—¿Sabe usted algo sobre el «Pirata Verde»? —preguntó Pam al señor Targa, al tiempo que oprimía nerviosamente la mano de Holly.
El hombre asintió.
—Es una vieja leyenda y puede que no sea cierta —dijo—. Pero se cree que el «Pirata Verde» asaltó la ciudad de Ponce hace unos doscientos años.
—¿Sabe usted algo sobre la corona de esmeraldas? —preguntó Maya, dándose cuenta de que el señor Targa sabía más que su padre sobre la leyenda de la corona de esmeraldas.
El interrogado quedó unos momentos pensativo. Parecía estar buceando en su memoria.
—Cuando yo era pequeño —empezó a decir al fin—, mi abuelo me contó que el «Pirata Verde» había enterrado un tesoro en alguna parte del interior. El escondite lo dejó indicado en varias grabaciones hechas en diversas piedras.
Aquella noticia hizo palpitar con fuerza el corazón de todos los niños. Pam oprimió la mano de Holly, para indicarle que no hablase de la magnífica pista que ellos tenían. Pete hizo a Ricky un guiño de advertencia.
—¿Alguien ha encontrado esas piedras?
—No. Parece que no. Más de un buscador de tesoros ha pasado años buscando, pero sin el menor éxito.
Pam se sentía a punto de estallar de nerviosismo. ¡De todos los misterios en que sus hermanos y ella habían tomado parte, éste posiblemente era el más emocionante! Una de las piedras indicadoras ya había sido encontrada. Si ahora pudieran hallar otra pista dejada por el «Pirata Verde»…
Los jóvenes detectives estaban ansiosos por empezar a trabajar. También en el rostro del señor Hollister se reflejó el interés que despertaba en él aquel misterio.
Todos dieron las gracias al señor Targa por su amabilidad. Antes de marchar, el señor Hollister le estrechó la mano y le prometió ayudarle a recobrar el dinero que había pagado por la guitarra.
Manuel, antes de entrar en la furgoneta, dio al señor Targa un fuerte abrazo de agradecimiento.
—Recordaré siempre su bondad —le aseguró.
Una vez estuvieron todos sentados en el coche, los niños saludaron agitando sus manos alegremente; acto seguido el señor Hollister tomó el camino de Ponce. Ahora, Pete puso a Manuel al corriente de su secreto. En seguida comenzaron a hacer cábalas sobre el lugar en que el «Pirata Verde» podría haber dejado una segunda pista. Pam consideraba lo más natural que un pirata dejase las pistas en la playa.
—Pero Ponce no está a orillas del océano —recordó Pete a su hermana.
—La ciudad tiene puerto —dijo Maya.
—Cierto. Se llama Playa de Ponce —añadió Carlos.
Según dijo, no quedaba muy lejos de Ponce, y preguntó si podían ir allí.
—Claro que sí —repuso el señor Hollister, sonriendo—. Con la suerte que tenéis, no me extrañaría mucho que salierais de esta población cargados con una corona de esmeraldas.
—¡Papaíto, qué guapo estarías con una corona! —exclamó Holly, entre risas.
—Tal vez me sentase mejor una coronilla de piña tropical —repuso el padre, siguiendo la broma.
No tardaron en cruzar la población de Ponce y giraron hacia el puerto. Era media tarde cuando llegaron a la playa.
—Espero que hayamos llegado aquí antes que Stilts y Humberto —dijo Pam, mirando a todas partes con preocupación.
No había nadie a la vista. Tal vez era la hora de la siesta para muchas personas.
—¡Uff! ¡Estoy asada! —afirmó Holly—. ¡Vamos a refrescamos!
—Si queréis jugar en la orilla, os dejaré aquí, mientras llevo el coche a repostar gasolina y aceite.
—Sí, sí, papá. Yo cuidaré de todo —prometió Pete.
Todos bajaron del vehículo. Manuel llevaba su guitarra con las máximas precauciones. Pam condujo al ciego hasta una palmera, al pie de la cual se sentó, aprovechando un montículo de tierra cubierta de hierbecilla. Luego, mientras las notas de una canción española, interpretada por Manuel, llenaban el aire, los demás niños se quitaron los zapatos y calcetines y corrieron al borde del agua, donde las olas espumosas morían sobre la arena.
Llevaban unos minutos jugueteando cuando Maya lanzó un grito.
—¡Cuidado, Pam!
—¿Qué pasa?
—¡Una medusa!
Pam miró al lugar que Maya señalaba. Muy cerca de su pie izquierdo, vio una masa pegajosa y transparente. Pam se apartó de un salto de la extraña criatura marina, mientras Maya decía, muy excitada:
—¡Por poco te pica!
La próxima ola empujó a la medusa hasta la arena, donde Carlos la cubrió con una piedra.
—Si hay medusas por esta zona, lo mejor será que salgamos del agua —aconsejó Carlos.
—Sí —declaró Maya—. Empecemos a buscar las pistas del tesoro.
Ricky apoyó la barbilla en una mano y pareció sumirse en hondas reflexiones.
—Todas las ruedas de la maquinaria de su cabeza están funcionando —bromeó Pam—. ¿En qué piensas, Ricky?
El pecoso arrugó la naricilla y repuso:
—¿Qué habría hecho yo, si hubiera sido el «Pirata Verde»?
—Seguro que le habrías cortado a alguien la cabeza —declaró Holly.
—No. Quiero decir que dónde habría escondido las pistas del tesoro.
—Piensa, piensa, a ver si das con una buena idea —le animó Pam.
Mientras echaban a andar, playa adelante, Pete dijo que seguramente el bucanero habría dejado una segunda pista semejante a la primera.
—Entonces, ¿crees que debemos buscar una torre de piedra? —preguntó Maya.
Y Carlos contestó al instante:
—A mí me parece una buena idea. Podría haber una entre los pinos que bordean la orilla.
Dejando a Manuel tocando su guitarra, los demás avanzaron por la ondulada orilla, buscando algo que se asemejase a la piedra de la torre que ya tenían. La playa aparecía desierta. Esto era una suerte, según creían los niños.
Cuando llevaban caminando una media hora sin haber encontrado nada, Holly se dejó caer sobre la arena, diciendo:
—Puede que la torre se derrumbase hace mucho tiempo.
Carlos se sentía inclinado a apoyar a Holly.
—No creo que tengamos tanta suerte como para encontrar dos pistas —dijo, suspirando—. Volvamos ya.
Peté miró a lo lejos. El calor levantaba nubecillas de vapor del agua.
«Los buenos detectives —pensó—, nunca se dan por vencidos».
Miró a Pam y preguntó:
—¿Tú qué dices, Pam?
—Sigamos un poquito más.
—De acuerdo —Pete se agachó a tomar un poco de agua entre las manos, para refrescarse la cara. Los otros le imitaron.
—Ahora estamos todos bien frescos —dijo Maya, sonriente—. Podemos continuar la búsqueda.
Pasaron otros diez minutos sin que encontrasen nada parecido a la torre de piedra de la propiedad de los Villamil.
—Pete, no creo que debamos dejar a Manuel solo más tiempo —dijo Pam—. Además, papá puede haber vuelto ya y se estará preocupando por nosotros. Llevamos mucho rato andando.
—Creo que tienes razón —admitió Pete, desalentado—. Regresemos.
Había una larga caminata hasta el lugar de donde habían partido. Al acercarse, los cansados niños vieron dos siluetas. Una de ellas les hacía señas desesperadamente.
—¡Es papá! —exclamó Pete.
—Está muy nervioso —observó Holly, mientras ella y los demás echaban a correr.
El señor Hollister, con el muchacho ciego de la mano, también corría a su encuentro.
—¿Qué pasa? —gritó Ricky, usando ambas manos como bocina, para hacerse oír.
—¡Lo hemos encontrado! —repuso también a gritos el señor Hollister, rojo de emoción.
Los niños quedaron confusos un momento. Pete fue el primero en hablar.
—¿Has encontrado la piedra, papá?
—Sí. Manuel halló la primera pista, al notar algo punzante en el montón de tierra en donde se había sentado.
—¡Zambomba! —exclamó Pete.
El señor Hollister condujo a los niños al lugar en cuestión.
—Parece ser que la torre se derrumbó hace muchos años y la tierra y los detritos se fueron acumulando sobre los escombros.
—Pero algunas de las piedras quedaron en la superficie —dijo Manuel.
Gracias a una palanca, un martillo y un destornillador de la caja de herramientas de la furgoneta, el señor Hollister había desenterrado varias piedras. Eran de la misma forma y tamaño que las de la torre existente en la propiedad de los Villamil.
—¡Manuel nos ha traído suerte! —dijo Ricky, al tiempo que él y todos los demás se ponían a cavar en el montículo.
Una tras otra, todas las piedras fueron sacadas, lavadas y examinadas. Pero habían sacado ya treinta y ninguna de ellas presentaba inscripción alguna. Cuando ya casi todas las piedras habían sido extraídas, Holly dijo, de pronto:
—¿Quién es aquel hombre que está allí?
—¿Dónde? —preguntó Pete.
La niña señaló un grupo de árboles, a cierta distancia, detrás del montículo de piedras.
—Pero ahora se ha ido —añadió la niña.
—Puede que fuese Stilts o Humberto —dijo Carlos, muy nervioso.
—Hay que mantener los ojos bien abiertos, por si aparecen —advirtió Pete, mientras se disponían a lavar la última piedra.
Una vez en la orilla del agua, lavaron la tierra y suciedad adherida a la piedra. Tres de los lados estaban lisos; el último… ¡resultaba muy áspero al tacto! Pero cuando el sol secó la superficie, no apareció en aquella superficie el menor indicio de escritura.
—Temo que ni un molde de yeso pudiera revelarnos lo que dice aquí —dijo el señor Hollister con desaliento.
—¡Qué pena! ¡Nuestro misterio se acabó sin haberlo resuelto! —dijo Pam, suspirando con desaliento.