(I) Es evidente que mis cálculos acerca de cómo mantenerse vivo y cuerdo en este peculiar planeta han sido erróneos.
TERRY
Gracias. Te doy las gracias, Jan. Te doy las gracias, Greg, hermano. Ya está. Sí, ahora sí que me habéis jodido de veras. Tú también, Úrsula, pobre furcia.
—¿Te la has follado, pedazo de bastardo?
Gregory continuó pintorescamente haciéndose el dormido. Le di una patada a la cama (me dolió). Él entreabrió interrogativamente un ojo.
—He dicho: ¿te la has follado, pedazo de bastardo?
Él se incorporó. Ahora su rostro parecía completamente despejado.
—No exactamente. Yo… nosotros…
—¿Qué quieres decir con «no exactamente»? ¿Te la has follado o no te la has follado?
—Retozamos de una manera más bien no convencional, la joven Joan y yo.
—Te la has follado y ni siquiera sabes su putañero nombre.
—… Lo siento.
—Úrsula se rajó las muñecas anoche —conseguí decir.
—¡Dios mío! No es posible. ¿Dónde está?
—Tú ni te enteraste de qué estaba pasando, ¿eh? Está… en… —Y en un santiamén toda la vergüenza fue de nuevo mía, mientras permanecía allí, con la razón de mi lado, pero insignificante, pobre, calvo.
—Tú sabes lo que has hecho —le dije—. Me has cortado la polla.
Toda la vergüenza es mía. ¿Por qué? De un modo u otro, todo lo relacionado con el episodio —en el cual, como recordarán, mi amiga y mi hermanastro copularon pérfidamente mientras yo salía sin vacilar a cumplir con mi (y su) deber fraternal— me empequeñece a mí. ¿Por qué? Si alguna vez tropiezo con Jan, en un pub, ¿quién de los dos vacilará, farfullará algo, se dará media vuelta y lanzará un silencioso suspiro de ignominia? Cuando le dije a Gregory aquella cosa patética y bajé la escalera dando tumbos, ¿de quién fue el rostro más encendido por la confusión y el remordimiento? El mío, el mío. ¿Por qué? Les diré por qué: porque yo no tengo orgullo, y ellos meramente no tienen vergüenza.
¿Qué tiene Úrsula?
A las seis en punto, con sus clases del día concluidas, Úrsula Riding abandonó la pensión y recorrió el cuarto de milla que la separaba de King’s Road, con una bolsa de ropa para lavar. Dejó la colada en marcha y anduvo un rato paseándose antes de entrar en un café, donde pidió un té con limón y se lo bebió. Retornó a la lavandería, y luego reemprendió el camino hacia la pensión, deteniéndose en la farmacia que está abierta toda la noche en Royal Avenue a comprar un paquete de hojas de afeitar Wilkinson. Entró directamente a cenar con el resto de las chicas; después estuvo sentada en su cuarto charlando con algunas amigas hasta apagar las luces a las diez y media. Entonces se escabulló. La vigilante del turno nocturno la encontró una hora más tarde, en un rojo y frío baño de sangre.
Y cuando la encontré yo, una hora después —tras entrar bamboleándome y eructando en la Sala B4, Urgencias, St. Mark’s Hospital, y habiendo dejado atrás a un chico con una rodilla hendida, una gimiente mujer que se había roto la espalda en un accidente de coche, una furcia gorda con un inmenso bolso de plástico en la mano y una media botella de Guinness en la mollera, varios internados evidentemente ilesos a quienes simplemente les gustaba el ambiente, un asistente amable pero inútil, una enfermera negra, una matrona negra, un ordenanza, un médico joven con la cabeza rapada, y numerosos blancos cuadrados de luces, sábanas, suelos—, allí estaba tendida, perdida entre la nube de almohadas, en su lecho sobrecogedoramente alto, con una expresión de asustado y totalmente lúcido remordimiento en el rostro semioculto. Mi primera reacción fue: quería pegarle fuerte, darle algo con lo que pudiera abrirse las muñecas, castigarla de veras, hacerla llorar. Y sentí ganas de llorar yo también, yo no era Gregory y ella lo quería a él, todo el mundo lo quería a él, y él qué estaba haciendo ahora, y yo borracho y Úrsula loca.
—Oh, Peliverde, lo siento —dijo ella—. No se lo cuentes a mamá ni a papá.
—Cielo santo, Úrsula, ¿qué demonios has hecho?
—Las venas —dijo, alzando las muñecas vendadas.
—¿Por qué demonios lo hiciste? ¿Qué podría irte ya tan mal? Mira todo esto. No tiene nada que ver contigo.
—Peliverde, estás borracho.
—No te quepa putañera duda. Tú también lo estarías. Y no me llames Peliverde.
Me quedé una hora, como había convenido con el médico rapado. Al fin y al cabo, ella estaba bien.
—Vamos a tener que cambiar tu manera de ser —le dije, inclinándome sobre ella para darle un rápido beso de buenas noches—. Vamos a tener que hacer algo al respecto.
—¿Por qué? ¿Por qué no dejarlo así?
—Tú no necesitas eso, ni todo lo de allá —dije.
Y comprendo, también, que voy a tener que cambiar mi propio modo de ser. Es evidente que mis cálculos acerca de cómo mantenerse vivo y cuerdo en este peculiar planeta han sido erróneos. Hay montones de personas más feas y dignas de lástima que yo, a las que no parece importarles, y son ajenas al odio y conmiseración hacia sí mismas —al sentimentalismo, en suma—, que hace de mí un tembloroso condón de neurosis e ineptitud. Nunca he sido agradable, pero de ahora en adelante voy a ser odioso de veras. Ya lo verán.
Me encuentro de pie junto a la alta vidriera combada del lado exterior de nuestro apartamento, la que odia el tiempo tormentoso. Greg está durmiendo. Jan se ha ido (no volveré a verla). Afuera llueve, y el cristal está lleno de lágrimas, lágrimas por la mísera Rosie, pero dejemos eso, dejemos eso y que sea para siempre.
—Hola, ¿podría hablar con el señor Veale por favor?
—Aquiveale —dijo Veale, en su tono reposado y siniestro.
—Oh, hola, señor Veale, soy Terence Service, de…
—’nosdías, Terry. ¿En qué puedes servirme?
Yo vacilé (es agudo, el cabrón).
—… En cualquier cosa que me mande —dije, y me reí.
—¿Cómo? No te oigo. Habla más alto.
—Lo siento, es la línea.
—Ya sé que es la línea, listillo. Por eso te he dicho que hables más alto. O sea, no es necesario ser un… Marconi para darse cuenta de que es la línea.
—Dije que haría lo que me mandase. ¿Está mejor así?
—Mucho mejor.
Me indicó algunas cosas que hacer. Parecían bastante inofensivas, por más que no estaba seguro de que me gustaría que la gente se enterase de que estaba haciéndolas.
—Bueno, eso podría hacerlo ahora —dije—. Wark, para empezar. Está…
—¿He dicho acaso que lo hicieras ahora? ¿He dicho eso?
—No.
—Pues entonces no lo hagas ahora. Hazlo cuando yo te diga, como yo te diga.
—¿Y qué hago ahora?
—Esperar.
—De acuerdo.
—Cuídate, bonito.
Deposité el auricular y llamé a voces a Damon.
—Ve a traerme un descafeinado —dije (estoy entrenándome con Damon a ser odioso. A Damon le resulta particularmente duro. Damon no se lo merece. Tal como están las cosas ahora, cualquier día podría desplomarse muerto). Le entregué doce peniques—. ¿Qué es eso que llevas ahí? —pregunté. Damon extrajo silenciosamente un librito en colores del bolsillo de la chaqueta—. ¿Estás muy lector últimamente, eh? —eché un vistazo a la cubierta, que mostraba a dos chicas en bragas abrazadas de manera impúdica—. Lesbianas. ¿Te dedicas a las lesbianas?
Damon negó con un gesto de su enfermiza cabeza.
—No te dedicas a ellas. Las lesbianas no te gustan.
Damon afirmó con un gesto de su enfermiza cabeza.
—¿Por qué no?
—Me dan asco —dijo.
—Pues entonces ¿por qué demonios lees esas cosas?
Damon se encogió de hombros. Cielos, qué enfermo parecía.
—No tienes un aspecto muy saludable, ¿sabes, Dame?
—Sí, lo sé.
—Ve a traerme el café, anda.
La oficina parece vacía sin ella. Todo el mundo se lo pasa diciendo que la echa de menos…, excepto yo. Ojalá no hablasen de ella del modo en que todos siguen haciéndolo. Me veo obligado a fingir que conservo un cariñoso recuerdo de ella. Ellos la recuerdan con cariño. Pero yo también tengo que cambiar eso.
Aquella noche, viniendo del metro —de cartera y paraguas (también ustedes llevarían uno si tuvieran mi cabello)—, volví a ver al jodido hippie. Lo vi junto a los desechos acumulados junto a la puerta trasera de The Intrepid Fox, tirado él mismo como una bolsa de basura entre los otros brillantes sacos negros y las destripadas cajas de cartón. Crucé la calle y me detuve a su lado. Tenía puesto un abrigo ceñido con varios cinturones. Era obvio que se vestía para afrontar el frío nocturno, y que durante el día no hacía sino sudar sin remedio. Espesos mechones de cabello le caían de la cabeza por aquí y por allí. Estaba murmurando; sus manos golpeaban distraídamente el pavimento. Lo abordé.
—¿Quieres un cigarrillo?
—No tengo nada que mendigarle a un cabrón.
—¿Quién ha mendigado nada? —pregunté yo, impresionado—. Estoy ofreciéndote uno…
—No acepto limosnas de ningún cabrón.
—¿Cómo sabes que soy un cabrón? Acabamos de encontrarnos.
—Cabrón.
—¿Cómo diablos has llegado a estar tan jodido tan pronto?
—Porque odio toda esa mierda.
—Oh, vamos, ¿qué mierda? ¿Dónde?
—Los mierdas como tú. Los cabrones como tú.
—¿Yo? Si prácticamente estoy tan jodido como tú. Prácticamente soy un vagabundo.
—De eso nada.
—¿Entonces qué soy?
—Nada más que un mierda —se rió—. El mierda más grande de todos.
—Escucha, ¿quieres un poco de alcohol, aguarrás, colonia o lo que quiera que sea que bebes? Te daré un par de libras, si quieres.
—A tomar por culo.
—Pues a tomar por culo tú también.
Tal vez tenga razón. Quizá soy un mierda…, incluso el más grande. Debo admitir que no deja de ser halagador.
Úrsula se mudó a casa el pasado fin de semana.
Yo eché una mano. Sacamos todas sus cosas de la pensión y las trajimos aquí en un taxi. Era un sábado fresco y brillante, despejado tras una noche de lluvia, y parecía uno de esos días en que una estación nueva se manifiesta indecisa en la atmósfera. Pasamos por jardines públicos en los que solitarias parejas jugaban al tenis a la sombra y unos hombres vestidos del más puro blanco, parados al sol, dudaban sobre si iniciar su partido de criquet. Hasta Queensway parecía controlarse ante los estertores del taxi circulando por ella, y los aviones parecían absolutamente serenos y a gusto en el cielo sin mácula. Cuando Úrsula pagó, el joven taxista se quedó observándola, admirando las muñecas todavía vendadas.
Úrsula intentó ayudar con sus cosas, tropezando y tambaleándose bajo pesos ridículamente pequeños, pero quedó para el musculoso Terence efectuar tres solitarios viajes en el ascensor. El «cuarto de vestir», que apenas te da tiempo a parpadear entre yo y el cuarto de baño, meramente un segmento de corredor más que una habitación, parecía casi a propósito para Úrsula, con su reducido catre, el estrecho alféizar de la ventana y sus veinticuatro pies cuadrados de moqueta.
—Siempre me ha gustado mucho esta habitación —dijo ella, mientras deshacía una de sus caóticas maletas.
Yo miré lacónicamente desde mi escritorio en la habitación contigua, sin especular para nada en cuán a menudo iba a empezar a verla desnuda o qué partes de ella llegaría a verle desnudas.
—¿Dónde está Gregory? —preguntó, pero con muy escaso énfasis.
—En lo de Torka, ese marica cabrón.
—Mmm. ¿Por qué va tanto allí?
—Porque es marica.
Úrsula me llevó a comer a la taberna de perdedores que hay no lejos de Westbourne Grove, un local alargado, bajo y tenebroso, repleto de empedernidos delincuentes dominicales. Yo mismo solía ir bastante por allí, y me agradó advertir las miradas de sorprendido —incluso ligeramente ultrajado— resentimiento en el semblante de los encorbatados conductores de coches deportivos y sus culonas queridas, precariamente reunidos allí para su comida semanal. Conduje a Úrsula haciendo cierto alarde del hecho de llevarla cogida del brazo, y me sentí bastante exhibicionista y mierdoso durante toda la comida, que consistió en una suave quiche, ensalada seca, carne en lonchas y queso viejo. Yo insistí en pagar el vino, del que consumimos dos botellas, de las cuales Úrsula bebió dos copas.
Después, bajo un sol lujurioso, caminamos hasta Queensway en busca de algo sencillo que llevarnos para la cena. Conseguimos comprar un par de pasteles de plástico, pero yo sentí a Úrsula cada vez más desasosegada y excitada con todo aquel calor, la obscenidad y los «boogies», así que regresamos al apartamento y pasamos el resto de la tarde en el cuarto de Gregory (es correcto hacerlo, razono, con alguien consanguíneo presente. Por un tiempo intenté volverle paranoico con respecto a mí. Creo que no funcionó. En todo caso, el asunto requería un aguante excesivo y ahora vuelvo a estar paranoico yo con respecto a él), hojeando los periódicos y mirando la televisión. Gregory retornó a eso de las siete. Se mostró más fatigado y desapegado de lo que yo lo hubiese visto nunca (lo que por cierto me satisfizo bastante), sin revelar particular interés por la presencia de Úrsula. De pronto no resultaba en absoluto intimidante, y cuando dijo algo acerca de tener ganas de dormitar un rato, pareció lo más simple y natural del mundo que Úrsula y yo regresásemos a nuestros cuartos abajo. Menciono, con calma, que allí escuchamos discos y charlamos hasta la hora de dormir (hasta nos olvidamos de los pasteles). Yo utilicé el baño el primero: cuando salí, ella estaba sentada en la cama, unas pulgadas hacia adentro, sentada a la manera de una india, vestida con un camisón gris pálido cuyos pliegues brillaban sutilmente bajo la luz cenital de la bombilla eléctrica. Se estiró hacia mí, yo me incliné, ella me besó en la mejilla.
Entre paréntesis, ¿por qué lo hiciste? Sólo para tenerlo en cuenta.
—Fueron esas voces.
—¿Qué voces?
—Oh, en mi cabeza.
—¿Qué, diciéndote que lo hicieras o algo así?
—No, nunca dicen nada. Sólo que no se iban.
—¿Sigues oyéndolas?
—A veces.
—Pues no vuelvas a hacerlo, por el amor de Dios. Y si las voces empiezan a acosarte, vienes a contármelo.
—¿Y qué vas a hacer?
—¡Leches! Les mandaré que se callen.
—No te harán caso.
—Oh, ya verás que sí.
—Buenas noches, Peliverde. Oh, no debo volver a llamarte Peliverde, ¿verdad?
—No, no debes. Buenas noches. Ya nunca más.
La mudanza de Úrsula aquí ha resultado ser una ventaja en todo sentido. Una cosa especialmente reconfortante es, desde luego, el hecho de que está jodida, claramente muy jodida, mucho, pero mucho más jodida que yo, por ejemplo, posiblemente (¿quién sabe?), totalmente jodida para siempre, decididamente jodida y sin remedio; no importa cuán jodido llegue a estar yo, ella siempre lo estará ese poquito más: es una virtual certeza que jamás podré llegar a estar tan jodido como ella lo está ya. Eso es bueno. Además, Úrsula está jodida de un modo radicalmente diferente al mío. Todo lo relacionado conmigo está jodido: mi cara está jodida, mi cuerpo está jodido, mi pelo está jodido, mi polla está jodida, toda mi familia está jodida. En cambio, no hay nada observable relacionado con Úrsula que esté jodido en lo más mínimo: aspecto, capacidad, formación, condiciones, cosas todas, por el contrario, en las que ciertamente no está jodida para nada. Y, no obstante, Úrsula, Úrsula Riding, mi hermanastra, está jodida. Jodida. Eso también es bueno.
¿Por qué es bueno? ¿Recuerdas aquel día en el colegio, el día en que te descubrieron, en que te cogieron haciendo lo que quiera que estuvieses haciendo…, robándoles el dinero de la merienda a los chicos que habían dejado las chaquetas colgadas para la clase de artesanía, llenando de caca el pomo de la puerta del salón de clase (de manera que, según era de esperar, el profesor entrase a clase con la mano embadurnada en alto, contemplándosela con asqueado asombro), garabateando obscenidades de albañal en el Diario del Tonto de la Clase (21 de abril: esta noche me hago la paja; 22 de abril: esta noche voy a follarme otra vez a mi hermana; 23 de abril: le robé otras £5 a mamá)? ¿Recuerdas que cuando te descubrieron y estabas allí de pie, aislado y lastimoso, al frente de la clase —mientras las filas de tus compañeros a tu espalda (disfrutando de aquella interrupción con la que tú también habrías gozado), parecían dar un burlón y unánime aval a todo el horror de los días escolares y de la muerte—, tú deseabas con vehemencia una sola cosa, que no era ser exculpado, que no era haber sido inocente? ¿Recuerdas que lo único que deseabas con fervor era un amigo culpable, alguien como tú, un compañero de desgracias, alguien con quien compartir tu oprobio? Recuérdalo.
Actualmente tenemos acordado, Úrsula y yo, que cada vez que ella empieza a experimentar una ansiedad injustificada, o dice algo que no tiene nada que ver con lo que cualquiera haya dicho en esos momentos, o sugiere hacer algo imposible o incoherente, o en términos generales impropio, o se encierra en el baño y farfulla vagas excusas a través de la puerta, o se pone a llorar sin ningún motivo que yo alcance a discernir, tenemos acordado, digo, que entonces uno u otro de los dos enuncie aquella palabra: tonto. Yo digo, en tono de alerta, «¡Tonto!», o ella dice, en tono sumiso, «¡Tonto!», o ambos entonamos «¡Tonto!», y eso parece servir para superar con éxito el abismo que hay entre las cosas como ella las ve y tal como son en realidad. Para mí, ese abismo es apenas un surco sobre el que cualquier rana podría permanecer espatarrada: yo veo las cosas tal como son, y son horribles. Lo tengo asumido. Ella no ve las cosas como son, y no por eso dejan de seguir siendo horribles. Pero yo pronuncio quedamente la palabra «Tonto», en tono admonitorio…, e inmediatamente dejan de ser horribles.
¿Puedo ayudar? ¿Me importa? Es obvio, ¿no?, que en realidad no me importa si ayudo. ¿Y cómo puedo ayudar si en realidad no me importa? (Puedo ayudar sin que me importe, pero ése es otro asunto). Admito sin ambages que la mayor parte del tiempo no hace sino llenarme de gozosa irritación ver semejante confusión mental, tan irremediable solipsismo (sí, actúo como un idiota. Ésa es mi chica, pienso). Mi hermana no era rica ni bonita y se comportó de un modo perfectamente normal hasta el momento en que murió, incluido ese momento mismo; reaccionó con una cordura verdaderamente ejemplar ante la experiencia, seguramente muy tonta, de ser asesinada: a ella no pareció alienarla. Mientras que para volver loca a Úrsula no se necesita un carajo. Cualquier marica puede volver majara a Úrsula. Hay cementerios cubiertos de hiedra atestados de gente a la que culpar. Yo creo que está loca.
La otra noche le vi las locas tetas. Son locas pero son queribles, como lo es ella y no lo soy yo. Venga, también yo me estoy sumergiendo. Perdón, perdón.
(II) El mundo se nos está poniendo cada vez peor. Cada vez tengo menos que ver con él.
GREGORY
Un mes de julio excesivamente caluroso, maloliente y aburrido para que merezca demasiado la pena hablar de él.
El mundo se está recalentando. Yo ya he visto a tres vejetes caer muertos este mes: sencillamente, derrumbarse para siempre en la calle. Antes era el invierno al que tenían miedo: ahora es el verano el que los liquida. El mundo hierve. Últimamente no se anima uno a abrir un periódico: todas las noticias hablan de cataclismos y derrumbamientos. El temple de la gente se ha desgastado; los malvivientes van ganando; todo el mundo acepta el hecho de que tiene que hacerse más detestable para sobrevivir. El mundo se nos está poniendo cada vez peor. Cada vez tengo menos que ver con él.
Anotaciones en el anuario de un artista…
Miércoles 7. Me estoy hastiando de la galería. Inaceptable escena tensa y jadeante, con la señora Styles apoyada sobre sus gruesos brazos pecosos, el labio superior copiosamente orlado de sudor y una embarazosa peladura. El acicalado Jason había aparecido con náuseas después de comer (gracias a mi astuta pequeña gripe, espero), y se había ido a casa, eructando de un modo enfermizo, con su cómico nuevo sombrero Homburg. Yo me arrellané —como siempre núbil— en el sofá del caluroso despacho de los Styles, con las mangas de la camisa arrolladas —tras haberme extenuado empacando cuadros—, mientras la matriarcal Odette me alimentaba con té y finas galletitas de chocolate. Llevaba mis engañosos tejanos nuevos, los que tienen pinta de pantalones de pana increíblemente elegantes y bien planchados (con la raya sobrecosida. Sí, ya sé. Pero éstas realmente funcionan. Pueden creerme). La galería, totalmente desierta, pues se trata de los últimos estertores de los invendibles diseños sobre linóleo del decorador de interiores. Abruptamente, y con un poderoso bamboleo de esas colosas que lleva enfundadas en medias de seda, la vieja Styles abandona su silla, retornando medio minuto después ¡con el anuncio de que acaba de cerrar el local! «Pero oye [gorda estúpida]», exclamé yo, «todavía no he acabado mi té con galletitas». Ella dice que no me preocupe por eso —intenta torpemente agarrarme la taza—, que ya tomaré todo el té que… ¡y con un sordo aullido de autorreproche, me derrama una hirviente mezcla de té y galletitas sobre los tejanos nuevos! (Oh, me doy cuenta, ahora me doy cuenta, bruja embustera). En términos crispados, apremiantes, me ordenó «desembarazarme» de mis arruinados pantalones, y yo, preocupado por la fragilidad del material, obedecí precipitadamente. —Corte, primer plano de Gregory en calzoncillos, reclinado sobre el sofá, petrificado de abatimiento, mientras la señora Odette Styles (36), arrodillada delante de él, le acaricia en medio de murmullos el nacimiento de las piernas extendidas, con la vista clavada —con lo que sin duda considera hipnótica atracción— en aquella expuesta virilidad. Bien, simplemente tuve que apartarle la mano con brusquedad, cruzar brazos y piernas en un diestro movimiento conjunto y ponerme a hablar desatinadamente como si nada hubiera ocurrido. La sorprendida hembra se fue a su casa con aire ofendido, sin decir buenas noches y, lo que es más, sin hacer nada con mis vaqueros de £25. Me pasé un fatigoso cuarto de hora abajo con el jabón y el cepillo de uñas, y me sentí como un lunático o un borracho incontinente en el vagón del metro, de regreso a casa. Fui al Garaje de los Ladrones. Un malandrín atezado apartó la mirada de las uñas que se estaba limpiando con una llave, para decir que iban a hacer falta seis días y sesenta libras para que pudiera restaurarle la salud a mi delicado coche verde. Como broma perversa, invité al bruto a lo de Torka.
Domingo 19. Me estoy hastiando de lo de Torka. Dormí allí la noche pasada, cosa que es siempre un error. Se trata de que últimamente se ha dedicado a alternar con rufianes, lo cual no va en absoluto conmigo. A Adrian le han dado por fin el portante (merecidamente, estoy de acuerdo), pero lamentablemente ha sido reemplazado por un pequeño tunante fornido llamado ¡«Keith»! Con su feminoide pantalón acampanado envolviendo sus piernas ridículamente truncadas, una camiseta color púrpura ajustada a sus pectorales de tetillas aplanadas, la tez rústica y el cabello rubio burdamente esponjado, ojillos perversos y una raya peluda por boca, bueno, Keith me resulta tan atractivo como Terence Service (y mucho menos manejable). Tal vez sea espantosamente bueno zurrándole a Torka o algo por el estilo. Y en cuanto a la panda de Keith, cuyos miembros aparecen por todas partes en el apartamento mirándote con el ceño fruncido: el tosco, escurridizo Norman, un truhán de barucho con la navaja «pronta» y el genio más pronto todavía; Derek El Dotado, un escocés casi sin dientes que se jacta de poseer el miembro más tremendo de la plaza (lo tiene realmente enorme, aunque marcado por unas curiosas cicatrices); la petulante y siempre desnuda Yvette, que tiene la mirada defectuosa de todas las rubias pálidas, amén de —tengo que admitirlo— una lengua excepcional; el grandullón Hugo, que anda de un lado a otro sobre sus taconazos de dieciocho pulgadas repitiendo historias increíblemente perversas de humillación sexual y castigos corporales; la diminuta Tessa, una seudonínfula de no menos de quince años a quien reconocidamente puedes hacerle todo lo que se te antoje (puedes matarla si quieres: lo tomará como si tal cosa); el especulativo, medio hippie Jerry, un Aries de facciones delicadas, poeta de la prosa, soñador… Admito que, en una noche de sábado, inducido por los vinos precisos, incitado por los estimulantes adecuados, incluso yo puedo hallar cierto placer en el indisimulable hedor nauseabundo de estos crudos trogloditas (aunque la amenaza de un contagio sea una pesadilla constante), con sus cuerpos mediocres y peligrosos, sus puntos de vista más bien lamentables en materia de higiene personal, la inmadura lascivia de sus caricias y, sobre todo, su inmenso talento para la supervivencia. ¡Pero a la mañana siguiente! Ah, los buenos viejos tiempos…, la estática belleza ensimismada de la confluencia de los adormilados cuerpos semidesnudos en la acogedora cocina revestida de pino, las tostadas y el bacon crujientes y un gran caldero de café auténtico, las alegres risas desbordando los tres baños de mármol…, en tanto Torka prepara con cariño los Bullshot y los Bloody Ivan que sabe que me gustan, los demás hojeamos los dominicales de calidad, carcajeándonos de los payasos de las secciones de crítica, y hablamos de Proust, de Cavafis, de Antonio Machado, antes de partir velozmente en nuestros coches hacia Thor’s y su lenta, parsimoniosa comida de los domingos. ¿Y qué sucede ahora? Esta mañana me desperté con el olor húmedo de la col (¿qué es esto?, ¿un almuerzo barato?), un aroma emparentado con el deje de pobreza y fracaso que a veces se discierne en los sumergidos aposentos de Terence, un olor a triste ropa barata y cuerpos rendidos. Descubro que he dormido en el más pequeño de los dormitorios, el que antes se reservaba al más quemado y meado de los chaperos; descubro, horrorizado, que estoy durmiendo con el soñador Jerry, uno para arriba, otro para abajo, y que sus gordos pies se estremecen ligeramente sobre la almohada al lado de mi cabeza (¿de qué mutiladas cauchemars[9] habrán sido testigos?). Al entrar trastabillando al cuarto de baño, sorprendo a Hugo en camiseta, con su espalda cubierta de manchas, afeitándose muy suelto de cuerpo ante el amplio espejo móvil con la maquinilla eléctrica de Torka. «Salud», me dice. Radio Uno chilla histéricamente en la cocina, y en el salón está la rubia Yvette, vestida únicamente con The People, con Derek El Dientes a su lado, todavía dormido en calzoncillos en el chesterfield[10]. Apareció entonces el ceñudo Keith enfundado en la túnica para invitados que solía ponerme yo, seguido por un apabullado Torka, sometido y magullado. Afortunadamente, se presenta Susannah, y la arrastro rápidamente afuera para llevarla a compartir conmigo una comida conmovedoramente pesimista en Paupers’. Es una época de cambios. O se marchan Keith y los suyos, o se va Gregory.
Viernes 24. Me estoy cansando también, en cierto sentido, ¿saben?, del giro que las cosas parecen estar tomando en mi piso, ahora que Úrsula está aquí, y encima con Terence todavía algo efervescente (o sea, en un estado de irremediable paranoia de encías enrojecidas) acerca de aquella absurda furcia suya, June. El mío es un piso de primogénito: está pensado para una persona sola, está pensado para mí. El espacioso salón, con su elevada cornisa ornamental, sus atestadas librerías y el deslumbrante ventanal, fue en otro tiempo un amplio escenario en el que los jóvenes Riding podían divagar y abstraerse, abstraerse y divagar… Actualmente, mi civilizado nido de águila parece haber seguido la suerte del resto de la vecindad…, un subcontinente repleto de voces foráneas, vestimentas foráneas, necesidades foráneas. Úrsula deja todo por cualquier parte, y Terence, que de todas formas anda hecho un vagabundo estos días, considera, evidentemente, que si un Riding puede ser desordenado, ni qué decir un Service. Las escenas de escualidez rabelesiana son ahora corrientes en la planta baja, y se necesita una mente clara y un estómago robusto para abrirse camino a través de esa discordante tienda de carnaval en dirección al malhadado cuarto de baño. Úrsula, por descontado, está lindamente instalada en el pequeño cuarto de vestir: normalmente no debiera preocuparme en lo más mínimo el polvoriento pandemónium de vestidos en desuso y ropa blanca sin lavar, los montículos de bisutería desparramada y los elementos de maquillaje formando una especie de necrópolis bombardeada. Debo admitir que me resulta sencillamente algo promiscuo e infra dig.[11] la mezcla entre el desorden infantil, patricio (es decir, esencialmente no-mujeril), de mi hermana, con el desaseo apático de Terence: sus medias aparecen en la papelera apretadas entre botellines de cerveza y revistas pornográficas de Terence; el deformado y piorreico cepillo de dientes de él y su peine con hebras pelirrojas flanquean los tubos de carmín de labios y las pinzas para el cabello de ella. Además, han establecido sin lugar a dudas una pequeña comunidad allí abajo, uniendo a menudo sus recursos para traer bocadillos de Queensway y preparar bebidas calientes en la tetera eléctrica que le obligué a comprar a Terence. A veces —cuando vengo tarde y entro a guardar mi abrigo en el armario grande que todavía utilizo en el cuarto de Úrsula— me siento como si yo fuera el intruso; ellos están sentados en el lecho, conversando, o escuchando el ridículo gramófono de Terence, o simplemente sin hacer nada, satisfechos con su mutua proximidad, y yo parezco fuera de lugar, demasiado atractivo, demasiado apetecido, demasiado por delante de ellos (cosa sobremanera desconcertante, cuando piensas que desde la pubertad la vida de los jóvenes Riding ha sido un permanente intento de esquivar a su hermanastro, el llorón chico nuevo cuyas medias caídas nunca se mantenían en su sitio). ¿Por qué no sale ella con más frecuencia? ¿Cómo llena sus días? ¿En qué está su vida? Yo he completado el ciclo, he adornado con mi presencia infinidad de recepciones, paseos y cócteles de sus casi coetáneas. Ella debería estar asistiendo a Ascot, a Wimbledon, a Henley, o acudiendo a esos tés con las amigas (¿dónde están los amigos de las personas? Es una pena que ya no se «ponga de largo» la hija de nadie, o más bien que ya sólo se pongan de largo las hijas de los judíos). Realmente, no creo que sea admisible, ¿no es cierto?, permitir que mi hermana conviva en ese mundo de comidas baratas y tertulias sentados en la cama que es el de Terence, un mundo de imprevisión y de fracaso. Lo que haré será: a) esforzarme por sacarla yo mismo a pasear, b) hacerla subir subrepticiamente aquí de vez en cuando por la noche —un disfrute para mí y un modo simbólico de rescatarla de abajo—, c) prohibirle a Terence tenerla en su habitación (dicho sea de paso, T. ha recobrado bastante su vieja y reconocible docilidad. Creo que ha acabado por aceptar el status que tan claramente le ha correspondido siempre. ¿No creen?).
Jueves 30. Sigo hastiado, hastiado, hastiado. Anoche acudí a una insoslayable —y virtualmente incomible— cena con los Styles en su repelente hogar. No sé, puede que me decida a cambiar este empleo por alguna otra cosa, que me largue de la galería, que no haga caso de sus promesas y de sus ruegos (ya me han ofrecido más dinero. Pero yo no necesito dinero). Nuevas carreras se despliegan ante mí en abanico como los naipes de un prestidigitador… La diplomacia: bastante atractiva, casa en el extranjero, un elenco de servidores (un completo chollo para una persona con mis conexiones, mi don de gentes y aptitud para los idiomas). ¿El negocio editorial? Sumamente agradable, a pesar de la ridiculez del sueldo, y la posibilidad de tener colegas parcialmente tolerables (también gozar de la perspectiva de, digamos, promocionar a una serie de autores…, requeriría tener las manos libres, desde luego). La política…, el carisma —y no poco— ya lo tengo, buen salario, secretarias, pluses (pero también todos los tontos, ay, los tontos). ¡La City!… No la City no, decididamente no. Escribir ofrece cierto atractivo: algunos poemas míos escritos a toda prisa han obtenido ya un pequeño pero resonante succès… No sé, tal vez viaje. La colcha de retazos que es Europa, el triángulo marrón rojizo de la India, el tapete verde de Rusia y los Urales, el langostino laqueado de Japón. Ver el mundo mientras todavía está ahí. Hoy llegué a casa a las siete menos veinte, saturado de la mugre de la ciudad y de la impureza de mi hastío, y cuando emergí de las fauces del metro, mientras recorría el vociferante infierno de Queensway, con sus botes de cerveza, sus jóvenes comiendo inmundicia en la calle, pensaba en mi hermana y en mi baño y en mi té y en mi libro, y en la placentera velada que me aguardaba (tal vez con un pequeño añadido especial después de apagadas las luces, cortesía de Úrsula). Me quité los guantes y entré directamente en la habitación de Terence. Nadie. Un silencio total reinaba en el piso. Me introduje en la humeante iluminación del cuarto de vestir. A través de la bruma de mi decepción vi las señales de una retirada urgente y por sorpresa. El vestido de calle, abandonado en el suelo hecho un montón, me hizo tragar saliva. Me lastimó el corazón ver que los zapatos abandonados, colocados juntos, marcaban con los tacones las seis y veinte.