UN CAMPEÓN DE DESLIZAMIENTO

Cuando la bola de nieve alcanzó a Maya, el señor Hollister detuvo la furgoneta, y fue a mirar quién había lanzado el improvisado proyectil.

—¡Alguien que ha corrido a esconderse en aquel callejón! —gritó Pete, viendo a un chico que desaparecía en un patio trasero. Pero nevaba ahora con tanta fuerza que el agresor no pudo ser identificado.

—¡Apuesto a que ha sido Joey Brill! —declaró Ricky, rojo de indignación—. ¿Qué otra persona iba a hacer una cosa así?

—Puede haber sido Will Wilson —razonó Holly—. Vive cerca de aquí.

El señor Hollister se disculpó con los Villamil por tan desagradable incidente. Ya su esposa y Pam estaban limpiado la nieve del cuello de Maya. Por fortuna, la niña no había recibido ningún daño grave y la furgoneta pudo seguir su camino. Poco después se detenía en el camino del jardín de los Hollister.

—¡Qué casa tan linda tenéis! —comentó la señora Villamil, mientras los chicos se encargaban de meter los equipajes.

—Y debe de ser muy bonito tener un lago al fondo del prado —agregó Maya.

—Sí, lo es —admitió Pam—. Nadamos y vamos en barca, en verano, y patinamos, en invierno.

Mostraron las habitaciones asignadas a los visitantes. Desde la que pertenecía a los muchachos, Carlos pudo ver una gran extensión del lago de los Pinos, que ahora era una masa de hielo sólido.

—¡Es espléndido! —declaró el puertorriqueño, hablando en español.

Holly presento a «Zip» a los Villamil.

Luego, el afable perro de los Hollister olfateó a los visitantes y les lamió las manos.

—Nos divertimos mucho jugando con él en la nieve —explicó Holly; añadiendo en seguida—: Venid, que os enseñaré nuestros gatitos.

Condujo a Carlos y a Maya al sótano, donde descansaban «Morro Blanco» y sus mininos, dentro de una gran caja de cartón. Maya se echó a reír al escuchar los nombres de los gatitos: «Medianoche», «Bola de Nieve», «Tutti-Frutti», «Humo» y «Mimito».

—¡Qué nombres tan lindos! —exclamó la niña de ojos oscuros.

—¿Dónde está vuestra lagartija? —quiso saber Carlos.

—En la cocina.

Todos subieron a hacer una visita a «Suerte», que descansaba en su cubito de playa. Los hermanos Villamil aseguraron que la lagartija era una verdadera iguana.

Luego, Maya explicó a los Hollister que su familia vivía a pocas millas, al este de San Juan, en un lugar que se llamaba la «Caleta del Lagarto».

—¿Es que hay lagartos allí? —indagó Ricky.

—Sí. Muchos. Muchísimos —repuso Maya.

—Os gustaría aquello —opinó Carlos—. En una esquina de nuestra propiedad hay una vieja torre de piedra.

—¿Y es misteriosa? —preguntó Ricky, siempre predispuesto a encontrar secretos y diversión en todo.

—Algo hay de eso. Nosotros creemos que la construyeron algunos de los primeros descubridores. Puede que Cristóbal Colón. Ya sabéis que él descubrió Puerto Rico.

—En su segundo viaje —añadió Maya, completando las explicaciones de su hermano—. Y Ponce de León fue su primer gobernador.

Los niños estuvieron contándose historias durante todo, el atardecer. De vez en cuando, Carlos y Maya se acercaban a una ventana para contemplar los espesos copos de nieve que caían.

—Tengo ganas de andar por la nieve —confesó Maya.

—Pues claro, mañana por la mañana —dijo Pete, sonriendo—. Sí queréis, os llevaremos a que veáis nuestro colegio.

—Bueno —contestó Carlos, hablando en español.

Holly, que no había comprendido aquella palabra, miró al chico con extrañeza, y Maya, al darse cuenta, se echó a reír.

—Ha querido decir «Bueno» —tradujo para Holly—. Tenéis que aprender algunas frases en español.

Y Maya explicó a sus nuevos amigos que, aunque el inglés era el idioma oficial de Puerto Rico, los nativos hablaban en español, la mayor parte del tiempo.

—Ahora, buenas noches —dijo la señora Villamil, primero en español y luego en inglés—. Creo que mis hijos y yo debemos irnos ya a la cama.

A la mañana siguiente, Pete ofreció a Carlos uno de sus dos pares de botas y Pam hizo otro tanto con Maya.

—¡Ven, Carlos! —llamó Pete, poco antes de que tuvieran que marcharse a la escuela—. Vamos a limpiar el porche y la acera.

Los dos chicos buscaron palas y escobones y, cuando los demás acabaron de arreglarse para salir, las escaleras y el camino del jardín se encontraban libres de nieve.

—Tendréis que andar levantando mucho los pies —advirtió Pam.

Así lo hicieron todos. Las botas se hundían profundamente cada vez que pasaban sobre un montículo formado por la nieve que acumulaba el viento. Por fin llegaron a la escuela Lincoln. El señor Logan, el conserje, ya había limpiado el camino. Pero había un lugar, cerca del patio de juegos, donde algunos alumnos habían echado nieve sobre la acera, convirtiéndola en una especie de pista de patinaje. Carlos y Maya contemplaron con admiración a los niños y niñas que llegaban a aquel trecho, a la carrera, para luego deslizarse suavemente por la improvisada pista.

—¡Qué gran juego! —exclamó Carlos—. Me gustaría probar.

—Pues adelante —le alentó Pete.

Pero apenas había empezado a deslizarse, cuando perdió el equilibrio y se dio un buen golpe en el suelo.

—Creo que tendré que practicar más —dijo el muchachito, mientras se ponía en pie.

Sonó el timbre y todos corrieron al interior del edificio. Ricky y Holly fueron directamente a sus respectivas clases, pero Pete y Pam condujeron a sus amigos hasta las oficinas del director y presentaron a Carlos y Maya al señor Russell.

—Celebro conoceros y espero que os guste la visita a nuestra escuela.

Después de estar hablando un rato con Carlos y Maya, el señor Russell les preguntó si sabían bailar.

Los niños visitantes admitieron que sabían hacerlo un poco.

—Carlos y yo hemos aprendido una danza española, que interpretamos juntos —explicó Maya, sonriente.

—¿Querríais bailarla en una reunión que tendremos esta mañana? —preguntó el señor Russell.

—Sí, sí. Con mucho gusto —respondió Carlos.

Los Villamil se quedaron con el director de la escuela, mientras Pete y Pam iban a sus clases. Cuando sonó el timbre, llamando a reunión, todos marcharon rápidamente al gran salón.

Después de saludar a la bandera y entonar el himno «Barras y Estrellas», el señor Russell dirigió el resto de los ejercicios matutinos. Luego dijo:

—Hoy tenemos una sorpresa para todos vosotros. Nos visitan unos amigos de los Hollister, que vienen de Puerto Rico y han accedido a interpretar para nosotros una danza española.

A continuación, presentó a Carlos y a Maya. Casi todos los alumnos sonrieron y aplaudieron, pero, por encima de las exclamaciones de aprobación, se oyó un sonoro gruñido de desprecio. El gruñido procedía del lugar que Joey Brill ocupaba, en un asiento bajo, en el fondo de la sala.

El señor Russell le miró severamente y el camorrista supo que el director no iba a permitirle más groserías. Pero, a pesar de todo, hizo señas a Will Wilson, que se había sentado a su lado:

—Esos Hollister se creen muy listos, trayendo aquí a sus amigos —susurró—. Pero te aseguro que esos puertorriqueños no parecen norteamericanos.

Estas palabras fueron oídas por Dave Meade, el mejor amigo de Pete, que se encontraba sentado detrás de Joey.

—Pues son tan norteamericanos como nosotros —dijo al camorrista—. ¿No sabes que Puerto Rico forma parte los Estados Unidos?

Joey arrugó el entrecejo y quedó silencioso y malhumorado, mientras Carlos y Maya, acompañados por el pianista del colegio, daban principio a su baile. Manteniéndose muy erguidos y taconeando repetidamente, fueron realizando intrincados pasos. Cuando los dos hermanos concluyeron, todos los alumnos aplaudieron con entusiasmo y les dieron tres «vivas».

Concluida la reunión, Pam se llevó a Maya a su clase y Pete hizo lo propio con Carlos. Allí permanecieron escuchando las lecciones hasta la hora de salida.

—Vamos a jugar al patio —propuso Pete a Carlos cuando sonó el timbre.

—¿Puedo probar otra vez a deslizarme sobre la nieve?

—Desde luego. ¡Vamos!

Cuando Pete y Carlos llegaron al deslizante trozo de acera, Pam y Maya estaban ya allí, hablando con Ricky y Holly.

—Van a hacer un concurso —explicó Pam—. ¿Por qué no participamos nosotros también?

Varios chicos y chicas estaban ya haciendo prácticas. Un momento más tarde, pasó Joey Brill, resbalando a toda velocidad. Mientras se alejaba, volvió la cabeza y gritó:

—¿Por qué las señoritas bailarinas no practican también?

Los ojos oscuros de Carlos llamearon, pero prefirió no contestar. Lo que hizo fue hablar en voz baja con Pete:

—Me gustaría vencer a ese chico en el concurso. Enséñame a deslizarme, Pete.

—Muy bien. Mira.

Pete enseñó a Carlos a tomar carrerilla para luego deslizarse, apoyado sólo en el pie derecho. En la primera intentona, Carlos volvió a caer. Probó Maya a continuación y también fue a parar al suelo, en medio de las ruidosas risotadas de Joey y Will.

Pero los hermanos Villamil probaron suerte de nuevo. Y a la tercera intentona tuvieron mejor fortuna.

—Cuando más de prisa vayáis, mejor resbalaréis —explicó Pete, cuando el concurso estaba a punto de empezar.

Todos los que deseaban participar se pusieron en fila. Joey y Will se abrieron paso a codazos, hasta la cabeza de la fila.

—¡Ja, ja! ¿Creéis que vais a vencernos? —dijo Joey, en tono retador, a Pete y Carlos.

Uno a uno los chicos se fueron lanzando a la carrera para luego resbalar por la acera inclinada cubierta de nieve. Will Wilson patinó un largo trecho, pero Joey le ganó por varios centímetros. Nadie lo hizo mejor hasta que le llegó el turno a Pete. Pero mientras el mayor de los Hollister se detenía, los chicos gritaron:

—Joey sigue teniendo la mejor marca.

Pam y Maya lo hicieron bastante bien, dentro del grupo de las niñas, pero ninguna igualó a ninguno de los muchachos. Por fin, le tocó el tumo a Carlos. El puertorriqueño tomó carrera desde más atrás que lo habían hecho los otros chicos. ¡Con qué rapidez llegó a la pequeña faja cubierta de nieve! Entonces levantó un pie y empezó a deslizarse.

—¡Miradle! —gritó Dave Meade.

Al empezar a detenerse, Carlos había sobrepasado la marca de Joey por más de un palmo.

—¡Gana Carlos! —exclamó Pam con entusiasmo.

—¡Hay que probar otra vez! —protestó Joey—. Esto no ha sido justo. Ahora la nieve permite correr más.

Y sin más, Joey tomó carrerilla, desde más lejos todavía que Carlos, y empezó a deslizarse. Pero, a mitad de camino, se tambaleó. Separando ampliamente los brazos, Joey cayó al suelo con gran estrépito.

—¡Hurra! ¡Carlos es el campeón! —exclamó Holly.

Cuando los más pequeños empezaban a utilizar la pista de deslizamiento, Will dijo a su amigo, en voz baja:

—Vamos a vengamos de ellos, Joey.

—¿Cómo?

—Ya lo verás —dijo Will.

Y se encaminó al trozo de acera resbaladiza. Le tocaba, el tumo a Ricky. En el momento en que el pelirrojo empezaba a deslizarse, Will alargó un pie y le echó la zancadilla a Ricky. El pobrecillo Ricky cayó de bruces.

—¡Tienes muy mala intención! —gritó Pam, corriendo a socorrer a su hermano.

Joey prorrumpió en risotadas y Will quedó muy complacido… aunque no por mucho tiempo. Pete había visto la hazaña de Will y, en aquel momento, dio al amigo de Joey un empujón que le hizo caer de espaldas. A continuación, se abalanzó sobre el chico caído, sujetándolo contra el suelo con las rodillas.

—¡Ricky! —llamó Pete—. Ven a lavarle la cara a Will.

El pequeño se acercó cojeando, cargado con un buen puñado de nieve. Will gritó, se retorció, volvió la cabeza a un lado y a otro, pero no le valió de nada.

—Toma esto —dijo, radiante, el pecoso—. Y nunca vuelvas a hacerme la zancadilla.

—Ni a tirar bolas de nieve a nuestro coche —advirtió Pete.

—¡No fui yo! Lo hizo Joey —se defendió Will.

Al oír aquello, Joey dio un paso al frente, como dispuesto a luchar con todo el mundo. Carlos le cerró el paso.

—¿Quieres pelear conmigo?

Pero el camorrista retrocedió y se alejó.

Pete dejó a Will en el momento en que sonaba el timbre y todos corrieron a las aulas. A los Villamil les divirtió mucho aquel día en el colegio y lamentaron que llegase la hora de la salida. Al volver a casa con Pete y Pam, por la tarde, la señora Hollister les anunció que había preparado una cena y una fiesta en honor de sus huéspedes.

—Vendrán algunos de vuestros mejores amiguitos —dijo.

Jeff y Ann Hunter fueron los primeros en llegar. Después se presentaron Donna Martin, , de siete años, muy amiga de Holly, y Dave Meade. Después de la cena, los Hollister pusieron discos y pasaron películas de escenas familiares. Luego, la señora Hollister entregó a cada niño un pequeño obsequio, envuelto en papel de colores.

Al desenvolver su regalo, Maya exclamó, entusiasmada:

—¡Un yo-yo! ¡Qué divertido!

—Yo también tengo uno —repuso Carlos, ajustándose el cordón del juguete al dedo corazón de la mano derecha.

—¡Todos tenemos un yo-yo! —dijo Ricky.

Muy pronto, la sala de estar de los Hollister se vio inundada por el zumbido de varios juguetes en funcionamiento.

—Es uno de los juegos más populares en Puerto Rico —dijo Maya, haciendo subir y bajar expertamente su yo-yo—. Se necesita mucha práctica para hacerlo bien.

Pronto, todos los ojos estuvieron fijos en Carlos. Primero arrojaba el yo-yo al aire y luego lo hacía girar sobre sus hombros. Los demás aplaudieron, admirando su habilidad.

—Enséñame a hacerlo —suplicó Holly.

—Yo lo haré —se ofreció Maya amablemente—. Lo sostienes así… y haces así.

El yo-yo salió disparado hasta el extremo del hilo volviendo a enrollarse en él con rapidez singular.

—Ahora probaré yo —decidió Holly, impaciente.

Lanzó a lo lejos el yo-yo, pero al mismo tiempo que salía disparado el juguete, se le escapó de los dedos el hilo. ¡El juguete cruzó velozmente la estancia y fue en línea recta hacia el reloj que se encontraba sobre la repisa de la chimenea!