LA PERSECUCIÓN

—Nadie será capaz de descifrar este mensaje —se lamentó Pete, mientras pasaba la mano por la superficie de la vieja piedra.

Incluso el señor Hollister estaba convencido de que el viento, la arena y el agua, en su tarea de erosión, habían desgastado tanto aquella superficie que la escritura resultaba del todo ilegible.

De pronto, la cara de Pam se alegró. Llamó a Manuel, que se había sentado en la arena, y le preguntó:

—¿Es verdad que las personas ciegas tenéis los dedos muy sensibles?

—Sí —replicó el muchacho—. Tenemos que depender mucho de nuestro tacto…

—Entonces, a lo mejor tú puedes descifrar el mensaje —dijo la niña, y condujo a Manuel de la mano hasta la piedra.

Manuel se agachó y sus dedos, largos y delgados, pasaron una y otra vez por las ligeras hendiduras. Mientras todos los demás observaban, sumidos en el silencio, una sonrisa apareció en los labios del ciego.

—El mensaje está en español y puedo entenderlo —dijo.

—¡Eres maravilloso! —declaró Pam.

—¿Qué dice? —preguntó el señor Hollister, tan impaciente como los niños.

El ciego pasó varias veces las manos por la superficie de la piedra, antes de hablar. Por fin empezó a decir, lentamente:

—Dice: La corona de la Infanta está enterrada en lo alto de la colina del Terrón de Azúcar, cerca del río Grande de Manati. Se encuentra bajo una roca blanca, lisa.

El señor Hollister y los niños, que habían permanecido en un silencio sepulcral mientras Manuel leía el mensaje, estallaron, de repente, en aplausos y ovaciones.

—¡Hurra! ¡Hurra! —gritó Holly, dando alegres saltos sobre la arena.

—¡Resolveremos el viejo misterio! —dijo Ricky lanzando verdaderos aullidos de alegría.

—¡Chisst! ¡No tan alto! —aconsejó Maya.

Cuando todos se apaciguaron, Pete dijo:

—Todavía no hemos resuelto nada. Hay mucho que investigar. Oíd: ¿Manati no es donde crecen tantas piñas?

—Sí —asintió Pam—. ¿Os acordáis del señor Sifre, el del helicóptero que se averió en la playa? Él vive allí.

—¡Puede que el tesoro esté cerca de su plantación! —opinó Ricky.

En ese momento, tras un gran arbusto de buganvillas, oyeron toser a alguien. Todos los Hollister giraron sobre sus talones y Pete y Ricky corrieron a donde había sonado la tos. Cuando se acercaban, un hombre salió de su escondite y se alejó a la carrera.

—¡Espere! —le gritó Pete.

El hombre penetró en un grupo de palmeras, pero Ricky ya había tenido tiempo de echar un vistazo a su cara.

—¡Es Stilts! —gritó—. ¡A perseguirle todos!

Oyendo aquello, el señor Hollister corrió por la arena, pero en su prisa perdió uno de los zapatos. Cuando se lo hubo puesto, los niños le llevaban una buena delantera. Pete marchaba delante, seguido por Ricky y Carlos.

El fugitivo les esquivaba, corriendo hacia un lado unas veces y hacia el opuesto, otras, pero su blanca camisa se distinguía con claridad entre el verde de los árboles.

—¡Lo estamos alcanzando! —gritó Pete, mientras él y los otros dos chicos corrían como gamos, con los pies descalzos.

Para entonces, el señor Hollister y las niñas se habían quedado tan rezagados que ni siquiera podían verles.

—¡Aún podemos apresar a Stilts! —gritó Carlos, entusiasmado.

El fugitivo empezaba a acusar fatiga. Jadeando, recorrió casi a rastras un tramo de la carretera. Se dirigía a una motocicleta aparcada junto a la cuneta. En cuanto llegó, saltó al sillín, puso en marcha la máquina y se alejó a toda velocidad.

Pete, que se encontraba muy cerca del hombre, dio un salto y estuvo a punto de agarrarse al sillín. Pero, desde luego, no lo consiguió. Sus ojos se llenaron de lágrimas de indignación, al ver que el motorista se le escapaba literalmente de las manos.

—¡Ahora, Stilts conoce nuestro secreto! —se lamentó—. Y puede llegar a la colina del Terrón de Azúcar antes que nosotros.

Carlos propuso que el señor Hollister persiguiera a Stilts en la furgoneta.

—Podemos intentarlo, pero creo que va a ser demasiado tarde —contestó Pete—. ¡Las motocicletas son tan rápidas!

Ricky sugirió que siguieran las huellas dejadas por los neumáticos, pero, después de examinar la carretera, se dieron cuenta de que no se distinguía gran cosa, había muchas huellas de neumático y seguir las del fugitivo llevaría demasiado tiempo.

—Vamos a hablar con vuestro padre —exclamó Carlos, y todos retrocedieron rápidamente por donde llegaran.

Pronto oyeron voces; eran los otros que se aproximaban.

—¡Qué rabia me da tener que darles la mala noticia! —comentó Pete—. Si al menos…

De repente, Carlos, que caminaba detrás de Pete, dio a su amigo un soberano empellón. Tanto, que Pete cayó con las piernas por los aires, hasta acabar quedando sentado, mirando a Carlos con extrañeza, sin poder comprender aquella violencia.

—¿Por qué has hecho eso, Carlos?

—Lo siento mucho, pero es que estabas a punto de pisar una araña —dijo el puertorriqueño—. ¡Ven! ¡Mira!

Junto al camino, medio oculta por una frondosa palmera derribada, había una gran araña negra, de aspecto muy peligroso. Carlos explicó que había muy pocos animales peligrosos en la isla. Uno de ellos era la araña negra.

—¡Canastos! ¡Has tenido suerte! —exclamó Ricky.

—Gracias, Carlos —dijo Pete—. Me habría gustado muy poco ser picado.

Llegaron entonces las niñas y el señor Hollister. Al enterarse de que Stilts había escapado, sufrieron una gran desilusión. El señor Hollister estuvo de acuerdo en que sería inútil intentar la persecución.

—Entonces, ¿qué hacemos ahora? —preguntó Holly.

Se acordó que volverían a la playa, en donde había quedado Manuel, y allí deliberaron sobre lo más conveniente. Encontraron al ciego rasgueando su guitarra y la dulce música nativa que interpretaba hizo que todos se sintieran tranquilizados.

Cuando Manuel dejó de tocar, Pete le contó lo sucedido. Luego, todos se sentaron en la arena para discutir sobre lo que convenía hacer.

—Encontrar la colina del Terrón de Azúcar va a ser muy difícil —dijo Maya—. Hay cientos de ellas cerca de Manati.

—Sí, pero Stilts va a tener el mismo problema, aunque haya oído nuestra conversación —razonó Carlos.

Y el señor Hollister adujo:

—Puede costamos varias semanas localizar esa colina, si intentamos buscar en cada una de ellas, una por una.

Pete, pensativo, murmuró:

—Podríamos usar un avión, pero ¿dónde encontraríamos uno?

Pam, con expresión feliz, preguntó:

—¿Y el helicóptero del señor Sifre? Él dijo que le gustaría hacernos un favor.

La idea de buscar la corona de esmeraldas desde un helicóptero puso muy contentos a todos.

—¿Dónde creéis que podremos encontrar al señor Sifre? —preguntó Maya.

—Probemos a telefonearle a sus campos de Manati —propuso Pam.

El señor Hollister lo consideró una buena idea.

—¿Quién quiere hacer la llamada? —preguntó.

Ya que había sido Pam quien tuviera la idea de pedir ayuda al señor Sifre, todos opinaron que era ella quien debía hacer la llamada.

Los niños subieron de nuevo a la furgoneta, y el señor Hollister condujo hacia Ponce, hasta que encontraron un almacén que tenía cabina telefónica. Pam habló con la telefonista, quien le puso en comunicación con Manati. A los pocos minutos, el señor Sifre estaba al aparato.

Los demás estaban en la puerta de la cabina, mirando con interés la expresión de Pam. Se veía claramente que la niña estaba explicando la situación en que se encontraban. Y cuando Pam sonrió ampliamente, a nadie le cupo duda de que su solicitud había sido atendida.

Pam colgó y abrió la puerta.

—¡Va a venir! ¡Va a venir! —dijo, entusiasmada.