¡La piedra misteriosa había desaparecido!
—No debimos dejarla sin vigilancia —murmuró Pete, desalentado, mientras contemplaba el agujero que había quedado en la arena.
Pam se apresuró a mirar a su alrededor y pudo ver varios pares de pisadas en el suelo. Y unos tres metros más allá descubrió algo que le hizo exclamar:
—¡Mirad estas huellas!
Todos corrieron a reunirse en torno a Pam y pudieron ver una especie de caminillo abierto en la arena. Parecía hecho con un tablón que hubiera sido arrastrado a lo largo de la playa.
Pete chascó los dedos, diciendo:
—¡Ya sé! Dos personas se han llevado la piedra, pero les resultó demasiado pesada. De modo que la colocaron sobre un tablón y se la llevaron arrastrando sobre el tablón.
—¡Stilts y Humberto! —adivinó Carlos.
Los demás también opinaban lo mismo. Pam dijo:
—Yo creo que puede ser fácil encontrarles. Las huellas del tablón conducen playa arriba.
Después de seguir las huellas durante casi medio kilómetro, llegaron junto a un grupo de cuatro chicos. Todos tendrían entre los diez y los doce años y estaban muy atareados, construyendo un fuerte de piedras y maderos de los que la marea deja en las playas.
—A lo mejor, ellos saben algo sobre nuestra piedra misteriosa —murmuró Holly, mientras llegaban junto a los chicos.
—Hola —saludó Pete.
—Hola —contestó el más alto de los cuatro, un muchachito de cabello rubio y lacio, que estaba colocando un tablón mojado sobre un montoncito de maderas.
—Estáis construyendo un buen fuerte —comentó Pete, en tono amigable.
—¿Te gusta? —preguntó el chico rubio, en inglés—. Estamos trabajando en él todo el día. Queremos celebrar una batalla antes de regresar a Nueva York, mañana.
—Nosotros acabamos de llegar de allí —dijo Pam.
—¿Dónde vivís? —inquirió Ricky.
—En Boston —declaró otro de los chicos—. Bob y yo somos primos.
Bob preguntó entonces:
—¿Os gustaría ayudarnos a terminar el fuerte?
Pete le dio las gracias, pero dijo que estaban ocupados en otra cosa: estaban buscando una gran piedra que alguien se había llevado de la playa de los Villamil.
—¡Cucuruchos! ¿Era vuestra esa piedra? —preguntó Bob, con una extraña expresión de susto.
—Sí. Es nuestra —dijo Carlos—. Si vosotros os la habéis traído, no tiene mucha importancia, pero nos gustaría que nos la devolvieseis.
Bob se apresuró a explicar que habían estado buscando materiales para construir el fuerte.
—Era una buena piedra —añadió—, pero muy pesada para nosotros. De modo que la arrastramos por la playa sobre un tablón.
Bob anduvo unos pasos ante la fachada del fuerte, y señaló:
—La pusimos aquí, en esta esquina.
Los Hollister y sus amigos estaban muy tranquilizados, pensando que dentro de un momento volverían a tener la piedra en su poder. Pero, muy pronto, en los rostros de todos apareció una expresión de la más absoluta perplejidad. Porque no veían en ninguna parte la piedra misteriosa.
—Pero no está aquí —objetó Carlos, fijando en Bob una mirada interrogadora.
Bob parecía muy avergonzado.
—Lo siento, pero… Es que ya no tenemos la piedra.
—¿Qué ha pasado con ella? —preguntó Ricky.
—La hemos vendido.
—¿Qué? —exclamó Pete.
Bob explicó que, mientras sus compañeros y él se encontraban construyendo el fuerte, vieron llegar a dos hombres que parecían buscar algo. Al oír aquello, Pam se puso colorada de indignación y preguntó, muy nerviosa:
—¿Uno alto y otro bajo?
—Sí —repuso Bob—. ¿Les conocéis?
—Creo que sí —replicó Pete—. Contadnos lo que pasó.
Bob explicó que los dos hombres se aproximaron a ver el fuerte y, de pronto, descubrieron la piedra de la esquina.
—Antes de que pudiéramos decir nada, sacaron la piedra de la esquina y empezaron a examinarla —continuó Bob.
—¿Y qué más? —aguijoneó Holly, viendo que Bob guardaba silencio.
—Pues… Los hombres nos dijeron que querían comprarnos la piedra. Yo pensé que, si era tan valiosa, deberíamos quedarnos con ella, pero el hombre bajo nos dijo algo en español y nos amenazó con el puño. Luego, el más alto, nos dio cincuenta centavos, y se llevaron la piedra entre los dos.
—¿Adónde se la llevaron? —preguntó Pam.
Los chicos señalaron playa arriba.
—La última vez que los vimos estaban delante de aquel hotel. A lo mejor se hospedan allí.
Bob ofreció a Carlos los cincuenta centavos que habían recibido por la piedra. Pero el muchachito no los aceptó.
—De todos modos vuestra información nos ha sido muy valiosa… Vamos —dijo Carlos a Maya y a los otros—. Hay que ir a ese hotel.
Después de despedirse de los bostonianos, Pete y los demás corrieron por la arena en dirección al hotel. Éste era un gran edificio, blanco, de cinco pisos, con la fachada frente al océano. En su extremo, los niños pudieron ver a varias personas que nadaban y se divertían en una espléndida piscina.
—¿Qué haremos si encontramos a Humberto y a Stilts? —preguntó Maya, que parecía empezar a sentirse algo asustada con el trabajo detectivesco.
—No te preocupes —contestó Pete—. Nosotros somos seis y en el hotel hay mucha gente.
Aunque todos estaban muy interesados en su trabajo de investigación, los Hollister no dejaron de fijarse en el verde prado que se extendía delante del hotel. Los vientos alisios, procedentes del océano Atlántico, sacudían el ramaje de las altas palmeras y los arbustos cargados de flores.
Con Pete y Carlos abriendo la marcha, los jóvenes detectives entraron en el vestíbulo, lleno de personas. Los clientes iban y venían mientras botones, elegantemente uniformados, entraban y sacaban equipajes. En el centro del vestíbulo había una gran mesa con superficie de cristal, rodeada por media docena de sillas de hierro forjado. Allí estaban sentados algunos hombres y mujeres que hablaban animadamente. Pero aunque los niños miraron atentamente a todos los rostros, no vieron a nadie que se pareciera a Humberto ni a Stilts.
—A lo mejor, ni siquiera entraron en el hotel —dijo Ricky.
—Pero también pueden haberse ido a su habitación —sugirió Pam—. Vamos a preguntar al recepcionista si se han inscrito en el hotel.
—Pero no se habrá inscrito ése con el nombre tan raro de Stilts —opinó Ricky.
—No. Pero Humberto sí es un hombre normal —contestó su hermana.
Después de esperar a que varios clientes acabasen de inscribirse en el libro de registro, Pete se acercó al recepcionista, un agradable joven vestido con traje oscuro. Un letrerito colocado en el mostrador indicaba que aquél era el señor Felipe.
—¿Hay hospedado aquí alguien que se llama Humberto? —preguntó Pete.
—¿Ése es apellido o nombre de pila? —preguntó el recepcionista, mientras ojeaba el libro de registro.
—No lo sabemos —contestó Pete, que, sin embargo, hizo una descripción de Humberto y también de Stilts.
—Lo siento —repuso el recepcionista—. No recuerdo haber inscrito aquí a nadie que responda a esa descripción.
—Creíamos que podían haber llegado a este hotel hace unos cuantos minutos —explicó Maya.
—Puede ser —admitió el recepcionista—. ¿Habéis mirado en el entresuelo? —Señaló una escalera de mármol semicircular, que llevaba al primer piso, y luego dijo—: Puede que vuestros amigos estén descansando allí.
—¿Amigos? —repitió Holly, casi con enfado.
El señor Felipe miró a los niños con gesto interrogador. Ellos les dieron las gracias y subieron las escaleras que les indicara. A uno y otro lado de las escaleras de mármol había un pasamanos en forma de espiral.
Al empezar a subir, Holly y Ricky quedaron rezagados. A los dos se les había ocurrido la misma idea.
—¿No te parece que sería un estupendo tobogán? —dijo la traviesa Holly, sonriente.
—¡Ya lo creo! —se entusiasmó Ricky.
Ya los dos hermanos estaban en lo alto de las escaleras. Miraron abajo. No había nadie. Sólo las hileras de tiestos con palmeras dentro de macetas de madera, que adornaban el pie de las escalinatas.
—¿Ahora? —preguntó Holly.
—¡Ahora! —asintió el pecoso.
La niña pasó una pierna por encima del pasamanos. Luego, apoyándose bien con las manos, empezó a deslizarse lentamente.
—¡Vamos! ¡Más de prisa! —apremió Ricky.
Holly, que se sujetaba con manos y rodillas, aflojó un poco la presión para bajar con más rapidez. Pero al aproximarse al final había ganado demasiada velocidad y… ¡Zaaas! Se precipitó hacia delante, sin control. Y aterrizó sobre el tiesto de una palmera, que se volcó.
Por un momento, Holly permaneció sentada en el suelo, mareada, con las piernas extendidas y los brazos echados hacia atrás. Ricky bajó a la carrera las escaleras, para prestar ayuda a su hermana. Llegó a su lado en el momento en que el recepcionista aparecía en escena.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó el joven.
Mientras ayudaba a Holly a ponerse en pie, la niña murmuró:
—Es que… estaba resbalando demasiado de prisa…
—Sí. Lo comprendo… ¿Estás herida?
Holly se palpó varios puntos de su cuerpo y, por fin, movió de un lado a otro la cabeza, y sonrió.
—Estoy muy bien. Gracias.
El señor Felipe sonrió a su vez y dijo a Ricky:
—Sospecho que tú pensabas hacer otro tanto. Te ruego que no lo hagas.
Ricky prometió solemnemente no deslizarse por el pasamanos y ayudó al recepcionista a colocar en su debido lugar la palmera. Luego, el pecoso y Holly subieron las escaleras para reunirse con los otros niños. Allí no había ningún huésped.
—Os estábamos buscando —dijo Pam, al aparecer los pequeños—. ¿Dónde os habíais metido?
—Estábamos jugando —dijo Holly sinceramente—. ¿Habéis visto a los hombres que se llevaron la piedra?
—Hemos buscado por todas partes, pero no hemos hallado ni rastro —contestó Pam.
En ese momento, apareció Carlos, saliendo de un pasillo estrecho que se encontraba en el extremo oeste del entresuelo.
—¡Chisst! —llamó en un susurro a los otros.
Todos le siguieron, muy emocionados.
—¿Los has encontrado? —cuchicheó Pete.
—¡Sí! —contestó Carlos, que apenas podía disimular su nerviosismo—. ¡Junto a la cabina telefónica!
—¡Estás convirtiéndote en un estupendo detective! —le aseguró Pam, mientras todos avanzaban de puntillas hacia la cabina, que se encontraba adosada a una de las paredes, en mitad del pasillo.
Los niños cayeron sobre los dos hombres, que estaban arrodillados, examinando la piedra misteriosa. Stilts y Humberto quedaron tan sorprendidos que se pusieron en pie de un salto, con la boca abierta de par en par.
—¿De dónde salís? —preguntó Stilts con gesto ceñudo.
—Queremos nuestra piedra —dijo Pete—. La sacaron de la propiedad de los Villamil, en la Caleta del Lagarto.
—¿Cómo que vuestra piedra? —preguntó Humberto con indignación—. Nosotros la hemos comprado.
—Eso ya lo sabemos —dijo Pete, metiendo una mano en su bolsillo—. Aquí tienen los cincuenta centavos que han pagado por ella. Ahora, denos la piedra.
—Tomadla, si os atrevéis —dijo Stilts, mirando a los niños con ojos agresivos.
—¡Nos devolverán la piedra y la guitarra también! —exclamó Pam.
El hombre abrió tanto los ojos al oír aquello, que su rostro adquirió el aspecto de un insecto. Humberto empezó a decir algo en español, pero Stilts se precipitó hacia él, ordenando:
—¡A callar! —Luego se volvió a los niños—: ¿Qué es eso de la guitarra?
—Usted se la quitó al ciego —acusó Holly.
—Vamos. Hay que salir de aquí —dijo Stilts, haciendo una indicación de cabeza a su amigo.
Cuando se inclinaba a recoger la piedra misteriosa, Carlos apoyó un pie en la piedra.
—No se la llevarán. Nos pertenece a nosotros.
Como los seis niños estaban dispuestos a defender la piedra, los dos hombres comprendieron que no les sería fácil llevarse el pesado tesoro.
—¿Qué es lo que tiene tan valioso? —preguntó Pete, cuando Stilts se inclinaba en un nuevo intento por apoderarse de la piedra.
—Ése es asunto nuestro —replicó el hombre—. Y ahora, a ver si os quitáis de en medio, antes de que llame al director. —Pero en vista de que los niños se negaban a moverse, Stilts se volvió a Humberto y le ordenó—: Vigila la piedra. Vuelvo en seguida.
Stilts se abrió paso por entre los niños, que querían impedirle que bajara y corrió al vestíbulo. Volvió la cabeza mientras corría y gritó:
—¡Yo lo arreglaré todo!