2: Febrero

(I) Es bastante fácil darse cuenta de qué fue lo que me ha jodido.

TERRY

Gregory Riding es mi hermanastro. Así es. Yo fui adoptado por sus padres cuando tenía nueve años. La etapa inicial de mi vida, plena de sordidez, transcurrió en Dawkin Street, una calle de la zona de Cambridge llamada Scovill Road, no exactamente un barrio bajo, pero en vías de serlo (no he vuelto por allí; probablemente ahora lo sea): callejuelas amarillentas flanqueadas en ambas aceras por hileras de casas apelmazadas, semiadosadas, los rectángulos de hierba que se consideraba que uno debía tener, viejas motonetas en los huertos traseros. Mi madre murió cuando yo tenía seis, y durante tres años mi hermana y yo vivimos al exclusivo cuidado de mi padre, Ronald Service. Entonces me cayó también encima la muerte de mi hermana. Yo no sé si mi padre mató a mi madre; pero sé perfectamente que mató a mi hermana, porque estaba presente y lo observé mientras lo hacía. (¡Chúpate esa! Es bastante fácil darse cuenta de qué fue lo que me ha jodido). Rosie Service tenía siete años cuando Ronnie Service la mató; tenía abundantes pecas en las mejillas, las piernas como lápices y una complexión tan increíblemente frágil que me estremezco de pena incluso ahora: incluso ahora que estoy aquí, derrumbado en medio de lo que al parecer es mi vida, con sus días inacabables. Es probable que aquel cabrón de mierda (mi vocabulario, como todo lo que tiene que ver conmigo actualmente, va de mal en peor) no tuviera intención de hacer lo que hizo con ella. ¿Pero tuvo intención de hacerme esto a mí?

En todo caso, el asesinato suscitó bastante atención por aquel entonces en la localidad. Lo cierto es que de no haber sido por una garrafal distracción por parte de las autoridades, tal vez mi caso no habría caído bajo la luminosa mirada filantrópica de la familia de Greg. Yo permanecí solo durante más de una semana en el 11 de Dawkin Street, escenario del crimen: vino gente a llevarse a mi padre, vino gente a llevarse a mi hermana (ella salió calladamente; él no), pero nadie vino a llevarme a mí (yo no era más que un pasmado, un gafe; ¿a dónde iban a llevarme, después de todo?). Y durante una semana estuve recorriendo aterrorizado las habitaciones sin vida, deambulando por el pestilente mundo de leche cortada y mantequilla rancia del fregadero, durmiendo sobre el lecho de clavos de mis nervios y consumiendo el pausado tiempo de las tardes en vilo. ¿Se lo imaginan? No salía, y me mantenía alejado de las ventanas. Estaba escondido. Me daba mucha, pero mucha vergüenza lo que habían hecho aquellos dos.

Me encontró un reportero exultante de contento (me descubrió: llamó a la puerta y me oyó salir corriendo escaleras arriba; rápidamente se arrodilló y atisbo a través del buzón, descubriéndome). Al reportero pareció encantarle todo lo relacionado conmigo. Lo mismo al periódico para el que trabajaba (se apoderaron de mí y me sacaron en primera plana). Fue el regodeo empleado en un artículo acerca de mi desdichada situación lo que atrajo inicialmente el interés de los Riding, o al menos el de su patriarca; más tarde supe que el señor Riding leía en voz alta los artículos del periódico, con mórbida insistencia, ante su familia, congregada en torno a la mesa del desayuno, con gran aburrimiento y exasperación por parte de cada uno de los presentes. Tal como yo mismo iba a aprender muy pronto de primera mano, Riding padre era un hombre insaciablemente compasivo (esto es, hacía el tonto con cierta distinción; básicamente, sigue igual), y en un sentido muy literal no podía permitirse descansar tranquilo hasta que alguien se hiciera cargo de mí a su entera satisfacción. Lo cual a su vez, en su antojadizo universo de causas y efectos, significaba hacerse cargo personalmente. Es evidente, además, que le intrigaba de un modo curioso un cierto paralelismo entre nuestras familias, paralelismo tan casual, a la vez que reiterado, que por un momento sospeché anhelosamente que algún parentesco misterioso y «fieldingueano» acabaría un día por resolver nuestros destinos: el señor Riding y mi padre eran de la misma edad, y el cumpleaños de Greg y el mío estaban distanciados por sólo veinticuatro horas; la hermana de Greg —Úrsula— y la mía tenían siete años en aquella época, y ambas eran supervivientes de sendas parejas de mellizos; y suma y sigue… A medida que aumentaba el escándalo en torno a mi situación de abandono, lo mismo ocurría con la caprichosa pero intensa inquietud del señor Riding. Dejó que se convirtiera en una obsesión, a pesar de las irritadas admoniciones de su esposa y la confusión y desasosiego de sus hijos.

Para entonces yo me encontraba en una especie de custodia. Encabezando una comitiva de detectives de paisano, se presentó una obesa asistenta social para llevarme a un lugar del que pudiera volver a ser sacado pero de un modo más decoroso. Les describiré mi situación. Durante una quincena fui bañado y alimentado de manera regular, y depositado noche a noche entre sábanas de rayón que por la mañana aparecían enrolladas a mi cuello como si me fueran a dar garrote vil. No le cobré afecto a aquel lugar, con su histeria autosuficiente, ni tengo tampoco la menor gratitud por el personal que trabajaba allí; yo estaba a su merced, o así lo creía, de modo que todos llegaron a odiarme un poco. La mañana última, se presentó una matrona especial para peinarme y jorobarme un poco acerca de mi buena suerte.

—Sé cortés, mantente callado y considérate afortunado —me aconsejó.

Perfectamente consciente de la extrema cursilería de mi posición (un huérfano fruto del desvalimiento, hijo putativo del pánico y la repulsa), no se necesita demasiado esfuerzo para corregir mis sentimientos acerca de la adopción ofrecida. Contemplé el retrato de estudio de la familia que exponía en primera plana el periódico local (subtítulo: Los Riding: «Tenemos que actuar») hasta… es difícil expresar la sensación que me produjo entonces…, lo contemplé hasta que los cuatro bordes de la fotografía empezaron a separarse en diagonal y a alejarse de mí para fundirse en un irreconocible y deslumbrante mundo de corrección y simetría. Un hombre muy viejo llamado Henry Riding, de mentón altivo y traje oscuro, al lado de su esposa, más joven y con un formidable sombrero: en el torreón visible entre los dos rostros se apreciaba la entrada señorial de Rivers Hall, con el curvo aldabón de metal, las dos ánforas, la sucesión de escalones. Delante de ellos, a cada lado de sus altos padres, se hallan… bueno, mi nuevo hermano y mi nueva hermana (no, seguramente no. Ellos no pueden querer que sea eso. Yo no querría): la hija, una niña de rostro avispado y penetrante, como un personaje de cuento de hadas levemente siniestro, y el hijo, Gregory, un Fauntleroy solemne y definido por la camisa con volantes y el cuello de paje; ambos con idéntica expresión de controlado disgusto. Y detrás de ellos, por encima de sus castos hombros (sobre cada uno de los cuales se posa una palma protectora), las ventanas alargadas y oscuras, los muros cubiertos de enredadera, las grandiosas perpendiculares de la mansión. Algo se avecinaba. ¿Qué podría ser?

De modo que el pequeño automóvil negro enfiló lentamente por el sendero de grava, y Rivers Hall quedó nuevamente enmarcado para mí, esta vez por la ventanilla trasera. Una llovizna de nylon pendía de unas nubes de aspecto belicoso: el lugar se hallaba completamente inmerso en el otoño. Desembarcamos. Fui introducido en el vestíbulo —de pronto, todo refulgente y diverso— y a continuación guiado a la cocina por el ama de llaves, señora Daltrey (Gregory habla actualmente de «el personal» cuando se refiere a ella), quien preparó un poco de té mientras el señor Riding y su mujer firmaban lo que presumiblemente era un recibo y escuchaban la despedida de la matrona especial y de la obesa asistenta social antes de acompañarlas a la puerta. Después vinieron a la cocina y se presentaron como mis padres adoptivos por primera vez. Para entonces yo estaba llorando, por supuesto (lágrimas de disculpa y de remordimiento), y asentí de buena gana a la sugerencia de la señora Riding de que estaría cansado y querría irme directamente a la cama. La señora Daltrey entró delante de mí en una habitación alta y húmeda de la primera planta, y permaneció allí hasta que le dije que me encontraba perfectamente bien. (No me encontraba perfectamente bien. Me encontraba hecho polvo).

Durante esa primera etapa de mi estancia en Rivers Hall, mi semblante debe haber estado perpetuamente ruborizado, fuera de azoramiento o de vergüenza, pero hoy día me inclino a verme a mí mismo en aquella época lejana como un chico pálido y conturbado, sujeto a una escala espacial reducida con respecto a la de todo lo que lo rodeaba, un imberbe rostro pálido enfrentado al esplendor de un opulento Brobdingnag[3]. Al despertar la primera mañana, pequeño gusano contraído en el rincón de un lecho ajeno, recuerdo haber experimentado como por vez primera toda la ofuscada autocompasión de la infancia; sentí que los escuetos contornos de mi cuerpo (mis magros muslos, mis brazos flacos, mis hombros estrechos) eran de un patetismo casi corrosivo, casi imposible de aguantar (yo lo soportaba, más o menos: entonces tenía bastante aguante; ahora no puedo). Permanecí con los ojos cerrados. No me atrevía a hacer ningún movimiento, y tenía la sensación de estar haciendo lo adecuado. Los límites marcados por las mantas que me envolvían: aquel era todo mi espacio disponible.

La señora Daltrey penetró en la habitación con empuje dickensiano, llevándose el mundo por delante, y corriendo bruscamente las cortinas para dejar que entrase a raudales el sol, me dijo que me vistiese. Mientras yo obedecía, ella iba de un lado al otro por el cuarto, canturreando con entusiasmo y acomodando mis ropas en una cómoda vacía. Acicalado a su conformidad, fui sacado de la habitación, conducido por un pasillo, bajado por una escalera mucho más pequeña que aquella por la que habíamos subido al piso y, a través de la cocina, introducido en un soleado invernadero en el que cuatro personas se hallaban sentadas alrededor de una bien provista mesa.

—Aquí tienes a tu hermana, la señorita Úrsula —dijo la señora Daltrey, señalando a la niña, más dulce y apacible vestida de blanco, la cual me sonrió— y este es el señorito Gregory —agregó, indicando a aquel muchacho de rostro delgado y sombrío que se volvió a mirarme con ojos ausentes.

Fue así, pues, como empezaron los días.

Mi voluminoso despertador barato, puesto invariablemente para las 7.55, se hallaba sobre el alféizar de la ventana, en el extremo más alejado del cuarto. Cuando consigo dormir —en lugar de pasar la noche entera simplemente tendido en la cama, con arcadas y sudando como un cerdo por culpa de la bebida y los nervios—, lo hago con una pesadez mohosa, dulzarrona, telúrica (me muero un poco), y si el reloj se encuentra a mi alcance no hago sino inclinarme, quitar de un sopapo la alarma y volver a hundirme en la inconsciencia. Esto solía ocurrirme con tanta frecuencia, y me hacía sentir tan increíblemente inseguro en el trabajo, que opté por colocar aquella redondeada bomba metálica debajo de la cubierta del tocadiscos (para aumentar la resonancia), con notas procaces que decían cosas tales como LEVANTARSE, LECHES o ARRIBA, JODIDO, que me obligaban a atravesar el cuarto dando traspiés y con los ojos rojos; aunque por lo general no hiciera sino retornar tambaleándome al lecho, para levantarme a las diez agarrotado y con sentimiento de culpa. Durante un período experimental tomé por costumbre ubicar diversos obstáculos en mi camino, obstáculos pensados para que al chocar con ellos me despertara sobresaltado por la sacudida y el dolor, sólo para avanzar inconscientemente haciendo eses por entre las trampas de alambre, las sillas atravesadas y las papeleras dadas vuelta, presionar el tembloroso pezón del despertador, y retornar haciendo eses a la húmeda tibieza de las sábanas. De todos modos, odio dormir (daría gracias al Cielo por no soñar tanto). No sé por qué todavía le presto atención al asunto. Cuando estás dormido puede suceder cualquier cosa. El sueño no hace más que engañarte.

Ahora salgo de la cama como si en ella hubiera alguien que tratara de retenerme, y permanezco de pie completamente aletargado y tonto delante de la ventana cautelosamente abierta. Me hace falta aire fresco, voluntad y tiempo. Necesito, por ejemplo, pasar al menos un minuto jadeando suavemente y soltando obscenidades antes de irrumpir en el baño (vía el pequeño cuarto de vestir que está entremedio, en el que las prendas de Gregory cuelgan de las paredes como mosaicos) e irme al trabajo después de rescatar mi rostro. Antes que estén listos para abrirse, mis ojos requieren noventa segundos de esponja empapada, amén de un enjuague con agua corriente, para eliminar la turbiedad, hasta el momento en que recuperan su más bien dudosa alegría (junto cantidad de legañas, incluso cuando no duermo: mirando el lavabo, cualquiera creería que he pasado un día de playa). Mi boca, por su parte, no reacciona con menos de tres minutos de cepillo y gárgaras, si es que alguna vez ha de desaparecer la capa de polvo reseco que la recubre, ni mi nariz menos de un rollo entero de papel si sus conductos han de estar despejados alguna vez. El óvalo de mi rostro levanta los siete velos de la resaca cotidiana (¿por qué estoy bebiendo tanto? Yo no solía. Me hace falta estar borracho todo el tiempo que queda. Supongo que bebo tanto simplemente porque estoy perdiendo las agallas. También solía fumar hachís. Ya no lo hago. Hace que me sienta tonto. A menos, por supuesto, que esté borracho. Entonces fumo): envuelto en el caliente vaho de la desnudez y la reverberante intoxicación de un crápula, regreso a mi cuarto e inserto mi cuerpo entre las ásperas prendas de vestir.

Debido al perverso diseño del piso en que vivimos (está pensado para algún tío rumboso que viva solo, o algún tío rumboso que viva solo, más su chica), el viaje a la cocina me hace pasar a través de la habitación de Gregory, a menos de un par de pies de su lecho. Con bastante frecuencia él hace notar que hay alguien más en el lecho (nunca un muchacho, no obstante. ¿Por qué no? Me alegra. No me gustan los maricas. No me gustan, lo cual imagino que significa que soy marica). Esta mañana, al otro lado del esbelto torso de Gregory hay un montón de cabello castaño y un leve e intermitente sonido subterráneo; y, como de costumbre, se ha establecido la máxima desproximidad entre sus cuerpos, con el angosto rostro de Gregory vuelto hacia un lado, dormido con su expresión habitual, desdeñosa, hostil, colmada y asqueada. Quiero gritar de dolor y hacer pedazos todo, pero no hago otra cosa que atisbar vagamente hacia donde están los pechos de la chica (he visto algún par de vez en cuando: es la mayor ración de sexo que he tenido en meses), tras lo cual hago girar con precaución el ruidoso picaporte de la puerta de la cocina. Sinceramente, me aterra la posibilidad de despertar a Gregory, a pesar de mi fuerte envidia y desaprobación de su libertad para levantarse tan tarde, a las nueve o las nueve y media. (Él podría echarme. ¿O no? ¿Le dejarían?). Así que me voy silenciosamente para abajo con una jarrita de café instantáneo, y me siento en mi escritorio a beberlo y a fumar un montón de cigarrillos. Vuelco los ceniceros llenos en la papelera. (La papelera es actualmente una de las Cosas Malas de mi vida. Hace semanas que no la vacío. No me atrevo. Me limito a comprimir un poco más la basura. Un día de estos se va a levantar y va a salir andando sola). Hago una última visita al cuarto de baño para mear y repasarme el cabello, y luego a la calle.

Vivimos en Bayswater, el distrito de los que están de paso. Hoy día no queda casi un lugar donde no haya un hotel; hay una agitación en sus vestíbulos que los asemeja a las guarniciones de la Legión Extranjera; aquí llega un maldito árabe y automáticamente es un éxito. (También los muchachos autóctonos se van estableciendo. Se apoderan de las calles, acotando los tramos de su preferencia. Están ganando. Tengo la impresión de que podría unirme a ellos si pudiera contener con firmeza mis nervios). Pero no puedo. Intento que me guste la forma en que el mundo está cambiando, pero parece no haber un lugar para mí dentro de él. Odio esta diaria caminata de diez minutos siguiendo el contorno de las plazas frías, por delante de las oscuras fachadas de las tiendas con gato que araña el cristal del escaparate, después por la hormigueante faja de Queensway, por entre el tráfico trepidante y el olor dulzón de la basura del día anterior. Miro a las chicas, por supuesto, observo los aviones (llévame a América), compro el periódico y otro montón de cigarrillos por el camino, pero no creo que todo eso vaya a convencer a nadie. Nadie percibe mi presencia; pasan de largo a mi lado (usted podría pasar junto a mí uno de estos días; no se enteraría. ¿Por qué habría de darse cuenta?). En los quioscos y puestos de los que soy un cliente abyectamente fiel, no suscrito el menor interés, no obstante mis idénticos buenos días y la perfecta claridad con que pido la mercancía. El gigante y exhausto vendedor de periódicos que me suministra el Guardian (y que compruebo tiene una sonrisa y un «hola» prácticamente para cualquier otro) jamás me devuelve el saludo cuando le entrego el importe exacto, y me clava una mirada de odio contenido siempre que le extiendo un tembloroso billete de una libra. Los empleados del metro me lanzan una mirada de reconocimiento cuando me despachan el billete o lo revisan a la entrada, pero no siempre. A veces miro hacia atrás a mitad de camino por el corredor de granito y veo que me siguen con ojos curiosos y hostiles. Y una vez que estoy allí abajo, en esas calles interiores de la Tierra, y el tren emerge con estruendo de su agujero, e intento sumarme a la gente que se hacina en su interior… siempre espero un espontáneo gesto de protesta, y que la hilera de adelante cierre filas para dejarme fuera. (Esto no puede ser alienación, ¿no? Yo quiero integrarme. Me muero por integrarme).

Al otro extremo del viaje me aguarda una prueba relativamente menor: tengo que entrar a comprar mi té, en envase de plástico, en Dino’s, un pequeño café italiano en las entrañas del viaducto de Holborn. Dino, un irritable mocetón que luce un gran tupé lustroso, se siente últimamente demasiado importante para preparar cualquier cosa menos sofisticada que un caldo de carne con pan tostado o un bocadillo con tomate, de modo que el comercio diario de bebidas calientes recae sobre la veterana (inglesa) e incompetente Phyllis. Phyl, que es increíblemente lenta y mala en su trabajo, actúa con la mayoría de las personas a quienes atiende como si estuviese jodiendo con ellas. «¿Té, Frank?» y «Aquí tienes tu naranjada, Ron», o «Éste es tu descafeinado, Eddie»; incluso para las chicas tiene una sonrisa y un saludo amable, y perfectos desconocidos que entran a veces no a comprar algo, no para darles dinero a ella y a Dino a cambio de lo que decidieran adquirir, sino sólo a preguntar por unas malditas señas, suelen merecer un «querido», un «bonito» o un «guapo». A mí jamás en la vida me ha dirigido la palabra, y una vez en que la vieja vaca estaba ajetreada con las tazas de plástico y tímidamente la llamé «Phyl» (como hace todo el mundo), me lanzó una mirada de reprobación tan intensa, que estuve una semana entera yendo al merendero de los taxistas en King Street. (En lugares como ésos pronuncio la palabra «gracias» cinco veces por mañana. Gracias por permitirme entrar, gracias por notar mi presencia, gracias por anotar mi pedido, gracias por recibir mi dinero, gracias por la vuelta. El otro día, en la estación de Paddington, le dije la palabra «gracias» a una máquina expendedora de bebidas calientes. A una máquina: ella me sirvió una bebida caliente y yo dije «oh, gracias». Esto constituye otra Cosa Mala de las que me han ocurrido recientemente. Creo que estoy perdiendo el aguante. Creo que me estoy volviendo tonto). Más o menos el mismo tratamiento recibo por parte del conserje de Masters House, del normalmente locuaz y vivaracho ascensorista, y de esas furcias de limpiadoras que están fregando a cuatro patas el suelo del vestíbulo, que huele a desinfectante.

Una vez adentro empiezo a sentirme muchísimo mejor. Porque aquí prácticamente todo el mundo está tan jodido como yo.

Realizo una tarea. Eso es lo que hago. (La mayoría de la gente realiza alguna. ¿Ustedes también? Es lo que hace casi todo el mundo). Durante un tiempo, después de acabada la etapa escolar de mi vida, anduve vagando sin hacer nada (¿pero de dónde saqué cara para semejante cosa?); luego empecé con este trabajo. Me puse contento cuando me lo dijeron: ciertamente, nunca he deseado devolverlo. Sigo contento, más o menos. Ahora que lo tengo, al menos no seré un vagabundo. Me pregunto por qué dejaron que me lo llevase yo. (Creo que creen que tengo clase).

En realidad no sé qué es lo que hago. A veces me dan ganas de decir: «¿Cuál es mi tarea aquí?: por si acaso me lo preguntan». Yo no sé qué es lo que hago aquí, pero en realidad tampoco lo sabe nadie. (Eso solía preocuparme, o al menos sorprenderme. Ya no. Cuando eres joven, das por sentado que cualquier persona mayor sabe lo que hace. Pues no. Casi nadie lo sabe. Prácticamente nadie sabe a qué atenerse sobre ese punto). Yo vendo cosas… hasta ahí está claro. Creo que también las compro. Se hace todo por teléfono; hablamos de «artículos». A mí me mandan decir cosas y escuchar cosas. Algunas de tales cosas suelen sonarme como posibles evasivas, o engañifas, o cosas no ciertas al ciento por ciento. Pero estoy dispuesto a decir lo que tenga que decir para vender lo que quiera que sea que vendo. ¿Que qué es lo que vendo? Sea lo que sea, me pagan cincuenta libras a la semana por venderlo.

Nos están absorbiendo: eso también es un hecho. Estos días todo el mundo anda un poco sudoroso en el trabajo. Todos lo estamos pasando un poco mal actualmente. Ahora parece que nos obligarán (cosa que yo esperaba) a afiliarnos al sindicato, a regularizar los baremos salariales del personal, las vacaciones, los horarios, los vales de alimentación, las idas a los servicios, etc. A cambio, la oficina disfrutará de considerables aumentos de salario y una racionalización proporcional del personal.

Es una época de nerviosismo para todos nosotros. Esta oficina no está mal, pero en estos momentos el ambiente no es bueno. El descontento flota en el aire; flota en el aire como una migraña. Estos hombres no son mala gente: al contrario, son en algunos aspectos lo que queda de un cierto tipo de buen hombre. Son caballerosos en el trato, y han leído algo (mientras que los tipos con los que tienen que hablar todo el día son unos mamones que jamás han leído una caca). Simplemente no quieren perder sus empleos. Los que no son maricas o algo, tienen hijos («¿para qué?», me pregunto una y otra vez, viendo su sufrimiento extra). Tres de nosotros, sin incluirme yo, se convertirían en vagabundos en el curso de una semana. No hay nuevos puestos de trabajo y nadie quiere salir a buscarlos. Nadie quiere irse. (Y parece que no podemos protegernos mutuamente. Si estuviésemos en el sindicato podríamos, pero no es posible organizarse si no se está organizado).

¿A quién le tocará? Somos cinco personas en el departamento, y cada una piensa que le tocará a ella. Burns, el bigotudo ex maestro de escuela, cree que será a él. Podría estar en lo cierto: parece que no vende tanto como yo. Me gustaría bastante que fuese Burns, porque se está quedando calvo con menos rapidez que yo y porque en su escritorio come pescado por las tardes (eso no puede ser bueno para el negocio, presumo). Herbert, el gordo ex beatnik, que es casi tan joven como yo, parece bastante convencido de que le tocará a él. Yo espero que sea Herbert, y en todo caso me refocilo incitándolo a renunciar, porque es un pesado y habla con lentitud (aunque es muy diligente), no deja nunca el tema de la inestabilidad mental y se derrumba con harta frecuencia, y es casi tan joven como yo. Lloyd-Jackson, el urbano y desdeñoso ex redactor de anuncios, dice que no le sorprendería lo más mínimo que le tocase a él. Tiene más antigüedad que el resto de nosotros (de hecho, es el subjefe contable), pero proclama que su talante urbano y desdeñoso no encajaría en un departamento sindicalizado. Yo estoy razonablemente interesado en que le toque a Lloyd-Jackson, porque siento cierto afecto por él y porque es aquí la única persona que podría ser más lúcida que yo. Wark, el furibundo ex estalinista, dice que le importa un carajo que le toque a él o no. Es lo único que ha dicho sobre este asunto. Deseo fervientemente que le toque a Wark, porque es un cabrón que hace poco se ha hecho arrancar todos los dientes y no puedo soportar su nueva voz blanduzca y el modo en que a veces la colilla del cigarrillo se le empapa y se le pone rojiza en la comisura de los labios… No. Aquí las únicas personas a quienes realmente no les preocupa la inminente racionalización son John Hain, el temible nuevo jefe contable (vino después de contratado yo; tampoco le hace ascos a la botella), que ha batallado brillantemente desde el principio a favor de la sindicalización, y Damon, el enfermizo recadero, que tiene ya un sindicato propio al que colgarle sus rumiadas y linfáticas demandas.

Podría tocarme a mí, por supuesto. Sí, podría.

Ahora hago una seña con la cabeza en dirección al enclenque Damon (no he conocido nunca a alguien más conmovedoramente cándido acerca de sus orígenes: como el acné, lleva la marca «clase trabajadora» crudamente grabada en el rostro), que esta mañana está instalado, con la mente tan en blanco como un folio, en su sombrío cuchitril junto a la entrada de la oficina. El lóbrego cuchitril de Damon es en realidad la envidia de todos en el departamento, exceptuando —otra afinidad— a su jefe contable. La oficina carecía totalmente de separaciones cuando yo me instalé, y con la llegada de John Hain conseguimos forzar a la dirección a proporcionarnos estos cubículos. (Todo el mundo estuvo de acuerdo en que era una necesidad porque a todos les gusta hablar mal de los demás, por teléfono y entre ellos). El resultado es en extremo deprimente: como un apretado panal de redondas cabinas telefónicas de madera (que es lo que imagino que son), una aldea infantil de laberintos y escondrijos. El único lugar verdaderamente bueno, aparte del oscuro cuchitril de Damon, es el espacio que rodea la amplia mesa en la zona central de la oficina, en la que trabajan las oficinistas (actualmente son todas bastante rústicas, pero el promedio de sustituciones es alto y nunca se sabe), espacio que ahora mismo bordeo, obteniendo una desportillada sonrisa de la temporera coja que se ocupa de las correcciones, a quien estoy pensando seriamente en invitar a salir.

En mi cápsula, con una hemorragia de satisfacción, veo que una tarjeta y dos cartas me aguardan sobre el escritorio. Destapo mi vaso de té y abstraídamente enciendo un cigarrillo, el noveno del día, antes de examinarlas (cojo un clip y lo entreabro con la uña del pulgar; quiebro la cerilla en dos y froto los dos fragmentos; estoy por arrancar). La tarjeta la leo sin excesivo interés, como calentando el motor. Está escrita a mano y es de mi hermanastra Úrsula, de modo que no tiene verdadera relevancia en lo relativo al mejoramiento de mi situación socio-sexual. Se encuentra nuevamente en la ciudad, estudiando para secretaria (sí, hay que estudiar para eso); quiere que la lleve a comer, lo que resulta halagador pero molesto. (A veces pienso que es la mejor amiga que tengo. Otras veces creo que no me importaría un bledo que se muriese). Las cartas. La primera es de una dependiente de tienda con la que hablé dos veces en Cambridge y cuya pista he seguido hasta Cumbria; su preocupación es que no tiene sentido que me haga todo el viaje hasta allí para verla (y a Barry, su marido). La segunda es de una chica cuya dirección tomé de la sección de amistades postales de una revista de rock; resulta tener doce años, y ser de la opinión de que no vale la pena tener un amigo por correspondencia que viva a media milla. De acuerdo, de acuerdo, señoras: éste es, para la norma habitual, un inicio de mañana de lo más sexy. (Miranda no quiso, dicho sea de paso. No me pregunten por qué. Me besó, me dejó que le sobara las tetas, se metió en la cama conmigo y hasta durmió conmigo. Pero no quiso. Yo se lo pedí, se lo eché en cara. Pero ella dijo que no quería. No me pregunten por qué).

¡Qué leches!: después de todo, la polla no se me pone tiesa. No trabaja… está en huelga de celo. Ahora ni siquiera puedo masturbarme como es debido. Pienso continuamente que se me va a retraer dentro del cuerpo, que se me va a desprender, o que simplemente desaparecerá… después de todo, ¿qué puede retenerla aquí? Lo único que pretende es esconder la cabeza bajo la manta y olvidar. A veces tengo problemas en el servicio para encontrármela. «Sé que andas por ahí», digo. «Te he usado para mear hace media hora». Actualmente permanece impertérrita incluso cuando tengo ocasión de besar a una chica, y hasta cuando, como con Miranda, consigo tocarle los senos o estar en la misma cama con ella. Intento divertirme con ella, ser amable. La pellizco, la pincho con el dedo, la estrangulo: la someto a toda clase de manoseos. Pero está muerta, muerta. Reclama una reconversión. Una salida. ¿Y quién demonios soy yo para decirle que no? Estoy tramando alguna cosa horrible para ordenársela hacer a Damon, cuando irrumpe apresuradamente en mi cubículo Wark, el chalado ex estalinista.

—Es Herbert —dice.

¡Atiza! ¿Cómo lo sabes?

—John Hain lo llamó a su despacho. Se veía venir.

—¿Sí?, ¿cómo es eso?

—Se veía, simplemente.

En ese punto me vuelvo hacia la ventana. Antes de hacerse arrancar todos aquellos dientes menudos y negruzcos, Wark hablaba con rapidez y claridad. Ahora su modo de hablar es lento, mojado, de borracho, y yo no lo aguanto más de unos segundos de corrido.

—Es Herbert, por supuesto —dice Wark con súbita convicción, como quien acaba de identificar un verso suelto.

—¿Estás seguro, Geoffrey?

—Tiene que ser él.

—Bien. Eso es muy reconfortante —digo insinceramente (insinceramente, no porque no resulte reconfortante que sea Herbert, sino porque Wark está demasiado chiflado para que su información merezca crédito. Wark ya no aprecia la diferencia entre lo que es y lo que no es; ya no decide de por sí en qué quiere pensar)—. Claro que podríamos ser dos —agrego— y no sólo uno. Herbert y otro más.

—Claro que podría ser. Probablemente lo es ya.

Wark ha dicho esto de un tirón y en tono desdeñoso. Me doy cuenta de que la idea no le había pasado por la cabeza. Pero a Wark le gusta comportarse como si todo se le hubiese ocurrido a él de antemano. (Pensándolo bien, Wark está jodido del todo: le falta cabeza, no tiene dientes, no tiene aguante… ¿y empleo? Estamos ante el equivalente mental de una carrera por apuestas sobre qué ocurrirá primero con Wark, que se mate, o que se vuelva demasiado tonto para continuar).

—Aún así, va a ser tremendamente duro para Herbert —digo yo, para animar a Wark—. Yo sé que él dice que no, pero es igual. Está demasiado viejo para volver a verse en la miseria. Piensa en todo lo que él…

—¿Terry? —interrumpe una voz nueva.

Es Burns, medio calvo, bigotudo, con un leve hedor a pescado frito. Burns y Wark se detestan más de lo que es habitual incluso aquí, de modo que quedo un poco desconcertado cuando veo al ex maestro de escuela entrar en mi cápsula y cerrar bien la puerta detrás suyo. Aquí se puede armar.

—Creemos que es Herbert —le digo, a modo de alarma preventiva.

Burns hace un ademán en el aire con la mano abierta.

—Es Herbert. Pero no únicamente Herbert. Un amiguete del sindicato me ha dicho que John Hain se va a cargar al equipo entero.

—Desde luego que lo hará —dice Wark en tono indignado—. Seguramente. No puede hacer otra cosa.

—Por Dios, no —interpongo yo (ese cochino no se atreverá)—, no puede hacer eso, ¿verdad? ¿Cómo va a hacer eso? No puede.

—Terence —dice una voz nueva.

¡Lloyd-Jackson!

—Parece ser que el jefe contable cree que le gustaría hablar contigo.

Puede. Puede, cómo no. John Hain tiene potestad sobre todos nosotros, somos de su propiedad: puede hacer lo que se le antoje con nosotros (puede matarnos, si quiere). Tiene el poder y —lo que es más raro— tiene cojones. No tiene nada más, sin embargo. Y mientras voy atravesando la oficina en dirección a su despacho, en medio de una brumosa sensación de peligro y urgencia, me veo a mí mismo desde atrás, el andar pusilánime, el cabello, y más allá, en el azul de la ventana, diviso una segunda estampa por las calles del cielo, ese fantoche reconocible, lerdo, mugriento, que es Terry el Vagabundo. (Y tú, Gregory, bastardo sin corazón, ¿qué has hecho jamás para ser lo que eres?). Quiero este empleo. Es mío. Ellos me lo dieron, y no voy a dejar que me lo quiten.

Dios, las cosas en que puede llegar a convertirse la gente, y con cuánta rapidez. De chico, cuando miraba a un dependiente de tienda, o al cuidador de un aparcamiento o a un repartidor de leche —o a cualquiera dedicado a la tarea que fuese— suponía que cada uno de ellos siempre había querido ser lo que era, como si nunca hubiera sido cuestión de elección, como si todo aquello fuese inmutable. Aquellas criaturas parecían impasibles: seguramente carecían de vitalidad y de apetitos. Pero ahora comprendo que casi nadie quiere ser lo que es. (Puede que no aspiren a ser ninguna otra cosa, pero, eso sí, no desean ser lo que son).

—Buenos días, Terry. Kathy, déjenos a solas un momento, ¿quiere? Siéntese, siéntese. Bien. Ahora, cuénteme lo que piensa del trabajo que realiza aquí.

No me pregunte a mí. A mí dígame lo que hay que decir. Dígame lo que hay que decir y yo lo digo.

(II) Por supuesto que en un mundo más sensato, uno contaría con poder llegar rápidamente a su trabajo en su lujoso automóvil verde.

GREGORY

¿Y cómo empieza mi jornada?

Desagradablemente. Una verdadera pena. El piso en que vivo es un piso para primogénito: está pensado para una persona sola, está concebido para mí. El espacioso salón, con su elevada cornisa ornamental, sus atestadas librerías y la deslumbrante blancura de sus ventanas, fue en otros tiempos un amplio escenario en el que los afortunados jóvenes Riding podían divagar y abstraerse, abstraerse y divagar, descender luego perezosamente los curvos escalones de madera hasta el elegante vestíbulo, avanzar por el pasillo del aparador hacia lo que una vez fue un excelente dormitorio, a continuación al cuarto de vestir, en el que entonces un hombre podía vestirse, y más allá al cuarto de baño, donde entonces un hombre podía bañarse. Ahora lo compartimos. Una pena.

Debido, pues, al diseño petulantemente imperial de mi piso, el día comienza para mí con un atisbo sumamente traumático de la presencia del segundo habitante, Terence Service. El hecho es que la factoría negrera para la cual trabaja le exige estar en su sede antes de las nueve, y a Terry, como buen muchacho humilde, le gusta mandarse al menos su par de pintas de algún brebaje barato bien caliente antes de salir andando con torpeza. Eso le hace pasar por mi cuarto, y su engorroso pasaje invariablemente me saca del sueño. Eso no es justo. El sueño es para mí una amante desconsiderada, y yo un apocado cortesano en su antecámara. Repito que no es justo: el sueño me hace falta. Yo tengo que salir todas las noches, y por lo tanto no me acuesto hasta tarde. De todos modos, entreabro mis espesas pestañas, para atisbar la extravagante figura inclinada de Terry —nalgas en alto— avanzando hacia la puerta de la cocina, y luego, tras unos minutos de alboroto allí adentro, su angustiante retorno, provisto de una jarrita y posiblemente un bocadillo feculento. Ojalá no hiciera esto. Es sumamente embarazoso cuando tengo a alguien aquí conmigo. ¿Qué voy a decirle? ¿Qué le puedo contar? Creo que es sólo la diversión que me produce verlo pasar andando como un muñeco de cuerda, e imaginándose que se mueve con rapidez y precisión, lo que me impide prohibirle que vuelva jamás a poner los pies aquí antes de mediodía. ¿Acaso no podría arreglárselas de algún modo en su propio cuarto? Puede que hoy lo conmine a hacerlo.

De todas formas, permanezco disfrutando la tibieza del lecho hasta que lo oigo abandonar el piso; en el ínterin, voy planeando mi atuendo y clarificando mentalmente las aventuras de la noche pasada, que habrán transcurrido en casa de Torka, o en el curso de una costosa juerga con Kane y Skimmer, mis dos compinches. Son fantásticamente divertidos, les gustarán. Siempre vamos a los mejores restaurantes. Siempre estamos en esas afelpadas coctelerías que parecen un submarino (no soportamos los pubs). Nos gusta gastar siempre montones de dinero. Continuamos sin parar hasta la madrugada, y acabamos siempre haciendo locuras. Por la mañana suelo estar mustio; me siento frágil hasta que me tomo un Buck’s Fizz antes de comer. No es resaca, desde luego; yo no tengo resacas: la resaca es cosa de malvivientes.

… Salto de mi nívea cama doble, y —en bata de seda, en slip o casi con seguridad desnudo— me encamino pausadamente a la cocina. Zumo de naranja fresco, café verdadero y bien cargado, un croissant, un poco de miel fluida. Después, mientras preparo mi baño (para lo cual hay que abrirse paso por entre las miasmas del cuarto de Terry), me cepillaré la firme y brillante dentadura, me burlaré de mi cabellera de cíngaro, me recortaré las uñas. En el vestíbulo —me estoy restregando vigorosamente con la toalla— habrá un manojo de cartas, cuidadosamente examinadas por Terence y dejadas intactas sobre el alféizar de la ventana; elijo la más atractiva de ellas, la misiva que más huele a dinero y a sexo (que es a lo que todas las cartas intentan referirse), y le echo una ojeada mientras el sol seca las juguetonas ondas de mi cabello. Seguidamente me visto a la qué-me-impor-ta, estilo desenfadado al que únicamente pueden atreverse las personas de natural elegante, admiro mi porte inclinado hacia atrás en el espejo del vestíbulo, tolero las chirigotas del ascensorista, del conserje y del portero, y dejo rápidamente atrás las puertas de doble cristal. Y luego a la calle.

Por supuesto que en un mundo más sensato uno contaría con poder llegar rápidamente a su trabajo en su lujoso automóvil verde. Está claro. Pero ahora hay no sé qué mezquina, resentida y amargada autoridad que se ha ocupado de que el aparcamiento en la zona más exclusiva del West End, donde da la coincidencia que trabajo, quedara suprimido. De manera que voy por las calles andando, como todo el mundo, como ustedes. Las recorro con bastantes bríos, la cabeza levantada, haciendo caso omiso por igual de las apreciativas miradas de los hombres, los silbidos de admiración de mecanógrafas y empleadas de almacenes, los fastidiosos gritos de los vendedores de periódicos; ignorando asimismo la ecología de los alemanes de idéntico rostro rubicundo, paridos por un gran autocar, a nuestros primos de ultramar con sus pantalones a cuadros y a esos árabes aracnoides. ¿Qué le está sucediendo a esta zona, o a la ciudad, o al país, o al planeta? (A veces me paseo de noche haciendo rugir mi varonil coche verde, aterrorizando a esos monos: me encanta verlos retroceder de un salto, en una reacción atávica a la vez de sumisión y de pánico, cuando arremeto contra ellos haciendo sonar el claxon de continuo. Fuera, pienso. Fuera de mi camino. ¿No veis que voy a trabajar?).

Ágilmente eludo las despistadas hordas que circulan por la estación del metro. Escojo un vagón de no fumadores y permanezco de pie todo el trayecto, haya o no «asientos» disponibles, y por lo general con una bufanda impregnada en colonia apretada con una mano sobre los labios. Con una sensación de confianza en mí mismo emerjo al esplendor de Green Park, deteniéndome para comprarle un tulipán al delicioso chiquillo del carrito en Albermarle Street, y en unos segundos mis llaves están despidiendo destellos provocados por la fría luz solar de Berkeley Square.

Trabajo en una galería de arte. Sí, un trabajo bastante jerarquizado, como cabía esperar. Salario elevado, horario llevadero, oportunidades de viajar, un amplio futuro. Todo muy relajado y placentero. Todo el mundo sabe lo que va a ocurrir, a corto y a largo plazo. Jamás tengo que hacer algo que no me apetezca. En realidad no es un «empleo» en el sentido que tiene de canjear tus días por dinero en efectivo: yo simplemente aparezco por aquí, en Mayfair, con cierta regularidad, me comporto más o menos como quiero en un ambiente bastante aceptable (converso, leo el periódico, telefoneo a mis innumerables amistades), y cada viernes encuentro sobre mi mesa ese generoso cheque de sonrojo.

La respuesta es, naturalmente, que soy el divertido titiritero del par de simplotes que regenta el local. Cualquier cosa que ellos hagan es en respuesta a un tirón que yo he dado a los hilos que manejo. Se llaman señor Jason Styles y señora, y son una pareja de libertinos de mediana edad, que de anticuarios judíos en Camden Passage han ido subiendo y ahora se esfuerzan a tope por ser decadentes. Bajo sus auspicios, ni qué decir tiene, la galería es poco más que un trastero de autopromoción socio-sexual: comercian en objetos Victorianos de baja cotización, exponen las rarezas de los ricos, arriendan sus muros para la exhibición de los garabatos que pintarrajean los famosos. En fin, que hacen cualquier cosa para salir adelante. Por ejemplo, no cabe duda de que a mí me dieron el empleo gracias a mi crianza y buen porte; cuando llegué para la entrevista relativa al puesto, los Styles soltaron al unísono un gemido anhelante, agradecieron mi comparecencia, y ya en pleno éxtasis despidieron sin más a la cola de aspirantes. Los dos están chiflados por mí de una manera cándida y retozona, y yo procuro de veras no mostrarme demasiado severo con ellos, aunque la señora Styles, especialmente, se está poniendo de hora en hora más osada. En cualquier caso, yo espero que en seis meses más o menos habré asumido aquí el control absoluto; ya estoy fomentando a un grupo de jóvenes talentos, y tengo prevista tentativamente para diciembre la primera de mis muestras individuales.

La puerta de cristal produce una ráfaga de aire al cerrarse a mis espaldas. Yo me agacho rápidamente a recoger la correspondencia, vuelvo a cerrar por dentro y avanzo a largas zancadas hacia el interior de la galería, cuyas paredes revestidas de corcho resultan actualmente afeadas por las «animografías» de no sé qué celebridad histérica. Enciendo los focos reflectores y quito de los cuadros cualquier depósito de polvo que pueda presentarse ante mis ojos. El tonto del viejo Jason me dijo una vez en broma que debería dedicar los primeros diez minutos de cada día a «limpiar los lienzos»… ¡recorriendo la galería con un pincel y un trapo! Me hizo reír con ganas. En el pequeño e increíblemente oloroso despacho de los Styles me quito la capa y me acurruco en el bajo sofá de piel con mi correspondencia. Una tarjeta postal —siempre me escribe a la galería— de la exquisita Úrsula, mi hermana, mi adorada; me proporciona noticias de la familia, palabras de afecto y una deliciosa cita de fin de semana. Viene a Londres a estudiar para secretaria. Ridículo. Debería venir a Londres a aprender cómo no ser una secretaria. En fin, la cosa podría proporcionarle una diversión temporal. Aparte de su nota, están las ocho o nueve invitaciones de costumbre, inauguraciones, lanzamientos, recepciones privadas; de ellas, acaso tres o cuatro tengan suerte. Echo una ojeada a las páginas de arte de los diarios, sincronizo mi reloj con el abominable reloj labrado que está sobre el fichero de los Styles y vuelvo a atravesar la galería en dirección a mi escritorio, alojado en un oscuro cubículo a pocos pasos de la puerta. Es enojoso, pero «no hay espacio» para que tenga mi propio despacho: todavía. Antes de transcurridos dos o tres minutos, Jason y Odette Styles —me pregunto cuándo se inventaron esos nombres— están sacudiéndose y rezongando en el porche, reconfortándose, golpeando los pies. Quito el pasador para dejarles entrar.

—Buenos días, Gregory —dice Jason.

—Buenas, Greg —dice Odette.

—¿Todo en orden?

—¿Qué tal te encuentras hoy?

—Me encuentro muy bien. Todo está muy bien. ¿Y ustedes? —digo yo, con tono de divertida incredulidad.

Como experto en ennui, como conocedor de la saciedad, siempre me desconcierta un poco verlos llegar todavía juntos, todavía del brazo, todavía solícitamente conscientes el uno del otro de su respectiva entidad sexual. Se hallan a mitad de la treintena, o más; llevan diez años o quizá más compartiendo despacho y cama; juzgados según cualquier baremo razonablemente humano, son desagradables de ver. Y sin embargo, aquí los tienes, una y otra vez, y otra más. También se van juntos, cosa que nunca deja de producirme una particular conmoción. Parten juntos, llegan juntos a casa, beben y comen y dormitan juntos; se van a la cama juntos; y se levantan juntos otra vez, y otra, y otra. ¡Fantástico! «Oh, hace tanto frío hoy», le dice la mujer de rollizas caderas a ese pequeño ejemplar de hombre odiosamente en forma, bajo cuyos reiterados fustazos ella se ha asignado la función de romper el aburrimiento del dormitorio. «No se está mucho mejor aquí adentro. Voy a revisar el Thermaco», le dice el sujeto de cabello entrecano a aquella montaña de mujer, levemente bigotuda y acremente menopáusica, cuyas boscosas comarcas sentenciadas ha recorrido aullando a medio galope durante una década de noches estériles. Yo los sigo mirando asombrado cuando, incluso ahora, se tienden mutuamente la mano para no perder el equilibrio mientras rodean el infame abstracto tridimensional que está junto a la puerta. Cielos, no es extraño que sean swingers, no es extraño que jueguen a chulo y puta, no es extraño que estén desesperados, absolutamente desesperados, por saborearme a mí.

—Voy a colocar el cartel de ABIERTO —sugiero.

El día empieza con un irritante fracas personal. Corinthia Pope, una muchacha absurda a quien hace poco dejé tras una breve relación superficial, y que ha estado semanas jorobándome por teléfono, da el insólito paso de irrumpir aquí en la galería para verme. En el acto me llevé a la estúpida a la calle y elegantemente la despaché con un rechazo definitivo. Al regresar a mi escritorio me sentía prácticamente enfermo de cólera, y tuve que encogerme de hombros en señal de disculpa ante los dos pares de ojos que me observaban desde la ventanilla del despacho.

Hablando de rechazos, Terence anda diciendo que al final él no disfrutó con la tal Miranda. Gracioso, piensa uno. Bueno, lo encontré gracioso al principio. Pero ahora insiste con su historia: lo intentó, dice, y ella no se lo permitió. Curioso asunto, pues el pequeño Terry goza de cierto éxito con las modosas dependientes de tienda y olorosas estudiantes que solía traerse a mi piso; cuando yo regresaba de madrugada y la cocina olía a humo y a sudor humano, podía apostar a que al cruzar por su cuarto para ir a lavarme vería una mata de pelo rizado sobre la almohada, al lado de su cabeza. Quizá Miranda no estuviese realmente a su alcance. Quizá, como tantas otras cosas, sea todo cuestión de clase. ¿Les ha comentado él algo al respecto?

El incidente de la Pope basta para desencadenar la acostumbrada ironía morbosa. De todas formas, no hay nadie, por supuesto, en la galería, aparte del raro desconocido taciturno que pasa de un cuadro a otro como un policía en una ronda de identificación.

—Debo decirte, Gregory —se siente obligada a comentar la señora Styles mientras vengo subiendo desde el servicio y la cisterna se carga ruidosamente a mis espaldas—, que comprendo por qué las chicas te persiguen. Eres un joven muy atractivo.

—Y yo debo decir, por mi parte, que es usted una atractiva Mujer Madura —me veo forzado a replicar. Entra dentro de lo normal que haya algunos a quienes se les antoje de buen ver: el pelo negro y suave, el semblante de cantinera, los senos y el trasero turbadoramente abultados (no sé para dónde mirar, lo llenan todo), unas piernas decentes aunque con un vello inaceptable, y una buena estatura.

—Oh, vamos… ¿alguna vez has estado con una Mujer Madura?

Se acerca. Me es imposible eludirla y pasar. Los pechos mantienen henchida su camisa de hombre.

—No, curiosamente, creo que no… no en ese sentido específico.

—Tienen tanto que enseñar… —Y avanza, después de decir aquel trillado horror.

—¿Ah sí? ¿Por ejemplo?

Ella se arrima más; también los siete velos de añejo maquillaje. Una gárgola burlona se mofa detrás de mi diamantina sonrisa.

—Lo más sencillo sería hacerte una demostración —dice ella, señalando descaradamente con un gesto la puerta del cuarto de baño—. Hay algo en lo que soy realmente una experta.

—Siendo así…

Pero la vieja ridícula se ha ido —¡mi Dios, menudo tormento!— a arreglarse el cordaje de los andamios. Escucho crujidos y jadeos mientras subo apresuradamente las escaleras.

Mientras me recupero sentado a mi escritorio, percibo el compacto acercamiento en diagonal de Jason. Levanto la cabeza.

—Desde luego, ya no entro a competir hasta ese punto —dice, haciendo girar el brazo derecho como un jugador de bolos.

—¿A competir en qué?

—He jugado al tenis este fin de semana. Terrible error. Me siento como si me hubiesen dado una paliza. Una imprudencia. Nunca más. —Deposita desaprensivamente su trasero sobre el borde de mi escritorio—. ¿A ti te atraen esas cosas, Greg? ¿Los deportes y eso?

—Remaba y jugaba al squash en el equipo del colegio, y fui capitán del Once principal —le digo, apartando la mirada del brillo vulgar de su traje de shantung.

Él se inclina con gesto incrédulo a comprobar la robustez de mi músculo.

—No se me habría ocurrido que el fútbol fuese un deporte para ti. No obstante, eres más fuerte de lo que pareces.

—Fútbol no: criquet. El fútbol estaba prohibido en Peerforth.

—Y con mucha razón.

Su mano se halla aún posada sobre mi rodilla cuando la entrometida Odette aparece súbitamente desde la escalera del sótano.

—¡Tenemos trabajo pendiente! —se dicen el uno al otro en sorprendente armonía, y virando como aviones en una maniobra evasiva se refugian en el sombrío habitáculo que comparten.

Donde, a eso de las once y cuarto, se espera que me reúna con ellos para un aperitivo matinal que me ha sido descrito distintamente como «café», «té» o «chocolate» (creo que este último es bastante más dulce que los dos primeros, pero puede que sea pura imaginación). Entonces el clima cambia, se olvidan las rivalidades, los celos se aplacan. Allí dentro estamos abrigados, y al cabo de unos minutos hasta puedo respirar por la nariz sin que me mortifique demasiado. Los dejo chismorrear un rato; los dejo intercambiar melancólicas mentiras acerca de la viabilidad de la galería; les dejo discutir las fechas de importantes compromisos a la vista. Luego, casi sin intervención por mi parte, surge el tema:

—¿En qué condiciones, Greg, en qué… cómo te planteas tu futuro aquí?

—El chico que tuvimos antes… bueno, tú sabes… no estaba muy contento. En realidad, le interesaban demasiadas cosas a la vez.

¿El chico? ¿El chico? Es conmovedor… ¡esta gente exhibe sus carencias en la solapa!

—Al final se fue, en busca de algo más… en busca de un empleo que le resultara más atractivo.

—Como tú sabes, Greg, nosotros no tenemos hijos, pero siempre hemos pensado en la galería como en un negocio familiar. Una tontería, sin duda.

—Te hemos cobrado mucho afecto, ya sabes, y estaríamos mucho más tranquilos si nos sintiéramos seguros de que tú… bueno, de que tú formas parte de esto de un modo permanente. ¿No es así?

—Porque, seamos francos, no tenemos a nadie más a quien dejárselo. ¿Cierto?

Etcétera, etcétera.

Dios, el horror de ser ordinario.

Observando a esa otra gente… —una mujer que parece practicante de arte-terapia suelta un gorgorito de satisfacción al encontrar asiento en la barra para ella y su acompañante, un golpe de suerte que aligera considerablemente su jornada; en el vagón del metro, un hombre corpulento, enfundado en un barato impermeable gris que apesta ligeramente, está luchando con su periódico en tal estado de excitación que se pasa de parada, revés que le hace levantar y pasearse, mirando de pronto su reloj como si fuera un chancro sifilítico; el conserje de mi edificio se pasa todo el día sin moverse de la escalera de entrada, preguntándose qué edad podrá tener, como si el aire mismo estuviera lleno de extrañas ecuaciones que de alguna manera fueran a alargar su vida —… pienso: os merecéis ser lo que sois si pudisteis soportar llegar a serlo. Debisteis haberlo visto venir. Y ahora aquí no os queda nada por hacer. Nadie os protegerá, y la gente no verá razón alguna para no perjudicaros. Vuestra vida se dividirá entre el miedo a la locura y el pánico de la autoconservación. Eso es: alimentarse para volverse loco. Me temo que es cuanto podemos ofreceros.

Bueno, bueno (apuesto a que alguien se lo está preguntando), y qué me ocurriría a si…

¿Si no fuese bello, si no tuviera talento, si no fuese rico y de buena cuna? Pediría, lucharía, viajaría, tendría éxito, moriría.

Terence piensa —de hecho no se atreve a decirlo— que mi vida es en cierto sentido una perversa parodia de la alharaca de sus pavores cotidianos, derrumbado como está actualmente en sus días inacabables. Todos mis dones —sociales, monetarios, fisionómicos— adquieren un aspecto monstruoso, se presentan como enormes nubarrones en su mente elemental. Me ve de alguna manera como el activo defensor del privilegio que yo encarno de un modo meramente pasivo. Ese pobre bastardo no hizo nada para acabar como está. Sólo dejó que le pasara lo que le pasó, y eso es suficiente en estos tiempos. El mundo está cambiando; el pasado no existe, y de ahora en adelante todo es futuro. Puede que los malvivientes vayan ganando, pero a él no le han hecho sitio.

¿Me importa… me importa el garantizado esplendor de mis días, el modo en que me deslizo de una orgullosa cresta a otra, la manera en que mi vida ha avanzado continuamente a través del desigual panorama que nos rodea, sobre rieles plateados y rectos como flechas? Mantengo los ojos en la copa… curiosa sensación: siempre agradable; lo pasamos bien juntos (es como sentir el ritmo de la naturaleza). Supongo que es un don, como cualquier otro, y que los que han sido dotados en exceso siempre han experimentado un cierto pavor ante su propio genio. Hay una angustia implícita en alguna parte… el que es bello está solo, como el que es brillante, como el que es valiente.

(Terence Service es mi hermanastro, dicho sea de paso. Ya lo sé, pero eso es lo que hay. Mis padres fueron y lo adoptaron cuando era un chaval de nueve años. La primera etapa de su vida transcurrió en una miserable vivienda alquilada en la zona de Scovill Road, en Cambridge, la tortuosa barriada pobre que se encuentra entre la estación de ferrocarril y el mercado de ganado. Su madre, mujer de la limpieza por libre, murió cuando Terry tenía seis o siete, y durante unos años él y su hermanita vivieron al cuidado exclusivo del padre, un carpintero sumamente capacitado llamado Ronald. Hubo habladurías acerca de que papá Service estuvo estrechamente vinculado con la muerte de su mujer, y a su debido tiempo la opinión fue puntualmente corroborada, cuando el muy salvaje asesinó brutalmente a su propia hija. Terence tenía nueve años, como he dicho, y estaba allí, de modo que hay que perdonarle que siempre hable del asunto. El melodrama concitó una buena dosis de atención pública en Cambridge —sobre todo porque Terence permaneció una semana viviendo en la chabola vacía, sin que nadie se diera cuenta—, y únicamente gracias a la campaña desvergonzadamente sensiblera del pasquín local llegó la tragedia del pequeño Terry a conocimiento de mi benefactora familia, los Riding. Recuerdo a mi padre, en la mesa del desayuno, leyendo en voz alta los partes diarios con aquel viejo tono sensiblero, mientras Mamá y yo intercambiábamos cautelosos bostezos. Estaba pasando por una de sus etapas de compasión insaciable —o, para ser más preciso, hacía poco había leído algo sobre la compasión, o había leído algo sobre alguien que se comportaba de una manera insaciablemente compasiva— y «literalmente» no podía estar en paz hasta que Terence estuviese adecuadamente alojado. Lo que sedujo la imaginación de mi padre, en realidad, no fue tanto el cursi patetismo da la miserable situación de Terry como ciertas supuestas afinidades entre su familia y la nuestra —harto aburridas de repetir: aténganse a la versión de Terence—. Su preocupación por el expósito aumentó; ansiaba verlo cuidado. Mamá y yo hicimos cuanto pudimos por razonar con él. «Pero el muchacho, el muchacho», decía, meneando aquella cabezota obstinada. La considerable influencia de mi padre entró en juego: se hicieron planes, se notificó a las autoridades…

Como principito y mimado de la casa, preferido de la familia, mignon de la servidumbre y predilecto del personal, mis sentimientos acerca de la proyectada adopción no son difíciles de adivinar. Estuve mirando fijamente la mancha del pequeño rostro en la sucia primera plana del periódico —subtítulo: Terry Service: el niño Viernes—, hasta que el grano de la fotografía pareció cobrar vida y agitarse furtivamente: aquello, precisamente aquello, iba pronto a apartarme de un empujón de los días sin nubes de mi infancia; un chico ajeno y asustado, un chucho escurridizo, no más tangible para mí, en verdad, que aquella tiznada mancha de imprenta cuyos bordes irregulares se iban extendiendo hacia otro universo, un universo de degradación y odio, de pánico y de olor a animales en celo. Pensé en la rutilante astronomía que mi vida había constituido hasta aquel preciso momento: las angulosidades suprimidas en el cuarto de juegos y en el dormitorio, mi activa vinculación amistosa con los vastos alrededores del jardín, mi hermana de cuento de hadas, la inclinación y perspectiva congruentes de cada acceso y de la caja de la escalera… sólo había tres lugares donde pudiera hallarse un determinado juguete, en caso de ser sacado de su correspondiente rincón; el tiempo que tardaba el balón de cuero en volver desde la tablazón de la puerta del garaje, con el crujido de la madera como secreto código revelador de distancias e identidades: las mil certezas en que se apoya la niñez para asombrarse volvían a entreverarse en un travestismo borroso, tan borroso como la fotografía del rostro de Terence en aquella manchada página de periódico que ahora se deslizaba al suelo desde el muslo de mi padre.

Terence llegó una resplandeciente mañana de otoño, mientras los Riding celebraban uno de aquellos dorados desayunos en el elevado invernadero del ala oriental. Imagínense una blanca mesa circular sobre un suelo de losas de piedra semejante a un damero, hondas artesas de fabuloso follaje, un lejano telón de fondo de flores rosadas y púrpura, y cuatro decorativas figuras sentadas, vislumbradas a través de la reverberante, amarilla claridad: Henry Riding, alto, melenudo, «temperamental» patriarca, de chaqueta blanca y camisa sin cuello; su elegante esposa Marigold, de cabello plateado, vestida de gris; la deliciosa, desconcertante, somnolienta Úrsula, todavía en camisón, la descarada; y Gregory, que, habiendo celebrado hace poco su décimo cumpleaños, tiene ya una figura esbelta y atlética, con cabello renegrido peinado hacia atrás, la boca de labios finos acaso un poco brutal, y una mirada vívida y apreciativa… Recuerdo que yo acababa de despachar a la cocinera con algunas palabras bastante agrias acerca de la consistencia de mi huevo pasado por agua, y mientras aguardaba que transcurrieran los 285 segundos necesarios para la preparación del siguiente, me había recostado en la silla, regalándome el paladar con un poco de Gentlemen’s Relish sobre un trocito de tostada. En ese momento escuché un repentino alboroto entre las criadas en el vestíbulo… y nuestra ama de llaves, la buena y activa señora Daltrey, irrumpió en la zona iluminada, trayendo de una correa invisible a un chico pequeño y desconcertado, de camisa gris y shorts color caqui: Terence, mi hermanastro, que se volvió a mirarme con ojos ausentes).