—Perteneces al único signo del horóscopo que no es un ser vivo —me dijo Jamie.
—¿A qué te refieres? —murmuré.
—Eres libra —contestó Jamie—. Eres una balanza.
«Esto no es más que aventurilla, ¿no? —pensé—. Quiero follarte de nuevo».
—Ya ves, y yo que pensaba que era capricornio —suspiré. Estábamos en un prado bordeado de árboles amarillos y rojos, y yo había alzado la mano para protegerme los ojos del sol que se filtraba a través de las ramas; su calor me acariciaba el rostro. Era septiembre y el verano quedaba atrás Nos habíamos tumbado en el césped del campus y a través de una ventana del segundo piso de Booth House oímos vomitar a alguien al tiempo que en alguna parte sonaba la canción «Us and Them» de Pink Floyd Me había quitado la camisa y Jamie me había untado Bain de Soleil en toda la espalda y el pecho, mientras yo pensaba en las chicas a las que me había tirado aquel verano, agrupándolas en parejas, clasificándolas, sorprendido ante las similitudes que presentaban. Se me habían dormido las piernas y una tía que pasaba por allí me dijo que le había gustado la historia que yo había leído en voz alta en un taller de escritura creativa Yo asentí sin prestarle atención, y la chica continuó su camino, Me palpé un condón que llevaba en el bolsillo, tratando de tomar una decisión.
—Pero si yo no fui a esa clase —comenté a Jamie.
—No future, no future, no future, for you —canturreó Jamie.[68]
Y ahora, en la habitación de un hotel en Milán, recuerdo que aquel día, tumbado en el césped, rompí a llorar porque Jamie me contó ciertas cosas, me las susurró al oído tan tranquila, como si le importara un comino que alguien la oyera: que deseaba volar el campus universitario para «borrarlo de una puta vez del mapa», que ella había sido la causante de la muerte de su novio, que se moría de ganas de cortarle el cuello a Lauren Hynde. Confesaba esas cosas sin darles la menor importancia. Jamie siguió hablando hasta que apareció Sean Bateman con seis paquetes de Rolling Rock. Sean se tumbó a nuestro lado; parecía nervioso, pues no paraba de hacer crujir sus nudillos. Todos nos pusimos a ingerir pastillas. Yo estaba tumbado entre Sean y Jamie y les vi intercambiar una mirada cargada de significado.
—Todos creen que Jamie es una espía —me susurró Sean al oído.
—Tienes aptitudes —me susurró Jamie al otro oído.
Sobre nosotros revoloteaban unos grajos, unos cuervos, como unas sombras negras, y más arriba vi pasar un avión cuya estela de humo formaba el logo de Nike. Cuando me incorporé y miré a lo lejos a través del césped, detrás del cual se extendía el Fin del Mundo, vi a un equipo de rodaje. Parecían desorientados, como si no supieran hacia dónde ir, pero Jamie les hizo una seña con la mano y enfocaron sus cámaras hacia nosotros.
Al día siguiente unos ayudantes de producción del equipo de rodaje francés me suministran heroína mientras volamos a Milán a bordo de un avión privado puesto a nuestra disposición por un tal Míster Ocio y pilotado por dos japoneses. El avión aterriza en el aeropuerto de Linate y los ayudantes de producción me conducen al Principe di Savoia un apacible viernes por la tarde, en temporada baja. Permanezco encerrado en una suite, custodiado por un italiano de veintitrés años llamado Davide que lleva una Uzi sujeta al pecho. El equipo de rodaje se hospeda en el barrio de Brera, pero nadie me facilita un teléfono ni una dirección; el único que se pone en contacto conmigo religiosamente cada tres días es el director. Una noche Davide me traslada al hotel Diana y a la mañana siguiente nos mudamos de nuevo al Principe di Savoia. Me comentan que el equipo de rodaje está filmando exteriores en La Posta Vecchia. Me anuncian que partiremos de Milán dentro de unos días. Me aconsejan que me relaje, que no deje que las preocupaciones perjudiquen mi buen aspecto.
Llamo a mi hermana, que está en Washington, D.C. La primera vez responde el contestador automático. No dejo ningún mensaje.
La segunda vez mi hermana atiende el teléfono, pero en Washington son las tantas de la madrugada.
—¿Sally? —murmuro.
—¿Sí?
—¿Sally? —murmuro—. Soy yo Victor.
—¿Victor? —pregunta, con un gruñido de protesta—. ¿Qué hora es?
Como no sé qué decir, cuelgo.
Más tarde, cuando vuelvo a llamarla, en Georgetown es mediodía.
—¿Sí? —contesta mi hermana.
—Soy yo otra vez —digo.
—¿Por qué murmuras? —pregunta, irritada—. ¿Dónde estás?
Al oír su voz rompo a llorar.
—¿Victor?
—Estoy en Milán —murmuro entre sollozos.
—¿Dónde? —pregunta mí hermana.
—En Italia. Silencio.
—¿Victor?
—¿Sí? —pregunto secándome las lágrimas.
—¿Estás de broma?
—No. Estoy en Milán… Necesito que me ayudes.
Mi hermana hace una breve pausa antes de responder con voz áspera:
—Quienquiera que sea usted, tengo que colgar.
—No, no… espera, Sally.
—Pero bueno, ¿no hemos quedado a la una para almorzar, Victor? —pregunta Sally—. ¿Qué coño te pasa?
—Sally —murmuro.
—No sé quién es usted, pero le advierto que no vuelva a llamar.
—Espera, Sally…
Pero ha colgado.
Davide es de Legnano, un suburbio industrial ubicado en el noroeste de Milán. Tiene el pelo a mechas negras y doradas y no deja de comer caramelos de menta de una bolsita verde mientras monta guardia sentado en una silla dorada en la suite del Principe di Savoia. Me dice que trabajaba de repartidor de una marca de champán, que tiene conexiones con la Mafia, que su novia es la Winona Ryder italiana. Cuando habla se le dilatan los orificios de la nariz y me mira con ojos penetrantes. Fuma Newport Lights; en ocasiones luce un pañuelo alrededor del cuello y otras no. A veces deja deslizar que su nombre auténtico es Marco. Hoy viste un jersey de cachemir con cuello vuelto color verde aguacate. Hoy juega con una pelota de ping-pong Tiene los labios tan gruesos que parece que se haya dedicado a besar y a chupar desde el día en que nació. A ratos se entretiene con un videojuego, o mirando los vídeos musicales que ponen en la MTV italiana. Yo le observo nervioso desde la cama cada vez que cambia de postura. No para de formar globos con el chicle. La lluvia bate contra la ventana y Davide suelta un suspiro. La habitación tiene un techo abovedado y azul.
Otro día. Sigue lloviendo a cántaros. Hace un tiempo de perros. Me como una tortilla que Davide ha pedido que me suban, pero está sosa. Davide me informa de que su «chica del tiempo» preferida es Simone Ventura, a quien conoció un día en L’Isola. La suite contigua a la nuestra está ocupada por un príncipe saudí que se comporta de forma impresentable con una mujer casada guapísima. El director del equipo de rodaje francés llama por teléfono. Ha pasado una semana desde la última vez que hablamos.
—¿Dónde está Palakon? —pregunto automáticamente.
—Ah —suspira el director—. Ya me tienes harto, estoy cansado de oír ese nombre, Victor.
—¿Dónde está? —repito angustiado.
—Hemos hablado del tema más de cien veces —contesta el director—. No existe ningún Palakon. Jamás he oído ese nombre.
—Eso no te lo crees ni tú.
—¿Qué quieres que te diga? —responde el director—. Es la verdad.
—Quiero regresar a casa —sollozo.
—Eso siempre es una posibilidad, Victor —me asegura el director—. Yo que tú no la descartaría.
—¿Por qué me tienes abandonado? —pregunto—. Hace una semana que no me llamas.
—Estamos perfilando unos planes —dice el director.
—No me has llamado en una semana —grito—. ¿Qué coño estoy haciendo aquí?
—¿Cómo podría… explicártelo? —responde el director, confuso.
—Crees que el proyecto se ha cancelado, ¿no es así? —grito, aterrorizado—. ¿No es así? Pues no: te equivocas.
—¿Cómo podría explicártelo? —repite el director.
—Con delicadeza —murmuro.
—¿Delicadeza?
—Sí.
—Tu papel ha concluido, Victor —dice el director—. No te lo tomes a mal.
—¿Debo interpretarlo como… una advertencia?
—No —contesta el director. Tras una pausa agrega—: Más bien como un largo período de adaptación.
—¿Significa eso que voy a quedarme aquí hasta… cuándo? ¿Agosto? ¿El año que viene?
—Tarde o temprano alguien acabará sacándote de esta situación —responde el director—. No puedo decirte exactamente cuándo. —Hace una pausa—. Davide se ocupará de ti y dentro de unos días se pondrá en contacto contigo una persona.
—¿Y tú? —gimo—. ¿No puedes hacer nada? Llama a Palakon.
—Victor —contesta el director con paciencia—. No puedo hacer nada. Me han encargado otro proyecto.
—No puedes dejarme aquí tirado —grito.
—Dado que voy a encargarme de otro proyecto, dentro de poco llegará alguien más para sustituirme. Esa persona te informará sobre, tu próximo papel.
—Esto es increíble —murmuro.
Davide alza la vista del videojuego. Me ofrece un momento de atención y una breve sonrisa.
—Entre tanto… —El director no termina la frase.
Antes de colgar, el director me promete que tratará de agilizar las cosas poniéndome en contacto con un criminal de guerra «que posiblemente sepa qué hacer» conmigo. Luego cuelga y no vuelvo a hablar más con él.
De vez en cuando me dejan salir a dar un paseo. Davide siempre hace una serie de llamadas. Siempre bajamos en el ascensor de servicio. Davide siempre va discretamente armado. Durante nuestro paseo Davide siempre escruta detenidamente a cada extraño con el que nos cruzamos. Como es temporada baja y no hay nadie en la ciudad, me deja que eche un vistazo a la boutique masculina de Prada, en la Via Montenapoleone. Nos tomamos una copa en el café L’Atlantique, en Viale Umbría. Más tarde compartimos un plato de sushi en el Terrazza, en Via Palestro. Tengo varias y pequeñas teorías. Trato de unir las piezas del rompecabezas —es sólo un esbozo—, y a veces lo consigo, pero sólo cuando me tomo unas copas de una botella helada de Sambuca. Davide tiene una gran teoría que lo explica todo.
—Me gusta cómo te expresas, Davide —digo. Luego bajo la vista y añado—: Lo siento.
Davide hace un comentario sobre Leonardo y La última cena, y lo buena que está la camarera.
A última hora de la tarde el cielo sobre Milán ofrece un aspecto contaminado. Oscurece rápidamente. Davide y yo caminamos a través de la niebla que nos rodea. Cuando nos dirigimos a Via Sottocorno observo una limusina aparcada junto a la acera y unas modelos con el cabello teñido de naranja y los labios pintados de azul que se acercan a unos escaparates. En éstas echo a correr y me meto en Da Giacomo. Allí me encuentro con Stefano Gabbana y Tom Ford, quien me saluda con la cabeza antes de que Davide me saque del restaurante. Ese gesto extemporáneo por mi parte significa que ya es hora de regresar al hotel.
De regreso en la habitación, que tiene forma de colmena, Davide me pasa un Playboy antes de darse una ducha. Lo que prefiere la conejita de diciembre: insignias militares, dibujos de armamento, visitar el centro de mando nacional del Pentágono. Pero yo prefiero ver en la MTV un programa sobre el contrato millonario que han firmado los Impersonators con Dream Works, una entrevista con el grupo, el nuevo single «No pasó nada» de su próximo cedé titulado En presencia de nada. Me acerco lentamente a un espejo Mi rostro ofrece un aspecto fantasmal, casi transparente; mi mirada perdida en el infinito me recuerda a algo; observo que me han salido algunas canas. Oigo a Davide duchándose, el chorro de agua cayendo sobre los azulejos, Davide silbando una canción que estuvo de moda hace cuatro años. Cuando Davide abre la puerta del baño, yo ya estoy en la cama, cubierto con el edredón, medio dormido, chupando un caramelo.
—Tú aún estás vivo —dice Davide, pero al leer esa frase del guión tengo la sensación de que pone cierto énfasis en el pronombre.
Davide está desnudo y se seca ante mí. Tiene unos bíceps descomunales, un tupido vello en los sobacos, unas nalgas como melones, los músculos de su estómago ponen de relieve su ombligo. Al darse cuenta de que le estoy mirando, sonríe. Yo me digo que está aquí par a protegerme contra cualquier peligro.
Una vez vestido, Davide se muestra taciturno y poco tolerante con el aire de desesperación que muestro, ahí tumbado en la cama, sobre la que no dejo de revolverme, sollozando y observándole. Él me mira irritado, perplejo, en silencio. Luego se pone a mirar una película porno, unas japonesas follando sobre un colchón de gomaespuma.
De pronto suena su móvil.
Davide contesta con gesto apático y mirada vacua.
Suelta una parrafada en italiano. Se detiene unos instantes para escuchar a su interlocutor. Luego suelta otra retahila en italiano antes de colgar.
—Va a venir alguien a vernos —me informa Davide.
Yo canturreo «Listen to the wind blow, watch the sun rise».[69]
Alguien llama a la puerta.
Davide la abre.
Una hermosa joven entra en la habitación. Davide y la chica se abrazan y conversan amigablemente en italiano mientras yo contemplo la escena desde la cama, atónito. La chica sostiene un sobre que contiene una cinta de vídeo, la cual me entrega, aunque Davide no nos ha presentado.
Yo observo la cinta sin salir de mi perplejidad. Entonces Davide me la arrebata bruscamente de las manos y la introduce en el vídeo que hay debajo del televisor.
Davide y la chica se trasladan a otra habitación de la suite cuando aparecen las primeras imágenes de la cinta.
Se trata de un episodio de 60 Minutes pero sin sonido.
Dan Rather presenta el episodio. Detrás de él, el artículo de una revista. El rostro de mi padre. Y debajo, medio en sombras, mi rostro.
Azaleas. La casa de Pamela Digby Churchill Hayward Harriman. Una cena en honor de Samuel Johnson. Una evento benéfico destinado a recaudar fondos para su campaña presidencial. Los invitados: Ruth Hotte, Ed Huling, Deborah Gore Dean, Barbara Raskin, Deborah Tannen, Donna Shalala, Hillary Clinton y Muffy Jeepson Stout. También están presentes Ben Bradlee, Bill Seidman, Malcolm y Endicott Peabody. Además de Clayton Frithceys, Brice Clagett, Ed Burling y Sam Nunn. Por no mencionar a Marisa Tomei, Kara Kennedy, Warren Christopher, Katharine Graham y Esther Coopersmith.
Mi padre está acompañado por una mujer de cuarenta y tantos años ataviada con un traje de noche de Bill Blass. La veo fugazmente durante unos breves instantes.
Ahora aparece Dan Rather entrevistando a mi padre en su despacho. Mi padre se ha hecho un lifting, le han hecho un retoque en la zona del labio superior, le han eliminado las bolsas de los ojos y le han blanqueado los dientes. Aparece risueño y relajado.
Acto seguido aparecen sucesivamente en la pantalla unas fotografías. Mi padre con Mort Zuckerman. Mi padre con Shelby Bryan. Mi padre con Strom Thurmond. Mi padre con Andrea Mitchell.
De pronto presentan material de archivo. Una entrevista realizada a mi madre a mediados de los ochenta. Unas imágenes de mis padres en la Casa Blanca, junto a Ronald y Nancy Reagan.
Dan Rather entrevistando de nuevo a mi padre.
Un montaje: Brooks Brothers, Ann Taylor, Tommy Hilfiger. Entonces aparezco yo caminando por Dupont Circle, mientras Dan Rather me hace una entrevista.
A continuación intercalan unas imágenes en las que aparezco haciendo abdominales en el gimnasio de Reed, para el programa Entertainment Tonight.
Varias fotos extraídas de mi book: Versace, CK One, unos fragmentos del video Sex de Madonna. Unas fotos tomadas por los paparazzi: yo mismo saliendo de un local llamado Crush, abandonando el Jockey Club.
Dan Rather me hace una entrevista en el sótano del Red Sage.
Yo estoy sonriendo, relajado, luciendo unas gafas con montura metálica. Visto un traje juvenil de Brooks Brothers, Asiento a todo lo que Dan Rather me pregunta.
Dan Rather me muestra una foto de un artículo de Vogue en la que aparezco con unos calzoncillos de Calvin Klein y pintando las uñas de los pies de Christy Turlington. Dan Rather gesticula de forma elocuente y hace comentarios sobre mi atractivo físico.
Yo asiento con un gesto, como si me sintiera avergonzado.
A continuación: una foto de Chloe Byrnes, seguida por varias portadas de revistas.
Una imagen del Hôtel Costes de París.
Un montaje de su funeral en Nueva York.
Yo estoy sentado en primera fila, llorando, mientras Alison Poole y Baxter Priestley tratan de consolarme.
Entrevistas con Fred Thomson, Grover Norquist y Peter Mandelson.
Unas imágenes en las que salgo paseando por Washington Square Park.
De nuevo mi padre. En esta ocasión sale del Palm con la cuarentona, una mujer de pelo oscuro, atractiva pero no imponente. Caminan tomados de la mano.
La mujer aparece de nuevo frente al Combay Club, besando a mi padre en la mejilla.
De pronto reconozco a la mujer.
Es Lorrie Wallace.
La inglesa que viajaba a bordo del Queen Elizabeth II.
La esposa de Stephen Wallace.
La mujer que quería que yo fuera a Inglaterra.
La mujer que reconoció a Marina.
Me precipito hacia el televisor para subir el volumen mientras Dan Rather entrevista a Lorrie Wallace. Pero no hay sonido, sólo se oyen interferencias.
Por último aparecen mi padre y Lorrie Wallace en la fiesta navideña que Carol Laxalt celebra todos los años. Mi padre está junto a una flor de pascua, estrechando la mano de John Warner.
Y al fondo, bebiendo ponche de una tacita de cristal, aparece E. Fred Palakon. A sus espaldas se alza un gigantesco árbol navideño cuajado de luces.
Yo me llevo una mano a la boca par a reprimir un grito.
Llamo de nuevo a mi hermana.
El teléfono suena tres, cuatro, cinco veces.
Por fin lo coge.
—¿Sally? —Siento un nudo en la garganta que apenas me permite respirar.
—¿Quién es? —pregunta mi hermana recelosa.
—Soy yo, Victor.
—Ya —contesta ella con tono sarcástico. Le ruego que deje de llamar.
—Sally, soy yo, te lo juro —insisto desesperado.
—Es para ti —oigo decir a mi hermana.
Oigo que Sally le pasa el teléfono a otra persona.
—¿Sí? —pregunta una voz.
Escucho atentamente, sin responder.
—¿Sí? —pregunta la voz de nuevo—. Soy Victor Johnson. ¿Quién es? —Silencio.
—Le agradecería que dejara de llamar a mi hermana —ordena la voz—. ¿De acuerdo?
Silencio.
—Adiós —dice la voz.
Un clic.
La comunicación se corta.
Davide quiere estar a solas con la chica. Me da un jersey y me insta a que vaya a dar una vuelta. La chica está sentada en un mullido sofá color tostado, desnuda, fumando un cigarrillo. Me mira, expectante. Yo asiento, aturdido.
Al llegar a la puerta, me vuelvo hacia Davide.
—¿Cómo sabes que volveré?
—Confío en ti —contesta sonriendo, y me pide que me largue ya de una vez.
—¿Por qué? —pregunto.
—Porque no sabrías adónde ir —contesta, gesticulando, sin dejar de sonreír.
Lo dice de una forma tan encantadora que asiento y le doy las gracias.
—Gracias —digo a Davide.
La chica se levanta y se acerca a la cama. De golpe se detiene, vuelve su musculoso cuerpo y susurra algo en italiano al oído de Davide. Davide cierra la puerta con llave.
Bajo en el montacargas, atravieso el vestíbulo y salgo del hotel. Es de noche, las calles están húmedas y por las fachadas de los edificios se deslizan unas gotas, aunque no llueve. Junto a mí circula lentamente un taxi, vacío. Me aparto para dejar pasar a unos patinadores. Presiento que me están filmando. ¿Cuántas señales he pasado por alto?
De regreso en el hotel, una hora más tarde, subo a mi habitación en el montacargas. Recorro lentamente el pasillo desierto. Antes de meter la llave en la cerradura, llamo discretamente a la puerta.
Nadie responde.
Giro la llave en la cerradura y abro la puerta.
Davide yace desnudo en el baño. No presenta ninguna herida grave, pero tiene tantas laceraciones que no me explico qué ha podido ocurrir. El suelo está cubierto de sangre, sembrado de fragmentos de porcelana. En éstas estalla un relámpago que confiere mayor dramatismo a la escena. Ni rastro de la chica. Atormentado por un sentimiento de culpabilidad, me encamino hacia el bar.
En una habitación próxima a mi suite en el Principe di Savoia un técnico de atrezzo carga una mini Uzi de 9 milímetros.
Sinead O’Connor cantaba «The Last Day of Our Acquaintance» y debían de ser las once o la una, o quizá fueran las tres y cuarto. Todos estábamos tumbados alrededor de la piscina de Gianni en su suntuosa mansión de Ocean Drive. Éramos unas veinte personas, hablando por nuestros respectivos móviles y metiéndonos unas rayas. Hacía pocos días que yo había conocido a Chloe. Ella estaba en una tumbona, abrasándose bajo el sol, con los labios hinchados debido a las inyecciones de colágeno. A mí me dolía la cabeza horrores por culpa de la resaca resultado de haber ingerido una docena de daiquiris de mango. Mientras me tomaba una limonada cuya acidez me provocaba ardor de estómago, me fijé en el brillante de cuarenta quilates que lucía Chloe. La frase más repetida era «¿Y qué?». Alguien había visto hacía un rato una cucaracha y todo el mundo andaba sobresaltado. Había un montón de chicos —delgados, con labios carnosos, unos músculos imponentes y pómulos pronuciados—, así como un par de estrellas del rock y un adolescente gay de Palestina que no cesaba de fanfarronear sobre lo genial que se lo había pasado arrojando piedras en Hebrón. Todo esto bajo un cielo sereno azul chicle.
Sinead O’Connor cantaba «The Last Day of Our Acquaintance» y frente a mí había una chica tumbada en una posición tal que se le veía el ano. De vez en cuando se metía la mano en la braguita del bikini y se rascaba el culo, tras lo cual se acercaba los dedos a la nariz y los olía. En la pantalla de un gigantesco televisor Bang & Olufsen que habían instalado junto a la piscina aparecían las imágenes de un episodio de Expediente X que trataba sobre un perro que había sido devorado por una serpiente marina. Por alguna razón todos leían un libro titulado The Amytville Horror y estaban agotados tras haber asistido al estreno de una nueva película titulada Autopsy 18: el tipo inclinado sobre la tabla de espiritismo, la chica que acababa de asistir a una fiesta en casa de Madonna para celebrar el nacimiento de su hija, el niño que jugaba con una cobra adquirida con una tarjeta de crédito robada. Aquella semana se celebraba un importante juicio por un caso de asesinato y los abogados defensores habían logrado convencerme de que la víctima —una niña de siete años a quien el borracho de su padre había matado de una paliza— era culpable de su propia muerte. Alguien había visto a unas sirenas nadando en la piscina antes del amanecer.
—¿Serías capaz de matar a alguien? —oí preguntar a una voz.
Transcurrieron unos momentos antes de que otra voz respondiera:
—Creo que sí.
—¿Y qué? —exclamó otro.
De pronto reparé en un tipo que paseaba a un lobo que jadeaba sujeto a una cadena.
Sinead O’Connor cantaba «The Last Day of Our Acquaintance» y yo había dedicado buena parte de la mañana a recortarme el vello púbico. Todos leían las crónicas sociales en la prensa para comprobar si aparecían en ellas, pero en su mayoría eran unos mediocres que jamás triunfarían. En el baño colgaba un Rauschenberg y en el office un Picasso. El tipo con el que me había acostado la noche anterior —un chico que se parecía a Paul Newman cuando éste tenía veinte años— empezó a hablarme sobre un amigo al que habían asesinado la semana anterior en Maui. De golpe todo el mundo empezó a meter baza y no entendí una palabra de lo que decían ¿Una pequeña discrepancia con un díler? ¿Un importador/exportador indignado? ¿Un encontronazo con un caníbal? A saber. ¿Había tenido una muerte cruel? Lo habían metido en un barril lleno de insectos famélicos. A alguien se le ocurrió hacer una encuesta. En una escala de 1 a 10, ¿qué muerte era la más atroz? ¿Que te metieran en un barril lleno de insectos famélicos? Había opiniones para todos los gustos. Yo creí que iba a desmayarme. Encendí un cigarrillo que me había dado River Phoenix. Empezaba a ser famoso y mi relación con el universo estaba a punto de experimentar un cambio radical.
Sinead O’Connor cantaba «The Last Day of Our Acquaintance» y alguien arrojó las llaves de un Pérgola al propietario de un Mercedes aparcado en el garaje. Hacía un calor asfixiante. En éstas pasó un reactor. Contemplé con envidia el rostro de Bruce Rhinebeck que sonreía desde la portada de una revista. El tipo con el que me había acostado la noche anterior me susurró: «Eres un capullo». Yo le miré «con expresión de incredulidad» y respondí: «¿Y a mí qué?». Estaba tan moreno que mis tetillas incluso habían cambiado de color. Al admirar mi musculoso cuerpo reparé en una mosca que dormitaba sobre mi muslo, y por más que traté de ahuyentarla de un manotazo, el insecto volvía a posar se sobre mí una y otra vez. Un chico brasileño me preguntó cómo había conseguido unos abdominales tan increíbles y me sentí tan halagado que tuve que hacer esfuerzo para concentrarme y responder a su pregunta.
De debajo de una tumbona salió un murciélago herido que empezó a emitir chillidos y a agitar las alas inútilmente; un grupo de chicos formó un corro en torno al animal. El murciélago se retorció en el suelo, boca arriba, y cuando uno de los chicos le propinó un puntapié chilló de nuevo. Otro le golpeó con una rama, levantando un poco de polvo que estaba adherido a la piel del animal. El sol arrancaba destellos del agua de la gigantesca piscina y yo observaba a todo el mundo a través de unos prismáticos. Un criado me trajo un pedazo de tarta de cumpleaños y una lata de Hawaiian Punch que le había pedido. El murciélago se debatía en el suelo, junto a un móvil. Tenía la espina dorsal rota y trataba de morder a todo el que se le acercara. Los adolescentes siguieron atormentándolo. Alguien esgrimió un tenedor.
Nada de esto seguía una pauta. En aquellos momentos Chloe Byrnes no era una persona real para mí. Aquella tarde en la casa de Ocean Drive tomé varias decisiones, entre ellas, acaso la principal: no abandonar jamás este mundo. Al principio me desconcertó lo que pasaba en él en los asuntos del corazón: la gente abandonaba a sus parejas porque eran demasiado viejos, demasiado gordos, demasiado pobres, porque tenían demasiado pelo o eran calvos, porque tenían arrugas, porque no tenían un cuerpo musculoso y duro, no estaban en forma, no eran modernos o no eran ni remotamente famosos. Este era el baremo para elegir un amante. Así se decidía a quién había que ofrecer amistad. Y yo tenía que aceptarlo si quería alcanzar mis metas. Al mirar a Chloe, ella se encogió de hombros. Me fijé en ese gesto. Chloe pronunció en silencio las palabras «Vete… a… paseo». Al borde de las lágrimas —porque me enfrentaba al hecho de que habitábamos en un mundo donde la belleza era considerada una hazaña— me volví y me juré lo siguiente: ser más duro, menos sentimental, mostrarme frío. El futuro comenzó a abrirse ante mí y me concentré en él. En aquel momento tuve la sensación de elevarme sobre la piscina de la villa en Ocean Drive y flotar sobre las palmeras, haciéndome cada vez más pequeño en el vasto firmamento hasta desaparecer por completo. De pronto me invadió una sensación de alivio tan intensa que emití un suspiro.
Uno de los adolescentes se disponía a arrojarse sobre mí, y el chico que se bañaba en la piscina, según comprendí vagamente, podía haberse ahogado y nadie habría reparado en ello. Procuré no pensar en esas cosas y me concentré en el dibujo del traje de baño que lucía Marky Mark. «Quizá más adelante no consiga recordar esta tarde», pensé. En mi interior, una voz fría me aconsejó que la olvidara. Pero me habían presentado a mucha gente interesante y yo estaba haciéndome famoso y en aquellos momentos no comprendí una cosa: si no borraba de mi memoria el recuerdo de esa tarde, si no me marchaba y me olvidaba de Chloe Byrnes, más adelante tendría unas pesadillas en las que recordaría varios fragmentos de esa tarde. Eso fue lo que me dijo la voz fría en mi interior. Eso fue lo que me aseguró. Observé a un chico que rezaba junto al cadáver del murciélago, pero ese gesto me pareció lejano y poco importante. La gente se puso a bailar alrededor del chico que rezaba.
—¿Quieres saber cómo acaba esto? —preguntó Chloe con los ojos cerrados.
Yo asentí.
—Pues compra los derechos —murmuró Chloe.
Me volví para que ella no viera la expresión de mi rostro. Y cuando sonó la atronadora estrofa final de «The Last Day of Our Acquaintance», mi imagen se disipó, solapándose y confundiéndose con otra imagen de mí mismo, años más tarde, sentado en el bar de un hotel de Milán, contemplando un mural.
Me encuentro en el bar del Principe di Savoia, que está desierto, tomándome un vaso de agua y contemplando el mural situado detrás de la barra. En él aparece un extenso prado que se extiende a los pies de una montaña gigantesca, donde unos aldeanos cantan y bailan entre la alta hierba que cubre la ladera sembrada de florecillas blancas de largos tallos. En el cielo despunta el día y el sol se derrama sobre el marco del mural, brillando sobre los pequeños riscos y las densas nubes que rodean la cumbre. Hay un puente tendido sobre un paso que conduce al lugar que uno desee alcanzar más allá de la montaña, pues allí a lo lejos se ve una carretera donde se alzan unos carteles llenos de respuestas: quién, qué, dónde, cuándo, por qué. Yo me precipito hacia adelante pero al mismo tiempo me elevo hacia la cima. Mi sombra se proyecta sobre la escarpada cumbre mientras asciendo por el aire, deslizándome a través de las plomizas nubes, elevándome más y más, propulsado por un viento feroz. Al poco anochece y en el firmamento, sobre la montaña, aparecen unas estrellas rutilantes que giran sin cesar:
Las estrellas son reales.
El futuro es esa montaña.