3: Marzo

(I) Yo ya no sirvo para nada de eso. Tengo que encerrarme hasta que vuelva a ser apto para vivir.

TERRY

Tendrán que disculparme un momento.

Joderboca, joderculo, joderpuño, joderpolla. Joderoreja, joderpelo, jodernariz, joderdedo. Es todo lo que pienso cuando estoy en mi cuarto. Jodercama, jodersuelo, jodermesa, jodermarco, joderalfombra. Y por la calle. Joderacera, joderfarola, joderescaparate. Jodermoto, jodercoche, joderbús. Jodermuro, joderreja, joderbasura.

Joderboli, joderclip, joderfolio. (Ahora estoy en la oficina). Joderlimpiadora, jodersecretaria, jodermecanógrafa. Joderalbarán, joderfactura, joderteléfono.

Y en todas partes. Jodertierra, jodermar, joderaire, jodernube, jodercielo. Y sienta lo que sienta. Joderodio, joderira, jodersolaz, joderasco, joderpena. En cualquier clase de contexto. Joderamigo, joderchaval, jodersobrina, jodertía, joderabuela, joderhermana. Joderjoder. Buena parte del tiempo tengo necesidad de gritar, o tiemblo como un animal lastimado. Me lo paso aquí sentado, echando espuma por la boca.

No, ellas continúan sin querer hacerlo. Ya no estoy para nada seguro de que yo mismo quiera hacerlo más. Es que lo que sucede cuando ellas… ya saben. Tengo claro el aspecto mecánico del asunto (me informo al respecto en los libros, y además estoy comprando un montón de revistas de ésas, ésas en las que hay chicas que por dinero exhiben ante el mundo la intimidad de la vagina y el ano. Dicho sea de paso: ¿conoce la policía esas revistas, que se consiguen en todos lados? No creo que ellos puedan hacerlo), pero todo ello tiene que parecer más bien incómodo y embarazoso. ¿Lo hace usted mucho? ¿Con qué frecuencia? ¿Menos a menudo de lo que desea o con mayor frecuencia de la que querría? Yo solía hacerlo tanto como pudiera, y me gustaba mucho. Después paré. Nadie quería hacerlo conmigo (y hacerlo con otra persona es la mitad de la diversión). Pronto dejaré de intentarlo, me doy cuenta. Estoy quedando excluido. Hay barreras que se cierran con estrépito a mi alrededor. Pronto será demasiado tarde para volver a salirme.

Continúan ocurriendo Cosas Malas adicionales. La semana pasada me compré un traje a rayas en una tienda de segunda mano en Notting Hill Gate. Era un traje ridículo en varios sentidos —obviamente usado antes que yo por un tipo increíblemente viejo y miserable—, pero yo sabía de un lugar donde me lo achicarían y entallarían por poco dinero (ésa era la idea). Me lo achicaron y entallaron por poco dinero, me lo llevé a casa y me lo puse; me quedó bien y parecía perfecto. Entonces me di cuenta de que olía, muy pero muy fuerte, al sudor del muerto que lo había llevado puesto toda la vida. Está bien, pensaba mientras lo rociaba con amoníaco y lo dejaba afuera toda una noche, lo colgaba en la ventana ídem, lo sepultaba en su caja doble ídem, le dejaba caer encima el contenido de varios ceniceros, lo remojaba en colonia y whisky, y volvía a ponérmelo. Olía, muy pero muy fuerte, al sudor del muerto que lo había llevado puesto toda la vida. Lo arrojé al cubo de la basura. No habría entrado en la papelera, que todavía me mira con agudo resentimiento desde un rincón de mi cuarto, siempre buscando camorra, siempre con ganas de pelea.

En el trabajo no ocurre nada. La racionalización no ha tenido lugar aún, no obstante, seguimos creyendo que es Wark. Hasta Wark cree ahora que le tocará a Wark. John Hain no suelta prenda (el astuto cabrón me estaba sondeando aquella vez); nadie le va a meter prisa; nadie puede forzarlo a hacer algo que de antemano no tenga muchas ganas de hacer. El trabajo se ha acabado. Ya no nos entregan los formularios de venta y las listas de teléfonos por las mañanas. No nos dan nada que vender (aunque nos siguen pagando por vender. Ahora odio recibir mi salario. Cuando esa vieja recorre con sus dedos la fila de sobres de la S, sé que el mío no va a estar allí). Paso el día sentado en mi escritorio como si fuera Damon (Dios, ese muchacho tiene los dientes hechos cisco: él mismo admite que le hacen ruido dentro de la cabeza, como un bolsillo lleno de monedas), con una cerilla partida en una mano, un clip en la otra, mascando chicle y fumando pitillos. Ya ni siquiera leo bien. Ésa será la próxima cosa sin la que me quede. Todos aguardamos y suspiramos y observamos la lluvia (la lluvia en los cristales siempre me lleva al pasado, o lo intenta. Yo no pienso ir para atrás). No nos atrevemos a hablar entre nosotros más de la cuenta; tenemos miedo de enterarnos de algo que no sepamos. Ayer me telefoneó un hombre llamado Veale, del sindicato, en un tono enormemente calmo y siniestro. Vendrá a verme, dice. En su voz no había ni amenaza ni estímulo: era simplemente una voz calma y siniestra. He andado haciendo preguntas, y no viene a ver a nadie más, o eso es lo que afirma cada uno. Sólo a mí. Espero que no piense que soy distinguido.

Finalmente acabé llamando a Úrsula, en respuesta a aquella tarjeta suya. No sé muy bien por qué aguardé tanto tiempo (es una chica, ¿no?), pero así fue. Le estoy agradecido, eso creo, por su bondad en el pasado —o más bien por su absoluta falta de crueldad, lo cual, en aquellas circunstancias, era todavía mejor—, y haré lo posible para ponerle las cosas fáciles. La quiero. Sí, sí, la quiero: gracias a Dios por eso. Es difícil procurar que se formen ustedes una idea de Úrsula sin hacerla aparecer un poco chinche (de todos modos, la mitad del tiempo lo es…, y, por amor de Dios, no crean una palabra de lo que diga Greg sobre ella: no se puede confiar para nada en él en esa materia). Tiene diecinueve años y parece que tuviera más o menos la mitad. Nunca en la vida he visto a alguien físicamente menos atractivo: piernas como palillos, nada de culo, una larga espalda. En reposo, su rostro posee una curiosa belleza neutra, como la del idealizado retrato cortesano de una persona corriente. Tan pronto como cobra animación, su rostro pierde esa belleza, pero al mismo tiempo se vuelve, bueno, más animado. (Creo que a ustedes les gustaría. Yo me enamoraría de ella instantáneamente si no fuera mi hermana. Pero eso no dice mucho). Comprendo lo que piensan. Dejo constancia de que, para mí, ella es una muchacha pura, amable, conmovedora, inocente, bastante divertida, muy distinguida, erráticamente perceptiva y (que quede entre nosotros) ligeramente tonta.

Llamé a la patrona del alojamiento de las estudiantes de secretaria, quien me dijo sin inmutarse que Úrsula me telefonearía al número que le dejé, tan pronto terminara su clase. Sin poder hacer nada hasta que ella respondiese a mi llamada, me senté en mi escritorio con un café que Damon había salido renqueando a traerme.

—Hola, Peliverde. ¿Eres feliz?

—Claro que no. ¿Te has vuelto loca? ¿Cómo estás tú?

—Creo que muy bien. Pero este sitio es un manicomio.

—¿Cómo estás de nerviosa?

—Creo que mucho. Eso espero. No quiero estar más nerviosa de lo que estoy. ¿Tú tienes muchos nervios?

—Cantidad.

—Es algo, ¿no?

—Más vale que nos veamos pronto, ¿no crees?

—Sí que lo creo. Pero no tengo ningún consejo para ti. Lo único que tengo que decirte es: no crezcas, si puedes evitarlo de algún modo. Quédate por allá, porque por aquí la cosa no está nada divertida.

Por mera costumbre —y por ansiedad, vergüenza y disgusto conmigo mismo— le pedí a mi hermanastra que se reuniera conmigo en una parada de autobús en Fulham Road. Yo hago esto con las chicas —o conmigo—, porque si no aparecen, uno simplemente se trepa a un bus, como si fuera lo que ha estado esperando, como si no hubiera tenido otra cosa en la mente; en vez de estar parado en una esquina expuesta y solitaria, mientras las calles a tu alrededor se ensucian, se fatigan y mueren.

Ella vino. Saltó de un 14 en la acera opuesta, y, con el cuerpecito bien inclinado hacia adelante, como una niña bien entrenada, cruzó la calle corriendo. Nos abrazamos torpemente y nos apartamos para vernos mejor a la luz de un farol callejero. Flequillo corto, grandes ojos claros, roja de frío la nariz incongruentemente poderosa, un rostro estrecho pero abierto, sin nada de anguloso, su aspecto era prepúber, impúber. Sentí que si alguna vez me acostara con ella (esas ideas pasan caracoleando por mi mente), el hecho me produciría una herida duradera y profunda, cuya curación me llevaría la vida entera. (¿Follará?, me interrogo de pronto. ¡Qué va! Probablemente todavía no conoce nada de eso. Y espero que nadie se lo mencione nunca. Oh, Dios, echo de menos a mi hermana. Ella tampoco se lo mencionó nunca a nadie. Bueno, algo es algo. La habrán jodido, pero al menos nunca la follaron. Me alegro).

—Venga —dijo Úrsula—, tienes buen aspecto. Para un malviviente.

Fuimos a una animada hamburguesería tipo invernadero que yo conozco, un poco más arriba por Fulham Road, un sitio donde unos tipos altos y de buena pinta, de los que imponen la moda, conversan contigo desenfadadamente como si fueran tus amigos, mientras te sirven la comida y reciben tu dinero. Es lo que allí se estila. Nos incorporamos a una pequeña fila formada enteramente por parejas, ellos vestidos de dril y las mujeres mucho más extravagantes y variadas en su vestimenta. Como saben, a mí no me gustan las parejas (son como una afrenta personal), pero Úrsula y yo simulamos ser una, y en menos de cinco minutos estuvimos adentro y en menos de diez nos habíamos asegurado dos asientos en una mesa para cuatro que estaba desocupada. Inmediatamente, un joven alto y flaco, con unas cejas como cepillos de dientes, cogió uno de los asientos vacíos al otro lado de la mesa. Yo lo miré con expresión de enojo y él me sostuvo la mirada. «Este tío quiere pelea», pensé, en el momento en que el otro decía:

—¿Qué les apetece tomar? —al tiempo que extraía un bloc amarillo del bolsillo superior de la chaqueta.

—Oh, pues un poco de vino, mientras lo pensamos. Tinto. Una botella.

—Yo no voy a beber —dijo Úrsula.

—¿Y qué? —dije yo.

El camarero asintió con aire contrariado y se escurrió en silencio.

—Preferiría que no hicieran eso —dije.

—¿Qué es lo que ha hecho?

—Sentarse con nosotros de esa manera. Es un camarero, ¿no? No quiero que los camareros se me sienten al lado.

—Vamos, Peliverde. Parecía agradable. Y también inteligente.

—No me digas… ¿Entonces por qué está sirviendo a la gente en un basurero como éste?

—Chippy, chippy, chippy —dijo Úrsula.

(A propósito, ¿saben lo que significa «chippy»? Creo que yo sí. Significa importarle a uno ser pobre, feo y vulgar. Eso es lo que significa).

—Seguro —dije.

Úrsula escogió aquel momento para despojarse de su chaquetón de grueso paño de lana azul con capucha; era una prenda holgada, típica de estudiante, y yo sabía que quitándosela disminuiría su presencia física en unos dos tercios. De su oscuro vestido floreado (limpio, sin planchar, deformado, un vestido impropio para invierno) emergían ahora unas piernas delgadas y sin medias y unos delgados antebrazos cuya sombra de vello captaba la luz. Al estirarse para colgar el chaquetón del alto gancho del perchero, el vestido se le trepó por los muslos de bambi. ¿Entienden? Es de verdad mi hermana y tiene de verdad alrededor de diez años.

Abrí mi tercer paquete de cigarrillos del día y serví el vino que nos había traído de un talante bastante impertinente el arrogante camarero. A nuestro alrededor, unas parejas de jovenzuelos provocativos se rieron cuchicheando.

—¡Fiuu…! —silbó Úrsula—. Esta noche sí que estás nervioso.

—Lo sé. Mírame las manos.

Úrsula acababa de retornar de un fin de semana en casa con sus padres. Hablamos de ello, de aquel lugar en apariencia acogedor (yo solía ir mucho. Ahora ya no, y tampoco Gregory. Ya no tengo más ganas de salir: me da miedo que ocurra algo a mis espaldas. Y de todos modos, el hogar me horroriza). Al parecer, el tobillo de nuestro padre había soldado después de su famosa caída desde el techo del granero; ahora se jactaba de que su andar era más ágil que en cualquier otro período de su vida. Los cuentos recientes acerca de él incluían: una interrupción en público al párroco izquierdista de la iglesia del pueblo y el subsiguiente forcejeo con el mismo; su novedosa pasión por el juego de bolos bajo techo; su persistente negativa a ingerir vegetales; su segunda serie de salidas de compras este año, derrochando espantosamente el dinero; su tercer intento por la mañana temprano de abusar de la septuagenaria limpiadora; y su decisión de erigir una tienda india en el salón principal de la casa.

—Dios mío, últimamente todo se está desmoronando —dije—. Supongo que en realidad debe estar un poco chalado, ¿no es cierto?

La expresión de Úrsula —levemente divertida, como la mía— no varió.

—Desde luego. Siempre lo ha estado. Todos nosotros lo hemos estado siempre. Tú eres el afortunado, Peliverde.

—Oh, conque eso es lo que soy. Me estaba preguntando qué era yo. Pero vosotros sois distinguidos, todos vosotros. Qué más da que una persona distinguida se vuelva loca. Todas ellas lo son, después de todo.

—Por eso tú eres el afortunado: tú no eres persona distinguida.

—Sí que lo soy. Ahora soy una persona distinguida.

—Que no.

—Entonces, ¿qué soy?

—Eres un malviviente.

No, señor. Soy una persona distinguida. Sé todo lo que hay que saber en cuanto a clase y a cómo se la puede detectar. Estuve presente en aquella histórica velada de hace cinco años, cuando la niña que tengo ahora delante de mí entró en la sala de televisión en Rivers Hall, donde la familia se hallaba viendo una serie sobre los sirvientes y sus amos en la preguerra, y sin pensarlo se acurrucó en el regazo de su niñera. La niñera (hoy jubilada) no se movió al recibir el peso de su niña de catorce años. En ningún momento ninguna de las dos apartó los ojos de la pantalla. Sé todo lo que hay que saber en cuanto a clase. Digo sofá, y ¿qué?, y jaspeado, y lavabo (si quisiera, podría incluso decir trasero en vez de culo). Cuando yo tenía catorce años, respondí a un cuestionario en una revista: cualquiera que completase aquel cuestionario, de eso se trataba, conocería en seguida su grado de distinción. Cuando iba por la mitad —«sí, aparté de mí el plato de la sopa»; «no, no vertí la leche primero»— ya me daba cuenta de que iba a resultar verdaderamente muy distinguido. La última pregunta era acerca de cómo les habías puesto a tus hijos, o cómo les llamarías si alguna vez tuvieras alguno (era en la época en que la gente todavía podía permitírselos). ¿Le pondrías a un hijo? a) Sebastian, Clarence, Montague, o b) Michael, James, Robert, o…; cuando estaba decidido a marcar la sección b) con una firme tilde —no me había dejado seducir por toda aquella mierda de la sección a)—, recorrí con la vista la sección c), que ponía: Norman, Keith, Terry. El boli sonó en mi mano como una campanilla. Así que mi papá fue un malviviente. ¿Qué más hay de nuevo? (¿Siguen ustedes creyendo que algo de eso tiene importancia? Me refiero a la clase y demás. Pues no. Es pura basura. Pura basura).

—Los malvivientes también se vuelven tontos, sabes —dije.

—Oh, no, en absoluto —dijo Úrsula.

—Te digo que sí. ¿Qué impresión te produce —le pregunté embotado—, me refiero a dejar el hogar y dejar de ser una colegiala, y estar en una ciudad, y los empleos, y todo eso? Yo hace siglos que estoy en ello y no sé todavía cómo es. Hay algo…

—Bueno, no puedo saberlo aún, ¿no crees? Porque todavía estoy en un colegio. ¿Qué piensas que es? ¿Más nervios?

—Sí, más, seguramente. Pero no es eso. Bueno. Estoy borracho. Ya era hora, no creas. Lo único que me pregunto es para qué tanto alboroto… pasarte la vida preparándote para esto. Nadie lo pasa bien después que ha cumplido diez años preocupándose de ello. Es, creo que es sólo…

—¿Cómo está Gregory?

—¿Cómo está siempre? Hecho un monstruo de engreimiento. Y un ansioso. Y un bujarrón.

—Oh, vamos, Peliverde… A propósito: ¿qué es un bujarrón?

—Mira, no vuelvas nunca a llamarme Peliverde, ¿vale?

—Creí que te gustaba que te llamaran Peliverde.

—Pues no me gusta.

—Creía que sí. Perdóname.

—¿Qué te hizo pensar que me gustaba? No me gusta en absoluto. No me gusta ni pizca.

—Perdóname.

Miré azorado a mi alrededor, a las chicas, a las parejas. En momentos así, la fealdad me pesa como un traje barato y demasiado grueso. Miré a Úrsula. ¿Para qué me servía? Ni siquiera deseaba follármela: deseaba herirla, hacerle daño, darle violentamente en las canillas con mi bota, aplastar mi cigarrillo en aquella mano que agitaba delante de mí. Oh, ¿pero qué está pasando aquí?

—Oh, ¿pero qué está pasando aquí? Lo siento. Vámonos. Perdóname.

Fuimos andando en silencio hasta la estación de metro de Gloucester Road.

—Te acompaño a casa —dije. Tomamos un tren lleno de borrachos hasta Sloane Square. Caminamos en silencio por calles cada vez más estrechas y cada vez menos iluminadas.

—Es aquí —dijo ella—. Voy a tocar el timbre.

—Bien, eso te tacha de un plumazo, de por vida.

—¿Mm?

—Yo ya no sirvo para nada de eso. Tengo que encerrarme hasta que vuelva a ser apto para vivir.

Nos besamos a la manera que solíamos, de manera que el centro de mi boca se posara ligeramente inclinada sobre la comisura de sus labios.

—Terry —dijo ella—, debes acabar con todo eso. Terminarás convirtiéndote en lo que finges ser.

—Sé que así será.

Entonces ella se me acercó, con una especie de autoridad infantil, y nos besamos otra vez, suave pero firmemente, en los labios.

—Gracias —dije.

Ella arrimó la boca a mi oído.

—Oigo voces —susurró—. En mi cabeza.

—¿Qué clase de voces? ¿Qué quieres decir?

—En mi cabeza.

—¿Qué dicen?

—No hagas caso. Pero sí que las oigo.

—Mira una cosa: te llamaré mañana, ¿vale?

—Vale.

—Buenas noches. Cuídate.

—Que tengas dulces sueños —exclamó, subiendo los peldaños de la puerta.

Y todo aquello pobló mi mente a lo largo de las avenidas húmedas, durante el animado trayecto en el metro y en medio de la lluvia y las sombras de las familiares calles de mi barrio. La lluvia, aquel beso, esas voces. «Piensa un poco en ello, muchacho», me dije; «puedes hacerlo». ¿Joderúrsula, joderhermana… jodermanastra? No, no puedo hacerlo… No puedo siquiera pensar en ello. Dejo para los suburbios de la imaginación de Gregory ese embrollo de melodramática decadencia. Él siempre ha disfrutado hiperbolizando las pocas sesiones de pueril manoseo mantenidas con Úrsula en la adolescencia (yo también mantuve algunas con ella, en cierto sentido). Pero yo he pasado por todo eso, he hecho todo eso y es todo muy complicado. Y soy quisquilloso en cuanto a las hermanas en general. Tuve una que murió, y soy sensiblero acerca de ellas. Olvidemos a las hermanas. Estoy hasta el gorro de hermanas. Joder con las hermanas.

Me detuve en el descansillo, delante de nuestro piso. Hay allí una ventana de pared a pared y del suelo al techo, que cruje y se curva cuando la atmósfera se pone turbulenta. El viento la hace tambalear. El frío le produce temblores. Odia el tiempo tormentoso (no está a la altura de su tarea). Vi mi imagen reflejada en el cristal. Las gotas de lluvia se deslizaban por mi rostro formando lúgubres arroyuelos. Puse atención al ruido del tránsito; pensé en mí, y en todos ustedes allí afuera, riéndose de mis pérdidas. Presioné el cristal con mi frente. Cedió una pulgada. Apreté con más fuerza. Sentí que en cualquier momento podía oírlo quebrarse.

Así es como empezó.

Zooom… Tengo seis años: mi hermana apenas si existe todavía, más que como un caliente envoltorio de pecas y lágrimas en el cuarto de al lado. Dos o tres veces al mes, en la cocina a la hora de la comida, a las siete en punto, una sutil y hormigueante bruma de jaqueca envolvía e iba gradualmente retardando la cena. Uh-oh, estaba diciendo el aire. Mi padre, un hombre alto, robusto, de aspecto serio, con el pelo rojizo, una breve ranura curva por boca y ojos saltones de mirada fija, se halla a mi derecha, sin decir nada, comiendo con enojosa celeridad los huevos, patatas, guisantes y tomates, llenando el tenedor con un poco de todo en cada bocado, de modo que para el último le quede, digamos, un poquito de yema cocida, un trocito de patata, un par de guisantes y el resto del rojo y espeso revuelto de tomate. Mi madre, una mujer enjuta, nerviosa e inteligente, con rasgos de herrerillo (perdió la dentadura; nunca volvió a encontrarla), está tiesamente sentada a mi izquierda, sin decir nada, procurando deshacer los huidizos huevos, guisantes y tomates en la salsa líquida para llevárselos a la boca a cucharadas. Sentado entre los dos —y con el mismo aspecto, yo diría, que tengo ahora— estoy yo, Terry a los seis años, el niño de ese lejano ayer. Me afano con mi pescado rebozado; nadie habla, aunque se siente que todos están tratando de hacerlo, que todos lo harían si pudieran, y la comezón se percibe cada vez más en la atmósfera, hasta que el ruido de nuestros cubiertos contra los platos se convierte en un rebato de timbales que avanza hasta llenar la habitación, para atenuarse luego y volver a crecer una vez más.

Y se trata de una velada normal —todos creemos que es una velada absolutamente normal—, excepto por esa curiosa y desagradable bruma de jaqueca y esa extraña falsa claridad de sonido. Pero quizá también todos percibimos algo más, una cosa extra, una actividad que se ha iniciado en algún lugar del cerebro de mi padre, y tal vez también una perversa, insidiosa reciprocidad que ha comenzado a operar en la mente de mi madre.

«Es hora de irte a la cama, Terry», dice mi padre sin dirigirse a mí. «No olvides limpiarte los dientes», añade mi madre, que apila los platos, con la cabeza gacha. Yo llego hasta la puerta y me vuelvo. Por un instante siento que me hallo al borde de su agotado, terrorífico mundo de migraña, y siento que podría librarlos de él, decirles rápidamente algo acerca del otro lado. Pero digo:

«Buenas noches».

«Buenas noches».

«Buenas noches».

Y subo suavemente las escaleras, utilizo el baño en un acuoso silencio de porcelana, me desvisto tiritando y me deslizo entre las gruesas mantas, aprieto la almohada contra mi cabeza… y oigo la casa que empieza a funcionar como una enorme máquina: las paredes tiemblan y sudan, el techo se resquebraja, el suelo lanza mi cama repetidas veces al aire, las frías sábanas me estrechan en su fuego.

Siendo ya un poco mayor —más alto, más fuerte, más consciente de que mis padres no andaban en nada bueno—, yo solía creer que simplemente con aparecer, que simplemente con mostrarles que estaba allí, ellos tendrían que parar, y parar inmediatamente y no hacerlo nunca más. (Poseía una fe absurda en el poder sacramental de mi presencia. ¿Qué se habrá hecho?). ¡Mirad! Yo estoy aquí mientras vosotros hacéis eso. ¿No os dais cuenta de lo que debe ser para ?

Me quedé de pie en mi cuarto esperando. Quería esconderme, ocultarme, pero no hice ningún movimiento para desvestirme. Había aparecido otra vez aquel escozor desconcertante y aquel nítido umbral sonoro inferior, y supe que pronto tendría que ocurrir. Entonces empezaron las perturbaciones, aisladas e intermitentes al principio, como un lejano romper de las olas, una música bronca sobre el agua revuelta. En el zarandeado rellano exterior, los muros giran hacia mí, al bajar por los peldaños que crujen al pisarlos como pedales atascados, parte de la máquina obsoleta en que la casa se transforma mientras me encamino a su corazón, el cuarto trasero, lugar de negras cacerolas bamboleantes, recipientes tiznados y algo que no he visto jamás. En el corredor de abajo, el ruido es casi insoportable; no el ruido discontinuo, inanimado, de la batalla y del naufragio, sino unos tibios, sudorosos sonidos humanos, como de dolor y angustia, de algo demasiado intenso para ser visto. Penetro en la cocina; atravieso el recinto y empujo la puerta entreabierta del fregadero: se abre del todo y me quedo mirando. ¿Mirando qué? Los ojos de mi padre, que se fijan sin curiosidad en mi rostro. Unos ojos sin el menor vestigio de odio, cólera, sorpresa, o cualquier otra emoción que yo haya experimentado o visto en alguien, una mirada pura y abstraída, alzada hacia mí desde alguna tarea imposible. Zoom… La habitación está llena de migraña y apenas distingo a mi madre, doblada sobre el suelo de plástico: el aire de jaqueca parece expandirse para expulsarme, para echarme al exterior en medio de una ráfaga y cerrarme la puerta violentamente en las narices. A continuación, el mundo y yo retrocedemos, nos alejamos del cuarto trasero andando de espaldas, y la suave maquinaria empieza a ponerse de nuevo en movimiento, de nuevo cauta e intermitente, una revuelta música sobre las olas distantes.

Al día siguiente todo estaba bien, más o menos. A la hora del desayuno, mi madre parecería considerablemente más estropeada que de costumbre, pero visiblemente aliviada; mi padre, ensimismado, impreciso, pero sereno: una densa atmósfera de tregua. ¿Por qué tuvo todo que empeorar de tal manera? Yo podría haber aguantado cualquier cantidad de noches de migraña, y del callado sosiego de aquellas mañanas. Pero las cosas se pudrieron —supongo que tenía que ser así— y acabaron en unos estridentes segundos de pánico con la muerte de mi madre, y luego le tocó el turno a mi hermana y a mí jamás me tocó. ¿Por qué?

Úrsula estaba equivocada. También un malviviente puede volverse tonto. Yo estoy haciéndolo de un modo diferente al de mi padre, pero sin que quepa duda. Creo que a todo el mundo le ocurre un poco en estos tiempos (me gustaría conocer a alguno para poder confirmar la teoría). A me está ocurriendo, y soy una de las personas a quienes ustedes ven por la calle y piensan: «A veces no me importaría ser como ése… nada de alegrías, nada de penas, ni de un alma que te perturbe». Pero yo tengo un alma (que como cualquier otra quiere ser besada). La locura se está democratizando, saben. No pueden seguir eternamente acaparándola ustedes. Nosotros también queremos la que nos toca.

Por fin ajusté cuentas con la papelera. Pensé que me libraría de una cosa mala. Me traje del supermercado un paquete entero de esas bolsas negras para basura (pensé que también me servirían para la ropa sucia). Me emborraché un sábado a la hora de comer y vacié la papelera en una de aquellas bolsas especiales. No fue sencillo, pero lo conseguí (aquello no acababa nunca, como los estratos de una letrina pompeyana). Ya que estaba, saqué de su escondrijo un montón de calcetines, calzoncillos y camisetas sucias, y los metí en otra de las bolsas negras. Tiré la primera en el cubo de la basura y marché con la otra a la lavandería que está en Ladbroke Grove, donde se la entregué a la vieja que te la lava si le pagas (otras personas, la mayoría extranjeras, son más pobres que yo, y se la lavan ellas mismas. Me siento rumboso, me siento como Gregory, en la lavandería). Cuando aparecí el lunes por la mañana a recoger mi ropa, una malhumorada encargada me devolvió la bolsa negra especial.

—¿Quiere que le lavemos eso? —preguntó—. ¿Cuántas veces se lo secamos, señor?

La bolsa estaba llena de desperdicios, por supuesto. Regresé corriendo al piso. El basurero había pasado esa mañana. Cuatro camisetas, cinco calzoncillos, seis pares de calcetines. Otra cosa mala. Gracias. Creo que le estoy dando mucho a la botella. Creo que me estoy volviendo tonto.

Cerca de aquí hay un hippie muy jodido que vive en la calle. Lo veo dos o tres veces por semana. Su aspecto empeora día a día. Se aloja en el umbral de una tienda clausurada en Moscow Road. Tiene una maleta y algunas bolsas. Muestra en el rostro color piel de naranja unos surcos amarillos, de llorar bajo el sol indiferente. No pasará mucho tiempo sin que lo aborde y le pregunte qué tal es esa vida.

(II) Tomé una docena de ostras… y a continuación el celebrado faisan à la mode de Champagne de François.

GREGORY

Desde luego, ustedes saben que todo ese asunto del «incesto» es pura estupidez.

En este país, al menos, el incesto («delito de cópula sexual o cohabitación entre personas emparentadas en un grado que determina la prohibición del matrimonio entre ellas», reza el Oxford English Dictionary) no fue considerado siquiera como falta leve hasta 1650, cuando, de un modo totalmente intempestivo y caprichosamente agrupado con otras varias conductas delictivas, pasó arbitrariamente a constituir un delito grave. Como es natural, en seguida del segundo glorioso amanecer de la Restauración, la supresión del «delito» quedó a cargo de lo que el virtuoso Blackstone llamó traviesamente «la debilitada coerción de los ámbitos espirituales», si bien en el Parlamento se reiteraron las proposiciones de ley para volver a considerarlo como delito grave…, sólo para ser jocosamente rechazadas cada vez.

En 1908, no obstante, se pasó de contrabando una ley (la del Castigo del Incesto) por la cual el comercio sexual de un varón con su hija, su madre, su hermana o su nieta (¡sic!) se hizo punible con hasta siete años de prisión. ¿E importaba acaso en lo más mínimo el que dicho comercio se realizase con o sin el consentimiento femenino? En absoluto. En realidad, la convicción acerca del consentimiento por parte de la hembra le valía a ésta la misma pena que al varón. (Desde el principio, todos los juicios incoados al amparo de la ley se llevaban a cabo in camera, pero esta disposición quedó derogada bajo la ley de reforma del procedimiento penal, de 1922. En Rex v. Ball [22CV, cc366], los magistrados sostuvieron que la evidencia de una copulación anterior era suficiente para dar por probada una pasión culpable y por descartada una asociación inocente. Bueno, lo sería, ¿no?). Dicho sea de paso, los términos «hermano» y «hermana» incluían, respectivamente, a «medio-hermano» y «media-hermana», según se pudiera o no determinar el origen de la relación en un matrimonio legal.

Semejantes avatares no deben hacer pasar por alto —puede que sirvan incluso para destacarlo— el hecho de que estamos tratando de unos de esos tabúes que una sociedad hereda como un viejo trasto, y a partir del cual, en una época de incertidumbre y represión, revive temerariamente normas absolutamente empíricas de una comunidad del pasado. Como ha demostrado recientemente el Dr. J. G. V. Kruk en un estudio monográfico titulado El incesto (Michel Albin, 1976), para mi gran satisfacción (y la de los expertos: «Un convincente y erudito ejercicio de desmitificación», Times Literary Supplement), la noción misma de incesto fue una triquiñuela de viejo para atraer nuevos varones a la unidad familiar. Es evidente que no vas a querer que tus poco emprendedoras hijas constriñan el bastión familiar casándose con tus propios hijos, cuando en la choza o la cabaña de al lado languidece algún robusto labrador que estaría encantado de incorporarse y ayudarte a cultivar, a cazar, a cortar leña, a evitar que los demás te fastidien y a lo que sea. Ése fue el verdadero motivo para la cuarentena. Es verdad que los genes inferiores probablemente proliferen mejor en un matrimonio cerrado, pero lo mismo valdría para los saludables. Tomen, por ejemplo, la soberbia dinastía egipcia (Cleopatra, Ramsés II, etc.): durante varias generaciones reinaron una serie de hermanos; fueron deslumbrantemente cultos, físicamente perfectos, tenían gran talento, eran bellos y fuertes. No, me temo que no servirá: el «incesto» es un titular escandaloso de la prensa canalla, un reflejo condicionado en la respuesta de los filisteos y la masa suburbial, un «pecado» únicamente a los ojos de los odiados y los mediocres.

Además, lo hicimos una sola vez.

Así es como empezó.

Mi hermana y yo tenemos respectivamente siete y nueve años. Es verano y estamos jugando en el Estanque D, un amplio y hasta cierto punto abandonado lago semicircular en el extremo norte de nuestra vasta propiedad. Es una de esas tardes de atmósfera rielante, alocada y con el polen flotando en el aire; las cabrillas formadas en la superficie del agua desaparecían lentamente entre los dientes de león, con el cálido viento en los talones. ¿Puedo recobrar los fragmentos de mi infancia perdida? ¿Puedo reunirlos otra vez? ¿Dónde están? Úrsula compone una figura de chiquillo travieso tostado por el sol, con el agitado cabello rubio cayéndole suelto sobre los hombros; lleva puestos únicamente unos calzones inmaculadamente blancos. Yo le llevo quizá una cabeza, y mi cuerpo ya revela aquellas cualidades atléticas y una economía de movimientos que tan útiles me resultarán más tarde en el gimnasio y en el campo de deportes; también yo estoy agradablemente bronceado bajo la reverberante luz de este prolongado verano tardío (mis nuevos zapatos de tenis y el blanco pantaloncito ajustado combinan perfectamente conmigo). Estamos jugando con nuestra balsa, un artefacto informe y traicionero atado con cuerdas y formado por troncos, puertas rotas, retales de madera y tambores de aceite pesado. Yo propongo probarla efectuando una circumnavegación del lago, y mediante hábiles impulsos de pértiga me aparto de la orilla, por la que Úrsula se desplaza con dificultad, profiriendo imperiosas advertencias acerca de cada grupo de juncos y cada rama baja, y rogándome que no me interne demasiado. Haciendo esfuerzos con las piernas abiertas para mantener el equilibrio sobre aquellos empapados restos flotantes y con cuidado de no estropearme los flamantes zapatos de tenis con el repugnante lodo de la orilla, completo fríamente el arco ante los gritos de asombro y alivio de Úrsula.

—¡Qué listo! ¡Qué maravilloso! —exclamó—. ¡Qué estupendo!

—Venga, súbete ya. Vamos hasta la isla —dije yo, volviéndome hacia un montículo de vegetación en medio del lago. Ante lo cual, desde luego, una expresión de casi celestial angustia se pinta en el semblante de Úrsula.

—No. Está demasiado lejos la isla. Demasiado hondo.

—Yo te cuidaré. Vamos.

Ella se aferró a mí, temblorosa, mientras la izaba a bordo, pero conseguí que se sentara en la proa y se quedara quieta; al cabo de unos momentos, hasta empezó a ayudar a dar impulso a la embarcación, desplazando alegremente con las manos las aguas enjoyadas. Aturdido en cierto modo por el calor y el esfuerzo, yo iba haciendo girar perezosamente la pértiga detrás de nosotros, con la mente atrapada por el prisma que formaban el cielo, el líquido, la espalda brillante de la niña, los múltiples reflejos en sus cabellos… Nuestra isla resultó ser mejor de lo que parecía: más allá de la sucia maraña del borde exterior había tres arbustos bastante esbeltos alrededor de una pequeña extensión de césped notablemente firme, sobre el cual pronto estuvimos sentados muy contentos. Úrsula miró a su alrededor, a la masa de agua que nos rodeaba por todos lados.

—Lo conseguimos. ¡Qué fantástico! ¡Qué bonito! —dijo.

—¿Nos quitamos la ropa? —propuse yo.

—Sí, creo que deberíamos. ¡Oh, qué hermoso, qué hermoso!

¡Ah, aquel mundo perdido! Agitadas imágenes se formaban y se dispersaban bajo nuestros párpados cerrados, el sol vertía delicadamente su luz sobre nuestros cuerpos, impregnados de un dulce sabor marino y contenidos en la inmóvil rotundidad del lago, mientras nuestra isla se agrandaba y se expandía, y la tierra se encogía para cubrir los cuatro horizontes. Cuando posé mi mano sobre el hendido montículo situado entre sus muslos, Úrsula me alentó con la mirada, el rostro encendido por un lago de ensueño.

Por supuesto, cuando volvimos a la realidad descubrimos que nuestra balsa se había zafado de la orilla y se había alejado silenciosamente a la deriva hasta unos diez o doce pies de la misma; y como ninguno de los dos sabía nadar (yo detesto la natación), nos encontramos temporalmente abandonados en una isla desierta. Antes de un cuarto de hora, sin embargo, apareció una criada a quien mi madre había enviado con una calabaza fresca; a su debido tiempo, dos de los serviciales jardineros mayores acarrearon un bote de remos desde el lago de los sauces, y los jóvenes náufragos fueron trasladados a la costa (con Úrsula fuertemente ruborizada por aparecer ante el servicio en ropa interior). Oh, en realidad no fue nada, nada en absoluto. Pero por un momento estuvimos allí a la intemperie, desnudos y con frío, asustados por la noción de estar solos en aquel mundo vacío que nos habíamos esforzado en crear.

A partir de aquel incidente, Úrsula y yo no tuvimos contacto físico estrecho durante más de un año. No porque nuestro amor se enfriase en lo más mínimo. Desde el comienzo —desde el instante en que empezamos a tener noción de quiénes y qué éramos— el nuestro había sido quizá el más singular y el más exaltado de los vínculos hermano-hermana. No recuerdo una sola ocasión en que uno de nosotros haya experimentado rencor hacia el otro, o en que hayamos sido groseros, o en que hayamos mantenido una rivalidad o pronunciado una palabra desprovista de ternura. (Recuerdo bien nuestra consternación un día en que fuimos testigos en el pueblo de una histérica disputa entre una pareja de hermanos campesinos. Nuestras miradas de incredulidad se encontraron, como diciendo: «¿Pero es que no son hermano y hermana? Nosotros sí»). Úrsula y yo nos amamos durante todo el prolongado Edén de nuestra infancia con un amor sin nubes, confiado, absolutamente despojado de ansiedades: sus padecimientos eran los míos, mis triunfos los suyos. Nuestro breve paréntesis de evitación física fue un período no tanto de apartamiento como de espera, de anticipación. Pues pronto habríamos de embarcarnos en aquel conmovido, adolescente redescubrimiento de nuestro propio cuerpo, un viaje que continuaría durante muchos años, hasta su súbito y frustrante fin… Pero eso fue después de que mi padre se pusiera mal, y viniera Terence, y las cosas empezaran a derrumbarse.

A primeros del mes, mi hermana me telefoneó a la galería. Yo le había estado mostrando la exposición a una india norteamericana embarazada, y sentí un gran alivio cuando Odette Styles, evitando heroicamente que sus facciones vulgares revelaran la menor desaprobación, me llamó por señas desde su antro de oficina para recibir la llamada. El viejo Jason también estaba allí por algún lado, y sentí en la espalda el peso de la latente lujuria de los dos, mientras decía:

—Soy George Riding.

—Hola, soy yo. ¿Quién era esa mujer horrible?

—Mi amor, ¿cómo estás? Bueno, si te lo digo, me vendo.

—¿Era la gorda que se pasa intentando besarte?

—Justamente.

—Gregory, ¿puedo almorzar contigo?

—¡Por supuesto! Ahora mismo.

Coloqué el auricular en su sitio… y di la vuelta sobre los talones. La vieja Mamá Styles, que aquella mañana me había abordado de forma insólitamente desvergonzada en el corredor de abajo, miraba hacia la galería por el ventanuco de cristal, fumando con aire pensativo uno de sus pestilentes cigarrillos franceses. Me volví hacia un lado y vi el destello de los ojos de Jason, que me miraban desde las sombras.

—Voy a salir —anuncié.

—Que no sea otro de tus almuerzos interminables —la oí suspirar mientras yo recogía mi capa y cruzaba el salón en dirección a la calle.

Ahora bien: por supuesto que, siendo para Úrsula, todo tiene que resultar perfecto, y yo, por supuesto, me encargo sin falta de que lo sea. He reservado mi mesa habitual en Le Coq d’Or, y el amable Emil está a mano como siempre cuando Úrsula y yo irrumpimos a través de las grandes puertas dobles. (A Úrsula y a mí nos encantan los grandes restaurantes). Mientras yo me despojo de la capa con el movimiento de ballet de un selacio y Úrsula entrega su elegante impermeable blanco a un par de lacayos de librea que se lo disputan, ya estamos absorbiendo la calma, inalterable elegancia que flota en la atmósfera del comedor de cristal, como un efecto cinematográfico: la erudita simetría de cornisas y arañas, el deslizarse inadvertido de los discretos camareros, en contraste con los incendiarios chefs, la en un principio desapercibida presencia en primer plano de varios acaudalados y bien vestidos comensales, la flotante, sumergida elegancia del conjunto.

—Su mesa de siempre, ¿verdad, señor?

—Sí, Emil, desde luego —digo yo, deslizando un enrollado billete de cinco libras en el sedoso bolsillo delantero superior.

—¿Y el cóctel de costumbre, señor, mientras aguardan a que les preparen la comida?

Para entonces estamos avanzando donosamente a través del comedor; yo saludo al pasar a varias personas que conozco, e incluso me detengo un instante a charlar con un renombrado actor joven (cosa que a Úrsula siempre le encanta).

—Emil, por favor. Es preciso que mi invitada y yo estemos instalados en nuestra mesa antes de ponernos a pensar en algo tan complicado.

—Desde luego, señor Riding.

Arribamos a nuestra mesa, sin duda la mejor de todas, con sus velas en un candelero que imita a una cripta, su proximidad a un espléndido desnudo impresionista que hace tiempo codicio, y su excelente vista del amplio recinto del comedor. Úrsula ordenó su habitual copa de frutos de la pasión (más o menos a esas alturas estábamos riéndonos entre dientes), y…

—Y para mí, Emil, el martini de vodka con…

—Sí, señor. Dos rodajas de limón.

—Excelente, Emil. Veo que puedo confiar en usted.

Debo decirles que siempre que vamos a un restaurante a disfrutar de una de nuestras suntuosas comidas y Úrsula se sienta de espaldas al comedor y me indica que me siente de cara a la elegante concurrencia, es siempre por una muy clara razón… Me incliné hacia ella con los codos sobre el blanco mantel, levanté los antebrazos de modo que las puntas de los dedos me quedasen a unos milímetros de la boca, y empecé:

—En aquella esquina, junto a la puerta, está Sam Dunbar, el «escultor». Hace unos giacomettis de chatarra que parecen pedestales de micrófono robados, amén de algún raro vaciado de hierro de cosas tales como una joven vagabunda preñada, puras greñas y curvas intolerablemente sentimentales. Dunbar sigue apareciendo por lo de Torka. Con él está comiendo Mia Küper, la más hortera de las principales anfitrionas de Londres…, es perfectamente capaz de servir a sus invitados dos langostas enteras por cabeza, en su desesperación por impresionar. Dos mesas más allá Ernest Dayton, arquitecto de pacotilla —el que perpetró el anexo al South Bank— está excitando a Celia Hannah, la cronista de modas, susurrándole al oído con sus gruesos labios. Más cerca de nosotros (no te des la vuelta) está Isaac Stamp, banquero, empresario y judío, intentando torpemente emborrachar a lo que supongo sea una especie de acompañante profesional. Es el tramposo holgazán que…

Pero en ese momento había que pedir la comida, Emil materializó su circunspecta presencia y Úrsula ya no podía contener la risa.

Yo tomé una docena de ostras, no exactamente a la altura del prestigio de la casa, seguidas del celebrado faisan à la mode de Champagne de François; Úrsula, tras una ardua deliberación en torno al menú, acabó previsiblemente optando por lo mismo. Y, aunque mi hermana bebe muy poco y en realidad no entiende ni una palabra de vinos, insistí en una botella del potente Rostchild del 52, guiñándole el ojo a Emil y urgiéndole a que no dejase de beberse el que nos sobrase. Más tarde, Úrsula se sirvió libremente de la mesa de postres (sospecho que es la parte que le gusta más), mientras yo disfrutaba de un fuerte licor con el café, e incluso estuve jugueteando con un colosal cigarro habano, sólo porque sé que le gusta.

Debe haber sido como a las cuatro de la tarde que salimos lentamente a la calle. Debo decir que U. estaba muy seductora con su blanco impermeable, y en cuanto logré inducirla a meternos por unos minutos en un tranquilo soportal, nos abrazamos y nos pusimos a arrullarnos como palomas.

Finalmente, la ahuyenté para que se fuera a clase y regresé andando a la comparativamente tétrica galería; su augusta patrona saltó celosamente fuera de su agujero al verme entrar, pero yo la eludí y bajé velozmente por la escalera. Pasé el resto de la tarde en el depósito, donde me desternillé de risa con los nuevos grabados que hacía poco ella había cometido el desatino de traer de La Haya.

No sé, pero tal vez si yo mismo estuviera llevando una vida sexual menos electrizante, podría tolerar, que no consentir, las atenciones cada vez más osadas de la señora Styles. Tal como son las cosas, me siento como… como una de las conquistas en perspectiva de Terence, permanentemente perseguido y sometido a escrutinio por parte de esta húmeda y adorante necesitada. Hace tres días, la bruja me sorprendió en el servicio: yo había ido a disciplinarme el cabello, y por una vez olvidé tomar la precaución de cerrar la puerta con dos vueltas de llave. «¿Para qué necesitas molestarte en eso, Greg?», exclamó jovialmente, y me envolvió en sus brazos por detrás. Oh, sí, un gesto «maternal». Pero bajo la blanda presión de su pecho en la espalda y el movimiento giratorio de su gran pelvis en las nalgas, yo experimenté los tensos estertores de un animal anonadado.

Pues las cosas se están poniendo bastante difíciles últimamente en lo de Torka, y el caballero Gregory Riding está siendo objeto de mucha demanda. Sé perfectamente que lo que actualmente se lleva es buscar carreras en la media de seda de la decadencia, quejarse del substrato de la tendencia permisiva, convocar a las némesis del placer. Pura cháchara insustancial, desde luego. (También merece una carcajada la idea de que la decadencia es de alguna manera culpablemente antidemocrática. No hay más que fijarse en las clases bajas, pero con seriedad. Es natural que permanezcan fieles a sí mismas. ¿Quién más las quiere? Son tal para cual). No ocurre nunca nada sórdido en lo de Torka. Su satinado apartamento no tiene ese repelente barniz que he vislumbrado en ciertos escenarios decadentes, el pestazo del comercio falto de delicadeza y el sadomasoquismo, las cámaras ocultas y los espejos trucados, el estigma de lo criminoso. No: en lo de Torka todo es lujo, enormemente civilizado y en definitiva buena diversión.

Arribo a las ocho, saltando de mi costoso automóvil, sin el apestoso tufo del metro que la ducha ha eliminado de mi cuerpo, ceñido ahora por una indumentaria nocturna insolentemente provocativa. El criado de Torka me despoja de la capa con una risilla sofocada, dirijo una grave mirada a mi figura reflejada en el gigantesco espejo del vestíbulo, y soy introducido con la bulla de costumbre en el a medias repleto salón, cuyos balcones abiertos se proyectan sobre las farolas de sirena del parque. Me interno en él, bajo un fuego cruzado de miradas, y me encamino a la mesa de mármol de las bebidas, me sirvo una copa de caro vino blanco y voy a reunirme con el celebrado Torka, quien se ha instalado cómodamente en su chaise-longue predilecta para unos minutos de inspección ocular antes de que empiecen las primeras evaluaciones de la noche. ¿Quién está allí? Adrian, desde luego, Susannah, desde luego (en este momento no les hablo), esa americana de formas intrigantes a quien todo el mundo elogia, ese chico vergonzoso que sabe ser muy dulce si se lo sabe llevar, la sueca de pecho liso que resultó un desastre la otra noche, ese productor de cine y su mujer, que no están exactamente a la altura (y lo saben) y siempre quedan para el final, Johnnie (el último hallazgo de Torka), las mellizas (hermanas orientales a quienes puse a prueba la noche anterior: fascinante juego de imágenes gemelas), Mary-Jane, a quien ustedes considerarían un tanto anticuada, pero que es realmente muy eficiente en su estilo de sobreadoración, Montague, que siempre quiere únicamente mirar, a Dios gracias, dos chicos nuevos (un vaquero grandote —¿cómo habrá llegado aquí?— y un rubio bastante más prometedor, que tiene un hermoso aspecto de pantera), y tres chicas nuevas (una motorista con vestimenta de cuero, una fogosa aristócrata que me dicen que no vale gran cosa, y una agradable pelirroja atlética que posee exactamente la clase de cuerpo firme, bronceado y cargado de energía que a mí me gusta).

Todo se lleva a cabo con los ojos. A las nueve o así los pequeños grupos de conversación se van desintegrando lánguidamente —las copas no se vuelven a llenar, se abandonan las cucharillas de aspirar cocaína, el humo resinoso ha saturado la atmósfera— y la gente ha empezado a lanzar miradas errabundas por la habitación. Son miradas basadas en conjeturas, no comprometidas, que ofrecen, rechazan, exhiben, fundamentan, avanzan hasta encontrarse con la mirada que les gusta y a la que dicen hola, miradas que hablan de otras miradas de una manera crítica y se ponen de acuerdo o discrepan acerca de ellas o se resumen en nuevas conjunciones. A continuación, nos escurrimos.

Fue con tres de los nuevos —el rubio pantera, la de vestimenta de cuero, la pelirroja atlética— con quienes en un momento dado me dirigí al más suntuoso de los dormitorios de Torka. (Creo que la veterana Mary-Jane vino a la cola, o al menos se presentó allí confiando en la remota posibilidad de que en algún instante sus ojos tropezaran con un orificio descuidado). Inevitablemente, como es de suponer, en seguida me convierto en el centro de atracción de ojos, labios y manos de los tres. La pelirroja me besuquea a conciencia, mientras la chica de cuero me desabotona la camisa y el pantera ayuda a despojarme de mis ajustados pantalones de raso. Empujones descomedidos cuando los atributos de mi virilidad quedan impúdicamente expuestos; variedad de labios que se acercan y chasquidos múltiples. Ruidos de cremalleras descorridas por la del mono de cuero, y el súbito ramillete de carne saludable de la pelirroja, que emerge de su blanco jubón y me aprisiona con sus muslos tibios y cubiertos de pecas al montarse delicadamente a horcajadas sobre mi pecho, arqueándose hacia atrás cuando el chico pantera, que está a sus espaldas, le coge los pechos (tal vez un poco demasiado robustos), postura en la cual recibe entre ambos la solícita boca de la ahora desnuda motorista, que cabalga alborozada sobre mis ijares, con lo que, durante algunos segundos, cada célula de mi cuerpo se estremece de ávida aprobación. Es la parte que más disfruto (aunque desde luego todo el asunto se prolonga indefinidamente). Muy a menudo, a partir de allí parece no haber más que epidermis y pelo, membranas, algo conocido y devaluado, mero sobrante, material de desecho.

Una noche, a finales de este lluvioso y desapacible marzo, me retiré temprano de lo de Torka —provocando una fastidiosa protesta general— y regresé a casa andando a buen paso por las calles de medianoche. Mi coche de encargo, que en invierno se comporta siempre como una especie de prima donna, había sido una vez más enviado al Garaje de los Ladrones, y no disfruté en absoluto del tardío safari por Bayswater Road y Queensway, esa estrecha y prolongada zona sin custodia policial, abandonada a transeúntes mediterráneos, vagabundos enfermos, borrachos sin rumbo y algunos escasos taxis. La semana anterior, nada más, había sido testigo de una miserable y brutal escena en la harto iluminada explanada que está delante del Three Square Garage, en la esquina de Smith Avenue. Una figura inclinada con deliberación sobre otra que caía al suelo la golpeaba insistentemente con una cachiporra, mientras junto a ambos un adiposo perro alsaciano iba y venía nerviosamente. Sea como fuere, lo de Torka aquella noche había estado muy por debajo de lo esperable. Simplemente había sido introducido secretamente en un dormitorio por una pareja nueva, razonablemente atractiva y razonablemente ingeniosa (era todo lo que había, en realidad), para emerger noventa minutos después demasiado exhausto y ahíto para tener excesiva paciencia con los quejosos reproches de Adrian. Torka estaba en la cocina discutiendo acaloradamente con un decorador de interiores o crítico de ballet, de modo que simplemente me escabullí. (Debía haber ido con Kane y Skimmer en esa excursión a Brighton que se inventaron). Me sentía fatigado y aturdido, y por las calles hacía frío. En el momento en que salí de la calle principal y empecé a bordear plazas, se puso a caer una áspera lluvia.

Entonces lo vi. El pozo de la escalera de mi edificio tiene un muro de cristal enfrentado a la calle, cristal curvo de poco espesor que se estremece cuando hay viento. En el piso superior, del lado de afuera de mi ático, con el cuerpo apretado contra la ventana mojada por la lluvia, se veía la achaparrada silueta torturada de mi hermanastro. Me paré en seco. Terence extendió lentamente sus brazos. Parecía una criatura anhelante, con el rostro pegado a los escaparates nocturnos. ¿Qué es lo que ve allí afuera? ¿Qué forma está asumiendo su vida? Cerré los ojos un momento y lo vi cayendo a través del cristal, dando vueltas por el aire oscuro. Abrí los ojos, y había desaparecido. Me estremecí. ¿Hay bastante para retenerlo aquí? Cuidado, Terry, cuidado: por favor, ten cuidado de no romper nada.