces, ¿por qué estás siendo malo conmigo ahora?
—Porque te aborrezco —dije.
—No puedes. ¿Qué será de nosotros?
¿Y por qué son siempre los clisés los que te hacen llorar? Me eché hacia adelante sobre mi mesa y di rienda suelta a las lágrimas más salobres que haya derramado nunca. Tanta agua manando, ¿de dónde proviene? Presentí su presencia a mis espaldas. Me volví, sobresaltado.
Tenía una mano levantada, como si fuera a posarla sobre mi hombro. Su semblante expresaba un dolor intenso. Se acercó un poco más.
—¡No me toques! —exclamé. Se lo estaba rogando—. No lo hagas. Si me tocas me volveré loco.
Avanzada esa noche, un torbellino de sirenas se introdujo oblicuamente en mi sueño. Giré en el lecho (cerrad las puertas, cerrad las puertas. Las sirenas abundan en mi entorno, donde siempre está todo el mundo jodiéndose o volviéndose tonto. Siempre tiene que haber sirenas esperando por aquí cerca). Había soñado que iba caminando por una calle bombardeada; había niños jugando, y una atmósfera nostálgica provocada por aquella olvidada concordia: el bate que golpea la pelota, el sonido de las zapatillas que rozan el suelo a la pata coja, la débil protesta atiplada de sus gritos; yo llegaba a la casa que había venido buscando; llamaba a la puerta y me volvía para disfrutar de los niños; ahora todo estaba silencioso, y yo veía con un sollozo que no eran niños en realidad, sino viejos enanos locos, cada uno de ellos, cruzando la calle hacia mí con los rostros encendidos… Las sirenas aullaban, pidiendo sangre a gritos. Abrí los ojos. Una luz azul giraba velozmente alrededor de mi cuarto, como un espectral bumerang: juish… juish… juish. Me incorporé en la cama temblando. Las sirenas gemían su advertencia mientras yo bajaba las escaleras. Abrí la puerta del apartamento.
Entonces, todo a un tiempo: la ráfaga de aire frío a través de la vidriera hecha añicos, los hombres abriendo de golpe las quijadas de la ambulancia, la figura vociferante en camisón blanco. Caí de rodillas.
—Terry —dije—. Que alguien me ayude, por favor.
El pasillo empezó a inclinarse sobre un costado. Yo me deslicé por el suelo. El bumerang de luz azul continuó girando sobre mi cabeza, acercándose más, cada vez más brillante, convirtiéndose en tinieblas.