9: Septiembre

(I) Ése es uno de los modos de tenerlas a tu merced.

TERRY

Hay ahora en mis noches algo de leproso e inexorable. Las cosas han avanzado con una certeza constante, con la lenta lógica coherente de una novela costumbrista, o una combinación ajedrecística, o un juego de familia. Ya sé cómo acabará —las cosas se pondrán súbitamente mucho peor para dos de nosotros y jamás volverán a mejorar—, pero no puedo estallar todavía. No quiero estallar. Seguiré adelante hasta que ocurra. Parece que eso es lo único que puedo hacer.

Durante algún tiempo estuve saliendo con una chica ciega, saben, sí, así es, totalmente ciega, de nacimiento: incluso usaba gafas oscuras y bastón blanco, lo cual por la noche solía lucir en las calles como una flotante marca de tiza o un rastro de humo, algo irrelevante cuando los dos estábamos también completamente ciegos. Abundantes atracciones, pues, para el preocupado estudiante de abrigo marinero, con su bolsón de plástico con los libros y su experimental barba rojiza (a ésa pronto la excluí). Ella era pequeña, judía y esbelta; tenía un deslumbrante cabello negro, una gran nariz trágica, la epidermis del color de la arena mojada y unos labios gruesos casi tan amarronados como su piel; todos convenían conmovidos que era bonita. Piensen, asimismo, en la cualidad conmovedora de aquella valiente aunque vacilante figura paseando relajada y alegre con sus amistades entre clase y clase, pero convertida en una sonámbula indecisa cuando se la veía sola en la ciudad, tratando de mostrar un paso firme, mudando de expresión con asustada rapidez al internarse por senderos desconocidos. Consideren, además, el hecho de que (a) era una chica, y (b) no podía ver qué pinta tenía yo, y empezarán a apreciar la plena potencia de su fascinación.

Fue tremendamente fácil entenderme con ella. Simplemente un día la ayudé a cruzar la calle en el centro, le pregunté adónde iba y le comuniqué mi intención de acompañarla. No hay nada que ellos puedan hacer al respecto, ¿comprenden?: ése es su objeto. Yo fui con ella todo lo bueno que pude durante un tiempo muy largo. A su debido tiempo ella casi empezó a acostarse conmigo (sí, fue una de las chicas a quienes escribí cuando nadie quería saber nada de acercarse a una cama conmigo. Ahora está casada, o muerta, o tal vez tonta en un asilo. No puedo recordar si alguna vez me contestó). Yo sabía que el asunto se iba a poner desagradable en el momento en que su ceguera se convirtiese en algo que yo pudiera usar: y, cómo no, una noche, en su cuarto, cuando ella retiró la mano pecosa cuya palma caliente se deslizaba hacia arriba por su muslo y la devolvió recatadamente a mi regazo, yo volví a levantarla y agité dos gruesos dedos abiertos debajo de su nariz. Una puerta se abrió de repente. Cogí el hábito de inclinarme por detrás del sofá en el que ella se sentaba y espiar sin fruición la pendiente triangular de su blusa; después de poner un disco, solía volver hacia ella gateando, mirándole por debajo de la falda (esas chicas ciegas no saben sentarse correctamente); le hacía muecas sin parar, encontrando un gozo especial en contradecir mis palabras con mis expresiones faciales, de modo que, por ejemplo, las amabilidades corrientes estuvieran sincronizadas con miradas de ardor exasperado, las ternezas amorosas acompañadas por burlonas contorsiones de odio, etc. Por último, una noche en que yacíamos desnudos en su lecho (eso estaba bien. Pero ella estaba en plan de no-penetración), produje, con cierto esfuerzo, los efectos sonoros de una orgía de llanto, gimoteando de modo lastimero que no podía ser cierto que me amase, que me iba a morir si no la poseía, y otras mendacidades por el estilo. Finalmente ella accedió, derramando más lágrimas de las que yo hubiera llegado a derramar esa noche. No volvimos a vernos. La cuestión era —¿se dan cuenta?— que ella sabía que yo estaba fingiendo, pero no podía decir que lo sabía. Porque eso habría sido mucho más terrorífico, ¿no es así?

Ése es uno de los modos de tenerlas a tu merced.

Estremecimiento. Temblor.

—¿Qué más hacíais? —pregunté, deteniendo con una contracción de la nalga la marcha descendente de la mano de Úrsula.

—¿Mmm?

Ella acaba de deslizarse entre mis sábanas por decimoctava noche consecutiva y a estas alturas parece bastante hastiada de la rutina, mostrando en verdad cierta tendencia a ponerse manos a la obra con lo que a mí se me antoja una insultante prontitud (y no es que a mi polla le importe un carajo, como quiera que sea. Actualmente hace lo que le mando).

—Tú y él. ¿Qué más hacíais? —La rodeo estrechamente por los hombros con un brazo, al tiempo que elevo el timbre de voz para sonar benévolo.

—Bueno, sí —musita ella en mi axila (no sé cómo pude aguantarme durante esos repugnantes interludios)—, la verdad es que había otras cosas.

—… ¿Ah sí? ¿Como qué?

Ella se estremece ligeramente.

—No puedo decirlas.

—Entonces hazlo —me oigo decirle, en el impasible tono monocorde que he cultivado para tales solicitudes—: Hazlo.

Nuevamente con un gruñido indescifrable, como el de un trabajador sin futuro a quien se le pide pasar de una a otra tarea igualmente rutinaria y sin sentido, mi hermanastra se zambulló al interior del lecho. No hubo contacto alguno entre su piel y la mía hasta que sentí firme y distintamente la presión de sus labios.

—¿Estuvo bien? —pregunté con asombrada incredulidad cuando ella resurgió a la superficie.

—Creo que me acostumbraré —dijo Úrsula, arrugando la nariz en señal de disgusto.

No muy perfecto, ¿eh?

Después de cada uno de esos actos nocturnos —después del autocomplacido «Ya está» de Úrsula, pronunciado en el tono de una virgen verdaderamente experimentada—, mi inmediato instinto, mi instinto predominante, ha sido el de una disposición agradecida y ansiosa de reciprocidad. La primera noche me escurrí lecho abajo como un babieca, y sólo después de una humillante lucha —con la propia Úrsula arrastrada a medias hacia abajo conmigo— volví a emerger, encandilado. Evidentemente, no era aquello. En las pocas noches que siguieron, yo buscaba a tientas el cuerpo junto a mí, en la cama, con una especie de extática circunspección, como si se tratase del bebé de un amigo o de una pila nuclear a punto de reventar, sólo para encontrarlo muerto, muerto, un leño helado en una noche borrascosa. Una vez se apartó de un salto de un modo crudo, brusco, y yo hice una silenciosa mueca burlona en la oscuridad. Allí estaba, de momento, de vuelta en el mismo punto que antes. Desde entonces no lo he intentado. Pero pronto voy a intentarlo otra vez. He estado pensando en qué es lo mejor que se puede hacer.

¿Se ha dado cuenta Gregory de lo nuestro? (¿Ha dicho algo?). Yo diría que no. Yo diría que tiene otras cosas en la cabeza. Su natural engreimiento lo protege, desde luego, pero ahora hay otras cosas, y estoy casi seguro de saber cuáles son. Se muestra asustado (¡mírenlo! Él, nada menos, asustado). Se lo ve como si el propio aire pudiera volverse furioso contra él… Cuando éramos pequeños el asustado era siempre yo, siempre el jodido y despreciado en el colegio, siempre el atropellado y vapuleado por los chicos del pueblo, siempre el rodeado e insultado a voces por los guardianes del parque, siempre el que estaba llorando por alguna broma despectiva, siempre asustado. Gregory casi nunca lloraba de pequeño, sólo por las desgracias de los demás (sí, eso es cierto). Ahora anda por ahí con la sonrisa blanda y temblorosa del que a duras penas está aguantando las lágrimas. Está realmente asustado. Creo que no hace falta que me ocupe de él, después de todo. Alguna otra cosa lo está haciendo por mí. Creo que el asunto está siendo muy bien llevado.

—Ah, hola. Pasa, Terry.

—¿… Por dónde?

Me encontraba en la amplia calzada para coches del hogar del señor Stanley Veale en Fulham, una mansión victoriana de tres plantas, de un tono castaño rojizo, contra cuyo extenso marco se apoyaban y agazapaban diversas estructuras brillantes. Veale se dirigía a mí a través de la ventana levantada de uno de aquellos pequeños e insignificantes añadidos, que aparentaba ser algo así como un comedor diario de forma oval lleno de sillas rosadas y abigarrados cojines desparramados. Su rostro grande y pálido permanecía inexpresivo.

—Por los cobertizos de aparcamiento.

«Oh, así que tienes más de un cobertizo, ¿no?», pensé, habiendo tomado ya nota de los tres coches detenidos sobre sus respectivas huellas sobre la gravilla: el consistente Ford Granada, la furgoneta, el Mini.

—¿Por cuál cobertizo? —pregunté.

—Hay un solo cobertizo —dijo Veale en tono grave—. El Granada lo dejo en la calle. Es para los coches ligeros. Por el costado.

Oh, conque tiene más de un coche ligero, ¿no?

—Oh, vale —dije, dándome cuenta tardíamente de que el gusto de Veale por el plural era únicamente la sonora consecuencia de su «elegante» pronunciación de la t final (hace una década, sin duda no la habría pronunciado; pero, claro, hace diez años no habría tenido necesidad de utilizar aquellas palabras). El mismo origen tenía su atracción por una h inicial áspera. Veale decía hello como un resuelto halitósico sondeando una amistad[14].

Me dirigí hacia el costado —Veale retiró precavidamente la cabeza— por entre los tubos de sostén del cobertizo, entrando en un vestíbulo al aire libre donde había una considerable colección de mantos, capas y chubasqueros colgados en la pared, encogidos prisioneros en un campamento del norte. Sobre el suelo embaldosado yacía un montón de piernas desmochadas, bajo la forma de descartadas botas Wellington[15]. Un panel de cristal se deslizó hacia atrás: Veale giró sobre sus talones y avanzó por un amplio pasillo que inmediatamente desembocó en un salón con dos niveles: blancas alfombras mullidas como musgo cubierto de nieve, delante de unos sofás tan largos como una fila de butacas de cine, una chimenea del tamaño de una entrada de servicio de Versalles, un bar en forma de riñón contra paredes con estantes llenos de botellas.

—¿Whisky? —dijo Veale—. Más vale que sí. Es lo único que hay, por el momento. A menos que quieras esa porquería dulce —añadió, señalando con disgusto las botellas de Parfait Amour y Chocolate Mint Cream ordenadas a su alrededor—. Mi mujer consume esas porquerías dulces. Antes de comer. Tú obsérvala.

—Tiene usted una casa increíble —dije. Veale cogió un cortapapeles dorado y lo hundió en una de las cuatro cajas marcadas WHISKY que había detrás del bar—. Ahí va. ¿Compra usted al por mayor?

—En cierto modo sí —dijo cortésmente Veale—. Todavía no he entrado el vodka y eso. Aquí está: cuatro cajas de whisky, cuatro de vodka, cuatro de gin, cuatro de ron, cuatro de Campari, cuatro de vermut, cuatro de brandy. Uno ochenta contado.

—¿De veras? ¿Qué, lo saca barato?

—No, pago de más ¿no? No hace falta ser… Maynard Keynes para calcular eso. Por supuesto que lo saco barato.

—Disculpe.

—Ya ni me acuerdo de la última vez que pagué algo sin descuento. Sólo un papanatas pagaría sin descuento en estos tiempos. Todo al contado. Por adelantado.

—¿De veras? —Me encaramé a un taburete, aceptando el vaso de whisky más grande que había visto o sobre el que hubiese oído hablar en mi vida.

—Sí. Claro que ya no es lo que fue.

—¿Antes solía conseguir otra mercancía?

—Vino, jerez, oporto… de todo. ¿Has visto el Granada de ahí afuera? Lo conseguí por menos de la mitad del precio al público.

—¿Cómo hizo?

Él aspiró audiblemente aire por la nariz.

—¿Tú qué crees?

Un vocerío procedente de la puerta más alejada precedió la entrada de dos chicos pequeños (en justicia, hay que decir que uno de ellos doblaba en tamaño al otro). En tono de benigna formalidad, Veale preguntó qué les apetecía.

—Naranja, papá, por favor —dijo el más pequeño, con un indiscutible acento cockney.

—Pepsi, papá, por favor —dijo el más grande, con un acento comparativamente cortesano.

Veale sirvió a sus hijos.

—Gracias, papá.

—Gracias, papá.

Eso sí que lo pago sin descuentos —dijo Veale cuando se fueron los chicos—. Me cuesta uno y medio de los grandes mandar a ese pequeño tunante al colegio.

—Es que va a un colegio privado, ¿no?

—No, todo se va en transporte. Lo que realmente te hace polvo son las tarifas del autobús para el colegio. A veces no sé para qué me tomo molestias contigo, Terry. Quiero decir que no se necesita ser… Maffyou Arnold[16] para darse cuenta de eso.

—Perdone. Estoy borracho.

—Yo también, colega. Borracho de viernes por la noche a la mañana del lunes… siempre.

—Ese asunto del colegio privado. ¿Ese tipo de cosas no va, digamos —me aclaré la garganta—… contra sus principios?

—No. No va. No va para nada contra mis principios. Qué crees que es lo que nos interesa, ¿eh?: ¿restaurantes, transistores, vacaciones en la Costa Brava? ¿Esa mierda?… Pero ahora dime: ¿ya has visto al responsable del sector?

—Ajá.

—Bien. Yo también. Está bien dispuesto, pero dice que tendrás que hacer el curso.

—Me cago en… Me lo esperaba. ¿Qué curso?

—Cuatro noches a la semana durante un mes. No hay problema. En la Escuela Municipal. Es sólo una precaución.

—¿Que va a costar cuánto?

—Eso sale de los fondos, no te preocupes. Toma. —Volvió a llenar mi vaso—. ¿Pasa algo en la oficina?

—Qué va. No se organizarían aunque pudieran. No valen para eso. —Veale me miró con expresión neutral.

—Gilipollas —dijo.

La sesión terminó poco después de la seductora entrada de la mujer de Veale, una mujer yo diría que maravillosamente promiscua llamada Meg —¿Miggie? ¿Mags?— o algo igualmente ridículo.

Llevaba unos fantásticos pantalones blancos. Las partes de él que iban de la mitad del culo para abajo eran tan transparentes como el polietileno: le veías el contorno de las bragas y su delicado y sugerente dibujo. Mujer de pechos enormemente abultados, me dedicó una atención abrumadora, siempre bajo la pensativa mirada de los grises ojos de Veale. (Pienso que él debe creer que tengo clase). Me habré bebido, oh, no sé… ¿tres cuartos de botella?

—La próxima vez quédese a comer —dijo Mags.

—Salud —dijo Veale.

Caminé dichoso al sol hacia el metro de Fulham Broadway. Pensaba: «Quiero todo eso y quiero todo eso. Y quiero todo eso y quiero todo eso. Y quiero todo eso y quiero todo eso. No quiero lo que él tiene. Pero quiero lo que él quiere».

—Pero, ¡hola!, noble caballero. Hola, amable príncipe —dije cuarenta minutos más tarde (toda esa gente nueva que conozco).

El jodido hippie yacía asándose en el pequeño aparcamiento trasero de The Intrepid Fox. Tenía brazos y piernas diabólicamente extendidos sobre el asfalto caliente, como si los indios lo hubieran amarrado a cuatro estacas. Ahora le faltaba la mayor parte de los dientes, y tenía la piel correosa y aviejada.

—¿Cómo andan las cosas? —pregunté.

—Yo no hablo con cabrones como tú —dijo el hippie jodido.

—Me encanta que todo esto que me rodea sea una mierda. ¿Qué te parece a ti, listo?

—Yo no hablo con mierdas.

—Eres el verdadero Loco de la Colina, ¿eh? Le enseñas a los mierdas de qué coño se trata.

—Vete a tomar por culo, cabrón.

—Vale. ¡Bien! Parece que por aquí anda todo bien. Al parecer te va de puta madre. Has encontrado un buen sitio, te espera un bonito y largo invierno… montones de meses por delante para tomar a lo que venga.

—No te preocupes por mí, cabrón. Me las arreglo perfectamente.

—Oh, seguro, seguro que sí. No, yo no puedo decir lo mismo. Mejor que nosotros, los muchachos acomodados, que tenemos que ir a sentarnos todo el día en un bonito despacho, y regresar a casa y meternos en la cama. ¿Te traes a las fulanas aquí atrás?

—Claro.

—Encender el hi-fi, venga whisky y demás. Mmm, apuesto a que son poca cosa para alguien como tú, un rompecorazones como tú. Para empezar aparentas como ochenta años, desdentado y tal, y ya sabemos que eso les encanta. Amén de que te haces las necesidades encima, cosa que también tiene mucha aceptación. Y…

—Vuelve a tu trabajo, so mamón.

—Mírate un poco, hippie estúpido. Deberías ir preso por oler como hueles. Mírate un poco, vagabundo imbécil.

—A mí no me hables, cabrón. Búscate otro cabrón con quien hablar. ¿Por qué me hablas a mí?

—Porque me encanta —dije—. Me encanta.

A un observador desatento, al menos, la noche del 30 de septiembre le habría parecido semejante a cualquier típica velada entre U. y yo. Todo absolutamente normal y bajo control: mi puntual regreso del trabajo, Úrsula tejiendo y meditando mientras yo me mudaba de ropa y echaba un trago, el vagar indiferente de Gregory por nuestras habitaciones (va a lavarse el tufazo que le pegan los demás), la comida en la taberna de los perdedores, la caminata hacia casa —no de la mano— por Queensway (los escaparates estridentes pero tenebrosos al fondo, el vagabundo solitario, el borracho gesticulante haciendo eses, todo ello odioso y repugnante para Úrsula), luego la reconfortante media luz de nuestra suite: el pequeño calentador de aire eructando rítmicamente en el rincón, las gruesas cortinas echadas, la puerta divisoria abierta para atrás hasta la hora de acostarse. Visito el baño en segundo término (allí me miro con atención en el espejo. A propósito, últimamente meo en el lavabo; es más silencioso, además de acordarme así de lavarme la polla). «Vuelve pronto», digo, como siempre, al salir.

Ah, pero esta noche las cosas son diferentes y creo que ella lo sabe (espero que lo sepa). Pues mi actitud ha cambiado: ha cambiado de un modo sutil pero radical. No soy ya el hermanastro prescindente, agradecido e irónico, el habitante amilanado de una ciudad cambiante, el jovenzazo que aguanta a duras penas. No, esta noche está sereno. Habla poco y espaciadamente. Escucha los interminables comentarios sin objeto de Úrsula sobre su jornada diaria (que sólo pueden terminar con un: «Y luego me vine para casa. Y ahora te lo estoy contando») en actitud de padre interesado. Es autoritario, quizá incluso bastante frío, en el oscuro restaurante, donde ordena la comida sin consultar a la muchacha que ha llevado con él; paga la cuenta y se levanta para irse, con la mirada en otra parte. Y cuando la escolta a lo largo de la excesivamente iluminada Queensway, su aspecto y su paso tienen algo de la épica serenidad del infanticida —prerrogativa que se arroga el adulto, nada malo puede ocurrirte si permaneces a mi lado, la oferta de caramelos formulada con aliento a whisky, ven conmigo pequeña—, sintiendo el hormigueo y la excitación provocados por la audacia de sus necesidades, el ávido aplauso de su mente.

Ella está junto a él, en camisón.

—Quítatelo —dice él.

—Tengo frío.

—Quítatelo.

—Tengo frío, Peliverde.

—No me llames Peliverde.

—Dijiste que podía.

—Estaba mintiendo. No puedes. Quítatelo.

—Oh…

—Eso es. No, no: todavía no. Aguarda… Quédate muy quieta.

—… No, no hagas eso.

—¿Por qué no?

—Por favor.

—¿Por qué no?

—Que no.

—¿Por qué no?

—Oh, por favor no.

—Eso es pueril, Úrsula. Y muy poco natural. ¿Por qué no quieres que te haga lo que tú me haces a mí? ¿eh? ¿Eh?

—Simplemente porque no.

—Ésa es una respuesta infantil, Úrsula. Y un comportamiento infantil.

—Oh, me vuelvo a mi cama.

—¡Qué esperanza! Y va en serio. Úrsula, ¿cómo quieres que haya gente que te quiera y te proteja si te comportas así? Por favor, Úrsula, dímelo… De veras me gustaría saberlo. Hay personas que cuidarán de ti, y yo soy una de ellas, pero si continúas portándote así todas nos alejaremos. Nos alejaremos porque te comportas de una manera poco natural, porque eres tonta… Eso es, así, eso es todo lo que tienes que hacer, ¿ves? simplemente echarte para atrás, no te pongas a llorar ahora, sólo quiero que… ah-ah-ah, tonto, Úrsula, tonto… Sí, eso es, así, así…

Él está ahí abajo sintiéndose como una gárgola exultante, explorando, olisqueando, contemplando, recreándose cuando Úrsula se estremece y da un respingo, cruzando a medias las piernas (y propinándole un considerable golpe en el mentón con su huesuda rodilla), como si hubiera oído algo distante que se aproxima. Él está a punto de soltar un rudo e indignado reproche, cuando oye lo mismo. ¡Zas! En un incontrolado acceso de terror, salta electrizado de la cama. La luz se enciende como el flash de una cámara, y al abrirse la puerta, el cochino muchacho se encuentra encogido y desamparado en mitad de la habitación…

(II) De pequeño me extasiaba pensando en el hombre que iba a llegar a ser.

GREGORY

¿Quién iba a pensarlo?

Ayer de mañana pasaba tranquilamente por la estación de metro camino de la parada del autobús. Tenía un aspecto soberbio, con la capa flameando por detrás, como la de Superman, unas finísimas botas nuevas de piel de víbora, el cabello impecable tras un corte de lujo. En un repentino impulso, me detuve y eché un vistazo a la amarilla gruta de puestos de periódico y máquinas expendedoras de billetes. Una robusta mochilera escandinava, soportando el peso de un voluminoso macuto verde del tamaño de un enrollado colchón de dos plazas (portador, sin duda, de una cocina de campaña y una tienda de tres pisos), me miró con descarado deseo. Una pareja de americanos de mediana edad —tenían que ser americanos: ¿cómo, si no, aquellos idénticos pantalones a cuadros estilo Pickwick?— cogidos del brazo, giró en redondo hacia mí, buscando una señal… ¿Por qué no?, pensé. Entré directamente, compré un billete y el Times, me introduje en el ascensor medio lleno (un negraco me revisó el billete) y descendí sin novedad al andén, donde inmediatamente hizo explosión la bala de plata. Ascendí, y me leí un editorial bastante agudo sobre la crisis económica mientras el tren circulaba a gran velocidad por debajo de la ciudad. Tras emerger al gran baño de luz solar en Green Park y luego de bromear con el florista, deliciosamente bronceado (me dio por cierto una rosa de Camberwell gratis), me volví a mirar hacia el pozo nocivo de donde había salido triunfalmente. Bien, pensé, eso se ha acabado.

Valoren el estilo (supongo que ahora será mejor que cambie también eso, ¿no?).

Si se lo han creído, se creen cualquier cosa. Era mentira. La simple entrada del metro me hace mear de aprensión. Cruzo la calle para evitarla, como haría alguien para esquivar a un amigo aburrido, a un perro rabioso o a un oscilante borracho. Jamás volveré allí. Jamás.

Era mentira. Yo digo mentiras. Soy un mentiroso. Siempre lo he sido. Perdón. Aquí van los secretos.

Mi empleo, por ejemplo, es y siempre ha sido —por decir lo menos— una puta mierda. Es un círculo de aburrimiento y humillación, sin perspectivas ni compensaciones. Ahora tengo que preparar el té (en realidad, siempre he tenido que hacerlo), y limpiar los servicios de rodillas. Me paso dos horas al día puliendo marcos en el depósito. Tengo que entregar cuadros por todo Londres (no les he hablado a los Styles acerca del metro y yo. El reparto me lleva horas: los autobuses hacinados se retrasan y ninguno va adonde yo necesito. Ellos se enfadan conmigo y no puedo decir nada). Soy el que barre. No me dejan vender. Me tratan como a un escolar insoportable. Ya ni siquiera les gusto. Me pagan exactamente la mitad del salario medio nacional, menos de lo que cobra cualquiera que yo conozca o de quien haya oído hablar. Y dicen que pronto me lo reducirán, porque ellos también están ganando menos.

El dinero me preocupa a todas horas: me siento como la encorvada L del signo de la libra esterlina o la tremolante inscripción en un estandarte al viento. Ya no me atrevo a abrir las cartas. He vendido todo aquello que se podía vender. Aquel «costoso» coche verde mío (ausente, habrán notado, desde hace cierto tiempo), se marchó hace rato: esperaba que me dieran tal vez £100 por él, pero el idiota pueblerino del Garaje de los Ladrones dijo que tendría suerte si lo vendía como chatarra (el bruto estaba totalmente en lo cierto, por supuesto: era un coche inservible, que apenas valía para llevarte por la calle). No me he comprado nada de ropa desde marzo; me mantengo gracias a la generosidad de mi guardarropas, pero en realidad a estas alturas se halla penosamente desprovisto (y la mayor parte de mi ropa es extravagante, no puedo ponérmela para el trabajo). Comprar cualquier cosa no esencial me hace sentir furtivo, como un delincuente o un estafador. Maldita sea, cualquier intercambio de dinero por bienes me llena de un temor desmedido. ¿Desmedido? No puedo vivir con el dinero que me pagan. Nadie podría. No puedo ir y venir del trabajo todos los días y comer y no volverme loco del todo. No puedo mantenerme vivo con lo que gano. Mi descubierto crece en líneas de guarismos y letra impresa, cargos bancarios en aumento, pago de intereses. Ya no puedo leer un libro ni mirar la televisión sin que ese otro drama se alce dentro de mi cabeza, echándome a perder página o pantalla. No puedo hacer nada sin que el dinero me mire maliciosamente por encima del hombro. El dinero me ha despojado de todo cuanto tenía.

Y no hay más allí de donde vine. Oh, somos distinguidos, cómo no, y yo realmente odio a los malvivientes (como ellos a mí: ahora lo comprendo. Pronto se volverán contra mí. Están esperando. Yo estoy esperando. Vivo en un perpetuo temor a la violencia. Un joven me abordó abruptamente la semana pasada en la plaza y yo cambié de dirección y me alejé protegiéndome con los brazos levantados. El joven se mostró sorprendido y preocupado; sólo quería saber dónde estaba el metro. Cualquier desorden o agitación en la calle —y actualmente abundan: el mundo está en ebullición; la gente se está poniendo más desagradable; todo el mundo anda borracho; todo el mundo está desesperado— me hace sudar y me hace huir corriendo. No salgo por la noche si puedo evitarlo. Hay gente esperando para romperme los dientes. Hay gente aguardándome para hacerme daño), pero nunca tuvimos mucho dinero, y mi padre se lo ha gastado casi todo, ese loco de mierda (mi lenguaje será lo siguiente en marchar). Duró para él. No durará para mí. Gracias. Ahora desearía haber estudiado más y haber hecho esto y lo otro. Pero no hice nada. Creí que a la gente respetable no le hacía falta. Ahora resulta que sí.

Supongo, asimismo, que ustedes piensan que mi vida sexual es tan deslumbrante y madura como insípida y árida es la de Terence. Supongo que creen que soy un as en lo que tiene que ver con el catre. Bueno, admito haberlo sido en un tiempo (todo lo que he dicho acerca de mi extraordinaria buena pinta, por ejemplo, va a misa, es un hecho, no tiene vuelta de hoja. Soy de veras asombrosamente guapo). Hubo una época en la que se me consideraba con mucho la presa más codiciable de Londres: los maricas de muchas millas a la redonda venían a lo de Torka sólo para echarme un vistazo, para ver si era cierto todo lo que todo el mundo comentaba (y lo era, lo era); cualquier chica, absolutamente cualquiera, era mía sólo con que le hiciese una seña con la cabeza, le sonriese o la llamase con un movimiento apenas perceptible de mis artísticos dedos. Airoso y a la vez atlético, al mismo tiempo flexible y firme, ora sumiso y obediente, ora amenazador y estricto, era lo que llamaban «un milagro», con un maravilloso talento para el sexo y la diversión. Sin embargo, todo aquello se me ha dado vuelta y resulta malo, malo y triste, malo y triste y demencial. Y de un tiempo a esta parte en lo de Torka me tratan como a una basura.

¿Por qué? ¿Forma parte de lo mismo? (De pronto tengo la necesidad de hacer permanentemente todas estas preguntas. ¿Por qué? Que alguien me lo explique. ¿Por qué no hay alguien que me lo diga?). Sé que hay otros aspectos de mi vida aguardando su final; no tienen otra función que la de extinguirse cuando más daño me haga. Entro distraídamente en la cocina antes que nada, y la encuentro intensamente familiar y no obstante intensamente irritante, como si toda la noche hubiera estado soñando sin parar con tenedores y cucharas; y las mentiras del pasado están ya haciendo cola para apuntar con el dedo.

Y Terry. ¿Qué es lo que pasa ahora con él? No, no me lo digan. No me digan que ha conquistado el éxito. No, no me digan eso.

Aunque puede que —con ánimo satírico— haya tendido a mostrar a mi hermanastro bajo una luz desventajosa, es seguro que su inepcia, su estupidez y su falta de encanto resultan absolutamente evidentes, con o sin elaboración por mi parte. También la veracidad ha sido la tónica de mis referencias a su persona, incluso las más someras. ¡Es que él es realmente así! Su desagradable cabellera está más rala de hora en hora; su policromática dentadura (en la que cada pieza soporta el resultado de un trabajo dental barato que asoma como la tinta invisible a medida que los empastes sobreviven y el diente muere) se subsume gradualmente en la hecatombe metálica de sus encías; su boca curvada hacia abajo en señal de autoconmiseración, sus repelentes ojos afiebrados. Todo está ahí. Lleva garabateada en su estrecha frente la palabra MALVIVIENTE. Sin agallas y al mismo tiempo agresivo, tan cobarde y sentimental como amargado y basto, carente de tradición genealógica, de todo pacto con las buenas maneras, Terence es simplemente el representante de los valores que conoció primero.

Pero los malvivientes están ganando. Y a Terry, por supuesto, «le está yendo bien». Le está yendo bien. Por supuesto. Ha demostrado que hará lo necesario para tener éxito. Ha demostrado que está preparado para sacar provecho de su tiempo. Le está yendo bien.

De ahora en adelante voy a intentar decir la verdad. Todo se ha vuelto demasiado grave para mentir, y debo protegerme lo mejor que pueda. Lo intentaré. ¿Pero me escucharán ustedes? No, supongo que ahora confiarán en la versión de Terence, con su terca fidelidad a lo real, más que en la mía, más dada a actuar en la superficie de las cosas.

Y Úrsula.

—Úrsula —dije en el corredor (he estado demasiado tiempo escondiéndome de ella)—, ¿por qué no vienes de noche a mi cuarto?

Ella se volvió hacia mí, pero sin mirarme a la cara. Le veía la desigual partición del cabello en la cabeza gacha, y su olor era el de antes, el de al aire libre.

—No puedo —dijo.

—Puedes —dije yo—, puedes. No lo despertarás. Él no va a despertarse.

—Es que no creo que sea muy buena idea, eso es todo.

—¿Cómo? ¿Qué quieres decir? ¿Quieres decir que crees que la idea es sólo medianamente buena?

—Es que hacer eso no me hace sentir mejor, en modo alguno.

—Pero ¿qué demonios quieres decir?

—Oh, Gregory, por favor —y empieza a girar la cabeza aturdida, del modo que solía enternecerme infinitamente, de un modo que ahora me hace estremecer de odio—. Ahora nunca me siento bien, nunca me siento bien. Casi todo me hace sentir peor. No…

—¿Por qué? ¿Por qué, por qué, por qué?

—Tú sabes por qué —dijo en un súbito tono de afrenta, de desafiante y motivada afrenta—. ¿Por qué no me dejas en paz?

—¡Mírame! No te estarás poniendo boba, ¿verdad, Úrsula? Recuerda cómo me enfado cuando empiezas a ponerte boba

¿Recuerdas (quiero decir), recuerdas, princesa, cuándo sucedió? Escucha. Tu primer día en el colegio de niñas mayores. Mamá y Papá te habían ido a buscar en coche (para pasar el rato de tiendas y de tías y traerte de regreso). Llevabas una bata oscura con dos estrechas tiras sobre los hombros de tu camisa blanca y una elegante boina. Yo, por mi cuenta, me detuve en el sendero de acceso, con la buena de la señora Daltrey, y agité los brazos mientras el coche aceleraba confiadamente al paso por la entrada. Tú me devolviste el saludo, sin temor. Tenías cerca de catorce años (Dios me perdone). Toda la mañana, mientras permanecí encaramado en mi casa arbórea, esculpiendo distraídamente una ramita con mi cortaplumas, o practicaba al tenis contra el áspero muro del garaje, o pensaba en mi propio colegio —la bienvenida a mi regreso, las filas de camas tendidas, el capitán de natación, a quien un día en que retorné inesperadamente al dormitorio hallé acariciando amorosamente mis zapatillas de abrigo con lágrimas en los ojos—, pensé también en el día tuyo, las losas de piedra aloque, ésta es la alumna nueva, la histérica autosuficiente erguida como una bandera al frente de la clase (ah, la fatal corporeidad de las maestras de escuela). Una vez concluida la comida, y una vez que hube escuchado los plácidos ronquidos de la señora Daltrey desde su sillón de hamaca de mimbre, me fui para el desván lleno de telas de araña (los baúles, los postes de cama y los colchones arrollados, la solitaria tabla de pino apoyada contra una pared, iluminada por el sol), al tiempo que debajo de mí la casa quedaba en suspenso y silenciosa, un gran navío de ladrillos calentándose al sol de la tarde. Estaba junto a la ventana, ojeando los marcadores del criquet en un diario amarillento —Graveney, Barrington, Dexter—; cuando miré hacia el césped delante de la casa me puse a parpadear con el sol y la sombra moteada. Lo que vi hizo que el corazón me diera un brinco. (Deseaba tanto que aquel día fuese un éxito). Tú subías corriendo por el sendero de entrada, una diminuta mancha de dolor: no podía verte el rostro, pero todo en ti indicaba aflicción, aparecía rígido, contraído y vulnerable, como el último estertor de una máquina que deja de funcionar, como si lo único que te impidiera desplomarte fuera el desesperado ritmo de tu carrera. Nos encontramos de frente en el corredor del primer piso; estabas en mis brazos: —Silencio —dije aterrorizado. Jadeabas tan fuertemente que apreté la mano sobre tu boca para mantenerte allí, para conservarte entera, para retenerte. Tú hablaste entre lágrimas (sólo los jóvenes hacen eso):

Me aborrecen… ¡Dicen que me aborrecen! —Yo pensé que ibas a quebrarte, a explotar, a volar por los aires—. Haz que pare, ¡hazlo! ¡Que pare!

Fuimos a la habitación de al lado. Era mi cuarto. Te tendiste sobre la cama deshecha. Yo me eché encima de ti. Tú temblabas como una loca. Necesitabas que te consolara, te calmara, te acompañara, para impedir que los fragmentos de ti volaran definitivamente en todas direcciones. Me querías lo más cerca que pudiera ponerme. ¿Quién se habría aguantado? Yo no pude. Tus bragas eran azul marino y levemente afelpadas. El interior de tus muslos estaba erizado del susto, pero por dentro estabas hirviendo. Yo sólo recuerdo el olor, el olor a sudor joven y a lágrimas salinas y picantes, y el otro olor, a flujo y a sangre. Sólo me bajé los pantalones. En un momento todo había terminado. Esperé no haber roto nada.

—Oh, Gregory, no me hagas eso, no lo hagas.

—Entonces dime por qué, ¿por qué?

—Tú lo sabes. Así que para.

Y paré… aprisa. Ella ve que estoy tan asustado como ella.

(Quizá haya habido un momento en el que pudimos habernos ayudado mutuamente. Ese momento ha pasado. Ahora cada uno depende de sí mismo).

Era la última noche del mes. Era medianoche. Los agentes secretos del sueño ya no me miraban con interés o sospecha. Me senté muy derecho en la cama con las manos entrelazadas. Tenía los ojos anegados (qué ridículo): ¿por qué mi cuerpo no se porta como la gente? ¿Y por qué es el sueño tan difícil de conciliar, y por qué intervienen inopinadamente los sueños para convertir tus miedos en medida del olvido y del fracaso? Estoy aquí sentado en mi lecho, sollozando, con la cara oculta entre las manos. Mido seis pies con pulgada y media. Hace bastante tiempo que soy un adulto. No cabe duda de que soy muy grande para continuar de esta manera… Me bajé trabajosamente de la cama. Me puse la bata y me dirigí hacia la escalera. Úrsula. (No me importa. Necesito a alguien con quien enloquecer juntos). De pequeño me extasiaba pensando en el hombre que iba a llegar a ser. Ya no. Mírenlo, mírenlo.

En el apartamento reinaba el neutro tono gris de un dolor de cabeza. Me detuve al pie de la escalera. Aquel gris hervía, ascendente, como si quisiera prorrumpir en una áspera risotada. Por la estrecha ventana del recibidor veía cuadrados de vida en la parte posterior de las casas del otro lado. Una sucia lamparilla se encendió en uno de ellos. Un exhausto individuo en camiseta, sin afeitar, se encorvó sobre un lavabo. ¿Se volvería hacia su ventana y me descubriría?

Continué andando a tropezones. El gris se espesó en el pasillo, penetrándome en la garganta. Continué andando a tropezones hasta más allá de los armarios. Me apresuré…, nada de detenerse ahora. Encendí la luz de golpe, al tiempo que la puerta se abría para atrás. Y clavé la mirada.

¿En qué?

Me di media vuelta y salí corriendo hacia mi cuarto. Me puse algo encima. Persiguiendo los latidos de mi corazón, salí del piso, bajé las escaleras y trasponiendo el portal me interné en el aire tenebroso de la noche.