4: Abril

(I) Ahí vienen a por ti, muchacho ruin.

TERRY

¿Saben una cosa?: el otro día me follé a una chica. (¿Saben una cosa?: no es verdad. Que la inocencia les valga)[4].

Pero oigan: no se hagan ilusiones… quiero decir, no tengo ni idea de cómo va a resultar…, sólo creo que las cosas podrían estar mejorando.

Últimamente me he acostumbrado a decirme a mí mismo que el motivo de que actualmente parezca no atraer a las chicas es que actualmente parece que no conozco a ninguna. ¿Cómo podría, ni siquiera indirectamente? (Sucede que no conozco a ningún ser humano. Chúpate ésa). Hay mujeres con las que puedo hablar, como camareras de café o revisoras de autobús, pero eso es prácticamente todo. No. Nunca he tenido amigas, en realidad, lo mismo que no he tenido nunca nada que pudiera utilizar contra la gente que pudiera odiarme. En esto dependo sólo de mí.

¿Qué más se supone que haya?

¿Ex novias? Todas me han dejado atrás o me han olvidado, y yo sencillamente he destruido todo vestigio de afecto en los pocos corazones que alguna vez tuvieron un lugar para mí, entre mis torpes requerimientos y el temblequeo de mis manos. ¿Chicas abordadas al azar por la calle? Prometedor al principio, aunque ponga a prueba el aguante —un número telefónico obtenido (no condujo a nada) y una invitación al pub (que tampoco condujo a nada)—, pero obviamente ya no se estila mucho, porque (a), la mayoría de la gente parece poder follarse a quien coño le apetezca sin recurrir a ello, y (b) por ser un método tan increíblemente humillante cuando fracasas (tres pifias seguidas te minan la moral; encima, una vez intervino protectoramente un transeúnte, lo cual también fue horrible). ¿Chicas de las que Gregory trae al piso? Bueno, pese a lo que él pueda decirles, Gregory tampoco tiene muchas amigas, aparte de ese viejo maricón inepto de Torka, los diversos gandules, mamones y aprovechadores que forman su entorno, y esos dos hijoputa de alcurnia, Kane y «Skimmer»: si Greg trae a una chica a casa es para una breve y precisa cópula, y si trae a un grupo, yo me siento estrictamente por los suelos y no oso subir.

Pero escuchen. De pronto ha empezado a trabajar en la oficina una empleada temporal despampanante. Y quiero decir despampanante para cualquiera, no sólo para mí. Lo más llamativo acerca de ella, o al menos una de las cosas más llamativas a su respecto, es que tiene, para empezar, unas tetas enormes. Pero no enormes en un sentido vulgar: no son «erectas» o «sobresalientes», ni nada tan desagradablemente imponente como eso. De hecho, son del todo incongruentes y enternecedoras, asociadas como están a un tórax desproporcionadamente endeble, un talle reducido y que parece un valle, un trasero turbadoramente provocativo y unas piernas de reno. A menudo camina cubriéndoselas recatadamente con los brazos, como si no debieran estar allí, como si no las quisiera (dámelas a mí). Pienso que posee un rostro realmente hermoso. De entrada impresiona como un rostro duro, a la moda, insensible, con su difusa aureola de embrollado cabello teñido, su nariz como pegada, sus ojos pintarrajeados de negro, su mentón hendido y su boca, amplia pero no de aspecto generoso. No obstante, si continúas estudiándola, cosa que por supuesto continúo haciendo a todas horas, llegas a ver muchas clases de formas tiernas y emotivas por debajo de esa fachada marcadamente telegénica. En especial sus ojos, de un genuino color violeta, ojos juguetones y afectuosos, además.

Todo sucedió una mañana de la semana pasada. Yo estaba en mi escritorio, con una resaca inusualmente intensa encima (hasta había comprado jugo de tomate en vez de un descafeinado en Dino’s, lo que siempre es mala señal) y sosteniendo una charla nauseabunda y aborrecible, de esas que no llevan a ninguna parte, con Wark, el estalinista chiflado. Con su culo fofo aparcado en mi fichero bajo, y una viva cadencia rítmica más repulsiva de lo habitual en su pastosa voz nueva, Wark estaba lamentándose de la probada incapacidad del urbano Lloyd-Jackson para plantear alguna resistencia contra John Hain en el asunto de la inminente racionalización. Yo estaba a punto de manifestarme de acuerdo con él, cuando el propio desdeñoso ex redactor de anuncios empujó la puerta de mi cubículo y, con una sonrisa en su pequeña boca pulcra anunció:

—Ah. Dos pájaros de un tiro… o «racionalización», como la llaman ahora. Tenemos una nueva empleada temporal. Bueno: éste es Geoffrey Wark… y éste es Terence Service.

Y ésta es ella: de ajustados vaqueros y camiseta floja (con los brazos plegados delante del pecho, ya saben, una costumbre suya), expresión titubeante y una arruga entre los ojos color índigo.

—Y ésta —dijo él— es Jan.

Qué parecido a Gregory resulta a veces, pensé, alisándome el pelo. Wark cabeceó con énfasis en dirección a la entrada, luego se volvió para mirar con gesto imperturbable por la ventana. ¿Qué podía yo decir para hacer patente mi desvinculación con los valores allí personificados por Wark y el inteligente Lloyd-Jackson, mi lógica simpatía (nada hipócrita, por otra parte) hacia la naturaleza casual, más estrictamente funcional de su situación allí, el hecho de que yo era agradable, extremadamente benévolo, y sería un excelente marido? Inclinándome hacia adelante con contenido placer, dije:

—¿Qué tal?

—¿Qué tal? —dijo ella, y sonrió.

—¿Cuánto tiempo esperas estar aquí? —le pregunté.

Jan movió las aletas de la nariz.

—Pueees… Uno o dos meses.

—Con eso ya basta. Ven, falta presentarte a dos más —dijo Lloyd-Jackson en tono indulgente, precediéndola al salir.

—Nos vemos —le dije a ella.

—Sin duda —respondió.

—Dentro de un rato te enseñaré la rutina —añadió Wark fríamente.

Que es como empezó todo. Más tarde, esa misma mañana, fui displicentemente desde mi caluroso cilindro hasta la oficina principal, so pretexto de buscar las copias de unas facturas para cotejarlas con las hojas de ventas que como al descuido había llevado conmigo.

—¡Oh!, todavía no he aprendido dónde están —se excusó Jan.

—Yo te mostraré —dije yo, y juntos estuvimos revisando el archivador durante tal vez noventa segundos, envueltos en una atmósfera llena de corrientes estáticas, súbitas sombras y cantarinas motas de polvo luminoso… ¡Cielo santo!

¿Me atrevo? No tengo nada que perder.

¿Un rebuscado y pedante «Permíteme llevarte a un sitio donde el dinero en efectivo puede cambiarse por alcohol»? Un franco aunque levemente literario: «¿Por qué no me permites llevarte al pub?». Un especulativo e indiferente: «¿Te vienes a The Crown?». Un abruptamente plebeyo: «¿Te apetece un trago?».

Eran exactamente las cinco y veinticinco. Vistiendo un bien cortado traje de Forties y unas medias color púrpura (era la primera vez que podíamos verle bien las piernas), Jan estaba revolviendo en su pequeño bolso semejante a un morral, de la manera asistemática y verdaderamente sin objeto en que habitualmente lo hacía antes de retirarse de la oficina; a partir de entonces, en cualquier momento se pondría de pie, y tras desperezarse y bostezar, marcharía bordeando la mesa central lanzando adioses. Jan se llevaba de maravilla con la incapaz secretaria permanente joven y con la estropeada secretaria permanente vieja, y tendía a detenerse a charlar brevemente con ellas antes de salir con paso vivo. Aquél era su octavo día allí: por lo tanto, era asimismo la octava noche en que yo estaba mirándola desde detrás de mi puerta entreabierta, martirizado por mis ansias. En las siete ocasiones anteriores ella había estado conversando animadamente con sus dos amigas, lo que había hecho inconcebible cualquier posibilidad de abordarla (ahora no estás en el metro, ¿sabes?, ni en la calle. «¿No puedes beber un trago? ¿No quieres beber un trago? Vale, vale. Bueno, ¡hasta mañana!»). En esta ocasión, en cambio, Jan se demoró luchando con una polvera, mientras Anne y Muriel se alejaban y trasponían la puerta de salida. Se habían ido. Todo despejado. Oh, no.

Cualquier caballero se habría levantado de su silla para encaminarse lentamente hacia la mesa de Jan. Cualquiera de ustedes se habría inclinado hacia ella y le habría ofrecido hacer un intento con aquella recalcitrante caja rosada que los largos dedos de Jan hurgaban en vano. Seguramente cualquier hijo de vecino se lo habría quitado de la mano, habría apretado los dientes, y se habría vuelto hacia ella con un gesto de modesta sorpresa cuando la aromática almeja se abriese. Ningún ser humano habría dejado de derretirse de emoción cuando ella alzara la cabeza, sonriente, y exclamara: «¡Tarzán!».

—¿Te apetece un trago? —dije.

Aceptó. Fuimos a The Enterprise, en Fox Street, un concurrido, cavernoso y destartalado pub con oscuras paredes de mármol y ventanas opacas. Llevé a cabo mi grotesca rutina de estacionarme de puntillas a varios bebedores de distancia de la barra, con un billete de una libra en alto, sin conseguir atraer la atención del fantásticamente cachazudo y malhumorado mesonero, volviéndome cada pocos instantes hacia Jan para decirle cosas tales como «Es sólo un momento», o «No me ha visto», o «La gran…», hasta que, provisto de una pinta de cerveza, un whisky con limonada para la dama, y sin la vuelta, seguí a Jan entre la multitud de altos hombres trajeados, la dejé ventajosamente situada en un asiento esquinado, y bajé corriendo las escaleras para una meada de urgencia y un rápido arreglo de mi rala cabellera, antes de reunirme con ella y las bebidas en la mesa.

—¿Todo en orden? —preguntó ella.

Y no me importa lo que diga nadie: creo que estuve muy bien y causé una impresión verdaderamente muy favorable. Por pura casualidad tenía puesta mi mejor ropa (o sea, la más nueva), y además se dio la circunstancia de que fuera uno de esos días en que siento que puedo mirarme a la cara: su textura es menos lechosa, tengo menos marcas de mordeduras en los labios, mi cabello se porta bien. Tampoco me temblaron tanto las manos —qué va, si le encendí tres cigarrillos, y ella expresó gentilmente su aprobación cuando le hice notar la relativa estabilidad de la llama y en mi voz no se presentó ese trémolo espástico que le viene en momentos de estrés, vergüenza o ansiedad. (En cuanto a Jan, dicho sea de paso, estuvo todo el tiempo adorable). ¿La conversación? Bueno, iba y venía. Iba y venía, pero parecía estar allí.

Dios mío, fue tan agradable. Es absurdo: me sentí transformado casi en el acto. Esa noche, de camino a casa (el puente, el metro, las calles) ya no iba mirando vorazmente a cada muchacha que pasaba a mi lado, como si su mera existencia constituyese un hiriente fait accompli dirigido contra mí y los restos de mi dignidad. La bonita negra que atiende la puerta de salida del metro en Queensway, corriente protagonista de alguna que otra de mis fantasías tropicales, recibió mi billete con un intercambio de gracias: como si se hubiera tratado de cualquier otro, como si hubiera sido uno de ustedes. Al salir de la calle principal, vi una pareja haciendo cochinadas en el polvoriento portal de un hotel y cambié el rumbo alejándome, en una reacción automática de repugnancia y cólera… hasta que aflojé el paso, pensé en ello, y les deseé lo mejor. Las mismas calles que la semana anterior eran como un viejo noticiario exhibido reiteradamente a mi paso, parecían más acogedoras y compuestas de más variadas sombras. Me detuve en la plaza, con las hojas escurriéndose graciosamente entre mis pies, y observé las luces de los estudios, que comenzaban a encenderse.

—Sí, ya sé —dije—. Claro que no querrá. Lo sé, lo sé. Pero igual.

Hasta encontré a Gregory en la cocina (esto es verdadera alta sociedad); estaba muy acicalado y como para ir de visita, pero se mostró dispuesto a demorarse mientras yo me servía un trago.

—¿Qué es de tu vida? —le pregunté.

—Bastante ajetreada. ¿Qué tal te andan las cosas a ti?

—No me andan. En la oficina sigue todo paralizado. Y no he follado con nadie últimamente, si te refieres a eso.

—¿No has vuelto a intentarlo con aquella chiquita de las orejas grandes?

—¿Gita? Sí, lo intenté. Y ella volvió a decir que no.

—Furcia. ¿Por qué demonios no? ¿Quién se cree que es?

—En realidad, creo que ahora sé por qué no quiere. En primer lugar, es tan tarada que ha olvidado haber follado conmigo alguna vez.

—Son la leche, te juro. ¿Para qué creen que están si no es para eso?

—¿Adónde vas?

—A lo de Torka.

—Que te diviertas. Tal vez debería hacerme marica como tú.

—Gracias. ¿Te quedas en casa?

—Sí, creo que… —pero él cogió la capa y me hizo un gesto de despedida—. Buenas noches —dije.

Me quedé en casa. Estuve bebiendo whisky hasta las diez, cené un bote frío de judías con jamón, me di un prolongado baño con la bañera bien llena y me fui a la cama. Cálidos y regocijantes sueños de intentos y consecuciones, un breve período de vigilia entre las cinco y las seis, más sueños, y una cosa distinta en la cama mientras fumaba un temprano cigarrillo, como si mi desdeñado cuerpo estuviera por fin empezando a revivir. Ese día volví a invitarla a ir al pub, y aceptó.

Otra artimaña verdaderamente astuta con la que he dado es ésta: mediante un entramado de indicios, discreto teatro, duplicidad, reticencia y mentiras, me las he arreglado para darle a Jan la impresión de que estoy follando, o solía follar, o en todo caso evidentemente he follado alguna vez, ¡con Úrsula! Una conducta así es discutible, lo sé, pero yo siempre he compartido la opinión, primero, de que la mejor garantía de éxito sexual es el éxito sexual (no se puede tener el uno sin el otro, ni el otro sin el uno), y segundo, que los signos exteriores del éxito sexual son apenas distinguibles del éxito sexual en sí. (Tercero, de todos modos estoy bien jodido, y esto no puede hacerme ningún daño. No soy un tío que tenga éxito sexual con las mujeres. Simplemente no lo soy. Gregory tampoco, particularmente. Simplemente es un tío de éxito con el sexo). Así pues: la irresponsablemente hermosa Jan está girando en su silla giratoria en la zona central de la oficina; apoyado displicentemente en la mesa a su lado, con los ojos azules brillantes, los fuertes brazos cruzados, el rojizo cabello suelto, está el Vendedor Aprendiz, Terence Service, hablando con energía y sin pizca de condescendencia hacia la flor del personal administrativo… cuando, exactamente a las 12.45, hace su entrada esa otra chica mía, esa chavala, esa furcia llamada Úrsula, cuyo raro, aristocrático atractivo le dejo a Jan tiempo para apreciar, mientras suelto un ejem por la comisura de la boca y me enderezo bruscamente con aire culpable para presentarlas (sólo nombres de pila) como disculpándome, antes de largarme con Urs, a pagarle una buena y nutritiva comida. (Y eso es más, dicho sea de paso, de lo que hace Gregory últimamente. La semana pasada, al parecer, pasaron juntos una media hora bastante deprimente en un bar cercano a la galería; dijo que no podía faltar durante mucho rato, y encima tuvo que pedirle prestados sesenta peniques a Úrsula para terminar de pagar la comida. Muy edificante. Debería averiguar la verdad acerca de ese empleo suyo).

Sospecho, en cualquier caso, que el asunto de Úrsula está teniendo un saludable efecto sobre la joven Jan, que no una, sino dos veces me ha interrogado acerca de ella (no mostrando celos, ¡ay!, sino un respetuoso interés) y ha comentado varias veces lo «verdaderamente bonita» que es. (A las mujeres siempre les gusta el aspecto de Úrsula, sin duda porque no tiene tetas). Yo me muestro herido y pensativo cada vez que la menciona. «Sí», dije ayer, mordisqueándome el arrugado labio inferior, «es triste que las cosas… no anden como una seda entre nosotros, como antes». «Es una pena», dijo Jan. Yo miré por la ventana mojada por la lluvia. «Sí. Pero, demonios, al menos seguimos siendo amigos». (Me siento tremendo cuando digo una cosa así; me siento como una montaña. Es de lejos lo más sexy que me he sentido en todo el año).

Y seguramente el alcoholismo creciente de Jan debe continuar siéndome de ayuda, debe continuar siendo una verdadera fuente de seguridad y aliento. Válgame Dios, lo que bebe esa muchacha. Me hace sentir prácticamente abstemio, y eso que últimamente ando todo el tiempo aguerridamente borracho, borracho de caerme, borracho como un cubo. Ahora doy fe de la justeza del clisé como si fuera agua. La he visto beberse tres pintas de cerveza y cuatro copas de vino a la hora de la comida… y ser eficiente y etérea durante toda la tarde. Puede beberse sin pestañear siete u ocho whiskies con limonada después del trabajo, y luego salir corriendo del pub como una colegiala a coger su tren. (Vive en Barnet, con sus padres, gracias a Dios. «Jan» no es un apócope de Janice ni de Janet, como yo había supuesto, sino de Jane: es más refinada de lo que deja ver. Menciona a un cierto imbécil llamado Dave con más frecuencia de la que me gustaría, aunque siempre en pretérito perfecto o pluscuamperfecto, y nunca sino en cláusulas subordinadas de sentido retrospectivo). Soy completamente inflexible en cuanto a pagar todas y cada una de las copas que se bebe en mi compañía, por supuesto —con objeto de fomentar en ella un sentimiento de culpa por no acostarse conmigo—, y he calculado que podría llevarla al pub dos veces al día durante tres meses y medio antes de quedar arruinado. (A propósito, me asusta mucho la idea de arruinarme. «La ruina no me asusta», digo a veces. Pero me asusta. Me cago de miedo). Pero no va a pasar tanto tiempo, ¿no? De una manera u otra, no puede tardar tanto.

Jesús, estoy loco por ella. A veces, cuando me sonríe o me llama por mi nombre sin alzar la cabeza, me dan ganas de soltar tibias lágrimas de gratitud. Siento la salina compulsión por derramarlas, por dejarlas salir. A veces, cuando la oigo murmurar para sí mientras revuelve en su bolso, o lanzar un pequeño gruñido por el esfuerzo al mudar de lugar su pesada máquina de escribir, me pongo rígido aquí adentro, con los dientes apretados, estrujándome las manos. Aparte de todo lo demás, Jan es increíblemente graciosa, así como incansablemente bien dispuesta: por ejemplo, puede imitar a la perfección al ulceroso, monosilábico Damon, pero es de lejos la que menos abusa de él en la oficina, e incluso me hace vacilar antes de burlarme de él delante de las chicas o a obligarlo a hacer un recado inútil y humillante. (Todos aquí la quieren también, naturalmente. Burns esconde su pescado en vinagre en un cajón del escritorio; Herbert está siempre soplándole idioteces al oído…, triste futuro el suyo; el loco de Wark le perdona tiernamente sus más gruesos errores en el trabajo; y el mismo John Hain le roba unos momentos a su solapada tarea de autopromoción para admirarla mientras ella va de aquí para allí aparentando estar muy ocupada). Y encima —¡oh, Dios!— su rostro, sus ojos, esa absurda cabellera. ¿Y si le tendiese una mano y ella la cogiera entre las suyas? ¿Y si le rodeara los hombros con mis brazos y ella se quedase quieta? ¿Y si me dejase darle un beso… con lengua? ¡Oh, Dios, asísteme! ¿Cómo serán en definitiva sus senos? ¡Cuernos!, tengo que saberlo. Daría cualquier cosa por saberlo. ¿Y si, digamos, ella me dejase… pues ya saben, tocárselos (se le notan los pezones como dedales cuando hace frío, y ella es dada a cruzarse pudorosamente los brazos en diagonal por delante del pecho), tocárselo, así como así, y quizá después continuar por su estómago firme, por ese culito intimidante, y llegar a…? ¡oh no! (no me animo a decir más esa palabra). ¿Tendrá pelo castaño, rojizo y soflamado como el cabello, o será sencillamente negro? ¿Y en qué cantidad? ¿Es un raleado manojo, o todo un abundante matorral enrulado con prolongaciones hasta el vientre? ¿Y me pondría a acariciarlo y…? ¡Oh sí!, esto es lo que haría, me echaría sobre ella tanto tiempo como a ella le diera la gana, durante meses, para siempre, en verdad me instalaría allí y me aseguraría de que se lo pasara muy bien, de manera que no importase tanto el que yo no lograse un buen orgasmo, a menos, desde luego, que ella fuera especialmente idónea en tratar esa clase de problemas, o dominara alguna técnica extranjera, o simplemente me tratase con una gentileza y simpatía poco comunes, o ella misma estuviera muy excitada y… Dios, verdaderamente nunca me ha sucedido hasta ahora: ¿creen ustedes que ella realmente quiere?

Tranquilo. Eso es de verdad un poco caprichoso. ¿Y qué coño te preocupa a estas alturas que quiera o no? ¿Cuántas veces, en realidad, las chicas se acuestan con alguien porque quieren? (Por ahí no llegarás a ninguna parte, gordito. Nunca has llegado). Simplemente hazlo, ése es el asunto, hazlo. Embauca, intimida, abusa, soborna; ruega, solloza, incita, ponte pelma; maldice, amenaza, estafa, miente: pero hazlo.

Anoche mismo, por ejemplo (aunque yo lo diga) estuvimos en el pub juntos.

Era un crepúsculo conmovedor, tan gradual y placentero que a nadie se le había ocurrido ahuyentarlo encendiendo las luces. Nosotros en nuestro rincón íbamos ya por la tercera, y una misteriosa bruma lacrimal había comenzado a aislarnos de todo lo demás. Yo miraba con ojos húmedos a Jan mientras ella continuaba hablando, y pensé que la última cosa en el mundo que debía hacer era intentar ligar con ella, pues me arriesgaría a que no hubiese más veladas como aquélla, cálida y embriagada, con la charla de los amigos alrededor y, afuera, el ruido lento de la lluvia y los confiados automóviles. Empecé a hablar. La miré nuevamente, las diminutas y sobresalientes aletas de la nariz, la curva inferior de la boca, el sutil vestigio de lunares y pecas junto al contorno de los labios.

—Oye —dije—, mañana vente a casa a tomar una copa. Conocerás a mi hermano, mi hermanastro. Sus padres me adoptaron cuando yo tenía nueve años. Yo tenía mis propios padres, pero se me jodieron. Compartimos el piso. Se llama Gregory. Probablemente te caerá simpático (y también probablemente le gustará. ¿Imaginan que no lo he pensado? Pues sí. Hablaré con él. Arreglaré las cosas. No me haría una cosa así sabiendo lo mucho que me importa). Es un poco raro. A propósito, también es marica perdido. Ahora no nos llevamos bien —ya ni me acuerdo cómo era estar en buenos términos con él—, pero hubo un tiempo, ciertamente lo hubo, en que yo lo quería…

Ya apenas lo veo. Lo echo de menos. Es el único amigo que he tenido.

Hubo una época en que quise a Gregory. Es verdad. Lo quería a mi manera…, pero entonces cualquiera lo habría querido. ¡Qué chaval! No necesitabas ser el que yo era para poder darte cuenta de quién era él. El que podía llevar a cabo cualquier cosa: con él no era siquiera cuestión de osadía. Sus transgresiones eran meramente el bagaje de su naturaleza irreflexiva, la fraseología de su encanto y su suerte. Como si la osadía pudiese existir, en todo caso, en aquel atemperado mundo de aireadas habitaciones blancas, brindis vespertinos y gordas amas de llaves.

Robaba con ambición, con sutil agudeza, y sin que lo pescasen. Salía sin prisa y se demoraba a la puerta de los supermercados la mochila reventando de chocolatinas y maíz tostado. Una vez robó un balón de fútbol en la casa Macmillan, de Church Street, por el sencillo método de salir a la calle haciéndolo botar contra el suelo. En una ocasión, y sólo por gusto (él no fuma), Greg se había inclinado sobre el mostrador del baratillo que había cerca del colegio, para robar unos cigarrillos, cuando fue sorprendido con las manos en la masa por el corpulento dueño, quien cerró la puerta de la tienda y nos informó con semblante imperturbable que iba a llamar a la policía, a hacerla venir, a marcar el 999. Como es natural, nosotros dos soltamos las lágrimas —yo con un sollozo gutural, regular y resignado (sabía que acabarían cogiéndome)—, Gregory gimiendo en tono agudo mientras entregaba contrito el cartón de diez paquetes de baratos cigarrillos con filtro, suplicando reiteradamente al hombre que nos dejase ir. Tan pronto como hubo acabado de gritarnos e insultarnos cuanto quiso, el tendero hizo precisamente aquello, quitando la llave a la puerta y echándonos con fastidio a la calle. Yo estaba todavía ahogado en lágrimas cuando, después de haber andado un centenar de yardas, Gregory se volvió hacia mí con ojos límpidos y satisfechos y me exhibió, en la palma de la mano, una cajetilla de Pall Mall extralargos.

¿De dónde sacaba semejantes nervios? ¿Y yo los míos? Yo también robaba, claro está, pero pocas veces, como un aficionado, compulsivamente, y en casa. Hurgaba billeteras y bolsos con la esperanza lisa y llana de no encontrar nada, pero por lo general apoderándome de ello si lo había. Tras una pasada por las pobladas mesas del salón principal —cada una de ellas un opulento Liliput de plata y cuarzo— allí iba yo, trotando de pánico escaleras arriba, con algún valioso objeto tan monstruoso como una bola de billar pesándome en el bolsillo. Si veía abierto sobre el aparador de la cocina el monedero de mi madrastra —un saco de riquezas de adulto—, en seguida mis dedos desaparecían entre sus labios de cuero. Nunca escondía en lugar seguro las chucherías y jamás gastaba el dinero que hurtaba. ¿Por qué lo hacía?: debe haber razones para llenar un libro entero. Una vez provoqué un revuelo sin precedentes llevándome una valiosa vinajera de la repisa de la chimenea del comedor. Casi inmediatamente —para mi sudoroso horror— se originó una estridente alarma. Dejé el quemante objeto sobre una mesa de la planta baja y huí hacia el ático, donde me metí debajo del somier de una cama vieja a escuchar los pasos atropellados y las voces agudas de la patrulla que avanzaba. Ahí vienen a por ti, muchacho ruin. Me quería morir, morir de veras… Gregory estaba solo cuando me descubrió. Yo esperé que diera voces atrayendo a los demás, pero él en cambio se tumbó en el suelo junto al somier y lentamente se fue arrimando a mí. Su rostro estaba tan empapado en lágrimas como el mío.

—Ven abajo, Terry —dijo—. Ya no estamos enfadados. Ya ha pasado todo.

Y por entonces había en él ternura, y una verdadera esplendidez, una extraordinaria aptitud innata para discernir lo que de valioso tenían la infancia y la juventud, como si sagazmente hubiera concluido que constituían una etapa privilegiada de su vida, en la que no había nada que no pudiese hacer… y salir indemne y resultar simpático, y que no podía durar para siempre. Gregory, Gregory, mi opulento y legendario hermano. Me pongo sentimental con relación a tu infancia porque no puedo hacerlo con respecto a la mía. Te veo pasando velozmente por el camino de la aldea mientras salen las chicas del colegio, montado en tu bici de manillar bajo, con las manos libres; te veo en tu fiesta de cumpleaños, con tus primeros pantalones largos además, con los ojos inundados de alegría en el momento en que las doce velitas encendidas se convierten en diagonales humeantes, como si los cuatro vientos convergieran para tu deleite. Te veo conducido al colegio, en otoño, sin saludarnos agitando la mano, con la cabeza erguida, entrando sin miedo en aquel mundo inicuo que está del otro lado de las puertas. Fue maravilloso, y a mí me embelesó como a todos los demás.

¿Qué fue lo que te jodió? ¿Qué fue lo que te cambió? Tiene que haber sido algo. Algo te ha robado la sensibilidad, los sentimientos, el corazón, y te ha transformado en eso que eres ahora, ese compendio de desdén, vanidad y reacciones prefabricadas por el que te haces pasar, toda la materia que simplemente se te metió dentro antes de que pudiera hacerlo ninguna otra cosa.

Mírate, gilipollas, escoria, con el maldito estúpido montón de chatarra que tienes por coche, esa vestimenta rebuscada, tu inútil empleo, propio de vagos, tus amigos cretinos y maricones, tus enojosas y acuciantes preocupaciones monetarias, tu elegancia patéticamente anticuada, tus interminables mentiras. Gregory es un mentiroso. No crean una palabra de cuanto dice. Es el autor de todas las mentiras.

Oigan, si se folla a Jan me veré obligado a hacer un apaño para que él muera. Los mataré, a él y a ella (abandonaré el país y empezaré desde cero). Oh, Dios mío, quizá lo más seguro sea pagarle para que no lo haga, formularle una oferta (la aceptaría: está en grandes apuros). O amenazarlo (sé que puedo darle una paliza. Es más grande que yo, pero a mí no me importa que me queden marcas. A él sí). O convenir en mudarme si se abstiene. O prometerle que me mato si lo hace. Oigan esto: si se folla a Jan —a modo de ejercicio atlético eventual, como una más en su lista, podría ser— mi odio hallará el modo de dañar su vida, de lastimarlo físicamente o de volverlo loco.

(II) Abril es el mes más agradable y más fresco para la gente como yo.

GREGORY

Realmente debo decir algo acerca de esa chica digamos que maravillosamente parecida a una furcia que a Terence le ha dado por traer de la oficina. ¿Joan? ¿Janice? ¿Janet?… algo así de ridículo. Una secretaria, desde luego, o ejecutora de livianas tareas administrativas en esa factoría negrera; aspecto abominable y voz de cantinera puesta aposta, precisamente la suerte de ser insignificante y desmañado que uno registra vagamente en medio de ustedes en el tumultuoso panorama callejero pero a quien realmente no espera conocer. Interesante, supongo, ver en carne y hueso a una de esas nulidades, y una cierta y modesta compensación por tener a un don nadie como compañero de piso.

Ella lleva uno de esos peinados con tirabuzones… Ya se sabe que normalmente es axiomático que el más leve indicio de «rizado» baste para que yo eche mano a mis gafas más oscuras. Pero admito de buen grado que con la joven Janice aquí presente el efecto es bastante divertido, en un sentido trivialmente sentimental, que combina con sus pequeños rasgos estúpidos y su rígida boca de carpa dorada para producir ese aspecto de vacuidad orbital en el que se esforzaban los retratistas de la escuela de Woolworth: ya saben, esas criaturas insufriblemente monas, todo ojos y hociquito, cuyos ejemplares son colgados en particular por las clases delictivas en paredes cubiertas de tafetán. (Actualmente están ridículamente en boga, bajo el patrocinio de imbéciles impostores tales como Du Pré, en la Merton Gallery. ¿Tres semanas? ¿Cuatro?). Sin embargo el rostro de Janet revela al mismo tiempo varios síntomas de una interesante reciedumbre —los pliegues de dureza alrededor de los ojos, el ocasional estiramiento tenso de esos labios— que, según mi vasta experiencia, corresponden a una gran audacia y sabiduría en la cama.

Y supongo que Terence les habrá hablado de su absurda figura. Pues bien, normalmente —otra vez— me gusta que las chicas tengan senos pequeños: los senos que a mí me gustan son suaves concavidades redondeadas que discretamente se hinchan convertidas en delicadas tetas de consistencia de pétalo. No soporto a las mujeres que lo llevan todo por delante, como una orquesta unipersonal. Grandes platos de blancmange[5] del tamaño de alforjas, rematados por sendos trozos de salchicha estriada… oh, qué maravilla: un millón de gracias. Admitiré en seguida, no obstante, que los senos de Joan son francamente colosales (tan grandes que ella usa sostén) y resultarían literalmente repulsivos en cualquiera otra chica (Susannah, la señora Styles, Miranda, etc.). Pero el cuerpo de Joan tiene algo de dulcemente desproporcionado, como todo lo que tiene que ver con ella, en realidad. En verdad, semejantes senos no deberían estar donde están, desgarbadamente asidos de un frágil encaje torácico encima de esa esmirriada cintura (a propósito, un aprobado de la cintura para abajo: largas y esbeltas caderas, insignificante trasero, como de chico). Ella lo lleva todo con un cierto estilo y, no lo admito, me es de lo más entretenida.

Vean por ejemplo la primera vez que Terence la trajo a mi piso. Era una gloriosa noche de mediados de abril, y una penumbra de color borgoña se iba decantando lentamente a través de los altos ventanales. Yo estaba pensativo tumbado en el lecho, con un vaso de Tío Pepe bien frío y en equilibrio sobre la musculosa meseta de mi estómago, a medio camino entre quitarme las ropas del día y ponerme las de la noche —o sea desnudo, excepto por un slip blanco sumamente atrevido y por muchas razones memorable—, y en cierto modo preparándome para salir pitando para lo de Torka en mi agresivo coche verde, que ese día me había sido devuelto por el Garaje de los Ladrones con una factura acalambrante. Noté el habitual forcejeo de borracho con la puerta principal y estaba a punto de poner en el suelo el vaso y simular dormir exponiendo mi hermoso perfil, cuando oí voces, una ligera de mujer con acento cockney y el tono didáctico de la voz de barítono de Terence. Me senté en la cama con una sensación de perversa expectativa mientras ellos subían por las escaleras y llegaban a mi cuarto: Terence con un lustroso bolso repleto de bebidas baratas, y la Joan, una rizada aparición, detrás.

—Oh, perdón, Greg —dijo él, apartando bruscamente la vista de mi figura sucintamente vestida—. Creía que no estabas. Sólo necesito un poco de hielo.

—Adelante, adelante —dije yo con lentitud, arrastrando un poco las palabras.

—Oh… gracias.

—Presenta, presenta.

—Oh…, ejem, ésta es Joan; Joan, éste es Gregory. —Se volvió hacia mí con aire de desamparo—. Trabaja en el trabajo —dijo.

—Ja, vaya basurero. Nunca me ha tentado un sitio tan muerto.

Y andando a grandes zancadas pasó ella por delante de la cama en dirección al ventanal del ático, reclinándose contra el marco para recorrer con ojos entrecerrados mi torso, con indisimulada aprobación. Yo por mi parte, dejaba entretanto que mi mirada mostrase mi admiración ante el contenido de su abultada camiseta, la franja visible de abdomen bronceado que quedaba entre aquella parte y su huesuda pelvis forrada de tela vaquera (notando de paso, con desagrado, el montículo anormalmente voluminoso del pubis).

—Jo —dijo Joan en su paródico tono corriente—, qué lujo de piso. ¿A cuánto te sale?

Yo hice un ademán en el aire.

Rien. Una herencia. Yo simplemente pago las tasas.

—¿Entonces qué pagas tú, Tel? —preguntó ella a su colega. Tel. ¿Tel?

—La mitad de las tasas —farfulló él. Terence estaba realmente en uno de sus peores momentos aquella noche. Su desagradable rostro, con su prominente labio superior y el puente de la nariz quebrado, aparecía completamente incoloro e inanimado, poniendo más de relieve lo ralo de su cabellera, que le caía en desmayados mechones rojizos sobre las cejas. Su vestimenta era el habitual y chillón mardi gras[6]. No obstante, parecía bastante satisfecho de sí mismo; tenía una sonrisa furtiva, y en uno de sus ojos repulsivamente brillantes jugueteaba un brillo obsceno.

—Vaya, vaya, vaya —dijo Janice, volviéndose, hacia mí—, ¿qué te parece? Esto que es distinguido.

Yo le sostuve la mirada, en tanto Terence se encaminaba tambaleante a la cocina, y cuando una descentrada semisonrisa se dibujó en los labios de Janice, sentí una vibración familiar en el tramo recorrido por nuestras miradas: súbitamente la habitación se había llenado de luz color granate, y súbitamente habría resultado la cosa más natural del mundo que Joan, deslizándose la camiseta por sobre la cabeza, se hubiera arrodillado sin sonreír sobre la cama, a hurgar con sus labios firmes en las detalladas protuberancias de mi slip. Si no hubiese sido por Terence, que armaba un gran jaleo en la habitación contigua, lo habría hecho sin la menor vacilación. De eso no me cabía duda alguna. Ni tampoco a ella, la muy puta.

—Me hace muy feliz que te guste —murmuré, frotándole el coño con rápidos movimientos—. Yo lo encuentro bastante hermoso, en realidad.

—Oh, también yo, te lo aseguro, Hermoso —dijo lentamente (y todos sabemos dónde tenía puestos los ojos ahora)—, hermoso, hermoso.

—¡Qué amiga tan encantadora has encontrado! —exclamé cuando apareció Terence en el vano de la puerta, sosteniendo en alto las dos copas, como un camarero—. No dejes de traerla todo lo a menudo que ella esté dispuesta a venir.

—Perdona, Greg, quieres que te sirva un…

Pero en aquel momento yo me incorporé en toda mi estatura y, con serena indiferencia, empecé a vestirme. Terence, alarmado, escoltó a la pobre Janet escaleras abajo —no va a tener suerte, pensé: no hay cuidado— y yo partí velozmente hacia lo de Torka, encontré al gran hombre dormido y su apartamento casi desierto, embromé a Adrian hasta que se fue a su cuarto a quitarse el enfado, y luego con la imaginación encendida (los cumplidos de la joven Janice) me la hice pulir a fondo por la movediza, aburridora, anfetamínica lengua de Susannah, en mi opinión bastante abrasiva.

Abril es el mes más agradable y más fresco para la gente como yo. Abajo la capota de mi palaciego coche verde. Afuera mi guardarropa de primavera. Me hago un corte de pelo de veinte libras. Abundan las veces en que hay champán en mi nevera. Mi habitación está engalanada con flores. Doy paseos por el parque. Suspendidos en el aire me rodean sueños de veranos legendarios.

Cuando hace bueno salgo temprano de la galería —sin hacer caso de tímidas protestas— para poder disfrutar plenamente de estos días que se alargan, antes de que los meses ardientes envuelvan a la ciudad en su pegajoso abrazo. Vamos en coche con Kane y Skimmer a visitar hosterías rurales. Conseguimos chicas acaudaladas para animar nuestros picnics, o si hace calor comemos todos en las terrazas de Charlotte Street. Para los fines de semana se suceden las invitaciones a residencias campestres: partidas de croquet, tenis, Pimms sobre fragantes prados. Úrsula y yo manteníamos el propósito de ir en coche a pasar unos días en Rivers Court mientras durase el buen tiempo (ella adora el coche descapotable), pero mi agenda está demasiado llena, como debe estar la suya ahora mismo: abril es la época en que las debutantes están haciendo amigos. Henry Brine quiso llevarme a París para su estreno, y ni siquiera para eso pude reservar un hueco. Está bien, pienso, atiborrar tu vida de cosas cuando eres joven. Yo apenas duermo una vez que la temporada está en marcha, pero todo el mundo dice que parezco tan fresco como siempre. «¿Cómo lo consigues?», preguntan. Y no existe respuesta.

Lo único que desearía es poder recibir más aquí en el piso. Ustedes se dan cuenta de por qué no puedo, naturalmente… He considerado sacarle partido, darle el papel de una especie de enano de la corte, de mascota, de curiosidad; después de todo, ni siquiera necesitaría disfrazarlo. Demasiado embarazoso, sin embargo, y la gente seguramente haría preguntas. Desde luego que bastante a menudo simplemente le indico que desaparezca toda la noche. Pero lo desgraciado del asunto es que no tiene absolutamente ningún lugar adónde ir, y no soporto pensar en él toda la noche en una cafetería mirando su reloj. Me resulta demasiado deprimente. Señor, ¿qué se supone que debo hacer con él? (Me gustaría echarlo. Eso es lo que me gustaría hacer. Pero ¿cómo podría conseguirlo?). Tal vez pudiera presentarse en mi próximo sarao con esa simpática Janice suya, como una especie de número de pareja; Skimmer se volvería loco con ella, estoy seguro… le encantan las furcias. Incluso yo la he tenido ocasionalmente en mis pensamientos, como una suerte de ayuda visual retrospectiva, en el curso de algunas aburridas sesiones en lo de Torka…

¡Ten cuidado, Terry, o puedo verme obligado a follármela!

Bueno él nunca lo hará: eso está claro. Dios santo, ¿tiene acaso ese muchacho la menor noción de lo que le está ocurriendo actualmente? ¿No tiene idea de la impresión que está empezando a causar? Y no me refiero sólo a los aspectos más efusivamente horribles de su apariencia, a aquellos aspectos acerca de los cuales no hay mucho que él mismo pueda hacer. Con ciertas personas no resulta difícil darse cuenta, por su apariencia externa, de cómo les va, y algo muy malo, duradero y profundo le está pasando a Terence Service. Por algún motivo el año pasado no le prestaba atención, era como un viejo perro afectuoso que te espera en casa. Ahora es una especie de reptil, un ser estático y repulsivo. Se emborracha. Está borracho todo el tiempo y cree que no se nota. Regresa de la oficina a las ocho, casi incapaz de tenerse en pie. Su sonrisa es enfermiza y engreída; su rostro embotado y con un ligero brillo: parece muerto (notas que la vida lo está maltratando). Percibes que debe estar casi todo el tiempo odiando intensamente. Algo arde tras su mirada.

¿Cómo ha conseguido que yo lo odie de este modo? ¿Lo saben ustedes? ¿Cómo ha echado sobre mí este odio concertado y preocupante que me hace poner un gesto como de dolor cuando me cruzo con él por la escalera o cuando oigo el roce de las perneras del ordinario pantalón vaquero que envuelve sus voluminosos muslos, cuando nos esquivamos de frente en el umbral de la puerta del baño y yo me introduzco en el universo de sus olores, cuando nos sentamos juntos aquí arriba y la habitación se llena del ruido de su respiración? ¿Por qué le permito jorobarme la vida? ¿Por qué no lo espanto de mi cabeza como a la mosca que es? ¿Por qué me preocupo?

Ustedes lo saben.

Hubo una época en que mis sentimientos hacia Terence eran muy diferentes. Sí, yo lo quería… ¿quién no lo habría querido? Por más trillados que pareciesen, los sufrimientos de su vida precedente eran suficientemente reales; cuando apareció en casa por primera vez, aquellos sufrimientos parecían colgar de él como un pesado ropaje de tristeza, y él nunca se los quitó de encima por completo. Pobre Terence, pobre Terence, mi antiguo amigo querido. Te veo bajar llorando del autobús escolar y venir corriendo con la cartera aferrada a un costado como si fuera una inútil prolongación de tu cuerpo a la cual ya te hubieras habituado resignadamente. Te veo a medianoche llevado de regreso a tu habitación por las criadas, mostrando en el semblante la fatiga provocada por la persistencia de tus sueños. Te veo de rodillas en el prado desparejo, el cuerpo doblado por la presión del pasado y tus tremendos esfuerzos por expurgarlo, la hierba agitándose de modo intimidante a tu alrededor, los árboles retorciéndose las manos a tus espaldas, las nubes deslizándose velozmente por encima de tu cabeza, alejándose velozmente de ti y de todos los terrores de la infancia y el infierno. Aquí tienes mi compasión, húmeda como corresponde por las lágrimas de tu hermano: tómala, tómala.

Como es natural, yo esperaba vincularme con un pequeño tunante, sólido, con buenos modales y dominio de sus nervios: pues nada de eso (hay que echar mano al Freud de Penguin). Aunque más tarde demostró ser un temible ladrón y un sujeto ruin y solapado, Terry fue desde el principio un cagón abyecto y suplicante ante las más tibias muestras de autoridad. Parecía como si todo el brío, toda la licencia propia de la infancia, le hubieran sido confiscados de la imaginación antes de que supiera qué era la infancia, antes de que supiera que no podía durar. Allí estaba yo, trepando a una tapia erizada de cristales rotos para robar manzanas, saliendo al Parque a mortificar a los malvivientes del pueblo, huyendo en mi bici de diez velocidades, perseguido por unas escandalizadas colegialas; y allí Terence, indeciso, renuente, angustiado de que súbitamente en aquel dañino mundo que lo rodeaba se hubieran abierto nuevas posibilidades que lo afectasen. Mientras yo lanzaba al aire siseantes cohetes, dejaba caer petardos encendidos en los buzones de los minusválidos y los dementes o los hundía en la porquería de los perros junto a los coches espléndidos y relucientes, Terence se mantenía apartado detrás de un muro o un árbol, con los ojos apretados, las manos aplastadas contra las orejas, como para impedir que la cabeza le volara en pedazos. Mientras yo permanecía erguido en las propiedades privadas de la vecindad, sembrando de mortíferas astillas los invernáculos y jardines de invierno, él observaba en la postura de quien se apresta a correr una carrera; y mientras yo me demoraba muerto de risa en el sendero para excitar la furia de un jardinero o un ama de casa, Terence salía pitando encorvado hacia la campiña, donde después uno tenía que tomarse el fastidioso trabajo de forzarlo a salir de alguna zanja en la que permanecía acurrucado y parpadeando. Había cosas curiosas, de poca monta, que lo horrorizaban: la helada, los edificios demasiado altos, vestirse, las tiendas tapiadas, cualquier ruido o movimiento súbito; y cosas curiosas, de poca monta, que lo tranquilizaban y lo hacían sentirse en paz: las habitaciones pequeñas, los autobuses, las personas muy viejas, los policías…

En tanto yo robaba con cuidado, precisión y soberbia osadía de clase —a tiendas, instituciones, enemigos—, los robos del joven Terence eran roñosos, condenados al fracaso y exclusivamente domésticos. En lo que a él se refiere, era todo parte de una cierta chapucera compulsión anal, algo por completo opuesto al expresivo tupé de mis románticas andanzas (en varios sentidos creo que continúo siendo víctima de los hábitos evacuatorios de Terence). Recuerdo un particularmente sonado acto de bandidaje en torno a un salero de Cellini bastante valioso que Terence el Travieso afanó a los pocos días de haber yo regresado de Repworth, mi costoso colegio de bachillerato, para pasar las vacaciones de Navidad. La desaparición de aquella pieza quedó de manifiesto al instante, hubo rutinario acuerdo en que el culpable tenía que ser Terence, y se envió a una criada a buscar al muchacho y traerlo inmediatamente a la biblioteca, donde los Riding, en calidad de severo jurado, deliberaban acerca de alguna cierta forma de castigo, todos tratando como locos de mantener el semblante serio. Pero, un momento: ¡el Moriarty en ciernes se había ocultado! Emprendimos la búsqueda por toda la casa y pronto el Enemigo Público Número Uno quedó arrinconado en los desvanes del ala norte, adonde se había arrastrado debajo del vencido somier de una cama vieja. Yo fui el primero en descubrirlo y dar la alarma. Su explosiva confesión y sus gimoteantes súplicas pronto nos hicieron partir de risa a todos.

De los muchos rasgos singulares y desconcertantes de mi hermanastro —un vívido sentido de sus propias insuficiencias, su melancólica obsesión con el tiempo psicológico, el modo en que su naturaleza parece trivializar incluso los horrores muy reales que la han conformado—, yo inmediatamente me decidí por uno como elemento absolutamente fundamental de su carácter. Su humor fue, de entrada, siempre irónico. Irónico: nunca alegre, fantaseante, regocijado, ofensivo o contemporizador, sino irónico. (Y ojo, que tampoco es que haya sido divertido alguna vez). «Estos malditos zapatos… me van estrechos: cada día me lastiman más», comenté una mañana. «Dolores de crecimiento», murmuró Terence. Una vez, él y yo conseguimos librarnos de una excursión de la escuela dominical, y Mamá, haciendo alarde de rectitud, nos hizo ir al pueblo a visitar a una vieja niñera mía, ya jubilada. «Bueno, ¿qué esperas?», dijo él, mientras yo lloriqueaba irritado durante todo el camino: «Esto no es una excursión de la escuela dominical, ¿sabes?».

Unido a lo anterior, supongo, iba su instintiva e irreflexiva fidelidad a la verdad, como si el mentir fuera asegurarse un cubículo personal en el infierno. En tanto yo no hacía secreto alguno de mi gusto por la fabulación, mi insaciable sed de falsificación, de su boca surgía abruptamente la verdad, sin importar las circunstancias, sin importar el precio. En las pocas ocasiones en las cuales, de hecho, la veracidad habría resultado tanto suicida como perversamente morbosa, los embustes saturados de adrenalina salían subrepticiamente de su interior como nómadas perseguidos, y en sus ojos aparecía una expresión de abrumadora angustia y de segura condenación. Nunca supo mentir. Nadie le creía. Aquélla fue una enfermiza precocidad más en el universo desnaturalizado que tomó el lugar de su infancia.

¿Quién se la robó? Alguien. O él la desperdició. Mientras ustedes y yo, de niños, nos lanzábamos a la mar, nos zambullíamos en el trueno y nos llenábamos de sol, él quedaba como una figura melancólica que hacía señas desde la orilla, perdido en el abrasivo siseo de los guijarros. Ahí tienes, Terence, yo asimilo tu pasado, su pathos y sus miedos. Pero ahora tu pasado no te sirve a ti ni a nadie, es un estorbo, una cosa de segunda mano, basura; tu pathos es algo castrador y degradante, fastidiosamente sentimental, banal y amargo. Por eso no tienes amigos ni a nadie dispuesto a protegerte; por eso nunca serás bueno en tu trabajo ni en ninguna otra cosa que intentes hacer; es por eso que estás tan neurótico, tan cerca de la locura; es por eso que el cabello se te cae y los dientes se te pudren; es un compuesto de autocompasión, autodesprecio y egoísmo, y es el porqué de que nadie te quiera.

Además: 1. Su desorden. Es un espectáculo bastante frecuente el ver al sedentario Terry apagando el cigarrillo en un cenicero impoluto. ¿Dónde pueden estar todas las cenizas? ¿En el suelo, sobre la silla, en su regazo, su cabello, sus orejas? 2. Lo que podríamos llamar la flexibilidad de su higiene personal. No ensucia el agua de la bañera más de dos o tres veces por semana, aunque, eso sí —es gracioso—, siempre los viernes. Estoy bastante seguro de que huele. Testigo, si ustedes quieren, el impresionante hedor que sale de su cuarto. 3. Su progresivo alcoholismo. Las bebidas que no me importa tener en casa incluyen el champán, el Tío Pepe, los licores más ligeros y ciertos vinos de marca. ¿Y de qué está hasta los topes mi apartamento?: de cerveza, repugnante vino barato, agua de cebada, jerez a granel, licores de oferta… y del propio Terence aburriéndose, eructando, moviéndose con torpeza, aullando como un perro. 4. Su insolente desidia. Él es quien siempre está preparándose esos bocados de plástico —yo siempre como fuera de casa—, pero ¿se ocupa alguna vez de recoger los botes pringados y los cubiertos desparramados por todas partes? Él es el que anda con la ropa mugrienta, las botas embarradas, y sucio de caspa, pero ¿alguna vez utiliza la lavadora? (Y se pueden imaginar mi asqueado sobresalto cuando una pieza del caos de su ropa para lavar invade la prístina galaxia de la mía). 5. Sus infames drogas. Como aficionado al hachís —al que él (¿qué les parece?) llama «esa mierda»—, un flujo de fétidos y acusadores aromas brota permanentemente de su cuarto, que es un Hades de raspaduras resinosas, retorcidos papeles de cigarrillo y cartoncillos impregnados de nicotina. (Las drogas que a mí me gustan son la cocaína y el mandrax, ambas demasiado caras para Terry). 6. Su presencia, el mero hecho de su presencia, la insoportable continuidad de su presencia.

¿Por qué no se va? Vete, Terry, vete. Sal de mi cuarto, sal de mi ciudad, sal de mi mundo, sal de mi vida y no vuelvas nunca.