5: Mayo

(I) Quizá mi vida tenga un fondo sólido por debajo del cual nunca me estará permitido caer.

TERRY

El verano viene en firme de camino, lo cual significa que ahora hace casi dos años que vengo siendo un adulto. Y por primera vez todo está empezando tímidamente a parecer posible. Despierto desde temprano en mi lecho orientado al norte, fumo cigarrillos y observo cómo las sombras de la mañana se redistribuyen por los tejados. Por las noches leo y bebo sentado a mi escritorio hasta que la última gota de luz diurna se ha escurrido del cuarto. Entonces, a veces, antes de irme a la cama, salgo a dar un paseo, a observar a los extranjeros. Sí, pienso, puedo hacer frente a un poco más de lo mismo, tal vez no mucho más, pero más en todo caso. Incluso las calles a la hora punta parecen actualmente tener un sentido; todo el mundo aprueba de buena gana, a la chita callando, este truco estacional que tiene el mundo de parecer empezarlo todo de nuevo.

El sábado pasado, por la mañana, me encontraba en el mercado callejero de Portobello Road, buscando una tetera eléctrica barata para tener en mi cuarto (Gregory se cabrea cuando utilizo la cocina temprano. Dice que necesita dormir. Qué gracioso. ¿Y quién no? Hasta a mí me hace falta). Aquel hippie jodido que he visto por los alrededores estaba también allí. Se detuvo a mi lado en el puesto del hojalatero con una maleta atada con cuerda en cada mano. Que si compraba herramientas, le preguntó al gitano que estaba al otro lado de la carretilla. No, nunca compraban herramientas. Jamás. El jodido hippie barbotó una especie de deshidratada protesta; sus labios agrietados estaban manchados de restos de vómito y alimentos sin digerir (y yo creía que mis resacas eran malas). Se alejó enfundado en su empapado abrigo por las calles llenas de gente, un tipo de mi edad, con otro anaquel entero de su vida entregado. Pensé: yo no estoy así; a mí eso no me sucederá nunca. Quién sabe. Quizá mi vida tenga un fondo sólido por debajo del cual nunca me estará permitido caer. Así que, por el momento, ya no me pregunto quién me protegerá cuando sea pobre, esté calvo y me haya vuelto loco.

—Mira, te diré lo que quieres hacer —dijo el señor Stanley Veale, secretario regional del sindicato, con su tono de voz inmensamente calmo y siniestro.

—¿Qué es lo que quiero hacer? —pregunté yo.

Veale miró fugazmente al señor Godfrey Bray, vicesecretario regional del sindicato, y prosiguió:

—Quieres convertirte en el representante del sindicato.

—¿Por qué quiero eso?

—Porque no quieres que te echen, joder, por eso.

Esto me está poniendo nervioso. Tal como está la cosa, estoy aquí en mi cubículo con la boca llena de goma de mascar, un pitillo en cualquiera de los orificios nasales, un clip en cada uña (y una regla en el culo).

—¿No me echarán?

—De ningún modo. Durante tres años no pueden echarte, y para entonces te corresponderá el ascenso a Delegado, si no lo echas todo a perder. Para nosotros, eso es una larga permanencia, con los excedentes laborales que ya tenemos.

—Un veinte por ciento en esta región —dijo el señor Bray.

—Es un hecho, ¿no es así, señor Veale?, que si nos sindicalizamos, un par de nosotros va a ir a la calle…

—Claro. Al menos dos de vuestros cinco vendedores van a ser echados. Sin ninguna duda. Tiene que ser así para que el resto pueda obtener los salarios que marca el sindicato. Si ellos ya estuviesen en el sindicato, no podrían echarlos. Es por eso que tú quieres hacer lo que sea por nosotros. Haz ahora cosas por nosotros y no habrá modo de que te echen cuando te hagas del sindicato.

—¿De veras? ¿John Hain está enterado de todo eso?

Veale se rió.

—¿Quién?

—John Hain. El contable jefe.

—¿Ah sí?

En ese momento el señor Bray, quien visiblemente estaba tan constipado que apenas podía respirar, extrajo de su abultado bolsillo exterior una libreta de anotaciones y preguntó:

—¿Y qué me dices de tu formación?

—¿Qué pasa con mi formación? —pregunté yo.

—¿Tienes alguna? —dijo Veale.

—Bueno, aquí soy una especie de aprendiz.

—Eso lo sabemos. Lo pone en tu instancia. Mira: «Aprendiz». Cielos, he aquí un tipo realmente listO. Quiero decir que no necesitas ser un… un Keir Hardie para descubrir eso.

—Disculpen.

—¿Has hecho un curso de formación para vendedor? —prosiguió el señor Bray.

—No.

—¿Y de taquigrafía y dactilografía, o algo de ese tipo?

—No.

—¿Algún trabajo de aprendiz en provincias?

—No. —Pero soy pelirrojo y mi padre mató a mi hermanita.

—Mala cosa —dijo el señor Bray—. ¿Stanley?

—Por supuesto que es mala cosa —dijo el señor Veale. Cerró sus cristalinos ojos húmedos—. Pero aquí todos están mal…, sin ofender a nadie, Terry. Ninguno de los de aquí debería estar vendiendo, coño. Vosotros lo sabéis. Le estáis quitando el trabajo a los verdaderos vendedores. Ni tú ni ninguno de éstos sería capaz de vender las plazas sin celebrar antes una conferencia acerca de ello. ¿Sabes una cosa?: la gente que tenéis aquí me pone enfermo. Cualquier tarumba capaz de coger un teléfono sin que le duela la oreja, ¿en qué se convierte? Pues se convierte en un vendedor. Ésa es su profesión. Ésa es su ocupación, sí, señor.

—¿Por qué yo? —pregunté.

El señor Veale se puso de pie. Miró hacia el callejón, sus facciones albinoides pero bastas infladas por la luz amarillenta.

—Yo vengo aquí y tengo que ver a todo el mundo. Tengo que ver al subjefe contable, señor Lloyd-Jackson. Él se repantiga en su asiento, ¿sabes?, sabe lidiar con gente como yo, ha lidiado toda su vida con gente como yo. Sarcástico, riéndose un poco de nosotros. Cree que estamos pensando: «El señor Lloyd-Jackson, un caballero difícil de tratar, siempre lo ha sido». Pero ya no pensamos eso. Estamos pensando: «Conque un pequeño estúpido engreído, ¿eh? ¿Qué te parece?: he aquí un pequeño estúpido engreído». —Se llevó la mano a la mejilla y la bajó con el índice apuntando hacia adelante—. Bang, bang —dijo—. Piénsalo. Te llamaré.

—Gracias —dije yo—, muchas gracias. Yo estoy de acuerdo, ¿saben? Esta gente… —hice un vago ademán—, me cago en todos ellos. —Ellos no van a protegerme—. Ustedes quieren derechos para la gente que no tiene ninguno. Yo quiero lo mismo. Haré todo lo que pueda por nosotros.

Y lo haré, ciertamente. Todavía no sé qué es lo que él quiere que haga. Pero sea lo que sea, lo haré.

Además de todo esto, he conseguido dejar de cascarme pajas, lo que es un gran alivio tanto para mí como para mi polla. Aunque no digo que no vaya a volver a cascármela (quiero decir, ¿quién coño lo sabe?); se trata únicamente de que le he permitido a mi libido recaer en la clase de pasividad no escogida que parece estar pidiéndome actualmente. «Vale», le he dicho a mi polla, «tú ganas». Por ahora, en todo caso (hasta que realmente te necesite). Ya no abusaré de ti. No te despertaré por la noche para hacerte pasar un mal rato. No me quejaré, ni gimotearé, ni jorobaré cuando no te portes como yo quiera. Tú ve por tu lado… yo por el mío. Sin rencores.

(Ni rencores ni nada de nada). Pero el asunto empezaba a ponerse ridículo, las recriminaciones, las escenas. Recordé aquellas competiciones de pajas que solíamos realizar con Gregory y otros cuando yo era joven. ¿Listos? ¡Ya! Era como mear en un tubo de ensayo, nada vinculado con el deseo, únicamente una cosa que el cuerpo estaba dispuesto a hacer por ti. Más adelante, por supuesto —cuando has probado el sexo de veras—, pajearse se convierte mayormente en una materia de sustitución, pero todavía posee su propia función, su propia autonomía. (Como siempre sostengo, una paja tiene que resultarte ligeramente decepcionante si lo que realmente necesitas es un polvo. Pero es insuperable si lo que realmente deseas es una paja). «¡En serio!», le gritaba yo, «no quiero un polvo, lo juro. Me apetece una paja». «Eso lo dices de labios para afuera», replicaba ella… y desde luego tenía toda la razón. Yo trataba de pensar (como cada vez que me cascaba una paja) en aquellas diez u once excepcionales chicas que han permitido que me acostase con ellas, que me han dejado meterles dentro del cuerpo este pedazo de tendón por la única razón de que les apetecía que lo hiciese. ¿Dónde estaban ahora? ¿Qué había sido de ellas? No resultaba sexy; era extraordinario y descorazonador que me hubieran dejado tan atrás. Podía recordar sus cuerpos… recordaba vivamente el rostro, las tetas y el coño de cada una; pero no podía recordar, ni siquiera podía mentirme imaginándolo, por qué me habían deseado lo bastante como para dejarme que les hiciera aquello. (Cosa que no repetirán. Lo sé. Lo he comprobado). Era triste como es triste el sexo triste… lo mismo que todo eso. Naturalmente, probé con la pornografía, la probé verdaderamente a fondo (con carácter consultivo, por así decir). Me gastaba prácticamente la mitad del sueldo en revistas porno. Había convertido mi cama en un brillante mar de esos bestiarios transgresores de la ley. Pero ¿quién era toda aquella gente? No los conozco, no les gusto, no vamos a conocernos, eso no funcionará. Amén de que no podría tener un orgasmo, lo cual no ayudaría.

¿Doy la impresión de estar más sereno? Probablemente, no; pero es como me siento. Por primera vez en meses —por primera vez desde el día que todas las mujeres del planeta se reunieron y fijaron la norma de no follar jamás conmigo, y todos los hombres se reunieron en otro lugar para ver si podían convertirme en un vagabundo—, siento que he parado de deslizarme, que he conseguido por los pelos hacer pie en el último peldaño, cogerme del último matojo de zarzas antes del puñetero abismo.

Creo que Jan va a acostarse conmigo. Bueno, sé que esto suena a temeridad, sé que probablemente me arrepentiré de haberlo dicho, pero creo que Jan va a acostarse conmigo.

Hasta la semana pasada, las cosas evolucionaban más o menos al ritmo habitual (es decir, apenas avanzaban, prácticamente nada), conmigo tan enternecidamente considerado y generoso como siempre —e igualmente inoperante y torpe— y con Jan sin mostrarme, en realidad, más que una faceta de su naturaleza luminosa y sin vueltas. Indirectamente, pero con frecuencia, intenté sonsacarle algún trauma del pasado o algo inconfesable del presente (alguna cosa ante la cual el Niño del Miedo y el Asco pudiera mostrarse plausiblemente impresionado), pero pronto resultó evidente que su vida estaba desastrosamente libre de contenido neurótico: se llevaba bien con sus padres, carecía de especiales preocupaciones en relación con chicos, con el trabajo por el momento se las apañaba; lo único que necesitaba era un poco de diversión. Bueno, difícilmente esté yo aquí para proporcionar diversión a la gente. Divertido no soy: eso está claro. ¿Qué soy, entonces? ¿Qué es lo que he puesto en marcha? No lo sé, pero cosas así debían haber estado entrando calladamente de rondón en mis pensamientos la noche del miércoles pasado, cuando tuvo lugar esta extraordinaria escena.

Ni que decir tiene que —siendo más de las 5.30— estábamos en el pub y —también como de costumbre, siendo más de las 6.30— los dos completamente saturados de bebida. Al parecer, Jan me estaba contando una historia muy graciosa acerca de su hermano Simon. Evidentemente, Simon se encontraba en grandes apuros en su casa, porque, disponiendo por vez primera de cuenta bancaria, ya había sobrepasado su crédito en diez libras; tras largo interrogatorio por parte del padre de Jan, el tal Simon había confesado que se había gastado las asignaciones de todo el período en la prostituta de la pensión…, con purgación incluida. (Qué charla tan sexy ésta, pensé).

—¿Qué edad tiene ese hermano tuyo? —dije cuando paré de reírme.

—¡Quince! —dijo Jan, terminando de reírse a su vez.

—Ésa es la edad que habría tenido mi hermana —dije yo sin querer (ni siquiera es verdad, maldita sea).

—¿Qué le ocurrió a tu hermana? —dijo Jan.

—Mi padre la mató.

Zooom. Las tres o cuatro ocasiones de mi vida en que he dicho eso, siempre he llorado, inevitablemente, tan inevitablemente como doy un respingo cuando me pincho un dedo o se me corta la respiración con el agua fría. Esta vez no lo hice. Quizá lo había planeado. (No me culpo). Las lágrimas se me agolparon.

—Sí, él la mató —dije.

—Oh, no —exclamó Jan.

—Sí, él mató a Rosie. Solía golpearla desde que fue bastante grande como para recibir golpes. La oías llorar, y luego, ¡juac!, a él golpeándola. Y, claro, ella que se calla. Es lo que hacen los bebés cuando les pegas. Se callan en seguida, los hace callar inmediatamente. Pero ella llora más fuerte, él evidentemente ha dado con una buena razón, un motivo suficiente para continuar pegándole. Después que ella creció un poco, cuando pasó a ser una persona en vez de una cosa en una cuna, pensé que él dejaría de hacerlo. No fue así. Ella era de tan buena pasta y tan sumisa…, no veían ninguna razón para aquello. La gente lo sabía. Estaba en la lista de los «en peligro» desde los cuatro años de edad. Pero no lo frenaron.

—Oh, Dios —dijo Jan.

—El último día la encontré a la vuelta del colegio. Yo supe que era el último día, ella supo que era el último día. Siempre lo supo. La vi correr atravesando el patio de recreo aferrada a su cartera como si fuera una prolongación de ella misma. A todas partes iba corriendo. No hablamos de ello, nunca lo hacíamos —nos daba demasiada vergüenza—, pero los dos lo sabíamos. Yo dije únicamente que iría a casa primero: ella tenía que ir a otra parte antes de ir a casa. Parecía alegre, como siempre. Se mordió el labio por un instante, pero sólo porque se daba cuenta de cuánto me revolvía todo aquello. Después, aferrando su cartera, se fue corriendo. Sentí pánico por primera vez. «¡No corras!», grité detrás de ella. «¿Por qué corres?». Pero ella agitó una mano y continuó a la carrera. Esa noche, él la mató. ¿Qué clase de persona es la que hace una cosa así?

—Oh, mierda —dijo Jan.

Entonces algo se quebró y yo me tambaleé hacia un lado en mi silla. La miré con lo que para mí era simple consternación.

—Lo siento —dije—; me voy.

Y salí a tropezones del pub al aire húmedo, ya llorando, ¿y por quién? Por mi miserable ser. (Oh, tengo tan poca fortaleza. Este estar vivo me mata. No soy digno de ello).

Me senté en un banco del soportal. Estaba lloviendo. No iba a venir entonces. Los periódicos que agitaba el viento estaban demasiado borrachos de lluvia para moverse. No iba a venir. ¿Y su cabello, qué? ¿Y qué hay del mío? La lluvia se hacía más intensa, castigando a ráfagas la plaza.

—Estoy hecho polvo —dije.

Ella posó una mano en mi mejilla y yo me apoyé contra ella.

—Oh, no —dijo—; oh, Dios; oh, mierda.

Y desde aquel momento…, bueno, se ha mostrado maravillosamente dulce conmigo, eso es todo. Y me doy cuenta de que ahora la cosa ha cambiado. En la oficina me mira con una preocupación tan tierna, tal afán de protección, que casi se me cae la baba de emoción y tengo que escurrirme rápidamente a mi cubículo y sentir la densa rotundidad de la tierra derritiéndose a mi alrededor. Estoy tan romántico actualmente, que camino chapoteando. Continuamos bebiendo juntos, pasamos uno junto al otro veinte veces al día sin mirarnos a los ojos, pero todo ha cambiado (gracias, Rosie. ¿Puedo recompensarte de algún modo?). El viernes vamos a salir de gran juerga. Es el último día de Jan aquí. (Se va. Las temporeras hacen eso…, se van. Las temporeras fugunt). Y, al parecer, a veces también follan. Ha aceptado ir conmigo al apartamento después de nuestra gran salida nocturna. Podría decirse que, en ciertos aspectos, todo está ya arreglado.

De no ser porque Gregory se ha cogido una gripe… y una buena gripe, por cierto, me encanta decirlo. Fue todo bastante risible. Una mañana, a principios de este mes, subí precipitadamente a buscar un poco de leche, y cuando acababa de pasar sin mirar por delante del lecho de Greg, oí detrás de mí aquel teatral y prolongado quejido. Me volví (preguntándome, como siempre que lo veo, qué aspecto tendría yo). De un modo cómico, él se había liberado a medias de la caricia de sus sábanas de satén y estaba al borde de la cama agitándose espasmódicamente con los brazos extendidos y casi rozando la alfombra con los mustios nudillos.

—Gaag —dijo, mientras su cabello lustroso y colgante oscilaba al sol de la mañana—. Aharg —añadió—. Eeek.

—¡Gregory! —exclamé.

Él alzó la mirada hacia mí, mirándome como un anciano en un filme sobre la crueldad de la jungla.

—Terence…, ¿qué me está pasando?

Lo ayudé a volver a meterse en su catre (qué piel tan sedosamente bisexual la suya) y obedecí sus graznidos indicándome que llamase al médico. Llamé a la clínica Willie Miller, el chistoso médico privado que nos asiste a ambos (yo soy bastante exigente cuando estoy enfermo), que prometió visitar a Gregory ese mismo día. Después, en un simpático arranque de franca y directa voracidad, mi hermanastro me pidió sumisamente que le preparara algo que desayunar antes de irme a la oficina. Muy halagador, pensé, mientras le explicaba afablemente que si lo hiciese llegaría con retraso (Greg toma generalmente una amariconada mezcla de yogur, ciruelas pasas, azafrán, perfume, etc.; pero ahora está demasiado en la ruina para eso y recurre a una tostada y un huevo «mimado»[7]. Dependiendo de lo maricón que te pongas con el huevo, este plato implica la experta utilización de un mantel mojado, y su preparación lleva alrededor de quince frustrantes minutos).

—Lo lamento —dije—. ¿Seguro que estarás bien?

—¿Seguro? No tengo ni idea. No tengo el menor indicio.

Me ofrecí a prepararle una taza de café instantáneo, pero él alzó defensivamente los brazos ante la sola mención.

—De veras lo siento —dije—. Tengo que irme. —Contuve la respiración por un momento—. Pero si realmente necesitas algo en mitad de la mañana, llámame, y regresaré de la oficina a mediodía.

Él frunció el ceño, sin enfado. La habitación se fue poniendo gradualmente roja.

—Por medicinas o cualquier otra cosa que puedas necesitar —añadí.

—Eso es muy tierno de tu parte —dijo Gregory.

Me encanta que se ponga enfermo. Fíjense cómo me trata. Su aspecto exterior habitual, notable tanto por dar testimonio de una excelente salud como por su belleza de formas y proporciones, pasa a un segundo plano, y su otro yo, el insatisfecho, el de las mentiras piadosas, el débil, incestuoso, decadente, el falto sin remedio de todo sentido práctico, asoma como un extranjero a una atmósfera extraña. De pronto, mi atuendo resulta razonable y severo. Me he transformado de buitre titubeante y de ralo plumaje en recio y desafiante gorrión, con mis eficientes piernas cortas, mi tronco robusto y mi rostro de no andarme con chiquitas. Me siento no sólo muy bien, me siento espléndidamente…, y, por supuesto, sumamente reconfortado por el hecho de que él todavía me quiera a veces, de poseer todavía un vínculo con una familia, de que todavía exista alguna gente en el planeta que preferiría que no me convirtiese en un vagabundo.

De todas formas, parece que me estoy comportando con él de un modo bastante llamativo estos días, debido en parte a mi auténtica alegría. ¿Qué será lo que hace que queramos ver abatidos a nuestros seres queridos? Aquel día, deliberadamente, no llamé a Gregory desde la oficina, pero lo que sí hice fue telefonear a Úrsula y decirle que lo llamase ella. (Entre paréntesis, Úrsula pareció estar bien, aparte de que una de cada dos cosas que dijo sonaran más bien a locura. Tengo que hablar con esa muchacha, o hablar de ella con alguien). Jan resultó estar ausente ese día, y yo apenas podía contener mi ansiedad por irme de la oficina y estar en casa. Encima, John Hain no estaba visible, y al entrometido de Wark lo habían llevado al Hospital Odontológico (prácticamente en camilla) para que se ocuparan del horripilante y profundamente misterioso estado de su boca, de modo que me resultó sencillo largarme tranquilamente a las cinco.

Había entrado en el piso y me estaba quitando la chaqueta y repeinándome un poco cuando Gregory llamó desde arriba en tono lastimero.

—Terry…, ¿eres tú?

—Claro.

—Sube —gimió.

Esperaba encontrarlo trágicamente desparramado sobre el lecho, o intentando con mano crispada llegar hasta esa última píldora vital; pero en realidad estaba reclinado con un aire extrañamente cómico en lo que denomina su chaise-longue, con los brazos sobre los volantes de su túnica oriental de paje invertido, y con aire, como dicen, de estar plenamente compadecido de sí mismo. Era una noche despejada, y numerosos aviones cruzaban alegremente el cielo vacío.

—Hola —dije—, ¿cómo estás? ¿Qué tal ha sido el día?

—¿Qué día?

—Ha sido malo, ¿eh?

—Absolutamente horrible. Esta mañana me parece tan lejana como mi niñez. Estoy tan débil que no puedo hacer nada para pasar el tiempo. Por lo tanto, el tiempo no pasa.

Bastante escaldado después de aquella agradable lamentación, que sonaba rigurosamente ensayada, casi se me cae la bolsa de la tienda de licores al oír que Gregory decía seguidamente, con un deje de interrogación en la voz:

—Terry, quédate aquí arriba esta noche y alégrame un poco. Venga. No te imaginas lo deprimido que estoy. Háblame de tu día, por ejemplo. ¿Qué tal ha sido? Pero sírvete una copa y siéntate como es debido. Cuéntamelo todo, desde el momento en que saliste de casa hasta el momento en que volviste a entrar. Bien. Saliste a la puerta. ¿Qué pasó a continuación? Por Dios, ya me siento mejor. Cuéntame…

De modo que le conté el día, obediente a mi política habitual de hacer que todo suene ligeramente más humillante y sin perspectivas de lo que realmente es (con intención irónica, y para no desilusionarlo acerca de su propio trabajo, que parece espantoso, a pesar de las terribles insinuaciones de Greg, según las cuales en cualquier momento podría heredar el negocio entero), haciendo recuento de mis modestas vicisitudes, exponiendo ese segmento de mi vida a su oblicua y sólo a medias curiosa mirada, dejando al descubierto las trilladas aflicciones de mi existencia para entretener durante una hora de su noche a un príncipe enfermo. Después jugamos al backgammon (gané yo, una fruslería —dos libras cuarenta—, pero él jamás paga, y a mí no me importa), nos comimos las brochetas que yo salí a comprar (invité yo), miramos televisión, conversamos.

—Cuando estés bien de nuevo, Gregory —dije, descorchando mi segundo litro de Château Alcohólico—, ¿me harás un favor? ¿Me dejarás el piso para mí solo por una noche?

—¿Y con qué objeto? —preguntó él, aparentando darse aires, y sorbió un poco de su agua mineral. Era tarde, y para entonces éramos nuevamente amigos.

—Bueno, en realidad estaba pensando en recibir aquí a una joven amiga.

—Ah. ¿Quién? ¿La joven Joan?

—No es Joan, tonto. Es Jan.

—Sí, es bastante agradable, debo admitirlo. ¿Todavía no te la has…?

—¿Has perdido el juicio? Quiero decir, no. ¿Y dónde, en todo caso? Vive con sus padres en las afueras.

—Sí, comprendo. ¿Pero te ha dado ella algún motivo para creer que podrías tirártela si dispusieras de un espacio cerrado y de un jergón donde echaros? Debo decir que no parece la clase de chica a la que tengas que llevar a la ópera demasiadas veces.

—¿Qué quieres decir?

Entonces, él dijo:

—Con ésa no vas a tener ningún problema. Ha estado jugando a pelar el salchichón desde que tenía cinco años. Siempre se nota. Dios, si la noche en que la trajiste aquí y yo estaba echado en la cama… Nunca he visto nada tan descarado. Podías olerlo. Te lo aseguro, Terry, estaba tan húmeda que goteaba.

Y por un momento fue él el que pareció insano y abominable, y si yo hubiera podido disponer su muerte, lo habría hecho allí y entonces, con un mero chasquido de mis dedos.

—Por Dios, Gregory —dije—, ¿de qué demonios estás hablando?

—Déjate de timideces, estúpido. No hay ninguna pega con chicas como ésa. Se trata de llegar antes que otro.

—Que no serás tú, ¿eh? —repliqué con rapidez—. Prométemelo.

—Oh, no seas tan pusilánime.

—Prométemelo.

—Oh, está bien. Ahora hablemos de alguna otra cosa.

—De Úrsula.

Gregory se volvió.

—No quiero hablar de Úrsula —dijo.

(II) ¿Qué otras cosas te ocurrirán ahora que eres mayor?

GREGORY

El verano viene en firme de camino, me revienta constatarlo. Un par de palmos de sol ordinario me hacen despertar acalorado cada mañana en mi vasto lecho. Las tardes vacías llenan el mundo de fatiga playera mientras el sol completa su lenta travesía elíptica por el cielo. Al anochecer, en el tenue resplandor final, el contorno del horizonte visible tarda una eternidad en formarse, como si el día de sonrisa inane le hubiera extraído toda la vida, todos los secretos. Las ciudades son cosa de invierno.

Y yo he pillado una gripe, lo cual creo que es una putañera injusticia, teniendo en cuenta que tomé todas mis vitaminas a lo larga del invierno y que rechacé con éxito los inmundos microbios étnicos que se hartaron de machacar a Terence y todos los demás. Se trata, además, de una gripe que es como una pequeña arma perversa, la gripe más mañosa y tenaz que haya convertido mi cuerpo en su hogar. Hace cinco días me desperté con el cuerpo lleno de un agua densa, como si mi masa interna se hubiera condensado de la noche a la mañana. Al principio, confinado entre los cojines de satén, le eché sin mucho convencimiento la culpa a los excesos alcohólicos y alucinógenos de la noche anterior (Muscadet[8] y mescalina ingeridos con demasiada liberalidad). Asimismo, eché la culpa a la expansiva aureola de lasitud y disgusto que fue huésped postrera de mi memoria esa misma noche (Adrian y la pelirroja tomados con demasiada liberalidad). Pero cuando intenté erguir el cuerpo para salir del lecho, una enorme mano oscura salió por detrás y tiró de mí nuevamente hacia las almohadas. ¡No podía moverme! Por suerte, Terence estaba ocupado en la cocina —sin duda, fue su pasaje lo que me despertó—, de modo que lo llamé a voces y le hice telefonear inmediatamente al médico, prepararme el desayuno, salir disparado a comprar los periódicos, alcanzarme la mesa de juego, y, en términos generales, ponerme confortable. Tuve que llamar a la galería personalmente: la Styles atendió gruñendo, y repitió una y otra vez lo «inconveniente» que resultaba todo aquello. Perra. (Por su parte, Willie, nuestro médico de cabecera londinense, estuvo, por el contrario, muy afable y tranquilizador, y me dio montones de esas fuertes píldoras para dormir que a mí me gustan). ¡Y desde entonces ando completamente flojo! ¡No tengo fuerza ninguna! Las montañas se parten cuando me llevo la taza a los labios. El edificio contiene la respiración cuando estiro el brazo para coger la bata. Ir hasta el cuarto de baño es una caminata de insomne a través de insospechados pasillos y aposentos rúnicos.

Estoy muy aburrido. He leído todos los libros legibles que hay en el piso —sin excluir algunos de los espeluznantes estantes de Terence—, y tener paciencia es una ocupación excesivamente cansada. Me paso el día mirando el teléfono, pero el aparato se limita a brillar, con los brazos cómodamente cruzados. Skimmer está en el extranjero y Kane está totalmente dedicado a ese banco suyo. Llamé a Adrian, que dijo que me lo tenía merecido, y farfulló estupideces acerca de todo el asunto. Susannah declaró que no quería contagiarse, y al distinguido Torka, por supuesto, no podía ponerlo en peligro. Ayer, por la tarde, en un momento en que sentía una particular lástima de mí mismo, telefoneé a Mamá, quien, naturalmente, me ofreció venirse a Londres en el primer tren; pero después de una prolongada charla acerca de su chalado cónyuge —ahora son perforaciones—, me sentí capaz de aguantar yo solo. Una gratificación: con esa misteriosa intuición, con esa casi sobrenatural empatía que siempre ha existido entre ella y yo, Úrsula me telefoneó la misma mañana en que me atacó la gripe. Ha estado viniendo todos los días a prepararme el almuerzo, arreglar mi cuarto, acomodarme las almohadas y lo que sea. Está maravillosamente en forma, y a veces, si coincide que ella ande alrededor de mi lecho, ocupada en fruslerías, y que yo me sienta con ánimo más bien retozón, me aferró a sus diminutas caderas y nos revolcamos luchando gozosamente, como antaño. Pero durante el resto del tiempo, estos lentos días de primavera estamos sólo las ventanas y yo, el desvaído e inconmovible mundo de techos y cielos, y los latidos de mi corazón.

Tal vez sea, pues, como consecuencia de ese estado de ánimo de falsa humildad provocado por la enfermedad y el aislamiento, que he empezado a admitir la presencia de Terence aquí arriba por las noches.

Son las seis. Se me ha pasado ya todo vestigio de somnolencia que la tarde pudiera haber inducido, y ahora miro abstraídamente por la ventana del ático. A intervalos de noventa segundos, los aviones de hojalata se elevan titubeantes por el aire sereno. La habitación se oscurece y no me muevo para encender la luz. El mundo se acurruca y muere. Sólo perviven los recuerdos. El silencio crece y crece sin parar, como si en cualquier momento fuera a estallar en una áspera carcajada.

Terence llega a casa: el suspiro del ascensor, sus pasos decididos que se aproximan, el saludo de su llave en la cerradura, el arco de luz que trepa la escalera cuando él enciende la lámpara del vestíbulo y se despoja ruidosamente del chaquetón, paraguas, cartera.

—¡Greg!, ¿estás despierto? —llama él.

—Eso creo —respondo yo.

—Hola. ¿Cómo estás? ¿Cómo te sientes?

—Sube.

Bastante conmovedor. Mi enfermedad parece hacerle más fácil a Terry el expresar todo su genuino interés por mí. Todas las otras cosas que entorpecen nuestras relaciones, toda la envidia, la admiración y el culto al héroe, se han retirado por el momento a un segundo plano.

—¿Qué tal ha ido el día? —pregunta mientras trepa laboriosamente y echando los bofes por la escalera, de modo que va entrando en mi campo visual como aparece una figura en la pantalla cuando se hace avanzar lentamente la película: el rizado cabello rojizo, el rostro (que por lo menos parece bastante honesto y decente, quitando esos desagradables ojos exaltados), los hombros cuadrados y la parte superior del torso, la mancha redonda de pis en la entrepierna de los vaqueros, las piernas increíblemente cortas (estoy asombrado de que lleguen al suelo), los «zapatos».

—Largo y aburrido. ¿Y el tuyo?

—Largo y aburrido. Excepto ese ratito por la tarde en que…

Y ya está lanzado: lanzado a relatar alguna febril anécdota acerca de uno u otro de los cretinos, patanes e impostores que trabajan en ese horrible basurero suyo. Terence los imita bastante bien, y a menudo me divierte con cuentos escasamente creíbles acerca del resentimiento y el obstruccionismo que caracterizan su extraña e insignificante existencia (la firma está por fusionarse con Malvivientes Unidos: todo ello suena risiblemente escuálido). Él bebe ese vino suyo que no hay quien trague y me trae mi Tío Pepe o Abroja con hielo picado, le hago prepararme una tortilla —o lo mando ir corriendo, tan rápido como le permitan las piernas, a comprar bebidas y kebab en las tiendas de Queensway—, miramos la televisión en mi potente Grundig, le gano unas libras al backgammon (mi juego es rápido, fluido y agresivo, el suyo paranoide y torpe), él sigue bebiendo, jugamos al ajedrez, charlamos.

—Dime —le pregunté la otra noche— ¿has progresado algo con Joan?

—No es Joan. Es June.

—June, pues —murmuré. Estaba armando un ingenioso ataque contra el flanco izquierdo de Terence. Él se había enrocado y, como siempre, tenía todas las piezas inutilizadas alrededor del rey.

—Bueno, no he tenido muchas ocasiones. Casualmente iba a hablarte de algo que tiene que ver con eso.

—¿Ah, sí? —Puse en juego mi segunda torre, desvelando una deliciosa combinación con el alfil de blancas.

—Me preguntaba si, cuando estés restablecido, podrías dejarme el piso para mí, sólo una noche.

—Supongo que podría arreglarse. —Para entonces el rey de Terence había sido arrancado de su casilla y estaba atravesando el tablero en diagonal en dirección a mí—. Doy por descontado que estará dispuesta. A mí me parece que es pan comido.

—Gregory —dijo Terence con rostro grave—, ¿me prometes una cosa?

—¿Qué cosa? —Interrumpí una serie brutal de jaques para capturarle la dama con mi caballo.

—Que no intentarás ligar con ella.

—Oh, no seas tan pusilánime. Ni tan ridículo. Yo no me acuesto con las clases bajas. Y ahora hablemos de otra cosa.

—Muy bien. Hablemos de…

—Mal jugado —dije calmosamente—. Grigoric sugiere tomar el peón.

En mi opinión, claro, la idea misma de que Úrsula se viniera a Londres de esa manera fue completamente descabellada, y pienso que Mamá debió haber puesto en su sitio al señor Dick de un modo bien tajante, la primera vez que éste fraguó su pequeño y enrevesado plan. De una manera u otra, sin embargo, gran parte de la vida en Rivers Court ha estado sujeta a remodelar, interceptar o a veces nada más que «acomodarse a» los banales caprichos de mi padre, simplemente para que las cosas se hagan. Que la familia necesita unas vacaciones y todos acordamos ir a Grecia: pues dejamos junto a su lecho un libro o un folleto que hable de su clima, y a la mañana siguiente él está blandiendo el teléfono y haciendo las reservas a grito pelado. Que de pronto le entra la pasión por la carpintería y la artesanía: pues en lugar de permitirle que canibalice el mobiliario francés, lo ponemos a ayudar en la ya iniciada reparación del maderamen del granero, donde queda en ridículo de un modo inofensivo ante los encorvados carpinteros del pueblo. Y así, cuando manifestó que iba a necesitar una secretaria para aquel absurdo libro suyo —creo que el proyecto ya ha sido abandonado— pudo parecer ingeniosamente oportunista ofrecerle a la propia Úrsula como futura auxiliar. Por lo menos ella obtendría algún tipo de cualificación, lo cual como todos sabemos «ayuda» mucho hoy en día, y el plan por lo menos descartaba la insoportable idea de tener a alguna bruja bien pagada todo el día en la casa sin hacer nada. El viejo fue tan fácil de enredar como siempre, y en realidad Úrsula estaba bastante menos entusiasmada que él cuando fue despachada hacia el Gran Absceso. Eso fue hace seis meses…

Durante la fase de semidelirio de mi enfermedad soñé con ella casi permanentemente, unos sueños penosos y entristecedores que me dejaban con una sensación de pérdida irrecuperable, como si mientras yo dormía en el mundo se hubiera estropeado algo que ya no podría volver a arreglarse. En ocasiones me despertaba durante sus visitas reales al piso (tiene su propia llave, la muy amorosa) y era incapaz de discernir si era ella en carne y hueso, y me ponía a hablar sin sentido —todas las palabras en la letra A de los sueños— hasta que ella venía apresuradamente a mi lado. Una mañana de la semana pasada, el espectáculo de mi sufrimiento la afligió tanto que se derritió en lágrimas; yo sostuve su cuerpo dolorido y tembloroso entre mis grandes brazos, mientras sus huesos se contraían de agotamiento y yo observaba cómo los habilidosos sueños nuevos se ordenaban una vez más sobre el blanco del techo.

No soporto soñar con sus pequeñas noches desvalidas allá al lado del río, aquel distrito solitario de edificios altos y apartados y la parduzca superficie lustrosa bajo la cual discurre el Támesis nocturno, esa destartalada pensión que parece entablillada con las tuberías de desagüe, detrás de cuyas amarillentas ventanas se agitan los espectros de pálidos factótums, arrugadas mecanógrafas y estenógrafas sumergidas. Ella es demasiado delicada para habituarse a aquel ambiente: a las bandejas rotuladas en la nevera, a los cuartos con tres camas asimétricas (que nunca quedan bien, parecen salas de hospital), las prendas íntimas y los restos de maquillaje encontrados por cualquier parte, a la pueblerina chabacanería de todo aquello.

Cuando solía venir a mí, de noche (lo sueño diariamente), en el mundo perdido de la infancia en Rivers Court, era con un lento giro del pomo de la puerta, la delgada estela de luz del rellano jugando sobre la silueta alerta y esquelética que envolvía el camisón, la rápida mirada vigilante por encima del hombro, que me descubría su cabello, el leve salto felino para aterrizar de rodillas junto a mi almohada, y el escurrirse nerviosamente dentro para en un solo movimiento cambiar el camisón por mis sábanas, dando lugar —entre su tibio aliento y su piel fría y mi aliento frío y mi piel tibia— a un gradual fenómeno de ósmosis.

«Éxito», susurraba ella. «Eres una niña muy lista», susurraba yo a mi vez. Antes, durante y —si bien menos regularmente— transcurrida mi pubertad, y después, al final, durante la de ella, incurrieron hermano y hermana en aquellos pueriles placeres, hasta que el tiempo dio un paso atrás y dio lugar a aquella tarde inesperada.

Desde luego, la pubertad llegó para mí como una intensa y emocionante bendición. Una determinada semana mi voz tenía un timbre atiplado, y a la siguiente su tono había descendido insensiblemente a su actual y meliflua coloración de bajo; esta semana mis genitales constaban de bolsa y pitorro como los de cualquier chico de mi edad, y a la siguiente, mis atributos viriles, adornados ahora por una sedosa pelambre, se erguían licenciosamente en la bañera y en el dormitorio; esta semana había en mis movimientos físicos toda la gracia natural de un niño saludable, y a la siguiente habían adquirido plenamente el dominio y el sosiego de los de un adulto atlético. (En previsible contraste, el tránsito de Terence a la edad adulta fue la habitual pesadilla de tres largos años de zapatos apretados, granos como volcanes, gallos que le quebraban la voz y poluciones nocturnas).

Bien, nunca he estado realmente seguro de cuánto tiempo le llevó a Úrsula notar la diferencia. En nuestras inexpertas noches compartidas se habían hecho a menudo conspicuas, como es natural, ciertas, inquietantes tumescencias por mi parte, y yo había gozado de numerosos orgasmos preadolescentes provocados por los moderados auspicios inquisitivos de Úrsula; pero hasta entonces no había habido absolutamente nada de carnal en ello. Ustedes lo entienden: nos manoseábamos exhaustivamente, nos examinábamos mutuamente las partes íntimas con una especie de fascinado horror; me parece recordar que había muchísimo frotamiento de pelo. Curiosamente, nunca nos besábamos. En toda mi vida jamás he besado a mi hermana: no en los labios, no en esos labios.

«Gregory», me dijo ella una noche, «te estás poniendo horrible y peludo ahí abajo». «¿No te gusta?», le pregunté. «Bueno», dijo ella, divertida, «lo prefería pequeño y suave. ¿Qué otras cosas te ocurrirán ahora que eres mayor?». Pues bien que se lo mostré a la descarada. «Mira qué tamaño de cosa», dijo, «que simpático». Un mes después, su húmedo rostro delgado asomó de debajo de las sábanas; con la barbilla apoyada en mi pecho, frunció el ceño. «Creo que es muy nutritivo», musité sonriendo. Ella arrugó la nariz, gesto que en ella indicaba incertidumbre más bien que desagrado. «Me acostumbraré, probablemente», dijo, y agregó: «¿Qué harás cuando me ponga como Mamá?». Pero yo ya había empujado a mi chica de nuevo debajo de las sábanas y yacía de espaldas con las manos unidas detrás de la nuca, mientras los pájaros de Cenicienta incitaban a la aurora a asomarse más allá de los desgastados bordes de la ventana, y mientras mi hermana vertía sobre mi estómago el salitre de sus lágrimas sacramentales.

¿Por qué llora tanto ahora? ¿Por qué otra cosa puede estar llorando, sino por el perdido mundo de nuestra infancia, cuando no parecía importar lo que hacíamos?

Tumultuosa escena a mi retorno a la galería. Cómo se las arregla sin mí esta simple y buena gente por una fracción de segundo, es un total y perenne asombro.

Fue, supongo yo, más por puro aburrimiento, que en virtud de una recuperación notable, que me levanté de mi lecho de enfermo. También por la impertinente de la Styles, que había estado molestando del modo más imperdonable: majaderas llamadas telefónicas, supuestamente humorísticos tarjetones de que-te-mejores-pronto, de impresión previsiblemente ordinaria, y creo que incluso llegó a mencionar un recorte en mi bonito salario si no me reintegraba inmediatamente. Y encima, Terence —el persistente atento, cargante Terence— ha estado importunándome tiernamente para que me ponga bien, con vistas a su inconmensurablemente cómica apuesta de seducir a esa buscona de June; en función de lo cual he convenido provisionalmente en quedarme hasta tarde en lo de Torka una noche a fines de la semana que viene. Lo que es justo, es justo: yo comprendo perfectamente la postura del muchacho… de lo sublime a lo ridículo y suma y sigue.

Elegí un viernes para reintegrarme al trabajo, con objeto de darme un fin de semana para recuperarme. Vestirme de pies a cabeza tan temprano me resultó extraño, ejemplar, como vestirse para un baile o una cacería imaginarios, o como prepararse a una hora imposible de la madrugada para el comienzo de un día festivo. Por el momento lo encontré agradable y fue excitante el contacto con mi ropa cara, por tanto tiempo intocada. Afuera parecía hacer calor. Me puse de pie, maravillado, otra vez vivo.

«¡Buenos días, señor, buenos días!», exclamaron obsequiosamente los cobistas del ascensor y la recepción. «Me alegra verlo nuevamente en pie, señor», dijo el portero, sosteniendo respetuosamente la puerta abierta mientras yo la trasponía con paso majestuoso.

… Jesús, qué rápidamente cambia el mundo actualmente… ¿Cuánto tiempo puedo haber faltado? ¿Dónde estoy: Munich, Florencia, Calcuta? Entre el ronquido de los autobuses y los vestíbulos repletos de los inesperados hoteles parecen reunirse y dispersarse razas enteras, culturas completas. Mientras voy andando como un extranjero, como un Rip Van Winkle, por esa calle de diáspora que es Moscow Road, paso zizagueando por entre ruidosas y alegres penínsulas de paquistaníes, dejo paso a nutridas cohortes de jadeantes rubiales escandinavos, supero el obstáculo de la carga completa de un Jumbo de cansinos caminantes itálicos, transito de contrabando a través de vastos continentes de trabajadores inmigrantes del Oriente Medio. Cubos de basura dados vuelta y carretillas de verdura volcadas vomitan por doquier sobre el pavimento; las bolsas de basura se amontonan como prostitutas contra los escaparates de las tiendas; furiosas palomas, demasiado gordas para volar, protestan vocingleras en medio de la mugre. Doblo para internarme en Queensway, y podría encontrarme en cualquier parte. Un negroide de chocante pelambre vende zumo fresco de naranja con una colorida nevera rodante. Al otro lado de la calle la fachada cubierta de carteles de un edificio nuevo anuncia CAMBIO-WECHSEL-CHANGE-24 HS (Me pongo a buscar un cartel que diga SE HABLA INGLÉS). Todas las personas que hay en la calle andan con un mapa en la mano.

Después de aquello, el metro es casi un refugio: completo el variado y estruendoso viaje apretujado en un vagón atestado de gente, especulando con divertido distanciamiento si esta gente puede realmente ser de mi misma especie (son ustedes tantos. ¿Qué va a ser de ustedes? ¿Cómo van a arreglárselas?). Las áreas mejor conservadas de Mayfair, con sus americanos como bañeras, sus costosas mujeres y sus escaparates aterciopelados, me proporcionan cierta tranquilidad mientras compro mi tulipán y subo sin prisa por Albermarle Street hacia Berkeley Square. Allí está la galería, la Galería de Odette y Jason Styles, el sitio donde trabajo.

—¡Gregory! ¿Cómo se escribe «metamorfosis»?

Los pobrecitos se preguntan cómo han podido funcionar sin mí. Sentado en mi escritorio, intentando sofocar un incontrolable ataque de risa, yo me pregunto cómo pudieron siquiera empezar sin mí.

—Eme, e, te, a… —consigo articular.

¿Saben ustedes qué han hecho mientras yo estaba ausente con gripe? Únicamente encargar, montar y colgar una horrible, espantosa…

—¡Gregory! ¿Cómo se escribe «eutanasia»?

—E, u, te… —digo jadeante.

… muestra unipersonal de un decorador de interiores de Bond Street.

Al entrar me encontré las paredes vandálicamente estropeadas por unos abstractos de la que yo llamo Escuela Forzosa («pinto abstractos, por fuerza, de modo que nadie, ni siquiera yo, pueda decir que no sé pintar»), horrorosos emplastos calidoscópicos en marrón y ocre, con una especie de…

—¡Gregory! ¿Cómo se escribe «extraterreno»?

—E, equis, te… —gimo yo.

… con un burdo motivo oriental que provoca en el espectador normal una inclinación a pensar que necesita ir al oculista o hacerse examinar del estómago, un acceso de náusea existencial, un desvarío insultante para…

—¡Gregory! ¿Cómo se escribe «embrionario»?

—E, eme, be… —digo en tono implorante.

… las esperanzas y los sueños más íntimos de uno. Me encaminé tambaleante a través de la galería hacia la pestilente cueva de los Styles, vi que el Creador, el Autor Máximo en persona, estaba allí, preocupadamente encorvado sobre el borrador de catálogo; la hirsuta Abuela Styles permanecía a su lado expectante, y Jason maniobraba torpemente con unas tazas detrás de ambos. Aparentemente, al pequeño y agorrinado falsario le preocupaba muchísimo el catálogo, en parte porque no se le ocurrían «títulos» para los rectángulos de basura homogénea que actualmente tapizan las paredes de la galería.

—Pens… semos —dice—. ¿Qué tal «Sensualidad» para éste. O para ése. O para aquel otro?

Yo me escabullo hacia mi escritorio, a riesgo de que Madame Styles me pegue un grito si…

—¡Gregory! ¿Cómo se escribe «esquizofrenia»?

—Oh, ésa va a tenerla que buscar en el diccionario —dije hastiado.

La exposición es un fiasco, desde luego. Durante toda la semana siguiente la galería permanece desierta, salvo el raro nipón de mirada extraviada en quien las telas parecen despertar una momentánea angustia de naturaleza tribal. Odette y Jason están deprimidos. Están perdiendo más dinero que de costumbre. Se pasan todo el día en su agujero, y yo oigo sus mórbidos cuchicheos. El decorador de interiores viene ahora con menos frecuencia; nadie intenta parecer alegre cuando él se empeña.

Pero la semana transcurre lentamente. Yo no tengo nada que hacer. Me estoy aquí sentado en mi escritorio acristalado mientras la tarde se estira y bosteza, y para cuando llego a casa me siento cansado y desdichado, por lo que no salgo.

Los sueños no se han ido. Una vez me desperté sobresaltado y me hallé en la galería, que tenía un aspecto chillón y falso, como un sueño de otra clase. De modo que me quedo aquí sentado, con el febril sabor de herrumbre en la boca, enfermándome otra vez, debilitándome gradualmente, hasta que acabe la semana.