(I) Pero cuéntame algo más acerca de lo de andar sin nada de ropa.
TERRY
Agosto es el mes en que los dos cumplimos años, él el 18, yo el 19 (ésta fue una de las cosas que tanto efecto produjeron sobre la naturaleza arbitraria y cogitabunda de mi padrastro: a él lo seducen todas las coincidencias, casualidades y chiripas, todo lo que sea caprichoso). Todos parecían creer que esa contigüidad me provocaría muchas abyectas mortificaciones, pero la verdad es que estaba entre las escasas cosas que no me molestaban, al menos no en sí mismas; no me importaba que él lo pasase mejor que yo (en aquella época. ¿Cómo iba a atreverme?). Pero ellos se esforzaban afanosamente y hacían abundante alharaca, y, por supuesto, a mí eso me reventaba. Casi con seguridad yo habría preferido no tener ningún cumpleaños; atraer la atención, pienso, es algo que los chicos como el chico que yo era odian más que cualquier otra cosa. Yo, por ejemplo, disfrutaba infinitamente más las fiestas de Gregory que las mías. No requería ningún esfuerzo que resultaran buenas: en ellas casi no había aquella sensación de falta de naturalidad que caracterizaba las reuniones promovidas conmigo como centro. Y mi hermanastro era, desde luego, todo un espectáculo. Es difícil acertar a describir el esplendor del Gregory en desarrollo, cuando uno ve el personaje inseguro y acomodaticio en el que ha acabado por convertirse.
En particular, últimamente. En particular, desde que Úrsula está aquí. Ella lo empequeñece en algún aspecto importante que todavía no he podido detectar. ¿Ustedes saben cuál es? ¿O es que él les sigue contando mentiras?
¿Por qué no la saca más a menudo, ni le dedica más de su tiempo, ni la reclama como propiedad suya, que es lo que ella es? Al principio, con mi habitual pusilanimidad, supuse que el dejarnos juntos a Úrsula y a mí era una actitud irreflexiva y desdeñosa, como para dar a entender que éramos igualmente insignificantes y jodidos, los perdedores de allí abajo, cuya intrusión en la resplandeciente ciudadela de su propia vida él no debía permitir. Pero, no sé por qué, eso no puede ser. Él ya no parece estar pasándolo bien.
Si llegó realmente a follársela alguna vez, eso es lo que necesito poner en claro. Debe ser importante. Sé que ella solía ir mucho a la habitación de él por la noche (yo creía que lo hacía simplemente porque era más amiga suya que mía, pero una vez la sorprendí en el cuarto de baño después de haber estado con él, y por un instante se mostró sobresaltada y avergonzada, y su camisón estaba amontonado y todo arrugado, y había en torno a ella un olor punzante que yo no había percibido antes), sé que realizaban excursiones escabrosas (hubo un incidente, por el cual los dos recibieron sus buenos cachetes, en el que quedaron aislados desnudos en una diminuta isla del Estanque D), y sé que aprovechaban cuanta oportunidad se les presentaba de meterse mano (una brillante y quieta tarde de primavera iba yo de paseo y entré sin propósito al granero; oí unos sonidos amorosos de cursilería peliculera que salían de entre los haces de henos; aproximándome cautelosamente hacia aquellos ruidos de juguetona contienda y reproche sofocado, vi a Úrsula recostada contra una inmensa silla de montar colocada en el suelo, con el vestido levantado y la parte inferior del cuerpo oculta por los ajetreados hombros y espalda de Gregory, quien ciertamente parecía estar besuqueándola a conciencia, pensé mientras huía en silencio), pero si realmente llegó a follársela es lo que me hace falta establecer fuera de toda duda. Porque entonces las cosas estarían más claras, ¿no es así?, no sólo para ellos, sino para mí.
—Oye, Úrsula —le pregunté la otra noche—, aquella vez, allá en el Estanque D, cuando tú y Greg os quedasteis aislados y sin nada encima…, ¿qué fue lo que ocurrió en realidad?
—Oh —dijo Úrsula, sin alzar la cabeza de la labor de punto en la que estaba ocupada, con el largo y sensible cabello prácticamente mezclándose en su regazo con el algodón y sus propios dedos nerviosos—, fue realmente algo tonto.
—Es muy probable que lo haya sido, pero ¿qué ocurrió en definitiva?
—Oh, pues que salimos en aquella balsa que había construido Gregory y no nos dimos cuenta de que se soltaba y se alejaba de la isla, y aquel viejo gruñón del señor Firble tuvo que rescatarnos en un bote.
—Pero cuéntame algo más acerca de lo de andar sin nada de ropa.
—Sí, nos la habíamos quitado.
—Eso está claro. Pero ¿para qué?
Sus manos se detuvieron, y ella dirigió una mirada de soslayo a la habitación.
—Simplemente nos la quitamos.
—Sí, hasta ahí te sigo. Estoy al tanto de esa parte del asunto. Pero la cuestión es por qué lo hicisteis.
—Porque hacía mucho calor. No sirvo para tejer: voy a dejarlo y no voy a empezar nunca más.
—Tonto, Úrsula, Úrsula: tonto —susurré en tono admonitorio, y ella acabó por alzar la mirada. Puso lo que se llama una expresión contrita, con los labios apretados y los ojos llorosos.
—Lo siento —dijo.
—Estoy seguro —dije yo, mientras ella bajaba otra vez la cabeza—. Estoy seguro de que fue de lo más molesto ser trasladada a la orilla sin ropa por aquel viejo cabrón.
—Sí —dijo Úrsula—, no te quepa duda.
Ramera chalada… Quizá, pues, todo el asunto sea, en definitiva, más sencillo. Tal vez sea realmente más sencillo. Si estoy en lo cierto, el camino de mi venganza está ahora despejado.
¿Habrá follado con alguien desde entonces —me pregunté ociosamente— si es que, para empezar, lo hizo alguna vez con él? ¿Se habrá acostado alguna vez con alguien? Yo no he follado con nadie desde la última vez que follé con alguien. Tampoco he follado con nadie nunca, o al menos actualmente tengo esa sensación. Es algo que simplemente desaparece de tu vida. Ni siquiera hablo continuamente de ello, como solía hacer antes ¿verdad? (aunque todavía empleo mucho el término follar). Cosa que es muy congruente, además. Ustedes creían que iba a ir a peor, ¿no es así? Pues no, gracias a Dios. La pérdida se me presenta como algo lejano y abstracto, como un perro en una luna distante ladrándole a la Tierra.
Actualmente estoy ganando tanto dinero que apenas sé qué hacer con él. Estoy ganando tanto dinero que estoy pensando en acudir a una prostituta, y a una buena, además. Las buenas, dicen, cuestan mucho dinero, pero saben cómo ponértela tiesa. Cuanto más dinero les das, más competentes se vuelven en eso de ponértela tiesa. Va a tener que ser muy buena, la mía. Tal vez no las haya tan buenas. Quizá por más dinero que yo gane, nunca podré pagarme una lo suficientemente buena para ponérmela tiesa. ¿Quién sería capaz de ponérmela tiesa? Alguien a quien yo le gustase: creo que eso es lo único que se necesita. Tal vez haya por ahí una furcia tan competente para ponérsela tiesa que le gustes si le das suficiente dinero. Será mejor que ahorre para conseguirla.
Estoy ganando tanto actualmente porque Veale ha maniobrado para ello (¿por qué me da Veale ese dinero? Quizá le soy simpático. Tal vez él también podría ponérmela tiesa, si quisiera). Veale ha maniobrado ya para lograr que me otorgasen exenciones fiscales y beneficios suplementarios por hacer cosas para ser representante del sindicato (es decir, por hacer cosas para él. Yo las hice cuando me lo pidió. No me llevaron más de un minuto, y ahora recibo todo este dinero. Tendré que hacer todavía más cosas por él más adelante, pero eso implica que obtendré todavía más dinero).
La racionalización propiamente dicha no ha tenido lugar aún. En la oficina todo el mundo se halla en un estado de aprensión desmesurada… y con toda razón. Todos piensan que les van a dar el portante. Y así será para la mayoría. Mientras que hace seis meses parecía que sólo les tocaría a uno o dos de nosotros, ahora parece que sólo a uno o dos de nosotros no les tocará. Escucho todo el día farfullar malos presagios a Wark, observo la callada desesperación de Herbert sentado a su escritorio, noto que Burns se ha vuelto demasiado paranoico para comerse su pescado en la oficina (Lloyd-Jackson ya ha renunciado: ahí tienen una verdadera muestra de coraje). Solamente el Contable está tranquilo, aunque Veale dice que no debería estarlo. Yo estoy nervioso, aunque Veale dice que no debería estarlo. Estoy tan nervioso como cualquiera de los otros.
Todo este dinero. Cuando más nervioso me pongo es los viernes por la mañana, a las diez y media, al ir a recogerlo. Me pongo nervioso cuando ocupo mi lugar en la desmañada cola delante de la ventanilla de pagos, entre los oficinistas encorvados, los deslenguados conductores de furgoneta y las multicolores secretarias, cuando anuncio mi horrible nombre (Service, T.: «aquí está otra vez nuestro buen servicio de té», «con leche y dos terrones, por favor», «no me gusta la tetera, ¿y a ti?», etc.) y la mujer gorda o el hombre flaco recorren la hilera de sobres; cuando, para mi semanal consternación, el mío no sólo está allí sino que me es entregado, y cuando paso de regreso junto a la fila en la que se alternan empleados exhuberantes y empleados catatónicos, sosteniendo en el puño un pesado monedero marrón ¡con setenta y tres libras! Aún antes de que empezaran a lloverme todas estas bonificaciones, yo tenía calculado que siempre podría permitirme mis tres paquetes diarios de pitillos y mi litro y medio de vino español, que era cuanto me hacía falta para vivir sin volverme loco. Ahora está toda esta pasta extra: tengo en casa un cajón para emergencias, atestado de billetes de cinco libras que no puedo gastar; continuamente encuentro billetes olvidados en bolsillos que no utilizo; me deshago de la calderilla de las vueltas acumulándola con desprecio en el alféizar de la ventana; el otro día cogí un taxi para ir no sé dónde, por puro gusto; ¡hala!, que puede que hasta me compre un poco de ropa nueva. (Ahora sería difícil que me arruinase, aunque la posibilidad me sigue asustando. Creo que siempre me dará miedo).
He cogido la costumbre de dejar mis recibos de paga por cualquier parte de mi habitación. Pueden hallarse las coletillas llenas de jeroglíficos sobre el escritorio y sobre la cama, en la librería y encima de la mesa. Creo que a estas alturas él ya debe haber visto alguna, porque el sábado pasado me preguntó, en tono bastante desanimado, si podía prestarle £15; lo hice, con aire de suficiencia, y lo dejé contemplando fijamente los billetes como si acabaran de materializarse en su mano. Y naturalmente, ahora saco mucho a Úrsula, con la mayor ostentación posible, dejando igualmente por ahí las cajas de cerillas de los restaurantes y las entradas de los cines caros. Me gusta sacar a Úrsula de paseo, porque así hago creer al mundo que tengo una amiguita. Está empezando a creérselo él. Estoy empezando a creérmelo yo. Está empezando a creérselo ella.
Escuchen.
Ayer empezó a sucederme algo siniestro y maravilloso. De pronto (llegué a casa a las seis y media. Úrsula y yo sosteníamos una de nuestras tranquilas veladas, yo bebiendo, leyendo y quedándome calvo en mi cuarto y ella en el suyo tejiendo, murmurando y volviéndose loca, pero con la puerta siempre abierta entre ambos) supe lo que tenía que hacer. Úrsula había utilizado el baño y hacia las diez menos cuarto estaba ricamente sentada en la cama. Alrededor de una hora más tarde, Gregory cruzó a paso indolente para utilizar el cuarto de baño él, efectuando una infrecuente pausa para charlar brevemente con su hermana antes de regresar a paso indolente hacia arriba. Yo a mi vez pasé poco después a efectuar mis discretas deyecciones y evacuaciones. De regreso me detuve como de costumbre junto al lecho de Úrsula, y me incliné para darle el casto beso de las buenas noches.
—Ven a mi cuarto —le dije a continuación.
—¿Mmm?
—Decía que vengas a mi cuarto. Ven a mi cuarto —repetí.
Apagué la lámpara de mi mesa de noche y permanecí tendido en la cama, desnudo y sumido en una hormigueante incredulidad, con una coloreada oscuridad oprimiéndome las pupilas, los latidos de mi corazón llenando el cuarto, mi nariz oliendo el vacío aromático, las orejas aguzadas para percibir la respuesta del roce de mantas y el chirrido de las bisagras vecinas. Antes de que ningún sonido llegara a destacarse por sobre el estruendoso silencio, allí estaba ella a mi lado, tibia presencia de afelpada piel y leve algodón. Vaya. Yo no hice ningún movimiento, sino que fue ella quien seguidamente me rodeó con sus brazos en un abrazo infantil, confiado, profundamente asexual, y durante un rato permanecimos tendidos como si durmiéramos, osando apenas respirar, su mentón abrigado en mi axila, sus rodillas curiosamente frías contra mi muslo. (¿Es esto, pensé, o hay más?). Hice un movimiento casi imperceptible, como para besarla, girando sobre mí mismo apenas una décima de pulgada, y la sentí ponerse rígida; lo mismo cuando levanté una mano y la posé fraternalmente sobre su antebrazo. Experimenté momentáneamente una pegajosa incertidumbre en el centro de mi ser, semejante al segundo de pánico que precede a la readaptación después de una pesadilla, o a la memoria trivial y sin encanto que te dice hola cada día; pero en seguida el pequeño secreto hizo ¡clic!, y súbitamente supe de nuevo lo que tenía que hacer. Puse el secreto en acción.
—Hazlo —dije.
—¿Mmm?
—He dicho que lo hagas —ordené.
—Oh.
Acto seguido su delgada mano apareció sobre mi pecho. Se deslizó con viveza hacia abajo. Con un espontáneo gruñido, Úrsula apoyó la cabeza sobre un brazo acodado y se desplazó unas pulgadas lecho abajo para mejorar su postura. La oí abrir la boca gratamente sorprendida, y entreabrí los temblorosos párpados para ver su anguloso rostro dirigido hacia abajo, con un firme gesto de concentración dibujado en la boca.
Y le gustó. Al principio yo medio esperaba un toqueteo pueril por parte de mi reconcentrada compañera de lecho, pero tras algunas pacientes caricias descubrí que podía entregarme sin reservas a aquellos pequeños dedos. Aunque los movimientos de ella fueran estrictamente mecánicos (y nunca más mecánicos que en los trémolos y arpegios ejecutados con los nudillos y las uñas), no por eso traslucían disgusto, sino más bien una atención cuidadosa y afectiva. Me abstraje hasta que sentí que los músculos se me tensaban y Úrsula respondía estrechándose a mí para ofrendarme la plena dedicación de su brazo. Hice confusamente como para apartarle la mano (no es necesario, no es necesario), pero aquella mano era resuelta sin remilgos y me corrí con un juuii de regocijado remordimiento.
—Ya está —dijo Úrsula en tono firme, como una enfermera, y en un susurro añadió—: Creo que ahora será mejor que regrese a mi cuarto.
Me volví con torpeza para besarla y no di con su boca.
—Nada de besos. En los labios nunca.
—Oh, amor, amor.
—Nunca me dejarás, ¿verdad?
—No, nunca, nunca.
—No se lo contarás a Gregory, ¿eh?
—No, no, no lo haré.
—Buenas noches, Peliverde. Uy… No puedo llamarte así, ¿o sí?
—Sí, puedes, puedes.
Feliz cumpleaños, Terry. No se necesita mucho para mejorarte.
Esa mañana le llevé a Úrsula el té a la cama («Feliz cumpleaños, Terry»), la besé en la frente sin arrugas y le entregué una nota en la que le decía que la amaba y siempre la protegería (una cosa sobre el incesto: no tiene objeto tomárselo con calma. No pueden escapar. No pueden esconderse. Simplemente no pueden esconderse), y andando sin prisas como un colegial embelesado me dirigí hacia el metro a través de un mews[12] que había descubierto recientemente. Estuve dos minutos enteros contemplando un jet que volaba muy alto dejando una delgada estela, apenas un refulgente crucifijo en el profundo azul por encima de las nubes tenuemente blanquecinas. Incluso el sonoro traqueteo del tren me decía una y otra vez una cosa nueva: propósito (hay razones para que la gente vaya a trabajar). Tan pronto como estuve en la oficina le telefoneé, ansioso por ratificar que mi vida había cambiado. ¿Cómo estás? ¿Te encuentras bien? Yo estoy bien, bien. ¿Y tú? ¿Seguro que te encuentras bien? Pero no fue suficiente: diez minutos más tarde la llamé otra vez. ¿Has leído mi nota? Es verdad lo que dice. Lo es. Nunca más te preocupes por nada. Y por la tarde igual: no podía estar sin llamarla. Yo otra vez. Perdona. ¿Puedo invitarte a una buena cena esta noche? Te amo. ¿Por qué? Siempre te he amado. No preguntes por qué. Te amo.
¿Por qué? Porque ella me devolvió la polla, por eso. Me sentí tan cambiado, tan ostensiblemente transformado, que esperaba que en cualquier momento me abordase el chalado de Wark, o algún otro, diciéndome: «Eh, ¿qué te ha sucedido? ¿Alguien te ha devuelto la polla, o algo así?». Sí, alguien ha hecho precisamente eso. Desde varios puntos de vista, puedo asegurarles que no es lo ideal ni mucho menos. Por ejemplo, Úrsula es más o menos hermana mía, y a menudo no parece darse cuenta exacta de lo que está ocurriendo. Esto introduce un elemento arbitrario; me siento como el embaucador jacobino[13] que en el dormitorio en tinieblas se hace pasar por el marido ausente, o como el afortunado marinero que consigue el primer lugar en la cola de violadores: si supieran lo que yo sé (siento), no estarían tan ansiosos. Pero qué diantre, Gregory también lo hizo (¿o no?), y él es su hermano de verdad. Y se trata de un comienzo. ¿Y quién soy yo para ponerme crítico?
Aquella noche tenía gana de irme a casa a todo correr, pero hasta en las rutinarias demoras y prevaricaciones de la tarde había un elemento tranquilizador y erótico. Sentí afecto hacia el hombre que me vendió el periódico vespertino, y retribuí el «hola» del estanquero con particular cortesía. Las luces ambarinas de las máquinas de la entrada del metro, con sus diagramas de tarifas y destinos en relieve, convertían el interior en un crepúsculo vespertino, y mientras las escaleras descendentes me introducían en la bóveda gris sentí como si una enorme y vigilante criatura me diera la bienvenida a sus profundos dominios. Mi tren corrió velozmente por debajo de la ciudad, emergiendo impetuosamente de los túneles, introduciéndose de nuevo con cautela y volviendo a emerger con el mismo ímpetu.
Toda clase de sorpresas me esperaban. Cuando entré al apartamento dando saltos y ladridos, con dos regalos para Úrsula en el hocico y golpeando el suelo con el rabo, ¿con quién creen que me encuentro, sino con el cabrón de Gregory (¿quién carajo es él?), sentado con Úrsula en la habitación de ella?… Pero tranquilo, chaval, tranquilo, y menuda broma a costa del pasado verla a ella haciéndome a mí señas encubiertas para aplacarme. De inmediato y con generoso talante invité a ambos a ese caro local francés de Dawn Street (por cierto que en el trabajo me dieron una bonificación por cumpleaños. £25. Feliz cumpleaños, Terry). En el momento de dispersarnos para cambiarnos le ofrecí servilmente a Úrsula sus regalos —un jersey de cachemira y un perfume—, que ella aceptó encantada y con semblante grave, estampándome un furtivo beso en la frente. La cena me hizo sentir confiado, incluso indulgente, príncipe por un día, con Greg comiendo glotonamente en silencio (sumamente estimulado, sin duda, por la perspectiva de no tener que pagar lo que comía y bebía), y Úrsula serena y atenta, conmigo presidiendo la mesa.
—Imagino que ésta es nuestra fiesta de cumpleaños en común —dije a cierta altura.
—Sí —convino Gregory—, supongo que sí.
Regresamos a casa andando los tres en línea, con Úrsula entre sus dos hermanos. Para mi agradecido alivio, Greg propuso con aire lúgubre irnos directamente a la cama, de modo que Úrsula y yo enfilamos el pasillo (Buenas noches, Buenas noches, Buenas noches), y sin palabras, sin sonreír, nos dedicamos a nuestras respectivas tareas preparativas y ablutorias, como personas que han vivido juntas toda la vida. Yo salí del cuarto de baño con la camisa del pijama puesta y pasé al lado de su cama sin dirigirle apenas una mirada. Me tendí en mi lecho a esperar, con un último cigarrillo por toda iluminación. Ella vino (con su rápida travesía de puntillas en la oscuridad, su delicado salto gatuno para aterrizar de rodillas junto a mi almohada, su afelpado deslizarse bajo la sábana) y se corrió un poco. Y también yo me corrí.
(II) Hay muchos más secretos que debo contarles.
GREGORY
Agosto es el mes en que los dos cumplimos años, desquiciante coincidencia nostradámica que conmovió fatalmente a mi padre, A propósito, ¿se imaginan por dónde le ha dado ahora al movedizo viejo tarumba? Según Mamá, le ha dado por hacer paisajismo en un solar abandonado de algún perdido rincón de la propiedad, a un costo colosal, con foso para empalizada, falsos espejos de agua y todo lo demás. Mamá y yo estamos formulando los planes que debíamos haber puesto en práctica hace mucho tiempo para hacerlo internar, sí, internar, antes de que nos deje a todos en la miseria.
La proximidad entre nuestros cumpleaños siempre fue, naturalmente, motivo de mucho sufrimiento agotador para Terence, e incluso de cierto conmovido embarazo por mi parte. Treinta o cuarenta era generalmente la cantidad de amigos que se consideraba adecuada para mis fiestas, y dado que la mayoría de mis amigos eran traídos a Rivers Court por sus padres, y puesto que los padres de mis amigos eran amigos de mis padres, pues resulta que la casa se abría más o menos de par en par y un ambiente carnavalesco y festivo descendía sobre toda la propiedad: el tap-tap de las grandes tiendas que estaban siendo instaladas sobre el césped, los criados serios y aturdidos esquivándose en cada cruce de senderos, los sencillos inquilinos de las casitas rurales (con la gorra doblada en la mano como si fuera un periódico) recibiendo su ponche de baja graduación por la puerta lateral, la amplia avenida de entrada jalonada por los grandes coches silenciosos, como rinocerontes en el lecho de un río, el cacofónico estruendo de las bandas de metales contratadas, el rico sonido de los caramillos, silbatos y banderitas de papel, aquella abigarrada floración estival. ¡Pobre querido Terence! Creo que fue por sugerencia mía que una vez pusimos en práctica la desastrosa ocurrencia de combinar las dos celebraciones. Imagínense, si lo desean, el contraste entre los regalos acumulados en el salón: la media docena de obsequios de la familia que forman el humilde montón de los de T., al lado de mi fabuloso botín, digno de un pirata. Imaginen, si pueden, las forzadas presentaciones… «Y éste es el pequeño Terence (el chico que hemos adoptado), que cumple años también hoy, bueno, no precisamente hoy… es que…». E imaginen si pueden, como en una pantalla dividida, de un lado el espectáculo del hijo selecto, alzado metafóricamente a hombros de la muchedumbre, en un torbellino de confetti y afecto, y del otro el del desagradable y encogido intruso de rostro ruborizado que está siempre escondiéndose, siempre escondiéndose. En lo sucesivo retornamos a lo de antes, con mi mítico mardi gras precedido por una pequeña reunión doméstica con té y galletitas en la que tomaban parte los sirvientes, mediante propina. (Terence asistía al colegio del pueblo, y sin duda había desarrollado alguna clase de preferencia por un selecto grupo de sus colegas. Pero nosotros no podíamos albergar en Manor Hall a la progenie de, supongamos, los barrenderos, los caza-ratas, los limpiadores de cloacas, etc. ¿No les parece?). Úrsula y yo sufríamos las depresiones que forzosamente tienden a promover ese tipo de desigualdades, pero francamente estábamos demasiado concentrados el uno en el otro para que las miserias de Terence fueran verdaderamente cosa nuestra. Verán, aquellos años nos pertenecieron por completo a Úrsula y a mí —Úrsula, cuyo cuerpo en desarrollo conocía tan bien como la forma de mis propios dientes—, y los avatares de la existencia condenada y escuálida de Terence, con toda su carga de humillación y odio, parecían algo infinitamente postergable, un mero reflejo de la codicia, la estupidez y la mugre que de pronto nos tiene ahora sitiados.
Me pregunto qué irá a pasar este año (para mi cumpleaños anterior fui al Court, pero actualmente estoy muy liado)… Supongo que invitaré a un par de docenas de amigos a una cena de rechupete en Privates, ese sitio nuevo que han abierto en Chelsea. Después, sin duda Torka organizará alguna fiesta extravagante en torno a mí. Habrá la habitual avalancha de regalos y telegramas, y el generoso cheque de Mamá. Quisiera saber qué hará Terence para el suyo… La posibilidad más atractiva es que nada, ¡aunque a lo mejor espera no convertirse en un vagabundo hasta el día después! (Supongo que no se han dado cuenta de que Terence mea en el lavabo. Pues así es. Últimamente, en varias ocasiones he hallado la porcelana —a la misma altura del pubis— manchada por un pringoso rastro amarillento. Por el momento es sólo una hipótesis, pero confío en que una hipótesis que pronto resultará susceptible de ser probada).
¡Ahora!, ¡ya!, responde en seguida: ¿qué piensas de mí? ¿Qué opinas de mí, de Gregory, Gregory Riding, de esta persona que soy yo? Oigámoslo: altanero, vano, rebuscado, despectivo, imperioso, superficial, corrompido, fatuo, marica… e insensible, sobre todo insensible (mira cómo se traiciona). En realidad soy extremadamente consciente de mí mismo. Pedazo de estúpido, ¿crees que no sé todo eso, todo? Pues lo sé, estúpido, lo sé todo, estúpido.
Escuchen.
Ayer empezó a ocurrirme algo triste e irreparable.
Me levanté a las nueve. Estaba soleado. Tomé una taza de té y una tostada. Fui andando hasta la estación del metro en Queensway. El ascensor se había tomado uno de sus frecuentes días libres; descendí por la interminable escalera de hierro, despeinado por las sucias ráfagas provenientes de las entrañas de la Tierra. De inmediato surgió raudamente de su agujero el metálico tren, abominable bestia que acomete por sorpresa. Entré en un vagón a medias lleno y permanecí de pie, como de costumbre, en uno de los espacios próximos a las puertas. Todo era igual que siempre, los asideros colgantes balanceándose con cada barquinazo del tren, las luces de sodio atenuándose y recuperando la intensidad en un parpadeo, el potente quejido de la corriente subterránea, la suciedad del suelo, el calor, los pasajeros sentados frente a frente con expresión estúpida. Fue entonces cuando empezó a ocurrir. Mientras el tren dejaba atrás con un wuuush la estación de Lancaster Gate, cuando los muros del túnel se volvieron negros y las luces parpadearon: fue entonces cuando lo sentí (como el golpe de aire de una explosión cercana, como el eco inopinado de un mal recuerdo, como el siseo de una mezcla de productos químicos), fue entonces cuando, en un instante, sentí como si hiciera años que estuviese loco, loco como una vieja oveja loca en un campo llovido, bajo un cielo encapotado. No, no me hagáis esto a mí, no, a mí no. Me bajé en la siguiente estación. Trepé hasta la colorida superficie y estuve mesándome los cabellos en medio del loco móvil escultórico de Marble Arch, con las nubes deslizándose velozmente sobre mi cabeza.
¿Qué me sucedió allí abajo? Algo fue. Físicamente fue desde luego una cosa real: un sudor frío, una falta de aliento como si el corazón intentara salírseme del pecho, una vibración corporal demasiado profunda para manifestarse en un temblor ni tampoco en un quejido. En seguida comprendí que, como un ciclista novicio o un jinete despedido por primera vez de su montura, tendría que regresar inmediatamente abajo, a los abismos, al espacio subterráneo, y giré sobre mí mismo, compré otra vez un billete y descendí inmóvil como un muñeco en la escalera mecánica mientras los martillos golpeaban más fuerte y el aire oscuro se movía en círculos y mi cuerpo (el sudor, la vibración, el corazón) volvía a sintonizar sus ritmos. Me exigió hasta el último neutrino de resolución no darme media vuelta y empezar a trepar los móviles escalones de acero como un hámster frenético. ¿Continuar bajando entonces e internarme en todo aquello?: no, no, ni soñarlo. Fui rápidamente de la escalera de bajada a la de subida, y a grandes zancadas salí a la luz.
Lo intenté nuevamente esa noche. Lo mismo. Una pesadillesca sucesión de autobuses lentos, malolientes, atestados y espasmódicos, acabó por dejarme en casa a eso de las siete y media. Úrsula y Terence estaban abajo celebrando una de sus lamentables pequeñas veladas compartidas, y ciertamente yo no estaba para verlos. Estuve tendido en mi lecho hasta eso de las once, cuando me resolví a ir al baño. Terence, con una absurda camisa nueva y un aspecto furtivo y rastrero, estaba encorvado sobre su escritorio dedicado a su whisky. Últimamente no sabemos cómo saludarnos. Buenas noches. Hola. Hasta mañana. Úrsula estaba en su lecho, tejiendo, y me detuve un momento para una infrecuente charla: sí, se encontraba bien, y actualmente no tenía problemas para llenar su tiempo. A solas en el cuarto de baño, rodeado de acero y cristal, me descubrí una vez más jugando con la idea de instruir a Úrsula para que me visitase más tarde en mi lecho. Pero no: aquello sería, a su modo, igualmente terrorífico. Retorné arriba y me tomé una píldora fuerte, y otra, y dejé que se las arreglasen como tribus enceguecidas dentro de mi cabeza. En alguna habitación por los alrededores, en una de las desahuciadas viviendas de esta calle, un extranjero enloquecido aullaba histéricamente en la noche. ¿Qué era lo que gritaba continuamente?… Cierren las puertas… Cierren las puertas… Cierren las puertas… En un momento dado me encaminé a la ventana y miré hacia afuera. Es cierto que las puertas de la negra ambulancia que había venido a por él estaban abiertas, pero aún después de que alguien cerrase las puertas, él continuó gritando mecánicamente, cierren las puertas… cierren las puertas… A cuáles puertas podía haberse referido, es lo que me preguntaba al regresar a la cama. Podía haber sido de mañana cuando caí dormido, la almohada gris y mojada, el amanecer gris y sucio al otro lado de las cortinas.
Esta mañana lo he intentado de nuevo. Lo mismo. Tan pronto como las brutales puertas del ascensor se cerraron con un crujido, supe que no había ninguna posibilidad, ni la más mínima desquiciada esperanza. Subí con toda solemnidad la gran escalera de hierro. Esta mañana cogí un taxi. Pero no puedo permitírmelo. Debo acomodar mi vida.
¿Quién hay con quien pueda hablar? Llamé a Torka desde la galería: el grosero Keith atendió el teléfono y estuvo insoportablemente ofensivo cuando le pedí que Torka me llamase. Desde una cabina telefónica cercana llamé a Mamá a la hora de comer, pero estaba preocupada, dispersa y demasiado lejana. Skimmer y Kane… en realidad son unos idiotas, no son más que malvivientes de clase alta (ustedes no han llegado a conocerlos, ¿verdad?); no entenderían una cosa como ésta. Dios mío, a veces te vuelves para comprobar los hilos de los que pende tu vida y te das cuenta de lo delgados que son. Ahora he incorporado a mi vida este elemento nuevo que se llama pánico. Hasta ayer, para mí no era más que una palabra. ¿Qué tengo yo que ver con el pánico? ¿Por qué el pánico no va y elige a algún otro?
Después de una confusa charla con Úrsula, regresé a casa por correo de superficie, desplazándome lenta y cuidadosamente con todos los demás por la ciudad formada en colas en el pachorriento intercambio vespertino. Úrsula —y Terence, por favor— me aguardaban en mi cuarto, los dos con aspecto de depender patéticamente de mí para transformar su día, para aliviar su serie de cansadas y pobres confabulaciones bajo la escalera. Yo había programado llevar a Úrsula a cenar, y ahora me sentí sin fuerzas para impedir que Terence se nos agregase, cuando me decidí por ese local francés en Dawn Street y Úrsula salió corriendo a arreglarse, no hice ningún esfuerzo para detenerlo. Fuimos andando sin mayor entusiasmo. El restaurante estaba repleto y demasiado oscuro (al punto de requerir acomodadoras para conducir a los clientes a sus mesas). Una vez que hube obtenido un aperitivo y elegido mi comida, le cedí abstraídamente a Terence la tarea de pedirla; cosa que hizo tartamudeando, con abundante y descolocada cortesía hacia los camareros (y no vean lo mal que pronunció los nombres de los vinos franceses). Los dejé conversar a los dos durante toda la cena, y después, tras dos generosas copitas de Benedictine, obligué a Terence a pagar, a modo de recompensa por haberle proporcionado una salida nocturna. Pero con ello no conseguí experimentar un genuino placer, ni siquiera al contemplar cómo la adición desaparecía bajo el montón de billetes de cinco de Service. Volvimos a casa andando los tres en línea (T. del lado exterior, con un pie en la alcantarilla, esquivando los árboles); alguien sugirió que tomásemos juntos un «café», proposición que deseché sin más. Ellos se retiraron apresuradamente abajo a dormir, cada cual al reposado ciclo de su reposada vida, mientras yo, con la ayuda de unas píldoras y de aquel licor, buscaba la letra A en el azaroso alfabeto del sueño.
¿Qué me sucedió allí abajo?
Todo ha cambiado. No se necesitó más que eso. Toda una corteza protectora ha sido arrancada de mi vida. Nada conserva el aspecto que solía tener. Los objetos familiares se contorsionan ahora con furtiva vida propia (creo que hacen cosas a mis espaldas). Cuando mis ojos pasan por sobre los trogloditas, los malvivientes, los animales de la calle —esa gente que antes casi nunca estaba allí— soy irremediablemente absorbido por ellos y percibo el infierno que son ellos también. Ya no doy nada por sentado: la mínima acción o pensamiento se desmenuza en un millón de contingencias. He salido. Ahora soy uno de vosotros. ¿Cómo se me ha contagiado todo esto?
Hay muchos más secretos que debo contarles. Pero sean indulgentes conmigo. Es mi cumpleaños. Veamos las cosas de una en una. (Lo sé. Me contagié de él).