(I) Muy muy muy ocupado. La verdad, no sé por qué armo tanto alboroto.
TERRY
Faltan veinticuatro horas. Ahora, veamos.
Gregory no quiere hablar de Úrsula. No lo culpo. Si fuera mi hermana, yo tampoco querría hablar de ella. Da la impresión, me temo, de que ha empezado a volverse loca. Y además sabe, lo mismo que mi hermana siempre supo.
Claro que en la familia de él siempre ha habido mucho de eso. (Debe haber también un poco en la mía, supongo, pero yo me siento completamente al margen: lo mío viene de fuera). El padre de Greg, por ejemplo, y en opinión de casi todo el mundo, está chiflado, aunque de un modo completamente benigno y cómico (yo diría que es un maníaco depresivo que nunca se deprime. Todo lo que se relaciona con él es despreocupado, incluso sus ocasionales ataques cardíacos. Le tengo simpatía: siempre ha hecho todo lo posible para facilitarme las cosas). En mi opinión, la madre de Greg también está bastante loca, aunque vaya usted a decírselo a ella (yo diría que es ligeramente paranoide, con tendencia a la manía del orgullo más que a la de persecución. No me cae muy simpática: siempre ha sido responsable y correcta conmigo, pero nada más). Y ahora también la hermana de Greg, Úrsula, se está volviendo loca: está «contrayendo» esquizofrenia, de un modo bastante parecido a cómo otras personas contraen la fiebre del heno, o enriquecen de golpe, o se arruinan. Yo la quiero (y ella a mí, creo, lo cual es buena prenda de mi singularidad), pero no tengo la menor idea de qué hacer acerca de ella. El mismo Gregory se ha mostrado siempre muy despreocupado en cuanto al tema, con tendencia a sacudir los esqueletos ocultos en el armario de la familia más que a mantenerlos encerrados. Siempre ha gozado relatando las proezas de tonto de sus antepasados, especialmente las de su bisabuelo, a quien —entre otras peculiaridades— solía gustarle dormir en el establo; y que una vez destrozó dos habitaciones de la casa y excavó grandes espacios del jardín, en busca de una canica extraviada, que más tarde fue descubierta en su zapato. Brillante. Sospecho además que a Gregory la locura le parece un rasgo de distinción, como la gota o el incesto. Si disfrutas de suficiente respaldo familiar y económico (sostiene esa teoría) da igual que estés loco, puesto que de todos modos, nada de lo que hagas importará jamás un carajo. Bueno, las cosas ya no son así, tío. El mundo cambia. Tú no tienes respaldo, tu padre ya no es rico, y de pronto lo que haces cuenta. La locura no habilita a nadie, en estos tiempos.
Ahora ha pasado algún tiempo. Faltan veintitrés horas. Supongo que yo también voy a probar la locura si las cosas no funcionan bien mañana. Todo parece estar perfectamente arreglado. Mantengan los dedos cruzados por mí, ¿quieren?
Mi hermanastro está de nuevo en pie, si bien un tanto abombado. Hace ahora una semana, cuando pasé a verlo antes de irme al trabajo, lo encontré tan satisfactoriamente maltrecho como siempre, gimiendo cuando descorrí la cortina y asomando apenas una mano para rechazar la taza de café instantáneo que me había tomado la molestia de prepararle. Pero ¿qué sucede cuando regreso a casa esa noche? Que allí está, demacrado y con exceso de ropa, recorriendo de un lado al otro la habitación con paso vacilante. Yo expresé mi sorpresa, lo cual lo irritó, y a continuación le pregunté si se sentía mejor. Greg dijo que no era tanto que estuviese mejor como que estaba demasiado hastiado de su enfermedad para continuar tolerándola. Añadió algo así como que la galería «ya no podía pasarse sin él», y manifestó que proyectaba ir a trabajar al siguiente día. De hecho tenía un aspecto tan terriblemente jodido, que supuse que los señores Styles (cuyas respectivas madres, por lo que sé e imagino, soplan pollas en el infierno; quiero decir que ellos no parecen tremendamente agradables) lo han estado apremiando para que se reintegre. Esta noche subí al piso de arriba y, después de adularlo un poco, le pregunté si nuestro plan permanecía intacto.
—¿Qué plan? —preguntó él.
Yo repetí mi sueño de que él pudiera quedarse fuera hasta por lo menos las doce, la noche siguiente.
—Oh, y no vengas a mi cuarto cuando regreses —agregué. Él estuvo nuevamente de acuerdo, meneando la cabeza con aire divertido y amistoso. Jesús, pareció dudoso, pero ahora ya estamos casi allí y estoy completamente seguro de que él mantendrá su promesa.
Está todo arreglado.
A partir de la memorable y lacrimosa borrachera inducida por Rosie, ha habido en la oficina, entre Jan y yo, abundancia de improvisadas y alegres bromas acerca de nuestra «gran salida nocturna», nuestra «noche de jolgorio» o «nuestra juerga». Que incluiría ir de copas a algún sitio caro, cenar en un lugar elegante… «¡oye, podríamos también ir a algún espectáculo!», había bromeado el Aprendiz en respuesta a unos irónicos sonidos arrulladores de Jan. Y entonces, en una ocasión, en el pub, reuní valor para decir:
—Y me aseguraré de que Gregory esté fuera, para que podamos tener el piso para nosotros…
Y entonces, en vez de irse del pub, en lugar de borrar de un sopapo la maliciosa mueca dibujada en mi rostro, en lugar de gritar: «¿Te asegurarás de qué? ¿Qué te hace creer que voy a ir allí contigo, tío?», en vez de eso, se inclinó hacia adelante y susurró:
—Y yo les diré a mis padres que me quedo a dormir con una amiga en Chelsea, así no tendremos que preocuparnos por lo del último tren.
No tengo inconveniente en decirles que aquello me chocó. Quizá después de todo Gregory tuviera razón, quizá ella se acuesta con cualquiera. Quizá no tuvieras más que invitarla para que se fuera a la cama contigo. («¿Vamos?» «Ajá»). O quizá realmente le gusto. ¿Ustedes creen que hay alguna posibilidad?
Faltan veintidós horas. Por el momento lo que me preocupa es la limpieza. Es obvio que necesitaré un baño maratoniano, e incluso juego con la idea de dormir en la bañera. Jan y yo vamos a salir pavoneándonos directamente del trabajo (resulta que tomaremos unos cócteles en el Bar Royale, un sitio donde te adelgazan la billetera, es cierto, pero tengo entendido que es tremendamente sexy), de manera que no habrá tiempo para ninguna de esas pedantes y pijoteras abluciones de los instantes previos. Tal vez me lleve al trabajo una especie de neceser y lo utilice de algún modo en los repugnantes servicios (y son realmente muy repugnantes. Los dos cubículos están separados por tabiques no más grandes que las puertas de vaivén de una taberna de vaqueros, de modo que no sólo oyes los horrendos pedos, los «plop» y los gruñidos de tu colega de cagada, y él los tuyos, todo en alta fidelidad, sino que, cuando te aprestas a irte, es perfectamente posible que los pantalones que subas sean los de él, en vez de los tuyos. Es más horrible todavía cuando sabes quién está en la puerta de al lado. Wark siempre pasa allí un rato especialmente amargo).
A propósito, la moral de mi polla, que esta mañana hizo un discreto alarde de erección, por más que estimulada por la vejiga y las ganas de mear, es sorprendentemente buena, considerando que ha estado muy baja últimamente y que, bueno, hace unas semanas que no estamos en lo que G. llamaría «buenos términos». Le he dado, en todo sentido, mano libre, como gesto, en la esperanza de que la confianza que a todas luces estoy depositando en ella la estimule a mayores esfuerzos la noche señalada. Basta de importunarte: está bien, joven, tú dices que puedes hacer frente a la tarea… pues adelante. Creo que mi polla ha mordido el anzuelo. (Estoy hablando en voz baja, por así decir: podría espabilarse. Pero la respuesta hasta el momento ha sido esperanzadora. Después de todo, mañana por la noche estará en juego todo su prestigio). Mi cuarto está soberbio desde que arreglé cuentas con la papelera. Hasta veo que tengo una cama doble.
Entre las ocho y media y las nueve tuve un rato de evasión, bastante placentera por cierto, que me dejó las mejillas encendidas y un hormigueo como después de un estornudo; y luego me escabullí a la calle (arriba estaba todo tranquilo) a caminar, a comer tal vez, quizá en busca de alguna otra de quien enamorarme, por si las cosas salieran mal. Las arcadas de Queensway, con su iluminación a sodio, bullía de rostros variados y parlanchines de extranjeros que disfrutaban su estancia o de los que ahora realmente viven allí, en esas viviendas sucias y fácilmente combustibles cuyas plantas superiores, pobremente alumbradas, forman un chillón entresuelo encima de las fachadas de las tiendas (esto fue una vez una calle, con casas). Una negra en camiseta a rayas verdes y con los pechos más grandes, palabra, que le haya visto jamás a nadie, va andando junto a su amiga que parece una expósita, aunque voluminosamente preñada. En la acera opuesta una pareja baila indolentemente con la débil música de un guitarrista callejero. Al pasar por delante de la tienda de mi más cercano proveedor de pornografía —regentada por un griego avariento que la tiene abierta prácticamente todo el día—, veo a una mujer muy vieja parada tranquilamente entre los expositores ubicados en la acera: por un momento queda enmarcada en un fantástico montaje de senos colosales y provocativos traseros. Fisgón entrometido. La verdad, no sé por qué armo tanto alboroto.
Habiéndome decidido, después de una madura reflexión, en contra de la hamburguesa, así como de la pasta, la pizza, los pasteles y las empanadas —en contra de cualquier variedad «para llevar» de cualquiera de ellas—, me encontré entrando en The Intrepid Fox, el relativamente siniestro pub de Moscow Road que despacha a cada cual su Variedad Exclusiva. La Variedad Exclusiva, potente cerveza casera muy apreciada por mis ubicuos contemporáneos cuasi-alcohólicos, sabe a jabón y te deja completamente mamado y tonto desde el instante mismo en que toca tus labios (estoy seguro de que cuando se conozca la verdad acerca de estas «variedades», cuando descubramos lo que realmente nos han estado haciendo, cosas como la tragedia de la talidomida van a parecer bastante insignificantes en comparación). Para las diez de la noche, todo el mundo en The Intrepid Fox está bailando, peleando, llorando o las tres cosas juntas, tal es el patético paradigma de borrachera inducido por esa cerveza. «En mi pub nunca hay problemas», le he oído decir al tabernero de mejillas color tomate, para añadir, bajando prudentemente el tono, «excepto, por supuesto, con las Variedades Exclusivas».
Pensé en tomarme una sola, para combatir el frío. Lo hice, ya lo creo que me resultó vigorizante.
Mientras el tabernero me servía alegremente la segunda, pensé: éxito. Va a ser un éxito. Puede que mi polla no esté en una forma estupenda actualmente, pero —¡oh, Señor!— nos queremos, Jan y yo. Tenemos sentimientos en común, gracias. Perdón, pero sucede que no estamos hasta ese punto interesados en el sexo urgente, apremiado, de los años setenta. Oh no, amigo, eso no es lo nuestro. Aun cuando yo falle, aun cuando la polla se me retraiga irreversiblemente, la noche será un éxito, de todas maneras.
Mientras el tabernero, solícito, me servía la tercera, pensé: … pensé en las extraordinarias cantidades de ternura contenidas en el mundo, en todas las inadvertidas reservas de buena voluntad y deseo de agradar cotidianos, en la nobleza y el dolor implícitos en el hecho de crecer y no volver jamás a ser joven. Pensé en la terrorífica belleza de las nubes, en la esponjosidad de los gatitos, en niñitas de ojos inmensos.
Mientras el tabernero me servía anónimamente la cuarta (y mi primera lágrima de la noche golpeaba el mostrador junto a mi copa), pensé: Oh, Dios, ¿por qué tiene que ser tan difícil? ¿Por qué tiene que ser así de duro? Ese pobre jodido hippie jamás tuvo oportunidad de convertirse en otra cosa. Puede ocurrir cuando eres joven o puede ocurrir ahora, o puede ocurrir en un momento cualquiera del futuro. ¿Quién nos jode así? ¿Quién es el que se encarga de hacernos trizas?
Mientras el tabernero, empleando con deliberación sus manos violentas y gastadas, me destapaba la quinta, yo pensaba: comemierdas como tú, tío, con tu aborrecible talante imperturbable. Mira a esos mamones, pensé, girando en mi taburete de la barra y examinando asqueado a aquella gente agrupada a mi alrededor, en círculos y en filas, bebiendo, fumando, conversando. ¿Qué habéis sentido nunca, qué habéis hecho, qué ha sido siempre vuestra vida sino algún tipo de apetito? Mira a aquel tarado cabrón, allí, con las dos chicas… sí, sí, tú, saco de mierda… ¿qué carajo andas… quién demon… qué…?
Cuando el tabernero, tras un interludio de ruidosa discusión, aceptó finalmente venderme la sexta, pensé: voy a vomitar, mucho, en seguida. Desplomado sobre mi decreciente provisión de aquel líquido de alto octanaje, me convertí en motivo de comentarios despectivos formulados desde ambos lados de la barra. Muchacho ruin. No pude terminar mi bebida. «Fuera con él», dijo alguien, y «que se vaya con viento fresco», mientras yo salía tambaleándome a la ominosa noche, Terry el Vagabundo una vez más.
Serían, oh, las once y media cuando regresé al piso, eructando y dando bandazos. Cerré la puerta con violencia y ejecuté un gesto amenazador en dirección a la escalera. Iré a darle una tunda, iré a llorar en su hombro, iré a joder con él (el marica), sería bueno, todo eso sería bueno.
Fui por el pasillo hacia mi cuarto eructando y dando bandazos, bebí sin tapujos un trago de whisky a gollete, me desvestí, y con un montón de revistas de desnudos colocadas delante de mi arqueada figura —el puñado de papel higiénico junto a mí, las dos almohadas formando la consabida L (una como apoyo, otra como atril)— mantuve un agrio enfrentamiento con mi polla, que para empezar no tenía la menor inclinación a la tumescencia, y se mostraba sumamente hastiada e imperturbable ante todo aquello. Que te den por culo, pensé mientras el techo descendía sobre mí, sin lavar, con el amargor del whisky en los dientes, borracho, hecho polvo, sin amor, totalmente jodido.
Delicioso comportamiento, estarán de acuerdo. Algo tremendamente sexy y el preludio perfecto para la epifanía del día siguiente.
—De modo que esto es lo que se llama una resaca —dije en voz alta al despertarme. Todas las demás no habían sido resacas. Pero ésta sí.
Me quedé dormido (o más bien fui incapaz de levantarme del catre) hasta las diez menos cuarto, y tuve que correr, sin tomar café y con la cabeza de algún otro, la de algún monstruo, sobre mis hombros, al tinte, en cuyo caluroso encierro tuve que hacer cola durante diez minutos para acabar enterándome de que mi traje se había extraviado en la furgoneta. De allí a la lavandería (donde soy un chiste ambulante desde que llevé a lavar mi basura: los «pakis» me miran y sonríen), a continuación a casa, a ponerme una camisa limpia y arrugada, calzoncillos y calcetines nuevos y mi mejor ropa vieja, y luego a la calle. Una pausa para desprenderme de un espectacular gargajo en la alcantarilla (estratos de añosos venenos aguardan en mis pulmones), me precipité al humeante agujero del metro. Durante veinte surreales, nauseabundos minutos no llegó tren alguno. Cuando por fin apareció uno, estaba naturalmente lleno hasta los topes: tuve que abrir un boquete en el muro de piernas y brazos, y fui prácticamente aplastando a un anciano todo el camino hasta Chancery Lane (no sé cómo lo aguantó). Deteniéndome para tomar un apresurado descafeinado en lo de Dino, me encontré con que sólo tenía un billete de diez libras, lo cual, aparte de ganarme unánimemente el odio del personal y la clientela, me retrasó ocho minutos más. Eran las once y media cuando me introduje, más o menos en cuatro patas, en la oficina… sin ser visto, al parecer (excepto por Jan, que pareció sonreírme), para encontrarme sobre la mesa una nota del Contable: «Venga a verme, cuando llegue». Aquella coma me pareció odiosa.
—Dios mío, no sabe cuánto lo siento —dije—. No ha sido por gusto.
—A cualquiera le ocurre —dijo John Hain—. Vaya y pídale disculpas a Wark. Ha estado atendiendo sus llamadas. Y póngase a trabajar.
Me disculpé con Wark, que miró hacia el techo con un desprecio abstracto, como si mi presencia no hiciera sino multiplicar sus tareas pendientes. Después me puse a trabajar. Junto al teléfono había dos hojas de venta. Wark había omitido puntualmente marcar qué llamadas ya estaban hechas. No me atreví a reprochárselo. Empecé en la cabecera de la lista y seguí para abajo. ¿Vendía, compraba, las dos cosas o ninguna de las dos? Parecía estar en una cápsula espacial jugando unas partidas simultáneas de ajedrez con los ojos vendados. Me sentía como un animal, me sentía como un dios, me sentía como el espectro de un trueno estival.
No fue hasta las doce y cuarto que cometí mi primer error grave. Salí corriendo de la oficina y entré en el pub de la calle lateral, debajo de mi ventana, donde por alguna razón pedí un «calderero» (whisky y cerveza), que me habían dicho que era lo mejor para la resaca. Quince segundos después estaba vomitando convulsivamente en el callejón, con la frente apoyada en un tubo de andamio oxidado. Había gente asomada para mirarme, para comprobar lo jodido que estaba. El vómito no produjo el efecto que suele atribuírsele: no hizo que me sintiera mejor. Me hizo sentir peor. Encendí un cigarrillo, cuya primera inhalación me hizo toser y arrojar cosas de por sí tan absolutamente repulsivas que volví a vomitar… independientemente, desinteresadamente, en sobrio tributo a los aconteceres en el interior de mi cuerpo. Compré una manzana (notando, tras el primer mordisco, una marca de sangre en la pulpa, de mis pulmones tal vez, o de algo terrible en mi encía, por lo cual muchas gracias) y regresé a la oficina, donde encontré (a) otra hoja de ventas, (b) un mensaje confirmando un pedido que yo no había hecho y (c) un mensaje cancelando una venta que no había efectuado. Estuve marcando teléfonos hasta las dos. Fui andando trabajosamente hasta Holborn (no tuve cara para ir a lo de Dino) y compré una empanadilla y una sopa de tomate calientes para llevar, las cuales se habían enfriado increíblemente para cuando estuve de nuevo en mi escritorio. Telefoneé hasta las cuatro. Llevé mi vaso de cartón del café vacío a los inmundos servicios y lo llené de agua tibia con jabón; uno de los cubículos estaba libre, aunque sofocante y maloliente; en el contiguo, alguien muy enfermo (que sin duda reservaba su hora de merendar para tan penoso menester) estaba desprendiéndose de unas materias que sonaban como un saco de melones arrojados a un pozo; me lavé por partes lo mejor que pude; tenía un aspecto horrible, y era consciente de ello; me lamenté un poco y retorné a mi escritorio. Estuve telefoneando hasta las cinco. Hablé con Veale, que aún quiere que haga cosas para él. Telefoneé hasta las seis. Llamé a voces a Damon (los chicos de abajo han empezado a pegarle: él se lo busca) y le entregué las tres hojas de venta terminadas. Me recliné en el asiento, dando vía libre a una ansiosa explosión de olorosas ventosidades retardadas y piafantes.
—Bueno, ¿qué? —dijo Jan, parada en la puerta.
Ah, pero a partir de ese punto culminante, déjenme decirles, desde esa orgullosa cima, las cosas tomaron un giro decididamente negativo, cesaron de ir como una seda como habían estado haciéndolo, y empezaron a ir de mal en peor.
Y no es que me hayan rechazado sin contemplaciones en los vigilados accesos al Bar Royale (por jodido: «Lo lamento, señor, no puedo permitirle la entrada» «¿Por qué?» «Está usted demasiado jodido»: una eventualidad que yo había previsto y contra la cual, en parte, había tomado providencias alternativas): al contrario, no hubo nadie allí para detenernos. Fuimos al Maverick Lounge, donde trasegamos numerosos Sidecars y Old Fashioneds, nos mandamos al coleto varios Banana Daiquiris y Harvey Wallbangers, dimos cuenta de unos cuantos whiskys, sours, Bullshots y destornilladores, aparte de un tiento de tequila Sunrise, Vodka Gibson y julepe de menta. Para entonces yo estaba completamente delirante, como es natural, pero todavía hablando y demás, todavía actuando como quien tiene esperanzas de poder realmente llevarse a alguien a la cama esa noche. Jan estaba alegre y jovial, y por supuesto deslumbrantemente hermosa. Después fuimos a cenar, creo recordar, en un restaurante italiano de Greek Street (¿cómo se habría colado allí?). Me esforcé en comer mucho, como refuerzo contra la turbulenta guerra de pandillas que estaba teniendo lugar en el interior de mi cuerpo, pero sólo pude ingerir una tajada de melón y un par de forzados bocados de risotto. No obstante, y con creciente y maravillado asombro, noté que Jan estaba inflexiblemente presente cuando pagué la cuenta, que seguía obstinadamente a mi lado cuando salí a la calle y busqué un taxi, todavía intransigentemente allí cuando incrusté la llave en la cerradura principal, subí en el ascensor y entré en nuestro piso.
—Ya sé —dije, encabezando la marcha escaleras arriba—. Tomemos una copa.
—¿Ahí arriba? —dijo Jan—. ¿Dónde está tu espléndido camarada?
—Mi hermanastro —dije yo.
—No estará en casa, ¿no?
—Oh no, está fuera.
—Oh no, nada de eso —dijo Gregory—. Está en casa.
«Adelante», había dicho él, «quedaos a charlar un rato conmigo».
—Muy bien. Sí, tomemos una copa juntos —dije yo, con cierta arrogancia.
—Un día espantoso. Tuve que escabullirme de la galería y volver a meterme en el sobre. Es esa gripe otra vez.
—¿Y qué hacemos con esa gripe tuya?
—Ya sé. Bueno, es una verdadera putada.
—Pobrecito bebé —dijo Jan.
—De veras. Una putada.
—Ya lo creo —dije.
—No os molestaré, no os aflijáis. Podéis abandonarme aquí arriba a las puertas de la muerte e ir a refocilaros juntos.
Una proposición sumamente sexy, pensé, viniendo de sus labios delicadamente fruncidos. Si él cree que puedo, quizá puedo.
—Contadme —pidió seguidamente—, ¿qué diabluras habéis hecho esta noche?
—Bueno —dijo Jan—, nos tomamos unas copas elegantes. Un montón de copas de lo más finolis. Y después una cena finolis. Y después nos vinimos aquí.
—¿A hacer qué, si puede saberse? —dijo Gregory en tono picaresco, mientras a mí se me congelaba la sangre.
Jan se volvió hacia mí y dijo, en una dolorosamente brillante imitación de la voz de Gregory, una imitación que hacía plena justicia a lo pomposo, remilgado, soez y marica que él sonaba:
—A re-fo-ci-lar-nos.
Me eché a reír. Me reí enormemente, con despectivo abandono. Me reí de puro triunfante, liberado por fin de toda envidia y todo miedo.
—… Realmente, Terence, ¿no es hora de que te ocupes un poco de tus dientes? Se te han puesto verdes, y tú puedes hacértelos tratar en la Seguridad Social. También proporcionan peluquines, ¿sabías? En realidad, Terry…
Jan frunció el ceño. Entonces sonó el teléfono.
Estaba de pie en la puerta de calle. Llovía. Levanté un brazo. Me pregunté cuánto me costaría el taxi, consciente de que nunca podría pedirle a nadie la devolución del dinero. Me odié por pensarlo, claro, pero tenía tantas cosas nuevas que odiar más: el espléndido Gregory, allí arriba en la cama, limpio y seco; la hermosa Jan allí arriba con él, borracha y disponible; la mísera Úrsula, súbitamente medio muerta por ahí en alguna ambulancia, conducida como un relámpago a través de las calles brillantes, unas atentas manos uniformadas tratando de hacerla sentirse lo mejor posible, su hermano en camino.
(II) Ustedes sabrán, por supuesto, lo que es que alguien te desee de arriba a abajo.
GREGORY
¡Oh, Dios santo!
Parece que me he portado mal. Parece que he caído en desgracia. Me he «portado mal». He caído en desgracia.
¡Oh, Dios santo!
Debo decir, no obstante, que Terence se está comportando del modo más penosamente anticuado y estrecho en torno a todo el asunto. Tiene una murria monumental. Muchacho estúpido. No es comparable a si me hubiera fugado con su mujer, y como le he dicho con toda franqueza, la iniciativa fue mucho más de ella que mía. Pero él está furioso: jamás le había visto una expresión tan emotiva y concentrada, tan enconada y resuelta… Mal asunto.
En cierto sentido, claro está, supongo que podría aducir que todo el asunto fue simplemente una cuestión de hábito. En la medida en que nuestros anteriores tratos sexuales con mujeres han coincidido, nunca se planteó la cuestión de que Terry tuviese ni voz ni voto en cuanto a quién se quedaba con quién, a quién le apetecía quién, quién prefería a quién. De hecho su categoría en esos casos —una categoría, además, plenamente asumida por T.— era la de recadero, de movedizo alcahuete, más que la de una unidad sexual independiente, con sus necesidades, sus angustias y su dignidad propias. «Terence, ve a por aquellas dos chicas de allí… Hay dos chicas allí, Terry, ve y tráelas… Tráelas, Terry: esas dos chicas de allí, Terry…». Cosas así. Como es natural, a él le tocaba la fea (si la había), o, en las raras ocasiones en que las dos chicas eran igualmente deseables —lo cual no es frecuente: la bella sale de batida con la bestia (y si no, ahí estamos Terence y yo…)—, podía, digo que podía, intentar atraerse directamente a la enfurruñada y despechada sobrante. Él lo aceptaba. De vez en cuando, era inevitable, yo notaba el sordo, linfático deseo, intenso y persistente, que le salía de adentro como un poderoso y pausado latido —algo así como su perro gruñón contemplando con resignado asombro a mi danés color bronce cuando éste sale ahíto de mi dormitorio—, pero la verdad es que su conducta en general era sumamente respetuosa. De todos modos, para Terence sexo y transgresión eran una misma cosa, y la transgresión estaba para él en el meollo mismo de la vida.
Yo incluso he pergeñado complicados planes para que Terry se sintiera mejor a este respecto. Por ejemplo: dos niñas ricas y desatendidas aparecen una primavera en el pueblo. No acabo de regresar de Peerforth de vacaciones cuando ya estoy establecido como el elegido de la mayor y tomando el té allí en las largas tardes con sus padres ausentes. Llevo conmigo al pequeño Terence, en parte para que se entretenga y en parte para distraer a la pesada hermana menor, que no ha tolerado bien mi preferencia por su rival (y que además, anoto, tiene el oscuro vello de las piernas aplastado por las medias, como una preparación microscópica). Ella, no obstante, no le hace el menor caso, hasta que intervengo para prometerle en secreto mis servicios a la muy puerca si se muestra más amable con mi amigo. Muy extenuante y casi me trae problemas.
O este otro caso: bajo mi supervisión, Terence aborda a dos jóvenes y bastante bien parecidas empleadas de tienda en la estación de autobuses de Cambridge. En cuestión de minutos, las dos están acariciando mi brillante cabello y Terry se encuentra en el extremo del banco con una nauseabunda e inexpresiva sonrisa en su rostro vulgar. Mientras él va a buscar unas cocacolas, les prometo en broma a las furcias que la primera que sea buena con mi hermanastro será la primera en pasar una hora a solas conmigo. (Promesas, promesas… además, en esa época estaba dedicado a una compañera del colegio).
Así era cómo había funcionado siempre, ése era el tipo de arreglo ocasional que siempre habíamos tenido. De la misma manera que se quedaba con mis costosas prendas cuando yo me aburría de ellas, le tocaban los descartes, las sobras, lo fuera de uso, que él exhumaba culpablemente como si fuera de la cómoda de un desván prohibido.
¿Pues qué hubiera hecho cualquiera de ustedes?
Heme allí. Es el final de una semana agotadora, y después de todo yo he estado putañeramente enfermo, y no he ido a por yonks a lo de mi amigo Torka, y ahí está esa muchacha perfectamente aceptable a punto de echárseme encima, y…
Escuchen. Terence acababa de hacer no sé qué chiste estúpido, cuando sonó el teléfono. La jadeante risita de T. se detuvo, y él se quedó mirando, discretamente sorprendido. Yo sostenía la mirada de Joan, violeta a la luz indirecta, mientras Terence atravesó el cuarto con vacilante paso de borracho y cogió el auricular, de espaldas a nuestras atareadas miradas («¿Hola? ¿Cómo?»), miradas que ya se buscaban con intuitiva certidumbre siguiendo lubricadas paralelas («Sí, ¿Quién?»), paralelas que ya parecían henchidas de ocultos líquidos («¿Que ella qué? ¿Cuándo?»), líquidos que ya brillaban como el rocío sobre las plumas de los patos en los ápices de nuestros cuerpos («¿Dónde? Sí, sí. Pero por supuesto, por Dios»), cuerpos que ya…
Terence giró bruscamente en redondo. Farfulló algo sobre Úrsula y hospitales.
—Tendré que ir —dijo en tono incrédulo y se dirigió tambaleante hacia la escalera. Pero ¿acaso June y yo estábamos escuchando?
Se oyó un portazo.
Yo alcé un índice y le hice lentamente señas de que se acercase a mi lecho. Ella obedeció, y en éxtasis avanzó ondulante por la habitación, hipnotizada, deslumbrada, entregada. Se detuvo expectante, inclinada a mi lado con una soñadora semisonrisa de voluptuosidad en la boca entreabierta.
Pues muy bien.
—Siéntate.
Para empezar —y colocando mi mano entre los marcados rizos de su nuca— empecé displicentemente a hacer descender su rostro hacia el mío. Ah, pero luego, con un rápido y despectivo tirón, desvié diestramente su cabeza para dirigir sus labios hacia… pues ¡sorpresa!: la soberbia y cimbreante erección que hacía rato se había liberado de los pliegues de mi túnica (a propósito, mi túnica es marrón, abotonada por delante y con un curioso cuello de paje blanco de volantes fruncidos). No sé quién era el más hipnotizado mientras su boca, con teórico recato, se aproximaba a la cúpula de mi palatinado: el rostro suspendido, irreduciblemente cerca, mantenido a raya por mi autoritaria mano, mientras, empleando sólo la tiesura natural —ni siquiera tenía que tensar los glúteos— le recorría el perímetro de los labios. La boca de pececillo dorado de la pobre Joan estaba fláccida de ansias cuando por fin le di vía libre para que chupase ruidosa y golosamente (desde luego que todo el tiempo estrictamente controlada por esta servicial amanuense, mi mano), y la dejé saciarse antes de forzarla a echar la cabeza hacia atrás y, con su rostro apuntándome, decirle:
—Quiero que te desnudes. Ya.
Creo que realmente la muchacha tuvo cierta dificultad en ponerse de pie. Entretanto, apoyé la cabeza en un codo para disfrutar el espectáculo. Ella llevaba una camiseta con un dibujo de suaves colinas y unos tejanos jaspeados. Pateó lejos los zapatos dorados. Yo le apunté con un dedo.
—Los pechos al final —especifiqué.
Fuera marcharon en primer término los tejanos de Joan… llevándose con ellos las rosadas y bastante asépticas bragas, en una actitud más bien inelegante (a mi siempre me gusta una buena ojeada al prístino montículo, previa a la confrontación con la selvática realidad). Pero aún así ella quedaba muy bien allí de pie, con las piernas insolentemente separadas y los dedos curvados bajo el borde de la camiseta, unas pulgadas por encima del inesperadamente raleado matojo de lustrosa alheña. Y ahora los pechos. Me temo que no produjeron en mí esa tierna, existencial angustia que en ocasiones acompaña a la morosa desabrochadura de una blusa, a la súbita liberación de la presilla de una túnica, al suspiro exhalado ante un «sostén» recalcitrante, esa sensación de petrificada desesperanza de que el mundo vaya a durar hasta que hayamos tocado aquella piel desnuda. Lo que June hizo fue coger el borde con ambas manos e inmediatamente maniobrar con los brazos de modo que catapultó el material hacia la zona del cuello y los hombros, cubriendo el rostro y descubriendo con abrupta osadía las dos grandes eminencias oscilantes que golpearon audazmente contra la caja torácica. (Debemos recordar que estaba ebria). Sin embargo, una vez que se despojó de lo principal y mientras se quitaba las mangas, cerró los ojos y se rió, y por un momento la vi enternecedora, bonita y extremadamente competente.
Empleando sólo ese descuidado atisbo de brutalidad que todas las chicas adoran, la hice caer sobre la cama. Ustedes sabrán, por supuesto, lo que es que alguien te desee de arriba a abajo. El ávido besuqueo por todas partes, las manos que revolotean como un torbellino, los estremecimientos recónditos, los estertores obstinadamente implorantes. O quizá no lo sepan. Tendido de espaldas con los brazos doblados por debajo de la cabeza, dejé que se consumiera su frenesí inicial, antes de asumir resueltamente la iniciativa. Entonces la tendí a ella de espaldas y, con su talle entre mis muslos, coloqué sus brazos doblados por debajo de su cabeza. Excitado a la vez que divertido por la reminiscencia de película pornográfica de su postura, empecé a deslizarme hacia arriba sobre su abdomen e inicié un delicioso juego entre las tres tumescencias de allí abajo, escarbando, resbalando y cimbreando hasta mucho después de que sus pezones empezaran a palpitar pidiendo clemencia. Desplazándome unas pulgadas más, cómodamente instalado en el asiento de sus pechos y apoyando las manos contra cabecera de la cama para sostener mi torso en diagonal, penetré con deliberada lentitud en aquella voraz O.
Tras un cuarto de hora de aquello ejecuté, en una nueva muestra de capacidad atlética, un giro de 180 grados, quedando con el rostro delante de sus muslos levantados (naturalmente, había reconocido de antemano la zona, hundiendo un dedo y olisqueándomelo con disimulo: estaba tibio, húmedo y dulce), mientras ella continuaba bañándome la pirula en saliva y en lágrimas. Pero, claro, yo no estaba allí abajo simplemente porque sí: al cabo de unos momentos relajados —adecuadamente entretenido por sus lengüetadas—, ejecuté otra experta voltereta, haciendo girar mis piernas por debajo del pecho, como un gimnasta, y levantando simultáneamente el cuerpo de la muchacha, de tal modo que en un santiamén ella quedó tendida boca abajo, nalgas al aire, y yo encima de ella, poderosamente tenso. Ella también se puso tensa. Se puso tensa demasiado tarde.
Después de una gradual penetración irreprochablemente comedida, y en cierto modo algo tediosa, estuve sodomizándola de un modo completamente despiadado por espacio de… oh, sus buenos veinticinco minutos, sujetándola por los cabellos cada vez que ella efectuaba algún coqueto intento por liberarse. Chuc, chuc, chuc. La sábana de abajo parecía ya el delantal de un carnicero cuando, abrazado a su espalda, empecé a empujar con movimientos espasmódicos en su caliente herida, y acabé vaciándome con sus gritos.
Se hicieron las dos de la mañana antes de que lograse devolver a la noche aquel sollozante deshecho. Tuve que pasar por la vacía habitación de Terence para llegar al armario de la ropa blanca, para después, extenuado, ponerme a cambiar las sábanas.
Pues sí, incluso yo sentí un poco de rubor a la mañana siguiente.
Adormilado sobre mi tumultuoso catre, habiendo dormido con la bien ganada fatiga del guerrero que regresa, abrí un ojo para divisar la figura de Terence, temblorosa de justa indignación, alzándose a los pies de mi cama con pinta de airado asesino. Oh, Señor, pensé, oigámosle desahogarse. Por una vez, aquellos pequeños dedos regordetes suyos, con las uñas mordisqueadas hasta hacerlos parecer desflecadas colillas, retenían todos los ases «morales», y decidí encarar su escena con ecuanimidad.
—Úrsula está hospitalizada. En el St. Mark.
—¿Y?
—Ahora está bien, más o menos.
—Bien. Criatura estúpida.
—Por Dios, se rajó las muñecas… Quiere que vayas a verla.
—¿Adónde?
—Al hospital.
—No me gustan los hospitales, ella lo sabe. Me deprimen —dije yo con suavidad, examinándome los anillos.
—Válgame Dios, ¿te dabas cuenta de lo que estaba ocurriendo anoche?
—Mira, he pasado varias semanas enfermo. No estoy para que…
Terence me dio la espalda, tambaleante. Se aferró a la mesa con una mano. Oh, Dios (pensé), va a soltar el moco.
—¿Cuándo… a qué hora se fue?
—¿Quién? ¿June? Oh, a eso de…
—Es Joan, no June: te las has follado y ni siquiera sabes su putañero nombre.
—Joan, pues —murmuré.
—¿A qué hora?
—Alrededor de las dos, o dos y media —dije con cierta impaciencia, resuelto a despejar la atmósfera.
—¿Y qué tal estuvo, pues?
—No estuvo mal —dije empleando mi tono más viril—. Deberías probar tú mismo alguna vez.
—Pues un millón de gracias —fue la críptica respuesta de Terence mientras bajaba ruidosamente las escaleras.
Eso fue hace quince días. ¿Y acaso su dolor ha resultado mitigado por el suave masaje del tiempo? En lo más mínimo. En realidad creo que su rencor aumenta día a día. Vaya, me temo que simplemente yo no tenía idea de la (al parecer) fortísima inversión emocional que él había colocado sobre los bien formados pero inconstantes hombros de Joan. Y acostumbrado como estoy a conseguir con un chasquido de mis musculosos dedos a toda chica en la que me fije, me exige un cierto esfuerzo escudriñar en la maleza de las necesidades y deseos de los demás. Además, he estado terriblemente enfermo. (Ahora me siento estupendamente; aquel ejercicio físico era lo que me hacía falta).
Naturalmente que estoy preocupado por Úrsula. Naturalmente que fue desafortunado que ese aberrante gesto de ella haya sido tan inoportuno. Pero después de todo yo no habría podido aportar nada especial y, entre nosotros, el caso es que sé que Úrsula prefería que yo estuviese fuera divirtiéndome. (Ya nos hemos carcajeado bastante a propósito de todo lo concerniente a esa noche. En todo caso, ella dice que Terence estaba borracho como una cuba y estuvo cargante en el hospital. Todas las enfermeras lo miraban con asombro). Se da por hecho que Úrsula vendrá pronto a vivir con Terence y conmigo, aquí en mi apartamento. Incluso le he ofrecido mi cuarto de vestir —un aprovechable rincón entre Terence y el baño—, que yo apenas utilizo. Por supuesto, ella se deprime. Por supuesto está desorientada. Los dieciocho, diecinueve años, son un infierno. Lo que entonces pedimos con vehemencia no es el éxito, sino la juventud.
Pronto se pondrá mejor. Somos una estirpe de gente hipersensible, los Riding, y numerosos caprichos principescos y nobles manías han tenido como escenario los vastos aposentos, prados y senderos de Rivers Court, Cambridgeshire. El abuelo de mi padre, Coventry Riding, insistió en ser llevado a todas partes desde la edad de veintiún años. Aun cuando era sano y fuerte como toda nuestra estirpe; mi tío abuelo Iván tocaba el violín y crió a un perverso ratón blanco. Úrsula pronto se pondrá mejor, aquí en el atractivo piso de su alto y exitoso hermano. Y si se parece a mí tanto como yo creo, el ejemplo de Terence Service constituirá para ella un sobrio recordatorio —y sumamente cómico, permítanme decirlo— de los peligros del pernicioso ensimismamiento: toda esa atención puesta en las propias neurosis, toda esa solemne preocupación por la sanidad del aire emocional que respira. La veo nuevamente como una vez fue, en aquel otro mundo; la delicada pieza de petit point que se desliza de su regazo a los pies del sofá de terciopelo cuando ella se yergue a medias, aparentemente petrificada de placer cuando el dorado Gregory (que acaba de arribar del colegio, con sus pobres maletas hinchadas de trofeos, medallas, panegíricos) se aparta bruscamente de las criadas atosigadas y los lacayos ajetreados para empujar hacia atrás las puertas del salón: mi princesa que se precipita a través del recinto —unos cincuenta y cinco pies— y yo que recibo en mis brazos aquel proyectil de carne de adoración, tibios los labios, tibias las lágrimas, mi corazón simultáneamente en todas partes.