EL SECRETO

Por un momento, tanto los niños Hollister como los Villamil quedaron atónitos, en vista del giro que tomaban los acontecimientos. Luego recobraron el valor.

—Vosotros, las chicas, seguid a Stilts y mirad adónde va —propuso Pete—. Los chicos nos ocuparemos de impedir que Humberto se lleve esta piedra.

Pam se alejó a toda velocidad, acompañada por Holly y Maya. Desde lo alto de las escaleras vieron que Stilts se dirigía directamente a recepción y hablaba con el señor Felipe. El empleado asintió y fue a una oficina. Un momento después volvía a aparecer, acompañado por un hombre de cabello gris, y los tres echaban a andar hacia las escaleras.

—Stilts quiere que esos señores nos echen —adivinó Maya, preocupada.

—Pues nadie nos echará de aquí hasta que nos hayan devuelto la piedra —afirmó Holly, apretando los labios de manera que la barbilla quedó sobresaliendo en un gesto de determinación.

—Claro que no —añadió Pam, confirmando lo dicho por su hermana—. Cuando la gente del hotel sepa la verdad, dejarán que nos llevemos la piedra.

A Pam le latía el corazón aceleradamente, mientras volvía a la carrera junto a los muchachos, seguida por Maya y Holly. Unos momentos después se presentaban los tres hombres.

—¡Ahí están! —dijo Stilts, señalando a los Hollister y sus amigos.

El recepcionista arqueó las cejas al ver a Ricky y a Holly.

—¿Así que metiéndoos en más conflictos? —preguntó, sorprendido.

—No hemos hecho nada malo… ¡Palabra de honor! —afirmó Holly, mientras ella y los demás se volvían a mirar a los hombres.

El señor canoso se presentó.

—Soy el señor Gregora, director de este hotel. ¿Qué es lo que sucede?

Fue Stilts el primero en hablar, para decir que Humberto y él habían comprado la piedra en la playa y que ahora aquellos chicos les reclamaban la piedra y no les permitían llevársela.

Humberto dijo en español algo que hizo llamear los ojos de Carlos.

—¡Nosotros no somos ladrones! ¡Ustedes sí lo son!

El señor Gregora apoyó una mano tranquilizadora en el hombro del muchacho y dijo:

—También escucharemos vuestras explicaciones.

Cuando Maya y Carlos le hicieron un gesto, Pete tomó la palabra y explicó todo lo sucedido. Y también mencionó que sospechaban que Stilts había robado la guitarra al chico ciego.

—¡Tonterías! —vociferó Stilts—. ¡Nosotros no sabemos nada de ninguna guitarra…!

—Es muy peligroso acusar a la gente de ladrona, a menos que se tengan pruebas —advirtió el señor Gregora.

—Esta piedra es de Carlos y Maya. Eso lo sé con seguridad —declaró Pete—. Lo que no puedo probar es lo de la guitarra.

El director del hotel se volvió a Stilts.

—¿Qué habitación ocupan ustedes? —preguntó inesperadamente.

Stilts y Humberto intercambiaron rápidas miradas de complicidad. Y Stilts repuso:

—La 810.

El señor canoso arqueó las cejas.

—¿De verdad? Es muy raro, porque hay cien habitaciones en cada piso y no tenemos piso octavo.

El rostro ceniciento de Stilts se puso de un color rojo fuerte, mientras el recepcionista declaraba:

—Yo no he visto nunca a estos hombres antes, señor Gregora. Estoy seguro de que no se han inscrito aquí.

—Esto empieza a ponerse muy interesante —dijo el director, mirando con sospecha a Stilts y Humberto.

Maya levantó la vista hasta el señor Gregora y dijo dulcemente:

—Les estamos diciendo la verdad. Esa piedra es de nuestra propiedad.

—¿Y cuál es vuestro nombre, si es que puede saberse?

—Me llamo Maya Villamil.

—¿Tienes algún parentesco con el doctor Villamil?

—Es nuestro padre —dijo Carlos.

Stilts y Humberto se removieron con inquietud, al ver la expresión del director del hotel.

—¡Hijos del doctor Villamil! ¡Pero si yo soy uno de sus pacientes! —exclamó el señor Gregora.

Stilts se inclinó a tomar la piedra, al tiempo que decía:

—Vámonos de aquí, Humberto. Este hombre ha creído las mentiras de los chicos.

—No tan de prisa —le detuvo el director—. Podemos concretar las cosas, pidiendo al doctor Villamil que venga.

Ahora, Stilts y Humberto se mostraron preocupados.

—Bueno, Humberto —dijo Stilts, enderezando su huesudo cuerpo—. Vámonos de este hotel de mala muerte.

—Eso está bien. Y les recomiendo que no vuelvan por aquí —dijo en tono severo el director.

Stilts y Humberto dieron media vuelta y corrieron escaleras abajo. Al puertorriqueño, como cojeaba un poco, le costaba trabajo mantenerse al lado de Stilts.

Carlos corrió tras ellos, para ver a dónde iban, y esperó cerca cuando les vio detener un taxi. A los pocos minutos regresó adonde esperaban su hermana y los Hollister, que estaban pensando en el modo de transportar la piedra.

—Me estoy volviendo un gran detective —declaró Carlos—. He oído a Humberto decir algo muy importante.

—¿Qué ha sido? —preguntó Pam, con gran interés.

—Ha dicho: «No necesitamos ya la piedra. Tenemos toda la información que buscábamos».

—¿Qué quiso decir? —inquirió Ricky.

—No lo sé —replicó Carlos—, a no ser que Humberto haya descifrado la inscripción de esta piedra.

Se inclinó para ayudar a Pete a levantar la pesada piedra, mientras Maya proponía:

—Lo mejor será tomar un taxi para volver a casa.

—Sí —asintió el señor Gregora que era la única persona mayor que seguía con ellos, pues el recepcionista había vuelto a su oficina.

Los niños dieron las gracias al director quien, a su vez, ayudó a los chicos a transportar la piedra hasta la calle.

—Espero que todo salga bien —deseó el señor Gregora, mientras Carlos buscaba un taxi.

Cuando tuvieron el vehículo a su disposición, entre Pete, Carlos y Ricky colocaron la piedra en el piso del taxi. Luego, los dos chicos mayores se sentaron junto al conductor, mientras Ricky y las niñas se acomodaban en el asiento trasero.

Cuando llegaron a casa, Carlos pagó al taxista, y luego, los chicos se encargaron de bajar la piedra a tierra. Ya se alejaba el taxi, cuando Sue salió corriendo de la casa. Al llegar junto a sus hermanos preguntó en dónde habían estado y ellos se lo contaron.

—¡Venid a ver mi «sopresa»! —exclamó, entonces, la pequeña.

—¿Dónde está? —preguntó Holly.

—¡En casa! ¡Vamos, vamos!

—¿Es que mamá te ha comprado la muñeca española? —preguntó Pam.

—No. No es eso —repuso Sue, envuelta en el misterio, mientras tiraba de la mano de sus hermanas.

Llevó a las niñas a la sala de estar. Una vez allí, señaló un gran recipiente que había sobre una mesa. Dentro había arena y unas cuantas hojas. Y entre las hojas se veía una lagartija con una cintita azul en su rabo.

—¡Es «Suerte»! —exclamó Holly, estremecida de alegría.

—¡Cuánto me alegro! —dijo Pam—. ¿Dónde la has encontrado?

Sue, muy orgullosa, repuso:

—En el frutero que hay en aquella mesita.

Y su dedito índice señalaba una coquetona mesa de bambú, en el centro de la cual se veía un recipiente de loza, lleno de frutas tropicales. Sue mostró la coronilla de una piña que se encontraba en el centro de todas las frutas.

—Aquí es donde he encontrado a «Suerte».

Ya entonces los chicos habían dejado la piedra en la entrada y acudían a ver cuál era la sorpresa de Sue.

—¡Es «Suerte»! —se asombró el pecoso—. ¡Pero si yo creí que se había marchado para siempre…!

Sue, rebosante de felicidad y orgullo, dijo que a «Suerte» le gustaban más los Hollister que las iguanas, sus familiares.

—Y ha «dicidido» vivir con nosotros. ¿Lo estáis viendo?

Pete propuso algo:

—Debemos soltar a «Suerte» todas las mañanas, para que vaya a buscar su comida. Después que coma, seguramente volverá a casa.

—No —contestó Sue, muy convencida—. Yo le buscaré moscas y gusanos para que coma. «Suerte» no se irá nunca más.

Dicho esto, sacó al animalito del recipiente y se lo metió en el bolsillo del vestido. «Suerte» asomó la cabecita con curiosidad y miró a su alrededor.

—Le gusta estar así —dijo Sue, riendo.

En ese momento entraron en la sala los padres de los Hollister y los de los Villamil, y detrás apareció la doncella anunciando que la cena estaba servida. Mientras cenaban, los niños contaron lo ocurrido con la piedra y todo lo sucedido en el hotel.

—¡Qué emocionante! —exclamó la señora Villamil—. ¡Eso ha tenido que ser una gran aventura para mis hijos!

El señor Villamil se sintió interesadísimo por todo aquello.

—Puesto que resulta tan difícil leer la inscripción de esa piedra, tal vez sería conveniente que sacase un molde de yeso de ella. Lo que quiera que diga en la superficie, se verá con mucha más claridad de esa forma.

—¡Papá, será estupendo! —aplaudió Maya. Sin embargo, perdió en seguida la sonrisa—: Pero Humberto dijo que sabía lo que decía la piedra. Puede que lo mejor sea volver a inspeccionarla.

—Dudo mucho que esos hombres leyesen la inscripción —declaró el doctor Villamil.

—¡Bueno! ¡Bueno! —se le ocurrió decir a Holly, en español, lo que hizo que todos sonrieran.

El médico añadió que tenía un poco de yeso en su taller del sótano.

—Puedo utilizarlo y sacar un molde rápidamente.

Los niños se emocionaron tanto con aquella novedad que estaban deseando terminar de cenar. Al concluir, el médico bajó al taller y regresó al poco rato con un poco de yeso húmedo.

Los chicos llevaron la piedra al patio, donde el doctor Villamil extendió el blando material sobre la superficie de la gran piedra.

—Habrá que dejarlo reposar un rato —dijo el doctor.

Sonriente, el señor Hollister comentó que los médicos pueden a veces, resultar muy útiles en la resolución de un misterio.

Carlos se echó a reír y declaró:

—Todos los Villamil nos convertiremos en detectives en pocos días.

Cuando el yeso estuvo bien seco, el doctor lo desprendió de la piedra. Las hendiduras de la piedra misteriosa habían dejado huellas bien visibles en el yeso.

—Ahora, si frotáis un lápiz sobre las zonas salientes y se coloca el yeso delante de un espejo, posiblemente encontremos la solución a vuestro misterio.

Maya corrió al cuarto de juegos y volvió con un puñado de carboncillo. A toda prisa cubrió de negro las partes salientes del yeso. Luego, su padre lo tomó para llevarlo ante un espejo que se encontraba sobre el aparador del comedor. Todos le siguieron y contemplaron la extraña inscripción.

—¡Mirad! —exclamó Pete—. ¡Es un mapa de Puerto Rico!

Bajo el tosco mapa se veía una inscripción en español. Carlos lanzó un silbido.

—¡«Infanta’s emerald crown»! Mejor dicho, lo que aquí se lee en español es: «La corona de esmeraldas de la Infanta».

—¿Qué es una Infanta? —quiso saber Holly.

Maya le explicó que Infanta era la palabra española con que se denomina a la princesa real.

Debajo de aquellas palabras, una flecha señalaba la costa sur de Puerto Rico.

—Parece indicar la ciudad de Ponce —opinó el doctor Villamil.

—Entonces, ¿la corona de la princesa estará escondida en Ponce? —preguntó Pam.

—Podría ser —repuso el doctor Villamil. Estaba a punto de añadir algo más cuando, en la ventana abierta, que se encontraba a su espalda, se oyó un ruido.

Sue fue la primera en volverse.

—¡He visto una cabeza! —gritó—. ¡Nos estaba espiando!

Todos se sintieron muy alarmados.

¿Se habría enterado el merodeador de su secreto?