1: Enero

(I) Por lo visto, he perdido todo el encanto que pude tener.

TERRY

—Soy Terry —dije. El auricular carraspeó—. Oh, ¡hola, Miranda! —continué—. ¿Cómo estás? No, Gregory no está en casa en este momento. Llama dentro de un ratito. De acuerdo. Adiós.

En realidad Gregory estaba sentado allí al lado, con las palmas de las manos hacia arriba sobre la superficie granulosa de la mesa de la cocina.

—¿Éxito? —preguntó. Yo asentí con la cabeza y él lanzó un suspiro—. Ahora ha empezado a enviarme poemas obscenos.

No había motivo para no seguirle la corriente.

—¿Ah, sí? ¿Qué clase de poemas obscenos?

—¿Nunca te ha mandado una muchacha un poema obsceno?

—Creo que no.

—Esto me supera. Cosas acerca de mi «pujante trinquete». Y tonterías sobre su «joya ambarina». O quizá sea sobre mi joya ambarina… No estoy seguro.

—Da la impresión de que fuera la suya. Quiero decir que ella no va a ser la del pujante trinquete, ¿no es así?

Podría. Nada es imposible para ella. No me sorprendería que tuviese dos.

—¿Y qué es lo que tiene que decir de tu pujante trinquete? Me refiero al poema obsceno.

—Habla y habla interminablemente de él. Apenas aguanto la lectura. Me supera. Es algo que no me merezco.

—¡Qué desagradable! —exclamé con entusiasmo—. Bueno, ¿y qué vas a hacer al respecto, Greg?

—Ésa es justamente la cuestión. ¿Qué puedo hacer? ¿Decirle «Mira, ya está bien de poemas obscenos. Basta de poemas obscenos»? No creo. Supongo que siempre puedo acudir a la policía… dejar que la policía aclare la cuestión. Con las cosas horribles que me hace hacer en la cama…

—¿Y por qué no le dices sencillamente que se evapore?

Gregory alzó la vista y me miró con el medroso asombro de un cachorro.

—¿Se puede hacer una cosa así? ¿Es… es lo que harías tú?

—¡No, por Dios! Yo la haría hacerme hacer cosas horribles en la cama. Incluso la dejaría escribirme poemas obscenos. Hasta se los escribiría yo a ella.

—¿Lo dices en serio?

—Y tanto. Estoy desesperado. Torturado por la necesidad. Parece que ya nadie quiere acostarse conmigo. No sé por qué. Gita ya no quiere follar conmigo.

—¿La pequeña de las orejas grandes? ¿Y por qué?

—¿Cómo demonios voy a saberlo? Ella dice que no quiere. No sabe por qué. Pero sabe que no quiere.

Ante esto último, Gregory dio un respingo.

—Es curioso —dijo, echándose hacia atrás—, en mi experiencia sucede todo lo contrario. La otra persona tiene siempre más ganas de follar conmigo que yo con ella.

—¡Qué gracia, pero tú eres marica! O en todo caso, por ahí andas… Entre maricas, cualquiera puede ser el follado. Para eso son maricas, seguramente: a nadie le importa lo que cada cual le haga a otro.

—Te aseguro que por ahora no estoy en eso —dijo él, estirando su cuello bien formado—. Es esa condenada Miranda.

—Ah, claro.

—Miranda y sus exigencias. —El rostro de Greg desapareció hundido en las palmas de sus manos. —No puedo hacer frente a otra noche como la última. Sencillamente, no puedo. —Alzó la cabeza. —Es de una voracidad increíble. ¿Quieres saber una de las cosas que hace? ¿Te lo cuento?: pues se te echa encima después de habértela follado. Después. ¿Entiendes? La muy puta. ¿Qué te parece?

—A mí me suena inmejorable.

—Pues déjame que te diga que es un padecimiento espantoso. Y además, juguetea toda la noche con tu polla mientras tú te haces el dormido. Y encima, te mete… bueno, ya sabes.

—¿Qué? ¿En el culo?

—Exactamente.

—¿Y qué hay con eso? —pregunté yo con cierto malhumor—. A estas alturas deberías estar acostumbrado.

—Pero es que ella tiene esas tremendas uñas de furcia.

—¿Pero no puedes… qué sé yo, tener unas palabras con ella acerca de todo ese asunto? ¿Hablarle francamente sobre esas costumbres?

—Desde luego que no. La sola idea me repugna. ¿Y sabes con cuántos tíos se ha acostado? Haz un cálculo. Venga, di una cifra. ¡Con más de cien en dos años!

—Una leche.

—Pues así es. Ella misma lo reconoce. No es sino uno a la semana, si haces la cuenta. En casa de Kane se la han tirado todos. En casa de Torka se la han tirado todos. En todas partes se la han tirado todos. Si vas por la calle… ¡todo el mundo se la ha tirado! Nunca he dado con nadie que no se la haya tirado. Es probable que el conserje se la haya tirado. El ascensorista se la ha tirado, con toda seguridad. El…

—Yo no me la he tirado —declaré, decidiendo llevar aquella agotadora conversación a un punto crucial.

Y así fue:

—Podrías, Terry. De veras. No hay ningún problema. Más de una vez ha dicho que tú le gustas. Y ella se acuesta con tipos que detesta. Te puedo asegurar que te pondrá a prueba. Eso sí. Mira: te diré lo primero que hará. En el momento en que vayas a besarla, te plantará ambas manos en…

¿Lo hará? No tiene pinta de hacer eso. (Nadie tiene esa pinta).

La chica que ahora mismo se supone que he de quitarle de encima a Gregory se llama Miranda. Tiene diecinueve años. Tiene el cabello rubio y ensortijado, una figura apetitosa, unos ojos azules siempre húmedos y una boca franca y generosa. Es bonita, aunque quizá no sea exactamente mi tipo. Pero es sumamente distinguida y probablemente muy neurótica (quizá hace esas cosas que él dice con cualquiera, con tal de que se lo pida correctamente). Aparte del hecho de que estoy profundamente enamorado de Miranda, tengo tres excelentes razones para estar de acuerdo con el traspaso.

Una. Ella me gusta mucho. En contraste con las compañías femeninas habituales de Gregory (todas ellas altivas sirenas de rostro convexo, culo como botón de cuello y nombres tales como Anastasia y Tap; son lustrosas, caras, y casi sin excepción dos veces más altas que yo; a mí me falta poco para llamarles Caballero), Miranda se las ingenia para dar la impresión de formar parte de la raza humana: cuando te la han presentado, puedes perfectamente irte con la idea de que ella y tú pertenecéis a un mismo planeta. En vez del aletargado fastidio —o, más a menudo, la afectada indiferencia— con que las amigas de Greg saludan habitualmente mis idas y venidas, de Miranda obtengo holas, adioses, muchas gracias y cosas así. Y eso que sólo me he topado con ella en dos ocasiones: una en la que la graciosa muñequita subía al piso resollando por las escaleras (dijo que «había olvidado» que hubiese ascensor), y otra vez mientras la muy tontuela se estaba vistiendo por la mañana (después que Gregory hubiera salido pitando para el trabajo. No, no le vi las tetas). En ambas ocasiones, me dirigió la palabra con amabilidad.

Dos. Yo tengo, por principio, un interés verdaderamente profundo en pescar detalles de la intimidad de Gregory. Necesito detalles, detalles, detalles reales, y los quiero hirientes, perjudiciales y grotescos. Fantaseo con la impotencia, la monorquidia y la eyaculación precoz. Codicio sus represiones y sus inhibiciones; suspiro por sus traumas. (¿Por qué no podrá dejarse de una vez de chicas y ser un marica normal? Eso me simplificaría las cosas). Y sobre todo, claro está, me pirro porque Gregory esté pobremente dotado. Me despepito porque sea así. Toda la vida he deseado que su polla fuera pequeña. Incluso antes de conocerlo a él, la mezquindad de su miembro tuvo la mayor importancia para mi bienestar.

Tres. Desde las once de la noche del 25 de julio del año pasado no consigo que nadie se acueste conmigo. (Y tampoco entonces resultó fácil. Era una ex novia mía. Logré que nos emborrachásemos. Cuando me dijo que no, me puse a llorar: quedó tan impresionada, que dijo que sí).

Eso fue hace seis meses.

¿Qué os ha pasado de repente, malditas?

O qué pasa conmigo.

Nunca me ha preocupado mucho mi apariencia (Gregory, lo sé, no sabe pensar en otra cosa). Tengo una pinta corrientucha. Aparte de mi cabello tirando a pelirrojo —de hecho, hubo una breve temporada en que en el colegio me llamaban «peliverde»—, mi aspecto es corriente, parezco un educado empleado de nivel medio proveniente de las clases modestas, el tipo de individuo que pasa diariamente a tu lado por la calle sin que lo mires, ni notes su presencia, y a quien jamás reconoces. (No me prestas atención. ¿Y a mí qué?). Siempre he dado por sentado, sin darle importancia, que mi apariencia no es en realidad mala del todo: no lo que se dice realmente mala. Ha habido en mi vida la cuota normal de muchachas, y me ha tocado la cuota normal de desasosiego, turbación y agradecimiento.

Ahora es distinto. ¿Cómo y por qué? Hablan conmigo, aceptan salir conmigo, comen conmigo, beben conmigo, se dejan meter mano, incluso se van a la cama conmigo. Pero ¿acaso follan conmigo? Oh, no, eso sí que no. De eso nada, oh, no. (¿Quién cojones se creen que son, para no hacerlo?). La cuestión no haría más que irritarme y desconcertarme si alguna vez me hubiera considerado un tipo atractivo. Pero nunca me he creído tal cosa. ¿Por qué, entonces, follaban conmigo? Encanto, chicas más receptivas, artimañas más eficaces, buen talante, suerte, son cosas que tuve una vez. Por lo visto, he perdido todo el encanto que pude tener.

En realidad (creo) todavía estoy intentando quitarle importancia al asunto, y probablemente por eso doy la impresión de que no me preocupa. Esto va tan mal que casi he agotado mi reserva de antiguas novias, las he vuelto a llevar de paseo a todas —todas las que no estaban casadas, embarazadas o muertas— y he intentado que se acostaran conmigo. Ninguna ha querido. He telefoneado a chicas que no he visto durante tres o cuatro años. Recorro en tren toda Inglaterra visitando a chicas que no se acuerdan para nada de mí. Paro por la calle a muchachas con pinta de neuróticas y retardadas. Cortejo especialmente a meras secretarias en plena labor. Les hago proposiciones a las viejas y a las enfermizas. Intento conseguir que follen conmigo. No quieren.

¿Es que nadie va a decirme qué está pasando? ¿Cuál es el gancho? ¿Y de qué se trata? No me huele el aliento, creo, o en todo caso no ha empeorado radicalmente (si he de hacer caso de mis permanentes pruebas de reinhalación). A mi rostro no le ha ocurrido recientemente nada malo. Este horrible cabello no se me cae más rápido que antes. (Es verdad que en el futuro voy a tener un problema anal. Pero ellas no tienen por qué enterarse, ¿verdad?). Me baño cada treinta y seis horas, excepto en invierno, y me preparo esmeradamente para estas espantosas citas que tengo a veces. Estoy aumentando un poco de peso, pero eso es porque últimamente estoy bebiendo mucho. ¿Ustedes no harían lo mismo?

(Me parece que estoy perdiendo aguante. Creo que me estoy volviendo tonto[1]).

Gregory no debe descubrirme nunca. No sospecha la verdad, no obstante mis chanzas plebeyas. Le he dicho que tengo un asunto en Islington. Me instalo en distintos pubs y cafés para hacerle creer que estoy allí. Regreso tarde haciendo ruido y le cuento mentiras. Gregory no debe enterarse. No debe enterarse nunca de que por la noche me siento en el lecho en mi cuarto como un obseso, odiando todo lo que existe. (El día es diferente, por supuesto. Con su aversión a las furcias y su tristeza callejera, el día tiene sus horrores específicos).

¿Qué estoy haciendo aquí? Mi cometido, pienso yo, es hacer que ustedes también lo odien. No debería ser difícil. Lo único que necesito es mantener los ojos abiertos. Siempre que también ustedes mantengan abiertos los suyos.

¿Lo hará?

—¿Lo hará? —le pregunté—. ¿Cómo hacemos el cambio? Entre otras cosas, ¿cuándo va a venir?

—En cualquier momento llega. ¿Estás preparado?

Gregory estaba de pie junto a la ventana; hacía girar un bastón de empuñadura de plata. No sé si sirvo para describir su atuendo: aquella negra capa con forro carmesí, de vampiro de ópera, un chaleco de su padre, pantalones de harén —¿existen?— ajustados a los tobillos por lo que parecían ser unas costosas pinzas de ciclista. Su casi insufrible apostura quedaba, como siempre, en plena evidencia; parecía inteligente, delicado e increíblemente marica.

—¿Cómo vamos a hacerlo?

Gregory hizo un desdeñoso ademán. Seguía junto a la ventana; hizo girar el bastón.

—Me dijiste que iba a ser fácil —dije, sorprendido por el crudo tono de reproche que se había infiltrado en mi voz. (A veces digo cosas que suenan como insultos proferidos por otros. Me dejan lastimado y sin habla).

—Y lo será, Terry. Vamos a pensar en cuál es el mejor modo.

Al cabo de unos minutos habíamos elaborado un plan, por cierto que bastante rudimentario. Greg tenía que mostrarse con Miranda considerablemente más perverso de lo habitual, hacerla llorar y después irse enojado, momento en el cual irrumpiría yo, que previamente le habría hecho notar mi pelirroja presencia en el piso abriéndole la puerta cuando llamase.

—¿Estás seguro de que te saldrá bien? —pregunté en tono ligero, para que no se arrugara.

—Oh, sí —dijo él—. Nada más fácil. De todos modos, por lo que yo sé, últimamente llora casi todo el tiempo.

—¿Y eso por qué? —esto promete, pensé. Puede que ella hiciera realmente todas aquellas cosas, si también andaba jodida, como yo. (Yo las haría, con quien fuera).

—No lo sé —dijo Gregory—, siempre me siento demasiado azorado para preguntárselo. Es que está chiflada, nada más. Como la mayoría de las chicas en la actualidad.

—¿Adónde vas? ¿A ese sitio de maricas?

—No es un sitio de maricas. Hay también montones de chicas.

—Ese sitio para bisexuales, entonces.

—Sí. Ahora, atiende: ¿qué tal andas de vino y esas cosas? Convendría que la emborracharas.

—Tengo en cantidad.

Él me miró de arriba abajo con afectado disgusto.

—Ella pierde completamente el control cuando se emborracha. Hará lo que sea.

—¿De veras?

—De veras. No habrá absolutamente nada que no esté dispuesta a hacer.

—Bueno, haré la prueba.

—¿La prueba? Escucha: apuesto a que apenas ponga un pie en el umbral te hará algo repugnante. ¿Qué te juegas a que te saca una…?

Sonó el timbre.

—Vamos —dijo Gregory.

Tras haberle abierto la puerta a la muchacha —camiseta blanca y pantalón vaquero, mirada tímida que no osé afrentar, un sabor a leche en mi boca— y haberle indicado la escalera, regresé aturdido a mi oscura habitación. Estuve bebiendo whisky hasta que oí los imperiosos pasos de Greg.

—Adelante —me susurró en el vestíbulo—. Ahora.

Yo tenía la esperanza de que para cuando llegase arriba, Miranda estuviera llorando, o histérica, o —mejor aún— inconsciente. Pero la encontré de pie, pequeña y sosegada, junto al alto ventanal. Y un poco metida en carnes y muy bonita, pensé. Noté con pena que todavía llevaba el bolso de dril colgado del hombro.

—¿Se ha ido? —preguntó, sin volverse.

Date la vuelta cuando me hables.

—Me temo que sí —dije.

Esta vez se volvió.

—Lo siento —añadí, sintiendo zumbar el aire—. Lo lamento si estás decepcionada.

—Él es así.

—¿Siempre ha sido así?

—No, no. Vamos para abajo. Antes era agradable. ¿Quieres bajar a tomar una copa? Cuando era joven. Venga, yo voy a tomarme una. Ha cambiado más de lo que suele cambiar la gente. Así me gusta, niña. No sé por qué. Vamos a conversar abajo. Sobre las cosas, sobre Gregory y yo.

(II) Aunque parezca extraño, resulta muy aburrido ser acosado a todas horas y continuo objeto de disputas.

GREGORY

—Soy Gregory —dije en un murmullo.

—Oh —dijo el teléfono—. Gregory, soy yo. Miranda.

—Ajá.

—… ¿Qué tal estás, pues?

Yo me examiné las uñas contra la luz: lustrosas y almendradas.

—… ¿Gregory?

—Al habla.

—¿Por qué eres así conmigo? —preguntó ella—. ¿Qué ha funcionado mal? ¿Es algo que yo haya hecho?

—¿Tengo que seguir escuchándote esas cosas?

Apreté la oreja contra el auricular, esperando escuchar el húmedo sollozo o la opulenta deglución habituales. Y vino: el expresivo sonido de quien traga saliva.

—Tenemos que vernos —dijo.

—Claro que sí.

—Es preciso que me recibas.

—Desde luego.

—Entonces… ¿me acerco por ahí?

—Venga —dije, colgando el auricular y dejando mis dedos posados perezosamente sobre el dial.

En consecuencia, me puse a pensar en cómo emplear aquel tranquilo rescate que me traía la velada, aquel inesperado cargamento de horas, mientras de pie junto a la ventana de mi ático, contemplaba un panorama de techos invernales que una vez más me parecieron poblados de secretos y amigos.

En el trabajo había experimentado durante todo el día una ansiedad espantosa. Volver a casa para otra velada a la Miranda —¿por qué lo soportamos?—, otra noche de frialdad épica por mi parte y desmañada admiración por la suya, de mi nauseabunda cháchara y sus hurtados besos de consternación, otra noche de sueño estatuario, con sus grandes labios a mi lado, mojados de lágrimas calientes. ¿Por qué les permitimos someternos a semejantes ordalías? ¿Por qué? Bien… así están las cosas, furcia: de mí no consigues nada más.

Por supuesto que, de hecho, no había resultado muy difícil. El bobo de Terence estaba en la cocina cuando llegué a casa del trabajo. En realidad no le corresponde estar en esta parte de la casa, de ahí su aire furtivo, su aspecto de anhelante gratitud cuando le pedí que se quedara arriba a conversar.

—Gita ya no quiere follar conmigo —declaró.

Yo le pregunté, con auténtico interés, a qué pensaba que se debía aquello.

—No lo sé. Gita tampoco lo sabe.

Yo le apunté con el índice.

—¿Cuál es Gita?

—La pequeña que se pone esos aros en las orejas.

—Ah. —Todas las chicas de Terence son, por fuerza, menudas, y sus orejas no están entre las cosas que me esfuerzo por recordar.— ¿No pasó aquí la noche del martes?

—Sí.

—¿Y?

—Traté de follármela.

—¿Y?

—No quiso.

Aquello me pareció rarísimo, siendo Gita —con seguridad— la clase de chica con la que puedes hacer absolutamente lo que te venga en gana. Si no, ¿para qué serviría? Pero, por cortesía, dije—: Es curioso… en mi experiencia suele ocurrir todo lo contrario.

Lo que siguió fue una estúpida digresión, durante la cual Terence urdió toda una comedia sobre sus vacilaciones sexuales, supuestamente a expensa de las mías. Una tosquedad… el horror que le inspira su propia homosexualidad puede resultar bastante alarmante, expresado con tanto candor.

—Nada por ese lado, casualmente —dije yo con frialdad—. Es este asunto de Miranda.

—¿Ah sí? —dijo él con interés.

—Miranda y sus exigencias.

La robustez de los apetitos físicos de Miranda, mi pereza y mi lasitud, las enormes dotes de impavidez que tiene Terence en el ramo, la facilidad con que podría efectuarse la cesión…

Coser y cantar. Y ahora, esta noche, mientras Terence gruñe valerosamente, mientras Miranda lo tritura entre sus muslos moteados, yo estaré aquí arriba riéndome en silencio de todos los detalles que no mencioné de ella, de sus besos de animal montaraz y de su lengua empalagosa, de los tétricos olores que emergen de sus cavidades y orificios, de los subterráneos efluvios de que deja resplandeciente muestra sobre tus sábanas.

¿Qué es lo que ocurre con vosotras últimamente?

Después de pasar la noche con una chica neurótica —y actualmente son tantas—, experimento algo más que mi natural repugnancia ante la perspectiva de examinar la ropa de cama, una vez que las he ahuyentado. Habrá, por supuesto, la deprimente feminalia de costumbre: un emplasto de maquillaje en la funda de la almohada, un manojo de pelos púbicos en las sábanas, el consabido manchurrón un poco más abajo. Son todas cosas que uno espera encontrar. Pero hoy día tiro de la manta con la premonición del asombro, del espanto: estas muchachas están hechas pedazos, podrían haber dejado casi cualquier cosa… Ahora lo veo: Gregory de pie en el centro, el cuarto todavía alumbrado temblorosamente por la demencial partida de la muchacha; se aproxima cautelosamente, el rostro a medias desviado, recoge con puño firme el pesado edredón, respira hondo, echa hacia atrás las mantas… ¡y se encuentra una pierna entera abandonada encima de las sábanas! No me extrañaría que hiciesen una cosa así.

¿Sabían ustedes, por ejemplo, que ahora las chicas van a los servicios? Turbadora novedad, de acuerdo, pero lo hacen. Sí, señor. Y no sólo a mear, además. En un tiempo albergué la loca idea —¡qué tontería!— de que ellas dejaban a los hombres ese tipo de cosas y que sólo lo hacían cuando estaban en un hospital o en otro establecimiento adecuadamente equipado. De hecho, cada vez que oía la sirena de una ambulancia o veía uno de aquellos tanques blancos pasar velozmente a mi lado, me regocijaba pensar que en su interior iba alguna hembra afortunada a quien llevaban al hospital precisamente para aquello. Menudo romántico era yo… Hoy en día lo hacen a todas horas. Incluso hablan del asunto. ¡Hasta intentan hacerlo delante tuyo! Pero es que ahora es como si fueran tíos, compañeros, fulanos.

Lo que realmente me saca de quicio es lo de sus nervios. ¿Desde cuándo les ha dado por creer que tenían que estar nerviosas todo el tiempo? ¿Quién se lo ha dicho? Para mí, los dedos inquietos son apenas menos repulsivos que los nudillos con verrugas y las uñas crecidas. No encuentro que el agitarlas en exceso mejore sensiblemente unas extremidades deformes. Hallo poco que escoger entre una masticación discontinua (o humorísticas contracciones de la hora de comer) y unos dientes podridos (o una boca forrada de desperdicios). Las lágrimas poscoitales me dan tanto asco como las pústulas premenstruales. Y las cosas espantosas que dicen. Siempre intentan comprenderte; siempre andan con ganas de hablar de cosas serias; siempre desesperadas por parecer personas. Nosotros lo aguantamos, les damos conversación. Se espera que no dejemos ver que, pese a sus numerosos encantos, no resultan muy interesantes.

¿Ha dicho algo Terence acerca de mis inclinaciones sexuales? No cabe duda. Bien, no voy a negarlo. Si lo que me apetece es un «igual sexual» —por ejemplo, un chico, y la firme musculatura de un chico— pues es un igual sexual lo que me busco, en vez de una criatura con senos que se distingue por orinar sentada. (Terence sacará la cara por ellas, naturalmente. Como es de suponer, las hediondas hechiceras de las que tiende a ser escudero figuran, como era de esperar, entre las heroínas de ese infortunado género). Mi preferencia está con las ricas casullas de silencio, la dulce topografía de la carne, la morosidad del satén en retroceso y las blancas avenidas de las prendas íntimas, los mudos secretos del rocío y el bozo.

Imaginen, pues, mi horrorizada incredulidad al descubrir cómo era en realidad esta Miranda, esta pequeña idiota excitable cuyo traspaso he logrado con argucias que Terence aceptara (un engorroso método de despido, quizá, pero relativamente apacible. Detesto las escenas). Fue en la ruidosa fiesta que siguió a una cena en el piso de mi elegante amigo Torka donde desprevenidamente la conocí. Cansado, sofocado y casi totalmente exasperado por la chabacana memez de Adrian, estuve de entrada perfectamente dispuesto a dedicar parte de mi tiempo a aquella muchacha joven, respetuosa y —todo hay que decirlo— razonablemente bonita, que al parecer estaba dispuesta a llenarme la copa y prestar un interés inteligente a mi trabajo y a mis opiniones. Estaba allí, escuchaba, tenía los dientes limpios. Nada más ofrecerme a llevarla a su casa en mi potente coche verde, empezó verdaderamente la pesadilla. Se pegó a mí con una especie de pasmo inerte durante toda la velada —incluso cuando el famoso Torka trató de liberarme para charlar conmigo—, me besó con repulsiva espontaneidad en la escalera y a continuación anunció sin inmutarse, mientras mi hermoso coche deportivo arrancaba con un rugido, ¡que había perdido el último tren para provincias y no tenía dónde quedarse en Londres! En la vida me vuelvo a tragar semejante historia.

Fui como una porción de masilla en sus manos. Siempre soy así. «No quiero herir sus sentimientos». ¿Y por qué? ¿Qué sentimientos? A mí me tiene sin cuidado que ellas lastimen los míos. Ellas no tienen más sentimientos que yo. En cualquier caso, Miranda, esa perra caliente, es sólo una tía igual que yo.

La faceta física de lo que pasó después —y continuó ocurriendo casi todas las noches a lo largo de las siguientes dos semanas— ya lo he bosquejado como corresponde. Creo que uno tiene derecho —¿no?— a una razonable cuota de sorprendida indignación cuando una chica de dieciocho años tiene el trasero abollado, axilas tropicales y unas líneas blancas y correosas siguiendo la curva de la base de los senos. Aquella primera mañana, ella saltó del lecho —tras haber dominado clamorosamente la situación conmigo— y se arrodilló desnuda delante de la librería, revolviendo en su bolso en busca de algún objeto amado por las de su género. Yo observaba, vistiéndola con los ojos. Tiene el culo completamente descontrolado, pensé; y no soporto el olor que despide allí abajo. No es culpa de ella, lo sé. Es culpa de sus nervios.

Sin embargo, mayor amenaza para mi sosiego era lo que podríamos llamar el carácter de la muchacha. Todavía por debajo de los veinte años, y ya cada giro de la conversación invocaba un capítulo de bajeza y escualidez en su pasado: un enamoramiento no correspondido, una insinuación desairada, una faltriquera llena de promiscuidades sin deleite (cincuenta hombres en dos años, según su confesión). No es extraño que haya cobrado una seria aversión hacia ella desde aquel primer impacto. Odio tenerla cerca. Cuando me toca, cierro los ojos e imploro paciencia. Cuando hacemos el amor, mi rostro habita en otro planeta. A ella no le importa. Ella quiere más y más de lo mismo. La gente como ésa recibe tu dinero, recibe tu cuerpo y recibe tu tiempo, pero ¿recibirá acaso tus insinuaciones? Nada de eso, oh no. Soy demasiado tierno de corazón. Me limito a capear aquellas tormentas hormonales. No es extraño que me exploten.

Marqué los siete dígitos. Hablé en un susurro con Adrian —enfadado, como siempre— y le expuse que, si bien el acaudalado Torka no estaría en su casa esta noche, era prácticamente seguro que la formidable Susannah, un reciente descubrimiento nuestro, sí estuviera en la suya.

—Perfecto —murmuré, dejando caer el auricular al oír las ruidosas pisadas de Terence subiendo las escaleras.

—¿A qué hora llega? —preguntó.

—En cualquier instante. Acaba de llamar.

—¿Cómo te ha sonado?

—Como si le estuviera dando un ataque de nervios, desde luego.

—Excelente.

—Este… Terry… —hice una pausa, con el ceño fruncido— ¿de verdad estás listo?

Les aseguro solemnemente que Terence vestía unos pantalones de pana verde Sherwood, una camisa anaranjada con volantes y una chaqueta de pana roja. Ni más ni menos. Claro, que el gusto de Terence en el vestir, lo mismo que en casi todo, ha sido siempre punto menos que sublime. Posee, por ejemplo, un cinturón de piel sintética con una hebilla de plata del tamaño de una pantalla de chimenea; debido a su escasez de estatura, está además obligado a usar botas con tacón alto, de chulo, cosa que se puede hacer si se tiene una buena estatura, como yo, pero no si se es muy bajo, como él (de hecho, Terence mide unos 5’ 7”; yo, por descontado, mido seis pies-pulgada y media); también se inclina hacia las combinaciones de color características de los álbumes de pintar para niños: un absurdo abigarramiento de primarios, de negro y pasteles de mujer de la limpieza; y es asimismo aficionado a los accesorios llamativos (tirantes, pañuelos, medallones), que suele lucir todos al mismo tiempo, como un buhonero. Está perfectamente dispuesto a llevar zapatos oscuros, digamos, con un pantalón liviano de verano. No le choca ponerse un chaleco de punto con cuello de pico encima de una camiseta. Es absolutamente capaz de abrocharse el botón del medio de la…

—¿Cómo hacemos el cambio, Greg?

—Muy sencillo. Se organizará una discusión. Miranda se pondrá histérica. Entonces yo me voy con aire ofendido. En ese momento irrumpes tú, Terry, con paso majestuoso, portador de tequila y simpatía. ¿Qué podría resultar más agradable?

—¿Acaso estás pensando en que la emborrache?

—Podrías… indudablemente favorecería las cosas. Supongo que estás bien provisto.

—Seguro. Bebida tengo en abundancia. De beber tengo bastante.

—Yo te aconsejaría el vino blanco. Se hartará de beber, por pura voracidad natural. Tengo además un poco de salmón ahumado que puedes ofrecerle. Eso también le gusta, porque se puede comer con pan.

—¿Mmm?

Sonó el timbre.

—Vamos —dijo Terence.

—Ah, adelante —exclamé.

Oí a Miranda darle las gracias al lerdo de Terence abajo en el vestíbulo, mientras iniciaba su trabajosa subida por las escaleras. ¿Yo? Yo me quedé balanceándome sobre los talones junto a la ventana, con la capa negra ya echada sobre mis amplios hombros, las llaves del coche fabricado de encargo tintineando en mi mano, el bastón con punta de peltre apoyado ominosamente contra mi escritorio.

—Hola —dijo ella, en un obvio estado de ofuscación.

—¿Y bien? ¿Qué supones que vamos a hacer ahora?

El porcino atractivo de Miranda lucía esta noche de una manera mínima: una mata de cabello rubio, esos gruesos labios suyos, los ojos asustados. Se sentó con un gruñido en el borde de mi cama, dejando caer descuidadamente al suelo su ridícula mochila de dril.

—Me da igual —dijo—. Lo que tú quieras.

—¡Por Dios! —empecé yo—, eso es justamente lo que no puedo soportar de ti. ¿Por qué tienes que ser tan desesperantemente neutra?

—Perdóname. ¿Por qué no vamos a cenar a algún lado? O al cine. En el ABC echan esa película que querías ver. O podríamos hacer algo distinto: como ir a la bolera, por ejemplo.

Yo aparté mi mirada estupefacta.

—Oh, conque podríamos hacer eso.

—Disculpa. También podríamos quedarnos en casa. Si estás cansado, te haré algo de comer.

—Eso suena tremendamente seductor, sin duda. Precisamente lo que me apetece después de…

—¿Por qué no vamos a ese pequeño establecimiento que hay a la vuelta de la esquina? Es…

No te atrevas a volver a interrumpirme de ese modo. Es de pésima educación.

—Perdóname.

—De pésima educación.

Y, naturalmente, con aquella frase abandoné ofendido la habitación y bajé por la escalera con gran estruendo. Al hacer una sosegada pausa en el vestíbulo para colocarme los guantes, Terence emergió de las sombras respirando sonoramente.

—¿Éxito? —dijo.

Yo medité un momento y luego dije:

—Será mejor que vayas allí adentro, Terry. No sé qué sería capaz de hacer. Está completamente trastornada. (Vamos a reírnos un poco a costa de Terence, pensé. Para eso estamos aquí, después de todo: para divertirnos un poco con él).

La lluvia había templado el aire. Detuve un taxi que pasaba —mi bruñido coche está estropeado otra vez—, en el que fui conducido de modo incompetente a Howarth Gardens. Pulsé el timbre de mármol. El criado de Torka emitió una risita furtiva al recoger mi capa.

Eran las dos cuando salí de la casa de Torka y me detuve, irritado, en la escalinata de la puerta, envolviéndome en la capa. Había salido con cierta precipitación, ciertamente de un modo harto dramático para telefonear pidiendo un taxi, y las posibilidades de hacer señas a alguno a aquellas horas eran peligrosamente reducidas. (Ha habido varios incidentes últimamente en la zona. No es que eso me preocupe lo más mínimo. Hay cosas que sencillamente no le ocurren a ciertas personas, personas de mi estatura, mi porte, etc.). No tuve otra opción, pues, que andar, que regresar a pie por entre los líquidos sonidos y los mercuriales reflejos de la noche.

Adrian y Susannah habían estado insoportables. Apenas nos habíamos quitado la ropa, cuando Adrian se enfadó ridículamente a propósito del perfume de Susannah; se quejó de dolor de espalda… ¡y me acusó directamente de no bañarme antes de salir! Tuvimos que valernos de las más extraordinarias contorsiones para apartar aquellas supuestas zonas peligrosas de su asquerosa nariz, llena de abiertos poros, incluyendo alguna repelente combinación nueva aprendida por él en Nueva York. Resultó tremendamente incómodo, y el codo me duele todavía cuando doblo el brazo. Oh, pero eso no fue nada comparado con el comportamiento de ella. Desde el preciso instante en que Adrian volcó su atención en mí —que es lo único que en verdad le interesa, Susannah, aunque por supuesto eres demasiado vanidosa para verlo—, proclamó que le dolía la cabeza y que sólo quería mirar. De todas formas, no es ni con mucho tan experta como andan diciendo por ahí, y tiene los pechos demasiado grandes.

Aunque parezca extraño, resulta muy aburrido ser acosado a todas horas y continuo objeto de disputas. Esos idiotas, con sus feudos y su afán de poseer. ¿No comprenden que yo estoy allí para ser saboreado, paladeado, adorado, y no para que se peleen por mí como por un trozo de carne?

Llegué sin incidentes, ligeramente sofocado, sin embargo, por haber decidido recorrer la última media milla haciendo jogging. El piso estaba a oscuras: había polvo y silencio en el aire. Avancé por el corredor en estado de alerta, con paso flexible. Por lo general la ubicación del baño —al otro lado de la pesadilla hippie de los aposentos de Terence— es un asunto que me fastidia sobremanera cuando llego a casa tarde, pero esa noche la ocasión de pasar junto a su lecho me venía bien. ¿Se encontraría Miranda con él? Llamé a la puerta.

—¿Terry? —susurré.

Hice girar sin ruido el frío picaporte y encendí la luz.

Tengo para mí —retrospectivamente— que lo que me sorprendió no fue tanto la presencia de Miranda del lado de allá del grande y permisivo lecho matrimonial de Terence, como mi propia y oscura irritación ante el hecho de que estuviese. Cualquier remordimiento convencional, cualquier reflejo de lástima que pudiera haber experimentado por ella, fue inmediatamente ahuyentado por la vista de aquel voluminoso trasero abultando bajo las mantas. Pensar que había sido capaz de llegar a tales extremos para provocar mis celos, furcia histérica.

Seguro de no despertar a Terence —que cae rendido con una facilidad verdaderamente plebeya y ronca como una moto en cuanto cierra los ojos enrojecidos—, cogí con mi mano enguantada un cepillo de pelo que estaba sobre la mesa, y diestramente asesté una volea en aquel abultamiento semejante a una tienda de campaña que eran las partes bajas de Miranda. Ella dio un respingo y me miró, parpadeando. Yo le dediqué una clásica mueca despectiva, típicamente parnasiana, y me dirigí al baño. (Al regreso, pasé mirando directamente al frente, deteniéndome sólo para captar sus ahogados sollozos mientras yo apagaba la luz).

Arriba, en la cocina, encontré dos copas mediadas de hock[2], lo que quedaba de mi costoso salmón ahumado y una barra de pan francés mordisqueada. Hice chasquear la lengua, saboreando aquella escena de alimentos arramblados y acuciada lujuria. Qué demonios. Vertí el vino en una copa limpia, me lo bebí, envolví el salmón en un poco de corteza de pan, y luego permanecí un rato tendido en mi lecho meditando, mientras masticaba todo aquello con mi soberbia dentadura.