16

Todo lo que rodea el barco es de color gris o azul oscuro; nada llama la atención. Una o dos veces al día aparece una estrecha franja blanca en el horizonte, pero queda tan lejos que no se sabe si es tierra o cielo. Es imposible creer que en este firmamento plano, de un gris pizarra, en un océano tan inmenso y en calma palpite algún tipo de vida; resulta inverosímil que en semejante limbo exista ningún ser que respire. Bajo la superficie, los movimientos son tan leves, que parecen pequeños accidentes, momentos fugaces e insignificantes, incidentes nimios que no debieron llegar a ocurrir; en el cielo no hay ni rastro del sol —el aire parece vagamente transparente y desechable, con la textura de un kleenex—, sólo un brillante resplandor. Mientras navegamos, sopla un viento constante, ingrávido, y el barco deja en el agua una estela azul jacuzzi que se esfuma al cabo de unos minutos para acabar convirtiéndose en el tedioso manto gris que cubre cuanto rodea el barco. Un día aparece un arco iris de lo más normalito y reparas en él vagamente, mientras sigues pensando en las enormes sumas de dinero que la gira de los Kiss ha generado este verano; o una ballena se desliza por estribor, agitando la aleta, haciéndose la interesante. Es fácil sentirse seguro, que la gente te mire y crea que alguien se dirige a alguna parte. Rodeado de tanto espacio monótono, sin que nada te impresione, cinco días se convierten en una eternidad.

15

Embarqué en el Queen Elizabeth II luciendo todavía el esmoquin de Comme de Garçons. Cuando el chófer que me envió Palakon me dejó en la terminal de pasajeros situada en la calle 50 Oeste, me subí al barco con un colocón bestial, por decir que sólo recuerdo unas imágenes imprecisas que ni siquiera pueden calificarse de montaje… globos rojos, blancos y azules flotando en el aire; multitud de fotógrafos que tomé por paparazzi, aunque en realidad no lo eran; un mozo asegurándome que encontraría mi equipaje —unas maletas Gucci desteñidas que había hecho deprisa y corriendo— en el camarote cuando consiguiera (si conseguía) llegar a él; un grupo tocando «The Lambeth Walk». En medio de aquella bruma reparé vagamente en que alguien se había ocupado de todo, pues pasé los trámites de embarque —seguridad, pasaporte, entrega de una Tarjeta Oro Queen Elizabeth II— rápidamente y sin mayores sobresaltos. De todas formas, seguía sintiéndome tan exhausto que a duras penas logré subir por la pasarela, y eso sólo gracias a un par de ayudantes de producción vestidos como extras, uno a cada lado, y un espresso triple del Starbucks, ingerido por obligación, mientras el grupo atacaba una trepidante versión de «Anything Goes».

Al llegar al camarote abrí un botellín de Perrier-Jouët, gentileza de la casa, me tragué dos Xanax desmenuzados y me dejé caer en una amplia y mullida butaca. Los ojos me escocían de tan resecos, y tuve que entornar los párpados para observar cuanto me rodeaba: un teléfono, un minibar, una cama pasable y unas cestas de fruta y flores frescas que contemplé malhumorado. Impasible, me fijé en un televisor y lo conecté con un mando a distancia que tardé quince minutos en encontrar, aunque el chisme reposaba sobre la tele (un lugar poco visible, a mi entender). Traté de enfocar la vista y leí una carta de bienvenida a bordo, pero al ver una invitación solicitando mi presencia para tomar una copa con el «director del crucero» tuve un ataque de ansiedad. Mi camarera, una inglesita la mar de mona, una especie de Courtney Cox en miniatura, me dijo su nombre para lo que quisiera mandar; y al observar mi nuevo abrigo, un holgado modelo de Versace de paño color naranja que yo había sacado de la maleta y arrojado sobre la cama, sonrió muy ufana.

—Veo que ya se ha familiarizado con su chaleco salvavidas —observó.

Yo farfullé lo que se supone que debía farfullar a esas alturas, que me parece que fue: «Respétate a ti misma, guapa», y me quedé mirándola fijamente hasta que la chica se fue y yo volví a caer en mi letargo.

Cuando zarpamos, me envolví la cabeza en una toalla esponjosa, vertí unas cuantas lágrimas de cocodrilo y utilicé una de las lociones de regalo que hallé al entrar trastabillando en el baño para hacerme una paja, pero estaba demasiado machacado para fantasear sobre Lauren Hynde o Chloe Byrnes o, ya puestos, también sobre Gwen Stefani. La pantalla de la tele mostró unas imágenes en directo del horizonte desde la proa del barco y los rascacielos empezaron a desfilar. En éstas nos deslizamos bajo Verrazano Bridge, el cielo comenzó a oscurecerse dando paso a otro mundo, como suele ocurrir en estas ocasiones, y tuve unos sueños que más tarde no logré recordar: emití diversos ruidos a lo Bart Simpson, Heather Locklear era una azafata, besé e hice las paces con Chris O’Donnell, el sonido era un remix de los Toad the Wet Sprocket, los efectos especiales me parecieron cojonudos y los productores habían contratado a un montador de primer orden para que la secuencia quedara perfecta. Luego la cámara empezó a acercarse más y más al sombrero negro que me había dado Lauren Hynde, hasta que la imagen quedó distorsionada al enfocar la diminuta rosa roja.

14

Viví los primeros dos días «en alta mar» sumido en un letargo, tratando de recuperarme. ¿Era sábado? ¿Martes? ¿Qué más me daba que fuera sábado o martes? Lo compensé durmiendo a pierna suelta, hasta que una mañana sonaron las alarmas a eso de las doce y me desperté presa del pánico, tras imponerse la realidad de que el artículo de Details no iba a ser un bombazo. Recuerdo vagamente algo sobre unos simulacros de salvamento. La noche anterior, cuando regresaba de una triste cena en solitario en el Queen’s Grill, me encontré un recordatorio que habían deslizado por debajo de la puerta, aunque apenas reparé en él. Hecho polvo, me puse el chaleco salvavidas que hallé en una especie de ataúd en el baño, busqué a toda prisa mis gafas de sol, recorrí a paso ligero docenas de pasillos desiertos con una resaca de órdago, y bajé dos tramos de escaleras tratando de seguir las instrucciones que figuraban en un plano mal fotocopiado. Finalmente di con una cubierta atestada de vejestorios formando corrillos que me miraron con cara de pocos amigos, irritados por mi tardanza.

—Venga ya, denme un respiro —murmuré, y luego seguí con mis farfulleos.

—Está del revés, hijo —me informó un oficial, que tironeó del chaleco salvavidas que yo había enfundado medio dormido para desabrocharlo—. No se preocupe —dijo, mientras iba dándome unas palmaditas en el hombro cada vez que yo esbozaba la enésima mueca de disgusto—, lo más seguro es que no lo necesite.

Yo le ofrecí un Mentos y le comenté que era igualito a Karl Loder, cosa que no era cierta.

Deambulé por el barco manteniéndome en pie gracias a mis reservas de Xanax y pedí hora para un masaje, cita a la que llegué a tiempo sólo de milagro. Ensayé un poco, logré descifrar un par de escenas, pero ya habían sido rodadas, alguien incluso había escrito una crítica favorable en la prensa, de modo que todo el asunto podía considerarse como una miserable pérdida de tiempo. Había viejos y japoneses por todas partes, en el Queen’s Grill llegaron a rodearme mientras yo cenaba, triste y solo, sin dejar de hojear un ejemplar de Interview del mes anterior porque salían unas flamantes fotos tomadas por Jurgin Teller en las que aparecía Daniela Pestova contemplando un plato de rollitos de primavera, llena de moretones y cicatrices, con vello en los sobacos y guapísima, y una panda de inútiles tumbados ante unos 7-Elevens vacíos en una improbable escena crepuscular en un lugar del «interior». No sé cómo pude contener las lágrimas al pensar que ése hubiese debido ser yo.

La única película que ponían en el auditorio del barco, equipado con sistema Dolby, era Parque Jurásico, de modo que siempre acababa en el casino, donde me jugaba a lo tonto el dinero que me había dado Palakon. Llegué a perder mil dólares en la mesa del 21 en cuestión de minutos. El Queen’s Lounge estaba repleto de parejas de vejetes sentados en unos sofás larguísimos que se hacían la picha un lío con unos gigantescos puzzles. Yo me perdía siempre y nunca encontraba nada ni por casualidad. Cuando por fin lograba ubicar alguno de los múltiples bares del barco, me tomaba un mai tai o cuatro y me fumaba todo un paquete de cigarrillos hasta que recobraba las fuerzas para seguir tratando de ubicar mi camarote. De puro aburrimiento, en uno de esos bares me puse a coquetear con un joven alemán, pero el idilio se rompió cuando me propuso en voz baja que al día siguiente le acompañara al gimnasio —«da voorkoot stashoon»—, invitación que decliné con educación alegando que acababa de recuperarme de un ataque cardíaco brutal. Su respuesta: «¿Ja?».

Me encontraba flotando junto al borde de la gigantesca piscina de hidromasaje del spa, cuando vi de nuevo al alemán de marras, tras lo cual me dirigí perezosamente hacia la piscina de lasoterapia. Cuando le vi acercarse luciendo un tanga plateado con una confianza que daba asco, me metí apresuradamente en un cubículo privado para hacer inhalaciones, donde me entretuve fantaseando con el destino que le iba a dar a los trescientos mil dólares que F. Fred Palakon me había ofrecido para dar con Jamie Fields. Se me ocurrieron tantas posibles aplicaciones, que a punto estuve de perder el conocimiento y tuvieron que reanimarme con un masaje facial y una sesión de aromaterapia administrados por un tipo que parecía el Guardián de la Cripta, mientras una versión edulcorada de «Hooked on a Feeling» sonaba a través del hilo musical del spa.

De vez en cuando se reunía el equipo de rodaje y la cámara me seguía a una distancia discreta, mostrando mayormente imágenes de Victor en la cubierta principal, apoyado en la barandilla de estribor, tratando de encender un cigarrillo (alguno que otro de marihuana), con las gafas de sol puestas y luciendo una fantástica cazadora de cuero de Armani. Me indicaron que pusiera cara de pena, como si echara de menos a Lauren Hynde, como si me arrepintiera de la forma en que había tratado a Chloe, como si mi mundo se desmoronara. Me dijeron que intentara localizar a Lauren en la casa de Damien en Miami, y me dieron el nombre de un célebre hotel, pero yo fingí sentirme mareado y tuvieron que eliminar esas escenas, que de todos modos no venían a cuento.

De fondo sonaba «Crash into Me» interpretada por el grupo de Dave Matthews. No es que la letra tuviera nada que ver con las imágenes, pero resultaba «evocadora», creaba «ambiente», «sintetizaba» lo que pretendíamos transmitir, confería a la secuencia unas «connotaciones emocionales» que, supongo, nosotros éramos incapaces de captar. Al principio pensé ¿qué más da?, pero cuando sugerí otra música, concretamente «Hurt», de los Nine Inch Nails, alegaron que los derechos eran prohibitivos y que la canción era demasiado «siniestra» para esta secuencia. Cuando comenté que me parecía imposible que las cosas pudieran ponerse más siniestras de lo que lo estaban, replicaron; «No tienes ni idea de lo siniestras que se ponen las cosas, Victor», tras lo cual me dejaron solo.

—A mí… me gusta la juerga —murmuré a nadie en concreto.

Pasó ante mí un número incalculable de vejestorios, renqueando a lo largo de kilómetros de pasillo, trepando lentamente por docenas de amplias escalinatas, paseándose por cubierta, fingiendo que no estaban perdidos mientras el barco continuaba su travesía.

13

La segunda noche del crucero consumí otra aburrida cena en el Queen’s Grill. El sumiller, con el que había trabado cierta amistad al pedir una botella semidecente de vino tinto de doscientos dólares, me preguntó si me apetecía unirme a la familia Mashioki en la mesa del capitán en lugar de cenar solo. Expliqué a Bernard que era imposible, insinuando haber cometido una indiscreción con la hija mayor de los Mashioki, una adolescente gorda y taciturna que siempre rondaba junto a la perrera del barco, luciendo una camiseta que decía ARRIBA ESOS ÁNIMOS, para visitar a su «gato». El sumiller asintió con aire grave, me sirvió otra lata pequeña de beluga, me recomendó el foie-gras y siguió ocupándose de sus asuntos, mientras yo adoptaba mi habitual pose indolente.

Más tarde me dejé otros mil dólares de los que me había dado Palakon en la mesa del 21 y me encontré con Felix, el cámara, en el Captain’s Bar, acomodado ante una gigantesca copa de brandy y fumando un Gauloise tras otro.

Tomé asiento a su lado y mantuvimos la «siniestra» conversación o de rigor.

—¿Qué hay? —le saludé después de pedir un botellín de champán, calculo que el décimo de la velada—. Tú eres el cámara, ¿no?

—Eso dicen —respondió Felix con un marcado acento difícil de identificar.

—Por algo debe ser. ¿Cómo van las cosas? Me gustaría conocer tu opinión profesional.

—Mejor que la última cinta que rodé —masculló Felix.

—¿De qué iba?

—Era una película titulada ¡Chiss! El pulpo. —Felix hizo una pausa—. Era la tercera entrega de una serie que empezó Ted Turner con Cuidado con el pulpo y ¡Horror! ¡El pulpo! La cuarta entrega lleva el título provisional de Alejaos de ese pulpo. —Felix suspiró de nuevo, distraído, y se quedó mirando fijamente su copa de brandy—. La tercera tenía un reparto de narices. Una Kristin Scott Thomas tope amargada, un Alan Alda tan amargado como ella, y Al Sharpton en el papel de padre de Whitney Houston, un arponero amargado a más no poder. —Felix hizo otra pausa—. La primera víctima del pulpo es David Hasselhoff. —Pausa—. Irónico, ¿no?

Se produjo un largo silencio durante el cual traté de digerir esa información.

—¿Así que… el pulpo se llama… Chiis? —balbuceé, algo confundido.

Felix me miró, luego suspiró e indicó al camarero que le sirviera otra copa, aunque aún no se había terminado la que tenía delante.

—¿Qué te parece mi trabajo? —pregunté, confiando en obtener una respuesta favorable.

—Bien, bien —suspiró Felix. Acto seguido hizo otra pausa antes de agregar, articulando lentamente cada palabra—: Tienes una especie de… fabulosidad… inefable… ¡Dios mío! —se lamentó antes de apoyar la frente en la barra.

Miré a mi alrededor, sin prestar atención a esa faux-angst que emanaba el cámara.

—No puede decirse que esto sea el paraíso de los ligues, desde luego.

—Ya va siendo hora de que renuncies a tus estúpidos sueños, Victor —me espetó Felix con severidad, alzando la cabeza de la barra—. Tu mundo es bastante limitado.

—¿Se puede saber a qué viene eso?

—¿No has leído el resto del guión? —preguntó Felix—. ¿No sabes lo que te va a pasar?

—Venga, hombre, esta peli ya está más que terminada. —Empezó a apoderarse de mí una extraña inquietud. Deseaba largarme de allí—. Las cosas no pueden ir mejor. Todo funciona como una seda, tío.

—Prepárate —insistió Felix—. Debes estar preparado. —Apuró el resto de su copa y miró fijamente al camarero mientras éste le servía otro brandy—. Es preciso que estés atento.

—Esto es, increíble, oye —comenté con un bostezo—. Me largo con mi champán a otra parte.

—Victor —me llamó Felix—. Las cosas se van a poner ligeramente… esto, peligrosas.

—¿Pero qué dices? Lo que hay que oír. —Solté un suspiro y me bajé del taburete—. Tú procura que la iluminación me favorezca y no me hagas ninguna putada.

—Me preocupa que el proyecto… fracase —repuso el cámara, y apuró otro trago de brandy—. Los guionistas dan la impresión de ir improvisando a medida que avanza la película, un método que yo mismo solía utilizar. Pero en este caso…

—Me largo con mi champán a otra parte —repetí, lanzándole una ficha de cien dólares del casino.

—Me temo que todo esto acabará desmadrándose —declaró Felix con firmeza antes de que me marchara.

Una vez en la cama se me ocurrió la sensata idea de fumarme un imponente porro mientras escuchaba en mi Walkman una cinta pirata de los Nirvana que me había prestado Jerry Harrington. Las imágenes en directo del barco deslizándose a través de la oscuridad emitidas por la tele eran la única luz del camarote, mientras la voz de un tipo que estaba muerto me arrollaba, todo ello intercalado con diversos sueños y rematado por una voz gritona que luego se fue apagando poco a poco: ¿hola?, ¿hola?, ¿hola?

12

Otro día soleado y semitemplado, pero sopla un viento de proa constante. Yo me paseo a mis anchas alrededor de la piscina, sosteniendo una toalla y luciendo una barba de dos días tipo estrella del rock, una camiseta ceñida de Gap y unas gafas de sol que me he bajado para mirar a la chica a lo Juliette Binoche total si Juliette Binoche fuera rubia y de Darien Connecticut, que está tendida en una de las veinte tumbonas colocadas en hilera: alta, un cuerpazo, con unos abdominales increíbles, un poco demasiado musculosa, aunque la dureza se ve compensada por unas tetas grandes y mullidas apenas veladas por un top de gasa, y las típicas piernas de fábula de una apasionada del gimnasio que se perfilan bajo un pantalón pirata con estampado de leopardo. Junto a ella, una mesa con varios ejemplares de Vogue, Details, un W en el que aparecemos Chloe y yo, Vanity Fair y Harper’s Bazaar, sobre los que ha colocado una jarrita de té helado para impedir que salgan volando y caigan por la borda. Yo me introduzco en su campo visual, sin quitar ojo a mi presa. En éstas que la chica se pone a rebuscar en una enorme bolsa Chanel y se le cae la máscara de pestañas. Yo me inclino para recogerla con un galante gesto muy ensayado que me sale de maravilla.

Cuando ella me da las gracias tímidamente, su voz me resulta familiar. La chica saca una cajetilla de Silk Cuts de la bolsa Chanel y enciende un cigarrillo con movimientos fluidos, lo cual me da pie para instalarme en la tumbona junto a ella.

—Vete, por favor —dice la joven alzando la voz porque lleva puestos los auriculares de un Walkman.

Me fijo en la carátula de la nueva cinta de Tricky que asoma por la bolsa Chanel y repaso mentalmente el último cedé de Tricky, las críticas que he leído de unos conciertos de Tricky y cualquier otro detalle sobre Tricky de mi pasado que me dispongo a utilizar con la chica a lo Juliette Binoche total.

Aunque hace demasiado frío para prescindir de la camiseta —que apenas logra ocultar nada—, me la quito sin desprenderme de las gafas de sol, extiendo la toalla y me tumbo flexionando los abdominales para atraer la atención de mi objetivo. Está leyendo un libro en cuya portada figura el nombre de MARTIN AMIS en grandes letras negras. Confío en que no sea otro miembro de Amnistía Internacional. En éstas aparece un camarero y le pido una cerveza light y una botella grande de agua mineral, que él se apresura a servirme. Le doy una propina y el camarero desaparece.

Cuando la chica se quita los auriculares del Walkman recuerdo una frase al uso e inicio mi estrategia.

—Oye, ¿no nos conocemos? Sí, me parece que fue en la barbacoa que organizó Kevin Aucoin en Nueva York.

Ella se quita las gafas de sol, aplasta el cigarrillo en un cenicero, sonríe sin achicar los ojos y responde:

—No creo.

—Entonces, ¿de qué te conozco? —insisto—. Tu cara me suena mucho. —Me giro de lado y la contemplo con admiración—. Aunque a lo mejor se debe a que eres la única persona en este barco que nació en la misma década que yo.

De pronto, algo nos distrae. Junto a la barandilla hay una pareja de pie: guapos, cuarentones, vestidos con ropa de baño cara que pone de manifiesto su excelente forma. El hombre enfoca con su videocámara a la mujer mientras ella adopta unas posturitas un tanto forzadas contra el telón de fondo del mar que se desliza lentamente. De vez en cuando dirigen la vista hacia donde estoy tumbado. La mujer tiene una expresión dura, casi severa, que se tranforma en una sonrisa que más bien parece una mueca en cuanto me pilla observándola. El hombre tiene pinta de imbécil y no le hago ni puto caso.

—¿Son tus padres? —pregunto a la chica, señalando a la pareja de cuarentones.

—No, mis padres están en Estados Unidos —responde ella, y se vuelve para mirar al hombre y la mujer. Ambos salen de su campo visual cuando reparan que la chica los está observando—. En realidad conozco a Kevin Aucoin. Pero no me ha invitado a ninguna de sus soirées.

—Son bastante divertidas —comento, más animado—. Suele ir todo el mundo: Cindy, Linda, Kate y las Sandras: Bullock, Bernhard y Gallin. En una de esas soirées conocí a Sheryl Crow.

—Veo que tú también eres todo un personaje, ¿no? —pregunta la chica.

—Cuasifamoso —respondo, encogiéndome de hombros.

La chica me ofrece una sonrisa que no parece fingida.

—Quizá nos hayamos visto en algún pase de modelos para vips —sugiero—. Es posible que nos hayamos tropezado en el salón principal del Doppelganger o en el Jet Lounge. O que hayamos tomado unas copas en algún preestreno sin reparar el uno en el otro, ¿no crees?

Arqueo la cejas tratando de asumir una expresión falsamente lasciva, pero la chica no le ve la gracia. De pronto su rostro revela cierto nerviosismo.

—No serás fotógrafo, ¿verdad?

—No, no, tranquila.

Al cabo de unos momentos levanto la jarra de té helado que ella estaba tomando, abro el W por la sección de cotilleos y le muestro una foto en la que aparecemos Chloe y yo en un estreno en el Radio City Music Hall. Le tiendo la revista por encima de la mesa. La chica mira fijamente la página, me observa y examina de nuevo la foto.

—¿Eres… Christian Slater? —pregunta, algo confusa.

—No, soy el que aparece más abajo.

—Ah.

Me palpo la cara.

—¿De verdad tengo la cabeza tan grande? —pregunto preocupado.

La chica se concentra en la foto en cuestión: Chloe finge mirarme arrobada mientras yo contemplo fijamente el objetivo de los paparazzi.

—Sí, pareces tú —asiente—. Y ésa es Chloe Byrnes, ¿no?

—Salgo con ella —respondo, aunque me apresuro a precisar—: Es decir, salía con ella.

—Yo salía con Peter Morton. —Me devuelve la revista—. Peter Morton y yo también aparecíamos en el papel cuché.

—¿Te refieres a que estamos en el mismo barco? —pregunto.

—Pues sí, más o menos —contesta la chica, gesticulando y entornando los ojos como si no supiera qué decir.

—Sí. —Suelto una risita más falsa imposible—. La verdad es que sí.

—Marina —se presenta ella—. Marina Cannon.

—Qué tal, Victor Ward. —Hago una pausa para conseguir mayor efectismo. Luego le tiendo la mano y ella la estrecha con delicadeza—. ¿Y se puede saber adónde te diriges?

—A París —responde—. Aunque primero me pasaré por Cherburgo.

—¿Por qué a París? —pregunto—. Aunque, claro, ¿por qué no? —añado luego con aire de quien está de vuelta de todo.

—Oh. —Ella se detiene, observa la aburrida extensión de agua negra y prosigue—: Digamos que ciertos individuos no cumplen sus promesas. Eso es todo.

De inmediato intuyo problemas sentimentales y me lanzo hábilmente al ataque:

—¿Cómo se llama? —pregunto como si tal cosa.

—Gavin —responde ella, un poco turbada pero sin dejar de sonreír.

Yo simulo que me estremezco.

—No me fiaría de un tío que se llama Gavin por nada del mundo —comento, haciendo otra mueca de mentirijillas y manteniendo la expresión hasta que la chica repara en ella. Luego pregunto por preguntar—: ¿Dónde está ese tal Gavin?

—En Pamplona, con los toros[52] —contesta secamente.

—¿Es un jugador de baloncesto? —pregunto sintiendo que mis esperanzas se vienen abajo—. Creí que los Bulls eran de Chicago. La chica me mira y una chispa de pánico asoma en sus ojos. En éstas aparece el joven gay alemán luciendo una camiseta de la gira de Garth Brooks y unas Nikes negras. Al verme pone rumbo hacia mí en línea recta y yo me hago el dormido. Noto una sombra sobre mi rostro y al cabo de unos momentos oigo unos pasos que se alejan. Tras dejar pasar un tiempo prudencial, abro los ojos. La piscina está repleta de japoneses. De repente suena la sirena del mediodía. Último parte sobre los vejestorios: están en todas partes.

—Un tipo acaba de… inspeccionarte —me informa Marina.

—Es un fan. Un pelmazo —contesto encogiéndome de hombros—. Es un palo, pero ya estoy acostumbrado. ¿Y tú a qué te dedicas?

—Soy modelo a tiempo parcial —responde Marina sin darle importancia.

Yo me incorporo y me vuelvo hacia ella, pero me doy cuenta en el acto de que el gesto es un tanto precipitado y agarro el encendedor.

—Hago algunas cosillas aquí y allá —agrega Marina, qué es consciente de todos mis gestos.

—¡Qué increíble! —comento—. Tía, sabía que eras modelo. Me di cuenta enseguida. ¡Total!

—Bueno, no llego a la altura de Chloe Byrnes, pero no me quejo.

—Sí, Chloe… —suspiro con aire melancólico.

—Lo siento —dice Marina. Luego, en vista de que yo me quedo callado, añade—: Voy a visitar a unos amigos y a hacer un poco de turismo.

—Sí, sí, sí. Perfecto: hay que ver mundo, tía.

—¿Y tú por qué te has embarcado en este crucero? ¿Te da miedo el avión?

—Vi La aventura del Poseidón veinte veces cuando era un niño pequeño y asustado de todo —le explico—. En esa película oí una de las mejores frases de la historia del cine: «¡Dios mío! ¡Se nos viene encima un muro de agua!».

Mis palabras dejan a Marina boquiabierta. Tras una larga pausa pregunta:

—¿Ésa… es tu respuesta?

—Voy a Londres para encontrarme con una amiga —me apresuro a contestar. La miro con ojos libidinosos y añado—: Pero no tengo prisa.

—¿Por qué vas en busca de esa amiga?

Off the record? Es una historia muy larga.

—Yo diría que el tiempo no es algo de lo que andemos escasos, precisamente.

—Sí, bueno. Pues resulta que yo iba a presentar un programa de la MTV…

—No me digas —me anima la chica, que se instala cómodamente en la tumbona—. ¿De qué iba?

Yo respondo sin titubeos:

—De mí. De mi vida, ya sabes, lo que hago en un día cualquiera.

—Ya… —contesta ella un tanto desinteresada.

—Estaba harto de tanto trajín, de tantos pases y sesiones de fotos… Esto de ser cuasifamoso es un agobio que ni te cuento de modo que —respiro hondo para dar mayor énfasis a mis palabras— decidí plantarlo todo y pensé, hombre, Europa no está tan lejos. Pero no quería participar en la movida de Praga. No me apetecía sentarme en un enmohecido café con mi book y aguantar que me asedien las tías de la escuela de diseño de Rhode Island. Quería escribir poesías y filmar unos vídeos…, dejar atrás todos esos rollos del ciberespacio. Recargar las pilas… Volver a mis raíces. Gotta get back, back to my roots.[53] —Bebo un trago de cerveza, convencido de que la he impresionado—. De vez en cuando hay que regresar a la realidad, a nuestras raíces.

—¿Tu familia es europea? —pregunta Marina.

—Esto, no estoy seguro. Quiero decir que me parece que tenemos raíces allí. —Hago una pausa—. Europa. —Otra pausa—. De verdad, tía, lo que necesito ahora mismo es un mínimo de honradez.

Marina no dice nada.

—Esto es difícil, un auténtico palo, ¿sabes? —Suspiro—. Estoy empezando a adaptarme al hecho de no tener que zafarme de los cazadores de autógrafos y aún no me acostumbro a esta nueva situación. ¿No ves? Es que tengo los nervios de punta. Imagínate, hasta me ha dado un tic. —Hago una pausa y bebo otro trago de cerveza con aire pensativo—. ¿Sabes quién soy en estos momentos? —Abro de nuevo el W y le muestro la foto en la que aparecemos Chloe y yo en el estreno del Radio City, pero tapo sutilmente con el pulgar el rostro de Chloe.

—No acabo de ubicarte —responde Marina—. Pero me suena haber visto tu cara en alguna parte.

—El mes pasado aparecí en la portada del YouthQuake —le explico.

—¿También eres actor? —pregunta Marina.

—Sí. Sé reír, aplaudir, soltar una exclamación de asombro, todo con una espontaneidad muy convincente ¿Te he impresionado?

—No, si al final te van a dar el Oscar al mejor actor secundario —contesta ella sonriendo.

—Gracias —respondo. Luego exclamo fingiendo una especie de síncope—: ¿Has dicho secundario?

Observo a la pareja de cuarentones, que charlan con el director; un tipo con pinta de ser un cretino integral, y me percato de que Marina también se ha fijado en ellos. Al notar que le estamos mirando, el hombre vuelve la cara y hace un gesto al director, que no creo que se haya dado cuenta de nada. Los tres siguen murmurando, como si estuvieran tramando algo.

—¿Quién es esa chica a la que vas a ver? —pregunta Marina.

—Una compañera de clase.

—¿Y dónde estudiaste?

—¿Te refieres al instituto? En el Camden College.

—¿Y luego?

—Bueno, en realidad… —hago una pausa—, lo dejé ahí.

—Debe de ser una persona muy importante para ti.

—Sí, claro… ella, esto…, sí. —Alzo la vista y entorno los párpados para contemplar el cielo, que tiene un aspecto raro, casi como si no existiera—. Creo que le hago un favor, esto, yendo a buscarla.

—Camden —murmura Marina—. Conozco a un par de personas que estudiaron en Camden. —Tras reflexionar unos instantes suelta—: ¿Katrina Svenson?

—Sí, claro —asiento—. Una estupenda jugadora de baloncesto.

—¿Paul Denton?

—Sí, hombre, Paulie, Paulie, Paulie.

—¿Sam Bateman?

—Ah, sí; éramos amigos.

—Pues la verdad, a mí me parece un tipo bastante repugnante.

—Oye, me alegro de que lo digas, porque en el fondo estoy completamente de acuerdo contigo.

Observo que el director se ha alejado y que los cuarentones vestidos con ropa de playa cara se acercan a nosotros. Al volverme hacia Marina compruebo que ha recogido sus revistas y su Walkman, y lo ha guardado todo en la bolsa Chanel. Tiene un cutis impecable y exhala un aroma floral que me impregna y me emborracha.

—Hey, ¿qué pasa? —pregunto—. ¿Adónde vas?

—Perdona que te deje plantado. —Se levanta—. Me siento como desnuda —añade mientras recoge la toalla.

—Hum, esto, ¿y si quedamos para…? —empiezo a decir.

—Encantada de conocerte, Victor —me interrumpe Marina, que sigue guardando todas sus cosas—. Te deseo una agradable travesía.

—Oye, espera un momento, mujer —insisto levantándome también—. ¿Quedamos para cenar?

—Llámame. Estoy en el camarote 402, cubierta 3. —Marina se aleja ofreciéndome una breve despedida con la mano sin volverse. Luego desaparece.

De repente siento frío y vuelvo a ponerme la camiseta de Gap. Dejo la toalla sobre la tumbona y decido seguir a Marina, para ver si cae lo de la cena, para consolidar nuestra relación tan genial, para preguntarle si es que la he molestado, si no me he portado como un caballero, si me he pasado o si por aquellas cosas de la vida conoce a Chloe. Me horripila que se entere de cómo me lo monto con las tías, pero la pareja de cuarentones se acerca rápidamente hacia mí antes de que yo consiga escapar. Parecen mayores de lo que supuse al principio y me entretengo doblando la toalla como un imbécil, de espaldas a ellos, confiando en que no me pidan que filme un aburrido mensaje para sus amigos con las minicumbres nevadas que relucen débilmente en el horizonte como fondo.

—¿Victor Johnson? —pregunta el hombre a mis espaldas con acento inglés—. ¿O eres Victor Ward?

Dejo caer la toalla sobre la tumbona y me vuelvo, quitándome las gafas de sol y esbozando una radiante sonrisa.

—Sí —confieso con un hormigueo de emoción.

—Supongo que no nos recordarás —dice el hombre—. Soy Stephen Wallace y ésta es mi mujer, Lorrie. —Estrecho la mano que me tiende y mientras saludo a Lorrie Stephen, el hombre apostilla—: Somos amigos de tu padre.

Suelto la mano de Lorrie y siento que la emoción que experimenté hace unos momentos se evapora como por arte de magia. Vuelvo a calarme las gafas y recojo la toalla.

—¿Ah, sí? —me limito a responder, aspirando aire por la nariz.

—Sí, conocimos a tus padres cuando vivían en Washington —me explica Stephen—. En Georgetown.

—Genial, oye —contesto sin el menor entusiasmo—. No me habréis filmado para algún programa de cámara oculta.

Los Wallace se carcajean con ganas y de pronto recuerdo una cita inexistente.

—La última vez que te vimos debías de tener… —Stephen se detiene y mira a Lorrie para que le eche un cable—. ¿Qué serían? ¿Nueve? ¿Diez años?

—No, pero qué dices. Si fue mucho antes —tercia la mujer, ladeando la cabeza, consultando el cielo.

—¿En qué año se mudó tu padre de Washington a Nueva York? —pregunta Stephen.

—El mismo año en que murió mi madre. —Me paso la mano por el pelo y observo al camarero mientras retira la jarra de té medio vacía que se ha tomado Marina y mi cerveza, sin darme tiempo a agarrarla para tener las manos ocupadas con algo.

—Ah, sí; es cierto —murmura el hombre meneando la cabeza con cara de pena.

La mujer me ofrece una generosa sonrisa de condolencia.

—No os preocupéis —digo—. No me gusta recordar el pasado.

—¿Fue el año en que tú…? —Stephen se atasca de nuevo—. ¿Dónde estudiaste?

—En Camden, ¿no? —dice la mujer, no muy convencida.

—Sí, mi madre murió mientras yo estaba interno en Camden —respondo—. Claro que ya llevaba mucho tiempo enferma. —Los miro fijamente, tratando de hacerles comprender que ya no me importa. Lo que sí me tiene sumido en un mar de angustia es haber olvidado el apellido de Marina, el número de su camarote, en qué cubierta está.

—La última vez que te vimos eras prácticamente un bebé —comenta el hombre con una risita, supongo que más que nada para cambiar de tema—. Seguramente no te acuerdas. Fue en una cena para recaudar fondos en la casa de tus padres de Georgetown.

—Sí, ahora que lo decís, tengo un vago recuerdo —contesto tras simular una profunda reflexión llevándome una mano a la frente.

—El mes pasado vimos a tu padre en Washington —prosigue Lorrie.

—Genial —contesto.

—Estaba cenando en un restaurante nuevo en Prospect Street con Sam Nunn, Glen Luchford, Jerome Bunnouvrier y Katharine Graham, además de dos expertos en medicina forense pertenecientes al equipo del juicio de O. J. Simpson.

—¡Santo Dios! ¡Lástima no haber estado allí! —me lamento—. Menuda juerga debieron de correrse. Bueno, lo siento, pero tengo que irme volando.

—¿Cómo está tu hermana? —pregunta Lorrie.

—Fenomenal. También vive en Washington. —No logro parecer muy convencido—. En serio, tengo que marcharme.

—¿Adónde te diriges? —inquiere Stephen.

—¿Ahora? A mi camarote —contesto.

—No, me refería a Europa —recalca Stephen.

Lorrie me mira con una cálida sonrisa que me envía unas vibraciones decididamente cachondas.

—Creo que a París. En realidad primero me pasaré por Cherburgo y luego, esto…, iré a París.

La mujer mira inmediatamente a su marido, pero reacciona con torpeza y el director tiene que filmar la escena cuatro veces antes de seguir con el resto de la secuencia. «¡Motor!», grita una y otra vez mientras al fondo los extras vuelven a ocupar su lugar: ancianos formando corrillos y japoneses bañándose en la piscina.

—Vaya, vaya. ¿Y qué te lleva a París? —pregunta Stephen.

—Esto, voy a fotografiar la tumba de Jim Morrison para… la revista Us y… después, ejem… —Hago una pausa para dar mayor énfasis a mis palabras y añado—: Visitaré la torre Eiffel, que todo el mundo dice que no debo perderme, de modo que… —Otra pausa—. También dicen que la euromovida gótica es tremenda, así que aprovecharé para echarle un vistazo…

Los Wallace me miran con cara de pasmo.

—¿Dónde vas a hospedarte en París? —pregunta Lorrie por fin tras un carraspeo.

Repaso mentalmente los hoteles en los que me alojé con Chloe y, evitando lo obvio, elijo el hotel La Villa.

—Ah, sí, en la Rue Jacob, junto al Boulevard Saint-Germain —dice Lorrie.

—Has acertado —respondo apuntándole con un dedo en plan simpático—. Bueno, tengo que irme.

—¿Esa joven era tu compañera de viaje? —inquiere Stephen, indicando la tumbona que había ocupado Marina.

Como no sabía qué responder, salgo del paso diciendo:

—No, no. Viajo solo.

—Ah, pues pensaba que estabais juntos —comenta Stephen, sonriendo.

—Bueno, quién sabe —contesto riéndome. Adopto una posturita la mar de cinematográfica, pero al cabo de unos momentos me canso y voy cambiando de una pierna a la otra.

—Parece una chica encantadora —observa Lorrie con aire de aprobación.

—Es modelo —comento, asintiendo con la cabeza.

—Ya se nota —dice Stephen—. Y, por lo que tengo entendido, tú también haces tus pinitos.

—Yo también —contesto por decir algo—. En fin, tengo que irme.

—Sabes, Victor —interviene Lorrie—, no te enfades, pero te vimos hace unos tres meses en Londres, en la inauguración del hotel Hempel, y no te saludamos. Chico, estabas tan asediado que ni siquiera pudimos acercarnos —concluye con tono de disculpa.

—Ya, genial, me parece perfecto, Lorrie. Pero verás, sucede que yo no estaba en Londres hace tres meses.

Los cuarentones intercambian otra miradita de las suyas y aunque personalmente opino que se pasan un montón, el director da por buena la toma y no interrumpe la escena.

—¿Estás seguro? —pregunta Stephen—. Y nosotros tan convencidos de que eras tú…

—Pues no, no era yo —replico—. Son cosas que pasan. Oye…

—Leimos la entrevista que te hicieron en… ¿cómo se llama esa revista? —pregunta Stephen volviéndose de nuevo hacia Lorrie.

—¿YouthQuake? —sugiere Lorrie.

—Sí, sí, YouthQuake —responde Stephen—. Aparecías en la portada.

—¿Ah, sí? —digo, animándome un poco—. ¿Y qué os pareció?

—Excelente —afirma Stephen—. Excelente, en serio.

—Sí —corrobora Lorrie—. Nos encantó.

—A mí también me pareció muy buena. Ya veis, en cambio a mi padre no le hizo ninguna gracia.

—Tienes que vivir tu vida —me aconseja Stephen—. Estoy seguro de que tu padre lo entiende.

—No lo creo.

—Victor —dice Lorrie—, oye, ¿por qué no cenas con nosotros esta noche?

—Sí, tu padre no nos perdonaría que no cenáramos juntos ni una sola vez en todo el crucero —dice Stephen.

—O al menos cuando estés en Londres —apostilla Lorrie.

—Vale, vale —contesto—. Pero no creo que vaya a Londres. Voy a París. Es decir, primero a Cherburgo y luego a París.

Cuando digo esto, Lorrie mira de nuevo a Stephen como si yo acabara de hacer una observación improcedente.

—Vaya, tengo que irme —digo por enésima vez.

—Venga, sé buen chico y cena con nosotros esta noche, Victor —insiste el hombre, como si en realidad no se tratara de una invitación sino de un amable imperativo.

—De verdad, no os ofendáis, pero es que estoy molido —respondo. Mi disculpa parece sentarles tan mal que me apresuro a añadir—: Bueno, lo intentaré, pero he renunciado a la vida social, ya no me interesa.

—Por favor —me ruega Stephen—. Nos encontrarás en el Princess Grill. Hemos reservado mesa para las ocho.

—Insistimos, Victor —dice Lorrie—. Queremos que cenes con nosotros.

—Caray, me siento abrumado. —Voy alejándome apresuradamente—. Gracias. Me alegro de veros. Hala, adiós.

Busco a Marina, concentrándome en todos los lugares donde puede encontrarse. Dejando de lado el centro de cursillos de informática, echo un vistazo a las diversas galerías, la biblioteca, la librería, el centro comercial, los ascensores, el laberinto de pasillos, incluso la guardería. Armado con un plano, localizo y entro en el gimnasio situado en la cubierta 7: Lifecycles, aparatos para remar, cintas andadoras y la sala de aerobic atestada de japoneses que se sacuden al ritmo de un synth-pop inglés patético. El monitor, que tiene una dentadura que da pena —si no asco—, me indica por señas que me una al grupo y yo opto por largarme pitando. Medio muerto de sueño, regreso a mi camarote y me tumbo en la cama. Repaso vagamente unas páginas del guión que me han enviado por fax y que reposan sobre la almohada junto al boletín diario del barco, unos impresos de inmigración e invitaciones a fiestas. A todo esto el cielo tiene pinta de una nube baja y blanca bajo la cual el barco se desliza con indiferencia.

11

F. Fred Palakon me llama justo después de que yo me termine la cena que he encargado al servicio de habitaciones. En el pequeño televisor situado sobre la cama ponen La lista de Scbindler, una película que no me apeteció ver cuando la estrenaron pero que desde el viernes ya me he tragado tres veces, porque me ayuda a matar el rato. ¿Mis notas hasta la fecha? Uno: los alemanes no son precisamente unos tíos guay; dos: Ralph Fiennes está hecho una bola; tres: necesito más maría. Cuando me llama Palakon le oigo con toda claridad, como si telefoneara desde alguna parte del barco, pero como es la primera que recibo no puedo afirmarlo con certeza.

—Ya era hora —mascullo.

—¿Cómo está, Victor? —pregunta—. Espero que le traten bien.

—Acabo de consumir una suculenta cena en mi camarote.

Pausa.

—¿Qué ha tomado?

Pausa.

—Un rodaballo… aceptable.

Pausa.

—Suena… delicioso —dice Palakon por decir algo.

—Hey, Palakon, ¿se puede saber por qué no estoy instalado en una suite? —pregunto y me incorporo bruscamente—. ¿Por qué no dispongo de un mayordomo? ¿Y dónde coño está mi yacuzzi, tío?

—Los caballeros no hablan de dinero —replica Palakon—. Sobre todo cuando no pagan.

—¡Joder! ¿Y quién se supone que es el caballero?

—Pues ni más ni menos que usted, querido Victor.

—¿De qué vas, Palakon? Estás hablando como una mariquita.

—¿Acaso pretende herir mis sentimientos, señor Ward?

—Esta travesía es un auténtico muer-ma-zo —protesto—. Un barco de mierda donde no hay un solo famoso, joder. Mil seiscientas personas a bordo, y todas unas momias. Todas padecen alzheimer, todas están ciegas, todas van por ahí con muletas.

—No será para tanto.

—Estoy hasta los mismísimos de tanto vejestorio, Palakon —insisto.

—Bueno, pues ya llamaré a la Cunard y les pediré que monten un local de piercing, un emporio de tatuajes, una pista de patinaje a lo ciberespacio —responde con resignación—. Algo que transmita esa honradez grunge que tanto os motiva a los jóvenes.

—Eso no aliviará mi cansancio.

—Pues duerma un rato —replica Palakon con más brusquedad—. Es lo que se suele hacer cuando uno está cansado.

—Estoy harto de farfullar por dónde coño voy cada vez que me equivoco de pasillo o de cubierta y me encuentro a kilómetros de donde debo estar. —Tras una pausa agrego—: ¡Rodeado de vejestorios!

—Seguro que no andan escasos de planos que le ayuden a ubicarse, Victor —contesta Palakon, que ya empieza a perder la paciencia—. Si se extravía pida a uno de esos vejestorios que dice usted que le indique el camino.

—¡Pero qué coño van a indicar, si están todos cegatos!

—Los ciegos suelen tener un sentido de la orientación muy agudizado —responde Palakon, alzando exageradamente la voz—. Ellos le indicarán dónde está.

—¿Dónde estoy, Palakon?

—Según mis cálculos, en medio del Atlántico —suspira Palakon, harto ya—. Pero bueno, ¿es que hay que explicárselo todo con pelos y señales?

—¡Sí! —replico mosqueado.

—Sólo quería saber cómo iba todo —dice Palakon, a quien por lo visto mis problemas le tienen sin cuidado—. Volveré a llamarle antes de que llegue a Southampton.

—A propósito, Palakon… —empiezo a decir.

—¿Sí, señor Ward?

—¿Podría hacer una escapada a Francia antes de ir a Londres? —pregunto.

—¿Por qué? —pregunta Palakon tras una larga pausa.

—He conocido a una chica.

Otra pausa.

—¿Y qué?

—He-conocido-a-una-chica —repito.

—Ya, pero no acabo de entenderle.

—Que quiero irme a París con esa chica, ¿de acuerdo? —repito alzando la voz—. Lo que hay que aguantar. ¿Para qué iba a querer ir a París? ¿Para participar en el concurso de degustación de fromage? ¡Palakon, hombre, póngase las pilas!

—No me parece una buena idea, Victor —me responde—. A estas alturas, sería impensable retroceder.

—¿Qué? —exclamo, incorporándome del todo—. ¿Quiere hacer el favor de repetirlo?

—Siga con lo suyo —suspira Palakon—. Aténgase al guión.

—Quiero ir a París con esa chica —le advierto.

—No se lo aconsejo —me advierte a su vez Palakon con tono grave—. Sería una acción autodestructiva.

—Pero es que pienso que encaja con la forma de ser de mi personaje —le explico.

—Puede que este viaje sirva para que su personaje cambie.

—No estoy muy seguro de ello.

—Le llamaré antes de que llegue a Southampton, Victor.

—Eh, un momento, Palakon…

Pero ya ha colgado.

10

Hacia las 12 me visto con un atuendo informal, salgo del camarote y, aunque voy andando tranquilamente con toda la pinta de dirigirme al bufet de medianoche que sirven en la Mauretania Room, en realidad llevo toda la intención de pararme en el primer bar que encuentre para trasegar rápidamente cuatro vodkas con arándanos y encontrar a Marina. Mientras recorro la cubierta superior de estribor como si andara por una pasarela —hace frío y está oscuro— espío a través de las ventanas el absurdo jolgorio que preside el bufet de medianoche. Veo al gay alemán sosteniendo un plato hasta arriba de salmón ahumado y dirigiéndose a una mesa situada a dos palmos de donde me encuentro, pero dudo que vea nada más allá de su imagen reflejada en la ventana. De golpe achica los ojos y su rostro se ilumina, de modo que doy media vuelta con tan mala pata que me tropiezo con los Wallace. Ella lleva un vestido con escote palabra de honor de Armani y la chaqueta del esmoquin de Stephen echada sobre los hombros para protegerse del frío nocturno.

—¡Victor! —exclama Lorrie—. Eh, estamos aquí.

Me llevo la mano a la frente como para evitar que me deslumbre una luz inexistente y respondo:

—¿Qué? ¿Hola?

—¡Victor! —exclaman los dos al mismo tiempo, a pocos metros de donde me encuentro—. ¡Aquí, estamos aquí!

Avanzo hacia ellos cojeando como si me doliera la pierna. Les tiendo la mano con expresión «jovial» pero de repente hago una mueca, suelto una exclamación de dolor y me masajeo el tobillo.

—Nos preguntábamos dónde habías cenado, Victor —dice Lorrie—. ¿Te encuentras bien?

—Sí, te hemos echado de menos —apostilla Stephen—. ¿Te has hecho daño en la pierna?

—Me he quedado dormido —contesto—. Esperaba, una llamada, pero… me he quedado como un tronco.

Pausa.

—Y qué, ¿has recibido esa llamada? —inquiere Lorrie semiinquieta.

—Oh, sí —respondo—. Todo va de maravilla.

—¿Pero qué te has hecho en la pierna?

—Cuando fui a por el teléfono…, esto, me caí de la silla en la que estaba sentado, quiero decir dormido, y al descolgar el auricular… se me escapó de las manos y me dio… —una pausa larguísima— en la rodilla.

Otra pausa larguísima. Nadie hace el menor comentario.

—Y cuando traté de levantarme mientras seguía hablando por teléfono, tropecé con la silla que hay al lado de la tele. —Me detengo, a ver si se deciden a interrumpirme.

—Qué penoso —comenta Stephen al cabo de unos momentos.

—En realidad resolví el percance bastante bien —agrego con elegancia cuando me doy cuenta de lo ridículo de la situación.

Lorrie y Stephen asienten, lo cual confirma que he logrado convencerles. Lo que ocurre a continuación es una mera exposición de los hechos —el diálogo se desarrolla con fluidez—, pues veo a lo lejos a Marina, vuelta de espaldas, de pie junto a la barandilla del barco, contemplando el negro océano.

—¿Nos vemos mañana por la noche, Victor? —sugiere Lorrie, que ha empezado a tiritar de frío.

—Por favor, Victor —dice Stephen—. Quiero que cenes mañana con nosotros.

—¡Caray, qué insistencia, tíos! Vale, nos vemos mañana por la noche —contesto sin quitar ojo a Marina—. ¡Un momento! Mañana he quedado en cenar con otra persona ¿Lo dejamos para la semana que viene?

—La semana que viene llegamos a Southampton.

—¿Ah, sí? Gracias a Dios.

—Tráete a tu amiga —propone Lorrie.

—¿No os importa? —pregunto.

—No, al contrario, así seremos dos parejas —dice Stephen frotándose las manos de satisfacción.

—Es americana.

—¿Cómo dices? —pregunta Stephen ladeando la cabeza y sonriendo.

—Es americana.

—Ya…, claro —dice Stephen, confundido.

Lorrie procura no mirarme con incredulidad, pero no lo consigue.

—Y cuando estés en Londres —continúa Stephen—, nos gustaría que vinieras a visitarnos.

—Es que voy a París —murmuro, observando a la chica que sigue junto a la barandilla—. Ya está decidido: no pienso ir a Inglaterra.

Los Wallace encajan mi respuesta con deportividad, como si por fin pillaran la onda, y hacen mutis diciendo: «Hasta mañana por la noche», como si acabaran de cerrar un importante trato. Parecen un tanto cansados y se alejan rápidamente. Menos mal, así no tengo que largarme a toda prisa. Recorro lentamente la cubierta hacia donde se halla Marina, que se ha puesto un conjuntito de pantalón y jersey de cachemir blancos que le sienta de maravilla. Su belleza virginal y lasciva me impresiona tanto que avanzo hacia ella con timidez, como si no me atreviera a acercarme. Marina se está comiendo un cucurucho de helado rosa y blanco y la cubierta está bien iluminada, pero ha tenido que situarse justo en un lugar oscuro donde sopla un viento de mil demonios. Le doy unos golpecitos en el hombro y la miro extrañado.

—¿De dónde lo has sacado? —pregunto, señalando el cucurucho helado.

—Ah, hola —contesta Marina, que no parece muy interesada en mi persona—. Me lo ha hecho un vejete de lo más amable, un tal señor Yoshomoto, aunque no recuerdo habérselo pedido.

—Ah. —Asiento y luego pregunto señalando el mar—: ¿Qué miras?

—Ya sé, está tan negro que no se ve nada.

—Y hace frío —digo. También simulo un estremecimiento.

—No hay para tanto. He pasado más frío.

—Te andaba buscando hace un rato, pero no recordaba tu apellido.

—¿Ah, sí? —pregunta Marina—. ¿Por qué me andabas buscando?

—Iba a invitarte a participar conmigo en un concurso de giga —respondo—. Con gaitas y toda la parafernalia.

—Me llamo Gibson —dice Marina con una sonrisa.

Yo retrocedo unos pasos.

—Pues volvamos a presentamos —propongo—. Hola, soy Victor Ward.

—Hola —contesta ella, siguiéndome el juego—, soy Marina Gibson.

—Espero no molestarte.

—Qué va, me alegro de verte. Así me distraigo.

—¿De qué?

—De ciertas cosas que me cuesta alejar del pensamiento —responde Marina.

Yo suspiro para mis adentros.

—¿Dónde se encuentra Gavin en estos momentos?

Sorprendida, Marina suelta una carcajada.

—Veo que te has aprendido el guión de memoria —responde. Se limpia los labios con una servilleta de papel y tira lo que queda del helado en una papelera cercana—. Gavin está en Fiyi con cierta baronesa.

—¿Cierta baronesa?

—Los padres de Gavin poseen algo así como, no sé, la Coca-Cola o algo parecido, pero no creas, él nunca tiene dinero.

Algo me pone alerta.

—¿Y eso te preocupa? —pregunto.

—No —contesta Marina—, ni mucho menos.

Don’t look back —le aconsejo—. You can never look back.[54]

—Soy una experta en cortar los lazos con el pasado.

—Me parece una cualidad bastante atractiva.

Apoyada en la barandilla, Marina empieza a largar: los cambios radicales de peinado, la carrera en la que semitriunfó gracias a los nuevos looks, los turbulentos vuelos a Miami, hacerse mayor, su manía de que le pongan la luz a la izquierda en las sesiones de fotos para disimular la desviación del tabique nasal que le quedó tras una caída cuando estaba patinando hace tres años, en un club de Berlín oriental llamado Orfeo (donde conoció a Luca Fedrizzi), los fines de semana que pasaron juntos en la casa de Armani en Brioni, lo absurdo de los husos horarios, su indiferencia hacia casi todo, algunos personajes clave, el quid de la cuestión. Algunos detalles carecen de importancia (su costumbre de bajar las ventanillas del Jaguar de su madre para poder fumar cuando regresaba zumbando de las fiestas en Connecticut, las horripilantes zancadillas entre agentes, los libros que no ha leído, los gramos de coca que llevaba escondidos en el estuche de polvos compactos, las llantinas durante las sesiones de fotos que daban al traste con dos horas de maquillaje), pero tiene una forma de explicar las cosas que hace que el mundo parezca más grande. Me cuenta que durante su etapa de modelo iba siempre un poco puesta, con los nervios de punta, que muchos amigos suyos murieron, que se presentaron y retiraron más de una y más de dos querellas, su pelea con Albert Watson, su desgraciada relación con Peter Morton, lo jodida que es la vida, lo del alcoholismo de su madre y del hermano que murió a causa de una arritmia cardíaca ligada al abuso de Ecstasy herbal, todo lo cual acaba desembocando en el diseñador que se enamoró de ella —platónicamente— y murió de sida, no sin antes legar a Marina una importante suma para que pudiera retirarse de la pasarela. Ambos conocemos a alguien que firmó una nota de suicidio con una sonrisa de oreja a oreja ante la perspectiva de dejar este puto mundo.

Al principio consigo poner cara de profunda concentración e incluso llego a asimilar parte de lo que me cuenta, pero en realidad es la historia de siempre. Luego, mientras sigue hablando, Marina se acerca a mí y empiezo a sentir un grato cosquilleo. La miro en silencio, consciente de que me ha activado. Contemplo su rostro durante más de una hora, formulando las preguntas pertinentes, guiándola hacia determinados temas; emito el lenguaje corporal apropiado a cada ocasión; asiento con expresión compungida cuando el caso lo requiere; a veces mis ojos reflejan una tristeza entre auténtica y fingida. El único sonido, aparte de su voz, es el murmullo del mar y las olas que rompen contra el casco del buque. Reparo vagamente en que no hay luna. Marina concluye su historia casi con amargura.

—La vida de una modelo, viajar, conocer a un montón de gente superficial, es una verdadera…

Pero yo no le dejo terminar la frase. Mi rostro casi roza el suyo —es una chica alta, medimos lo mismo— y me inclino levemente para besarla en los labios con delicadeza. Ella se aparta un poco, aunque no parece sorprendida, y yo vuelvo a besarla, también en los labios y de nuevo con delicadeza, y noto el frío y el sabor a fresa del helado.

—Basta, Victor, por favor —murmura—. No puedo.

—Qué bonita eres —susurro—, qué bonita…

—Ahora no, Victor…

Yo me aparto y me desperezo, como si quisiera decirle: «Aquí no ha pasado nada», pero al final le confieso: «Quiero ir a París contigo». Ella se queda como si tal cosa, apoyada en la barandilla con los brazos cruzados sobre el pecho, contemplando el mar con una expresión triste y serena que da a su rostro un aire soñador.

—Oye, vamos a bailar —le propongo. Intento consultar el reloj que no llevo puesto y disimulo fingiendo que me examino una peca inexistente en la muñeca—. Podríamos ir a la disco del Yacht Club. Ya verás, he nacido para el baile.

—No creo que te guste el Yacht Club —responde Marina—. A menos que te apetezca pasarte horas y horas soportando la versión disco de «Don’t Cry for Me, Argentina».

—Bueno, pues entonces vamos a tomar una copa. La noche es joven. —Consulto de nuevo el reloj inexistente—. Pouf, qué manía con mirar el reloj.

—Es tarde —contesta Marina—. Creo que iré a acostarme.

—Oye, pásate por mi habitación y tómate una copa —insisto, siguiéndola mientras se aleja de la barandilla—. A lo mejor te apetece alguna exquisitez de la cesta de fruta que aún tengo por empezar. Me portaré bien, te lo prometo.

—Muchas gracias, Victor, pero es que estoy muerta.

—Quiero ir París —suelto repentinamente.

Marina se para en seco y se vuelve.

—¿Por qué?

—¿Me dejas que vaya contigo? —pregunto—. No es preciso que nos alojemos en el mismo hotel pero no sabes cuánto me alegraría que me dejaras acompañarte.

—¿Pero no ibas a Londres?

—Eso puede esperar.

—Eres demasiado impulsivo —señala Marina con cierta desconfianza. Luego echa de nuevo a andar.

—Una de mis múltiples y magníficas virtudes.

—Bueno, ya veremos —contesta Marina con un suspiro—. Depende de cómo vayan las cosas.

—Pero qué dices, si las cosas van divinamente… No podrían ir mejor. Mira, me da corte confesarlo, pero me he tirado una hora mirándote embobado y escucha, de verdad te lo digo, en serio, me gustaría acompañarte a París.

—¿Qué quieres que te diga?

—Di que sí, que te parece fantástico, genial. Di: «Victor puedes venir conmigo a París». —Luego añado medio en broma—: Aunque no necesito que me invites, porque te seguiré de todos modos.

—Ya veo que estás dispuesto a… perseguirme por París.

—Di: «Victor, te doy permiso; puedes acompañarme», y yo te besaré los pies y…

—Es que no sé si estoy preparada para decir eso.

—Te estoy evitando tener que reconocer lo que en el fondo deseas expresar.

—Tú qué sabes lo que yo deseo expresar.

—Te conozco bien. Ahora ya lo sé todo de ti.

—En cambio yo no sé nada de ti.

—Hey. —Me detengo y abro los brazos—. Esto es lo único que te interesa saber.

Marina me contempla sonriendo. Yo le devuelvo la mirada hasta que me veo obligado a apartar los ojos.

—¿Aceptas al menos cenar mañana conmigo? —pregunto «tímidamente».

—Eso… —Marina se detiene, como si sopesara la situación.

—Vamos, decídete. No me hagas sufrir más.

—Eso… —Marina hace otra pausa mientras contempla la negrura que se extiende ante nosotros.

Empiezo a morderme una uña y al darme cuenta registro mis bolsillos en busca de un kleenex, un cigarrillo, Mentos, cualquier cosa que me mantenga ocupado.

—Vale, cenemos juntos.

Emito un suspiro de alivio y me llevo la mano al corazón como si acabara de recobrarme de un golpe tremendo. Marina y yo nos despedimos después de que nos hayan quitado los micrófonos y los del rodaje se hayan largado y volvemos a besarnos y en ese beso intuyo un plan que se va revelando poco a poco. Luego cada cual se retira a su camarote.

9

Mientras me visto para reunirme con Marina en el bar del Queen’s Grill a las 7.30 antes de cenar con los Wallace, el capitán anuncia por el intercomunicador algo sobre unas señales de socorro emitidas por un barco que el Queen Elizabeth II interceptará hacia las 9 para recoger a un tripulante diabético que se ha quedado sin insulina. Cuando me dirijo al bar me cruzo con docenas de ancianos preocupados que preguntan si esta parada imprevista retrasará la llegada del barco a Southampton y los directores del crucero, con infinita paciencia, atribulados pero sinceros, les aseguran que no. «¿Y qué coño importará que lleguemos con retraso?», me pregunto yo. Estúpidos vejestorios. Si yo fuera el director del crucero habría respondido: «Da lo mismo, antes de que este barco llegue a su destino estaréis todos muertos».

Esta noche llevo el pelo engominado, me he echado unas gotas de colonia, luzco el esmoquin de Comme de Garçons —recién planchado— y me siento semirretro. Cuando he llamado a Marina esta mañana para proponerle que almorzáramos juntos, me ha informado de que iba a dedicar todo el día a acicalarse y relajarse para sacudirse la depre —limpieza de cutis, masaje corporal, yoga, aromaterapia, lectura de la palma de la mano—, y como me siento tan compenetrado con ella no hace falta que nadie me diga que me pase el día cuidándome, deambulando de un lado a otro, sudando en el gimnasio, reproduciendo conversaciones imaginarias con ella mientras le doy al StairMaster, ensayando las palabras que yo emplearía cuando hiciera el amor con ella.

Pido un martini y me instalo en un mullido diván de época junto a la barra, donde un camarero me enciende el cigarrillo. Las 7.30 dan paso a las 8 un tanto bruscamente y pido otro martini y me fumo otros dos Marlboro Lights, mientras observo a los extras. Como es noche de gala los hombres lucen esmóquines (no veo ni uno medio potable) y las viejas van ataviadas con unos esperpénticos trajes bordados con lentejuelas. Toda la gente pasa frente a mí mientras se dirige a los diversos restaurantes del barco, charlando incesantemente sobre nada.

Marco el número del camarote de Marina desde el teléfono del bar, pero no contesta.

A las 8.15 el equipo de rodaje me informa que van a filmar la siguiente secuencia y que los Wallace ya están esperando. Aplasto el cigarrillo a medio consumir, suelto una sarta de palabrotas, y antes de darme tiempo a apurar el resto del segundo martini el director se lo lleva «con amabilidad pero firmeza», insinuando que ya he «bebido bastante», que tengo que «controlarme», que quizás esto «me ayude a concentrarme en mi papel ante las cámaras». Yo le arrebato el martini, lo apuro, me relamo los labios y suelto en voz alta:

—No-lo-creo.

Acto seguido le arrojo mi Visa Oro y mascullo:

—Firma la cuenta, mamón.

8

El Queen’s Grill está atestado, pero los Wallace ocupan una mesa para cuatro junto a la puerta. Cuando bajo la escalera y me dirijo a la mesa, Stephen se levanta, vestido de esmoquin, y me indica que me acerque como si fuéramos a celebrar una ocasión muy señalada. Lorrie está sentada junto a él, muy modosita ella, luciendo el vestido con escote palabra de honor de Armani que llevaba anoche. El Queen’s Grill está engalanado con decenas de arreglos florales que impiden la libre circulación y casi el mismo número de camareros que portan bandejas llenas de copas de champán. Tropiezo con el maitre mientras el hombre está preparando unas crêpes para un grupo de japonesas que ocupan la mesa contigua a la nuestra y que sonríen contemplando arrobadas al joven gaijin que estrecha la obesa mano de Stephen Wallace.

—Hola, Victor —me saluda Stephen mientras el camarero me aparta la silla—. ¿Dónde está tu amiga?

—No lo sé, chico —respondo, casi a punto de alzar la muñeca para consultar mi inexistente reloj—. Me dijo que se reuniría conmigo en el bar para tomar una copa y no ha aparecido. —Hago una pausa, francamente preocupado—. Sabe que vamos a cenar aquí, pero no entiendo nada, chico.

—Bueno, ya verás como al final aparece —dice Stephen—. ¿Una copa de champán mientras esperamos?

—Desde luego —contesto, alargando la mano para tomar una copa.

—Ésta es la mía —dice Lorrie tímidamente.

—Ah, perdón —me disculpo mientras el camarero sirve champán Dom Pérignon en la copa aflautada que está junto a mi servilleta.

—Cuéntanos, Victor, ¿qué has hecho hoy?

—Si te soy sincero, amigo mío… —hago una pausa para apurar el champán de un trago y aprovecho para meditar mi respuesta—, no estoy muy seguro. —Perplejos, Stephen y Lorrie se echan a reír—. ¿A qué os dedicáis? —pregunto tras recuperar el resuello.

—Yo trabajo en una agencia publicitaria en Londres… —responde Stephen.

—¿Ah, sí? Qué interesante —le interrumpo—. En realidad me refería a qué os dedicáis aquí, en el barco, pero da lo mismo. Continúa. ¿Te sirvo otra copa de champán?

—Yo me dedico a abrir restaurantes —se apresura a decir Lorrie, casi demasiado ansiosa, mientras un camarero llena mi copa—. Hace poco estuvimos en Manhattan buscando un local en TriBeCa. Será mi primer restaurante en Estados Unidos.

—¿Ah, sí? —repito. La verdad es que ya empiezo a estar hasta los mismísimos—. Genial. ¿Qué tipo de restaurantes? —Apuro la segunda copa de champán e indico al camarero que vuelva a llenármela cuando haya terminado de servir las copas de Stephen y Lorrie. El hombre duda unos segundos, pero Stephen le indica con un gesto que nos traiga otra botella.

—El último fue en Holland Park —comenta Lorrie—. En serio, Victor, cuando estés en Londres tienes que pasarte por allí.

—Pero es-que-no-estaré-en-Londres. —Me inclino hacia Lorrie para recalcar mis palabras, pero al darme cuenta de mi grosería, me apresuro a añadir—: Es una invitación muy… tentadora.

—Lorrie es una magnífica cocinera —interviene Stephen.

—¿Ah, sí? —repito por enésima vez, a punto de estallar—. ¿Y cuál es tu especialidad?

—Digamos que una variación sobre la típica cocina californiana —contesta Lorrie ladeando la cabeza con aire pensativo.

Cuando ya es evidente que me toca decir algo, pregunto mirándola fijamente.

—¿Quieres decir que te basas en… la cocina californiana? —Y luego, midiendo bien mis palabras, aunque su respuesta me la trae floja—: ¿O en la cocina poscaliforniana?

—Se advierte una clara influencia del litoral Pacífico —tercia Stephen—. Quiero decir que, aunque suene a lo de siempre, existe un mundo de diferencia.

—¿A qué te refieres? —pregunto desconcertado.

—A… la cocina californiana y, esto, la cocina poscaliforniana —responde Stephen haciendo gala de su paciencia.

—Y la del litoral Pacífico —concluye Lorrie.

Se produce una larga pausa.

—¿Qué hora es? —pregunto.

Stephen mira su reloj.

—Las nueve menos veinte.

Otra larga pausa.

—O sea, todo a base de verduritas-guayaba-pasta-roquefort-maíz-vieiras-en-wasabi-fajitas, ¿no?

—Más o menos —contesta Lorrie con timidez.

No se me ocurre ninguna otra aportación a la charla y cuando me dispongo a volverme hacia el director para que me apunte mi siguiente frase me llevo un susto al oír saltar el tapón de una botella de champán, seguido por la voz de Stephen.

—¿De modo que estás decidido a ir a París? —me pregunta.

—Siempre he tenido intención de ir a París, Stephen, amigo mío.

—¿Por qué? —insiste con cara de morirse de curiosidad—. ¿Tienes amigos allí?

—Os confiaré un secretito —respondo.

—¿De qué se trata? —preguntan los dos al mismo tiempo.

—Tenía que ir a Londres —confieso. Luego esbozo una tímida sonrisa y murmuro—: Pero al final he cambiado de planes.

—Espero que te veamos por allí algún día —dice Stephen—. Pondrías pasar unos días en Londres de regreso a Estados Unidos.

—Depende de cómo vaya todo en París, amigo mío —respondo decididamente esperanzado, y me endilgo otra copa de champán.

Como estoy sentado de espaldas al Queen’s Grill no veo entrar a Marina, que acapara todas las miradas, y aunque Stephen y Lorrie no la conocen, en cuanto aparece dejan de parlotear como cotorras. Instintivamente, me vuelvo hacia la puerta. Marina está que rompe, y se la ve muy metida, sin ningún esfuerzo aparente, en el papel que la convertirá en estrella. Sastrería y maquillaje han hecho un trabajo increíble; lleva el pelo en un recogido tan sofisticado y elegante que me quedo boquiabierto. Me levanto de un salto y le ofrezco la mano para conducirla hasta la mesa. Marina acepta con delicadeza, como si yo la estuviera ayudando a atravesar un umbral que teme cruzar, pero como estoy en el otro lado, ella decide lanzarse. Después de las presentaciones de rigor, nos sentamos.

—Ay, perdón por el retraso —se disculpa Marina con sinceridad.

—No importa —contesto—. Estábamos aquí tan a gusto, charlando sobre… —De repente me quedo en blanco y miro a los Wallace.

—La cocina californiana —me recuerda Stephen.

—Eso.

—¿Una copa de champán? —pregunta Stephen a Marina con un tono solícito super exagerado.

—Gracias —dice Marina cuando Stephen le llena la copa. Luego, tratando de intervenir en la conversación, pregunta—: ¿Vamos a detenernos pronto?

—Dentro de unos quince minutos —responde Stephen, que deja de nuevo la botella de champán en el cubo de hielo. Yo intervengo con presteza: la agarro y me sirvo otra copa.

—¿No os parece raro? —pregunta Marina, mientras el maitre le coloca la servilleta en el regazo.

—Creo que las ordenanzas marítimas exigen que los barcos se ayuden mutuamente cuando están en apuros —comenta Stephen—. Supongo que el Queen Elizabeth II también debe cumplir esta norma.

—En realidad no representa ningún inconveniente —observa Lorrie, que le está pegando un buen repaso a Marina.

—No sé cómo van a encontrar el barco con esta niebla —dice Marina.

—¿Ah, pero hay niebla? —pregunto. Y yo tan convencido de estar contemplando un gigantesco muro gris… Pues no, resulta que es un enorme ventanal que da a la cubierta de estribor—. ¡Vaya! —masculló.

—Estos trasatlánticos disponen de un sistema de radar muy sofisticado… —empieza a decir Stephen.

—Disculpa —le interrumpe Lorrie, sin apartar la mirada de Marina—. ¿No nos conocemos?

Marina examina a Lorrie.

—No estoy…

—¿No nos hemos visto en alguna parte? —pregunta Lorrie—. Tú cara me suena mucho.

—Es modelo —intervengo yo—. Por eso te suena.

—No, no es eso. —Lorrie vuelve a la carga, aunque es toda miel—: ¿Vives en Nueva York? ¿No pudimos habernos conocido allí?

—No creo —responde Marina con una sonrisa, aunque luego añade secamente—: Pero quién sabe. —Alza su copa de champán y la acerca a sus labios, pero no toma siquiera un sorbo.

—Juraría que ya nos conocemos —murmura Lorrie, ya algo demasiado pesada con tantas miraditas—. Sí, sí, seguro.

—Vaya. —La voz de Marina revela cierta desconfianza.

—Estoy segura de que nos hemos visto antes —insiste Lorrie.

—¿Dónde, cariño? —pregunta Stephen.

—Eso es lo que no recuerdo —murmura Lorrie.

—¿Viajáis a menudo a Estados Unidos? —inquiere Marina.

En éstas aparece nuestro camarero y Stephen propone que pidamos la cena antes de que el barco se detenga, cosa que apruebo para que la velada prosiga en otro lugar. Marina se hace la remolona, asegurando que no tiene apetito. Stephen dice algo así como: «No se te ocurra pedir el menú infantil, querida», lo cual nos da pie para «soltar la risita». Primer plato: caviar. Segundo: las chicas optan por los medallones de langosta en lugar del foie-gras. Tercero: pato. Stephen pide al sumiller dos botellas de un vino de cosecha. El hombre lo mira impresionado por sus conocimientos sobre el particular.

—¿De qué conocéis a Victor? —pregunta Marina.

—En realidad somos amigos de su padre —responde Stephen.

—Yo no había visto a esta gente en mi vida.

—¿De veras? —pregunta Marina, volviéndose hacia mí—. ¿Quién es tu padre?

—Mejor que dejemos el tema —respondo—. Estoy de vacaciones y quiero relajarme.

—¿Has estado hace poco en Berlín? —pregunta Lorrie a Marina, casi a bocajarro.

—No. —Marina sonríe pero se nota que está bastante nerviosa Al cabo de unos instantes repite—: No.

—Yo diría que nos conocimos en Berlín, pero llevabas otro peinado —murmura Lorrie, como si insinuara algo—. Sí, fue en Berlín.

—Por favor, cariño, creo que ya podríamos cambiar de tema —sugiere Stephen.

—Hace años que no voy a Berlín —dice Marina con el ceño fruncido.

—Es horrible. Me pone frenética no saber dónde nos hemos visto antes —machaca Lorrie.

—Marina es modelo —insisto. Para conseguir que me sirvan otra copa de champán, opto por tirar al camarero de la manga—. Por eso te suena su cara.

El sumiller descorcha las dos botellas de vino, y después de que Stephen las ha catado las escancia en unas frascas y los cuatro nos concentramos en los platos decorados con un fílete dorado que un camarero deposita ante nosotros al tiempo que otro se acerca con un carrito en el que transporta la lata de beluga. Mientras el maitre nos sirve el caviar y yo suelto el rollo sobre el nuevo diseño —no el antiguo, el nuevo— de la revista Raygun, un fotógrafo que espía a los comensales en busca de algún famoso nos interrumpe para preguntarnos si queremos que nos haga una fotografía.

—Excelente idea —contesto alzando excesivamente la voz y dando una palmada.

—No, no —protestan los Wallace, meneando la cabeza tajantes.

—Quizá después de cenar —dice Lorrie.

—Venga, animaos. —Me vuelvo hacia Lorrie—. Así tendremos un bonito recuerdo.

—No, Victor —replica Marina—. Ahora no.

—Ya vale, Victor —interviene Stephen—. Dejémoslo para más tarde.

El fotógrafo se agacha junto a la mesa y espera a que nos decidamos.

—¡Será posible! Lo que hay que aguantar. Haznos la foto de una vez, joder —ordeno al fotógrafo.

—Por favor, Victor —suplican los Wallace al mismo tiempo.

—En estos momentos no me siento muy fotogénica —protesta Marina, cosa que ni ella misma se cree.

—Pues yo estoy más que dispuesto para que me inmortalicen —exclamo—. Dispara de una vez, hombre.

Justo en el momento en que se dispara el flash me inclino hacia Marina, quien se aparta un poco y en ésas le da un cabezazo al maitre justo cuando el tipo se retiraba para esperar pacientemente el momento de seguir sirviendo el caviar.

Los Wallace me miran muy serios mientras yo facilito al fotógrafo mi nombre y número de camarote y le encargo cuatro copias. Cuando éste se aleja, el capitán anuncia a través del intercomunicador que el Queen Elizabeth II se detendrá dentro de unos minutos y nos ruega que permanezcamos sentados, también añade que no merece la pena que nos levantemos porque tampoco veríamos nada debido a la niebla y que dentro de poco reanudaremos la travesía. A pesar de lo explícito de las instrucciones, la mayoría de los plastas que están en el Queen’s Grill pasan de la recomendación del capitán y se levantan para dirigirse a la cubierta de estribor, entre ellos —a Dios gracias— los Wallace, aunque yo diría que es una excusa como otra cualquiera para hablar con el director. El maitre termina de servir el caviar y se larga. Mientras me sirvo una copa de vino blanco de una de las frascas, Marina me da unos golpecitos en el hombro.

—Victor.

—Creo que están cabreados conmigo —comento—. Les ha fastidiado lo de la foto. Estos ingleses de mierda… ¡Dios santo! Tú y yo ya estamos acostumbrados a estas cosas, pero…

—Victor —repite Marina.

—Vale, vale, lo siento —respondo—. Tía, estás que te sales.

—Victor, vas borracho —señala Marina.

—Estás pero que…

—Tengo que hablar contigo, Victor.

—Y yo contigo —contesto agarrándole la mano debajo de la mesa.

—No, en serio —dice Marina, y aparta la mano.

—Yo también. —Me inclino hacia ella en un alarde de insistencia.

—Ya basta, Victor. —Marina parece bastante harta—. Deja de hacer tonterías.

—Tía, estás que…

—Me voy —decide Marina mirando a los Wallace—. Llámame cuando hayas terminado de cenar.

—No, no y no —protesto. Cuando veo cómo se presenta la situación, me sereno de inmediato—. Ni hablar. Quédate, tía, no me dejes con…

—Yo me marcho ahora y tú me llamas a mi camarote cuando hayas terminado de cenar —puntualiza Marina como si hablara con un niño un poco tontito.

—¿Por qué no puedo acompañarte? —pregunto—. Pero bueno, ¿es que pasa algo malo?

—Tengo que irme —repite Marina levantándose de la silla.

—Te acompaño. —Intento retenerla agarrándola del brazo—. Ya lo tengo: fingiré que me ha dado un síncope.

—¡Que no! —responde Marina—. Suéltame.

—Por favor…

—Es preciso que me llames en cuanto termines de cenar —repite Marina antes de alejarse de la mesa—. ¿Me has entendido?

—Sí. —Alzo la cabeza y la miro entornando los párpados—. Quieres que… tengo que llamarte después de cenar.

—Vale. —Marina suspira aliviada.

—¿Pero se puede saber qué coño está pasando?

—No tengo tiempo de explicártelo.

Los Wallace se dirigen hacia la cubierta de estribor junto con la mayoría de pasajeros. En el comedor resuenan unos murmullos de protesta porque no han conseguido echar un vistazo al diabético de marras. ¡Lo que hay que aguantar!

—Tía, es que no entiendo nada —comento.

—Despídeme de los Wallace —responde Marina, y en cuanto me doy la vuelta ya ha salido del comedor.

Yo la observo mientras desaparece por el pasillo. Luego me fijo en un camarero que al ver mi expresión se encoge de hombros con aire de tristeza, como compadeciéndose de mi.

—Hay una niebla que ni te cuento —observa Stephen, apartando la silla de Lorrie para que se siente.

—¿Adónde ha ido tu amiga? —pregunta la mujer.

—No lo sé —suspiro—. Me parece que se ha cabreado por algo.

—Espero no haber dicho nada que la haya molestado —suspira Lorrie.

—Tómate el caviar, cariño —tercia Stephen.

Más tarde los Wallace insisten en que les acompañe a una fiesta karaoke en el club Lido, pero estoy tan borracho que ni siquiera logro distinguir los detalles que me rodean. Antes de largarme a toda prisa hacia mi camarote la cámara enfoca el postre: un plato decorado con un filete dorado, frambuesas, grosellas y dos montoncitos de mousse de vainilla, todo ello dispuesto junto a un bonsai de chocolate.

7

De regreso en mi habitación, con un ciego total, marco el número del camarote de Marina, pero no contesta. Cuando pregunto a la telefonista si no me habrá pasado con otro camarote, la tía me suelta una impertinencia. Después de colgar, persigo el minibar por el camarote para tomarme un trago de champán, que bebo directamente del botellín. Debido a mi estado, se me derrama toda la espuma por las manos y tengo que secarme en el albornoz gentileza de la casa. Acto seguido busco una copia del guión, pero nada; me doy por vencido y me pongo a deambular por la habitación. Enciendo un cigarrillo. La niebla oculta totalmente la vista desde la proa del barco que aparece en la pantalla del televisor.

—¿Victor?

Es Marina. Le tiembla la voz, como si hubiera estado llorando.

—Hola —respondo en un tono que espero resulte tranquilizador—. ¿Te ha llamado Gavin? ¿Qué pasa? Oye, tía, pareces con la moral por los suelos.

—Tenemos que hablar.

—Genial —contesto incorporándome—. ¿En mi camarote?

—No.

—Vale, vale —respondo. Luego añado tentativamente—: ¿En el tuyo?

—No me parece prudente —susurra Marina.

Hago una pausa, dándole vueltas al asunto.

—Oye, mira —digo suavemente—, tengo unos condones.

No se le ocurre nada más que colgarme.

Marco el número de su camarote.

Marina atiende la llamada antes de que suene el segundo tono.

—Hola, soy yo.

—No dará resultado —murmura Marina como para sus adentros. Por su tono intuyo que está asustada.

—¿Qué quieres decir? —pregunto—. ¿Prefieres que usemos los tuyos…, si es que te has traído condones?

—¡No es eso! —se indigna.

—Pero tía, qué bestia —protesto alejando el auricular. Luego me lo acerco de nuevo al oído y pregunto—: ¿Se puede saber qué mosca te ha picado?

—Ha ocurrido algo que debemos explicarte, Victor.

—Oye, lo siento mucho, te juro que no quería pasarme. Ya verás: me leeré el resto del guión, esperaré a que nos conozcamos un poco más, seré buenecito.

—¡Es que eres imbécil perdido! ¡Te digo que corres peligro, joder! —grita Marina.

—No te me pongas histérica…

—¿Te han entregado algo para que lo lleves a Londres? —pregunta angustiada.

—¿A qué te refieres? —respondo mientras me contemplo en el espejo de la cómoda para comprobar mi peinado.

—¿Te han pedido que lleves un objeto, un paquete, un sobre, a Londres? —pregunta de nuevo Marina, que pone todo su empeño en conservar la calma.

—¿Como qué?

—¡Y yo qué sé! —estalla Marina—. Un obsequio, algo que debes entregar a otra persona.

—¡Sí, ahora caigo! —exclamo.

—¿Qué es? —pregunta Marina impaciente.

Hago una pausa antes de emitir una risita.

—Nada más ni nada menos que yo mismo en persona.

—Qué burro eres, Victor —exclama Marina—. ¿Estás seguro de que no te entregaron algún objeto? Piensa y calla.

—A estas alturas me veo incapaz.

—Por favor, Victor, procura despabilarte.

—Iré a verte a tu camarote —digo—. Ya veo que necesitas un masajito para aliviar el estrés. Deja que te aplique mi célebre masaje garantizado para eliminar todo tipo de tensiones…

—Te espero en el club Lido.

—¿Por qué no quieres que vaya a tu camarote? —pregunto en tono lastimero, desilusionado.

—Porque es mucho más seguro que nos veamos en un lugar donde haya gente —contesta Marina.

—Oye, tía…

Marina cuelga. A todo esto se supone que yo debo quedarme mirando el teléfono y encogerme de hombros, cosa que hago.

6

Me lavo la cara con agua fría en un intento de recuperar rápidamente la sobriedad, pero cuando compruebo que todos mis esfuerzos son en vano, me limito a procurar no dar demasiados bandazos en mi trayecto hacia el club Lido. Por fortuna, está tan cerca de mi camarote que consigo llegar sin perder el conocimiento ni partirme la crisma en una escalera. En el club Lido no hay ningún llenazo, porque la fiesta de karaoke que han mencionado los Wallace se ha trasladado al camarote del señor Kusoboshi, según me informa el barman cuando me siento y evito pedir un martini, para acabar decidiéndome por una cerveza light. De vez en cuando miro a través del ventanal que da a la cubierta sumida en la niebla; el vapor que brota del agua de una piscina iluminada por los focos se mezcla con la bruma. Exasperado, un tripulante señala a alguien que está de pie junto a la barandilla; la espesa niebla se arremolina a ratos y esconde la misteriosa figura, aunque en general parece un recio muro de hormigón vagamente transparente dentro del cual se halla la persona en cuestión como perdida. Firmo con un garabato la cuenta de mi cerveza y abandono el local.

En la cubierta reina el silencio, excepto por el sonido de las máquinas de humo que generan las gigantescas nubes de niebla. El barco parece deslizarse más despacio de lo habitual. Marina está de espaldas a mí, vestida con una parka de lana con capucha, un modelo de Prada que le sienta de maravilla a pesar de ser varias tallas más grande de lo necesario.

Cuando le doy unos golpecitos en el hombro, ella da un respingo, pero no se vuelve hacia mí. El frío y la humedad me hacen tiritar. Al contemplar a Marina, me parece más alta que antes, de manera que me agacho disimuladamente para ver si lleva tacones y me extraño al comprobar que se ha puesto unas Nike que también me resultan exageradas; pero como de todos modos no recuerdo haberme fijado antes en sus pies, igual me estoy haciendo un lío.

—¿Marina? —pregunto—. ¿Eres tú?

Tras una pausa, la cabeza encapuchada asiente.

—¿Te encuentras bien? —Agito inútilmente la mano para alejarla apestosa niebla de pacotilla—. ¿Qué pasa? ¿Te ha llamado Gavin? ¿Qué te ocurre?

—No puedes venir conmigo a París —susurra Marina. Tiene la voz ronca, como si hubiera estado llorando—. Debes ir a Londres.

—Oye, ¿a qué viene ese cambio? —Le agarro el hombro—. Pero bueno, mírame al menos.

La cabeza encapuchada hace un gesto en sentido negativo.

—Estás borracho, Victor —protesta Marina, y se aparta sin volverse hacia mí siquiera.

—¿Cómo lo sabes si no me miras? —pregunto casi suplicando.

—No es necesario: se huele a un kilómetro. —Marina emite una tos bronca.

—Pero mujer, acércate un poco —murmuro inclinado hacia ella—. No sabes las ganas que tengo de ir a París contigo.

—Victor, estás borracho —protesta la voz, un poco más lejos que antes.

—No, señora, eso no me sirve —replico—. Como mínimo podrías hacerme el honor (ejem) de ofrecer una excusa más inteligente. —Tras esta parrafada suelto un sonoro eructo, y me apresuro a disculparme. Por más que intento que Marina se vuelva hacia mí ella sigue en sus trece, arrebujándose en su cazadora.

—Vete —dice Marina. Tose de nuevo y farfulla unas palabras que no logro captar.

—No, ni hablar —me obstino.

—Te lo ruego, Victor.

—Dijiste que querías verme —le recuerdo—. Pues aquí me tienes. En un estado de ánimo receptivo y dispuesto a escucharte.

—Sólo quería decirte que no puedes acompañarme a París…

—Pero tía, haz el favor de mirarme —repito—. Entremos en el bar a tomamos un café calentito, un capuchino, ¿vale?

En éstas Marina me agarra la mano sin volverse y musita algo sobre mi habitación.

—¿Cómo? ¿Qué has dicho, preciosa? —respondo en voz baja y acercándome un poco más, casi aturdido ante la increíble perspectiva de acostarme con ella, aunque también por el champán y el aroma que emana la cazadora de Prada.

—Vayamos a tu habitación —responde Marina con un suspiro. Por su voz diría que está un poco ronca.

—Perfecto, has tenido una idea genial… —empiezo a decir.

Sin soltarme la mano, Marina echa a andar a través de la niebla que envuelve la cubierta del barco. Avanza tan rápido, con unas zancadas tan grandes, que apenas consigo seguirla.

—Vaya, ¿a qué vienen esas prisas, tía? —murmuro, pero dejo que me arrastre a toda velocidad por la cubierta en dirección a mi camarote.

Cuando llegamos, yo estoy jadeando como un perro y me entra la risa tonta; saco la llave y se me resbala de los dedos.

—Uf, tía, estoy que ni coordino. —Trato de agacharme para recoger la llave, pero Marina se me adelanta, abre la puerta y entra tan campante en el camarote llevándome casi a rastras. Apaga todas las luces y sigue sin volverse. Yo me tumbo en la cama y la agarro de una pierna cuando pasa por delante.

—Salgo enseguida —dice desde el baño antes de cerrar la puerta. Me incorporo con un gruñido, me quito los zapatos y los dejo caer junto a la cama. Alargo la mano para encender unas luces pero no consigo alcanzarlas; me doy cuenta de que estoy demasiado borracho para hacer nada.

—Oye, ¿no prefieres hacerlo con luz? —pregunto desplomándome de nuevo sobre la cama—. ¿Me has oído?

La puerta del baño se abre y por unos instantes veo a Marina con la capucha colgando sobre sus hombros, pero por más que me esfuerzo no consigo distinguir sus rasgos, sólo vislumbro su silueta iluminada por la luz del baño, una figura oscura que avanza hacia mí, entornando la puerta tras ella. En el camarote hace un frío polar y mi aliento forma nubecillas en la penumbra de la habitación. Marina se arrodilla junto a la cama, el pelo le resbala sobre el rostro, y empieza a quitarme los pantalones del esmoquin al mismo tiempo que los calzoncillos Calvin Klein, que acaba lanzando a un rincón.

Luego apoya las manos sobre mis muslos y me separa las piernas, deslizando poco a poco la cabeza hasta que la apoya sobre mi cintura. Curiosamente, tengo la polla dura como una piedra, y Marina empieza a lamerme y succionarme la punta mientras me sujeta el miembro por la base, y enseguida empieza a acariciármelo con movimientos ascendentes y descendentes.

—Quiero besarte —gimo y la sujeto por debajo de los brazos para que se ponga encima de mí. Me doy cuenta de que no se ha quitado ni la cazadora, y cuando por fin consigo bajársela un poco, descubro unos hombros pálidos y musculosos en los que destaca una especie de tatuaje, semioculto por el tirante de una camiseta blanca, sobre el omóplato derecho.

—Vamos, desnúdate ya —suplico con voz ronca, pero Marina me retiene sobre la cama, mi polla entra y sale de su boca, su cabello me acaricia las caderas, su lengua se desliza hábilmente, yo me coloco de forma que me permita metérsela toda entera; me sujeta las caderas con ambas manos y sigue mamándomela con avidez, empiezo a soltar ruiditos de placer, me subo la camisa para no manchármela cuando me corra, me masturbo mientras ella me chupa los huevos y me mete un dedo en el culo, por más que trato de apartarle la mano, jadeo y noto que estoy a punto de correrme; la cabeza me da vueltas y veo a través de un objetivo borroso a Marina moviéndose por la habitación, rebuscando en los cajones.

—¿Por qué llevas una peluca? —pregunto antes de perder el conocimiento, cosa que no deseo hacer porque tengo que enseñarle muchas cosas.

5

La sirena del mediodía me devuelve a la realidad. En plena noche me desperté envuelto en unas mantas, pero nadie me había quitado la camisa del esmoquin y la pajarita. Incapaz de permanecer inmóvil en la posición fetal en la que me encuentro —debido a un intenso dolor— alargo la mano para descolgar el teléfono pero me doy cuenta de que me he saltado el almuerzo y que aunque llame al servicio de habitaciones no podría probar bocado. Tengo la lengua como un papel de lija; me levanto, me encamino al baño dando traspiés y gritando «¡lo que hay que aguantar!, ¡lo que hay que aguantar!» y bebo agua del grifo del lavabo, que sabe a porquería pura. Luego, confundido, observo mi imagen reflejada en el espejo: tengo la piel deshidratada y congestionada, el pelo revuelto y de punta, al nada elegante estilo de los ochenta, y el escaso vello que me crece en el vientre cubierto de semen reseco. Después de darme una ducha la jornada parece salvable y algo menos deprimente. Me visto, ingiero tres Advil, me echo unas gotas de Visine en los ojos y me desplomo a lo bruto sobre la cama. Llamo al camarote de Marina pero no contesta.

4

La sirena del mediodía me devuelve a la realidad. En plena noche me desperté envuelto en unas mantas, pero nadie me había quitado la camisa del esmoquin y la pajarita. Incapaz de permanecer inmóvil en la posición fetal en la que me encuentro —debido a un intenso dolor— alargo la mano para descolgar el teléfono pero me doy cuenta de que me he saltado el almuerzo y que aunque llame al servicio de habitaciones no podría probar bocado. Tengo la lengua como un papel de lija; me levanto, me encamino al baño dando traspiés y gritando «¡lo que hay que aguantar!, ¡lo que hay que aguantar!» y bebo agua del grifo del lavabo, que sabe a porquería pura. Luego, confundido, observo mi imagen reflejada en el espejo: tengo la piel deshidratada y congestionada, el pelo revuelto y de punta, al nada elegante estilo de los ochenta, y el escaso vello que me crece en el vientre cubierto de semen reseco. Después de darme una ducha la jornada parece salvable y algo menos deprimente. Me visto, ingiero tres Advil, me echo unas gotas de Visine en los ojos y me desplomo a lo bruto sobre la cama. Llamo al camarote de Marina pero no contesta.

Cuando doy con el camarote de Marina llamo a la puerta, pero nadie responde. Como es lógico, está cerrado con llave. Vuelvo a llamar y aplico la oreja a la puerta: silencio. Mientras deambulo por el pasillo, todavía aturdido, sin saber qué debo hacer después de disculparme por haberme emborrachado, veo a unas camareras que están limpiando unas habitaciones situadas a cinco camarotes del de Marina y se dirigen lentamente hacia donde me encuentro. Decido darme una vuelta por la cubierta de estribor, pero termino paseando arriba y abajo por un pequeño tramo del mismo, con las gafas de sol puestas, rezongando para mis adentros; el viento que sopla del Atlántico me obliga a dar vueltas y más vueltas hasta que finalmente regreso al camarote de Marina. Está abierto y el director da la señal de que entre la camarera, que deje junto a la puerta una enorme bolsa de lona llena de ropa sucia.

Llamo, me asomo y carraspeo para anunciar mi presencia. La camarera, que está deshaciendo la cama, alza la cabeza y me mira.

—¿Puedo ayudarle? —pregunta sin sonreír y con un áspero acento escocés.

—Hola —respondo, afanándome en mostrarme simpático pero sin conseguirlo—. Busco a la chica que ocupaba este camarote.

—¿Sí? —pregunta la sirvienta, sosteniendo la pila de sábanas.

—Yo… esto, verá, es que me dejé una cosa —digo, y aprovecho para entrar en el camarote, en el que observo: una cesta de fruta intacta, que al parecer alguien ha derribado; el teléfono con el que Marina me llamaba tirado de cualquier manera en un rincón junto a la cama, ocupando el lugar de la mesilla de noche, como si la última persona que hablo por él se hubiera agazapado detrás de la cama para protegerse.

—Señor… —protesta la camarera, que empieza a impacientarse.

—Tranquila, tranquila. Es mi novia.

—Es mejor que regrese más tarde, señor —indica la camarera.

—Vale —murmuro, y levanto la mano en señal de rendición para que se calle.

El armario ropero está vacío: falta la ropa, las maletas e incluso los colgadores. Paso junto a la camarera y me pongo a rebuscar en los cajones de la cómoda, pero están igual de vacíos.

—Le ruego que se vaya, señor —insiste la sirvienta, mirándome con cara de pocos amigos—. Si no se marcha tendré que llamar a seguridad.

Yo no le hago ni puto caso. Observo que la puerta de la caja fuertes está abierta y encuentro un bolso de Prada —de nailon con el triángulo de metal que identifica la marca— semioculto dentro. Me acerco a la caja fuerte y la camarera, que está a mis espaldas, sale apresuradamente del camarote.

Abro el bolso lentamente, meto la mano y compruebo que está prácticamente vacío, excepto por un sobre.

La resaca me martiriza, estoy con los nervios de punta y me doy cuenta de que mi respiración es casi un jadeo cuando extraigo del bolso unas polaroids.

Son ocho fotografías mías. Dos fueron tomadas backstage, en lo que parece un concierto de los Wallflowers: al fondo, un póster del grupo; un sudoroso Jacob Dylan, con un toalla sobre los hombros, sostiene detrás de mí un vasito de plástico rojo. Dos más fueron tomadas durante una sesión de fotos: unas manos me aplican maquillaje con un pincel mientras yo, con los ojos cerrados, mantengo una expresión serena; junto a mí, Brigitte Lancome instala una cámara. Las otras cuatro: yo de pie al borde de una piscina luciendo unos shorts y una camiseta, sin camisa y rodeado de colchonetas; en dos de las polaroids un gigantesco sol color naranja derrama sus rayos a través de la niebla, y a mis espaldas, tras una alta cristalera que se abre junto a una jovencísima camarera japonesa ataviada con un sarong, se extiende la gigantesca ciudad de Los Ángeles. Las dos últimas fueron tomadas al atardecer; a mi lado Rande Gerber extiende un brazo por encima de mis hombros, y junto a nosotros, una persona que no logro identificar enciende unas antorchas tiki.

El lugar es el Sky Bar del hotel Mondrian, inaugurado hace poco, que reconozco porque lo he visto en varias revistas. Las diferencias: mi nariz ofrece un aspecto distinto —más ancha y algo más aplastada—, y tengo los ojos muy juntos; en el mentón, más marcado, observo un hoyuelo; además, jamás he llevado el pelo cortado de forma que pueda hacerme la raya al lado.

Jamás he asistido a un concierto de Wallflowers.

Brigitte Lancome jamás me ha hecho una fotografía.

Jamás he puesto los pies en el Sky Bar de Los Ángeles.

Guardo las fotos de nuevo en el bolso de Prada, porque su simple contacto me desazona.

El baño apesta a tinte de pelo y desinfectante; el suelo está mojado y reluciente pese a que la sirvienta no lo ha limpiado; junto a la bañera hay una alfombra arrugada y en un rincón observo varias toallas húmedas tiradas de cualquier modo con unas extrañas manchas. No hay objetos de tocador, ni frascos de champú, ni pastillas de jabón en el borde de la bañera. A continuación alguien me indica que me agache junto a la bañera y que deslice la mano sobre el desagüe. Después de palparlo observo que tengo los dedos manchados de un extraño color rosado. Cuándo introduzco el dedo en el desagüe noto algo suave al tacto, y al retirar la mano —involuntariamente, alarmado por haber tocado algo suave— el color rosado es más intenso, más rojo.

Detrás del váter encuentro más sangre —no mucha, sólo la suficiente para impresionarme—, y al tocarla los dedos me quedan manchados de color rosa, como si la sangre se hubiera diluido con el agua o alguien hubiera tratado de limpiarla sin gran éxito.

A un lado del váter, incrustados en la pared, veo dos objetos pequeños y blancos. Arranco uno de ellos de la pared aplicando la presión necesaria, y después de examinarlo me vuelvo hacia el equipo de rodaje. Se produce un silencio hueco; unos técnicos proporcionan la fría iluminación del baño.

—Puede que se me haya ido la olla —digo en voz baja, como si respirara con dificultad—, pero esto es un diente, joder. —Luego alzo la voz, como si les acusara de algo, extendiendo la mano para mostrárselo o acaso ofrecérselo—. Es un diente, joder —repito, temblando de la impresión—. Es un diente, joder —repito una vez más. A continuación me indican que salga corriendo de la habitación.

3

Siguiendo las indicaciones del director me dirijo a seguridad, pero como no existe tal cosa a bordo rodamos esta escena junto a la biblioteca, ante una mesa que representa una oficina. Para crear ambiente: un ordenador sin conectar, cuatro agendas en blanco, una lata vacía de Coca-Cola Light, el número del mes pasado de People. Un joven actor inglés —que ha hecho unos pequeños papeles en Trainspotting y en Emma, la obra de Jane Austen, y que parece perdido incluso antes de que yo diga una palabra— está sentado detrás de una mesa improvisada, haciendo de vulgar empleado, pálido, nervioso y bastante guaperas por ser un actor inglés en el papel de empleado de una oficina de seguridad.

—Hola, me llamo Victor Ward. Ocupo el camarote 101, en primeara clase —empiezo a decir.

—¿Sí? —El empleado ladea la cabeza, trata de sonreír y está en un tris de conseguirlo.

—Busco a una tal Marina Gibson…

—¿Que busca…?

—A una tal Marina Gibson, que se aloja en el camarote 402.

—¿Ya ha mirado en el camarote 402? —me interrumpe el empleado.

—Sí, pero la señorita en cuestión no estaba en el camarote 402, ni, según parece —respiro hondo y suelto el resto de la frase de un tirón—, tampoco ninguna otra persona y necesito dar con ella y… en fin, que me gustaría que intentaran localizarla por megafonía.

Se produce una pausa que no figura en el guión.

—¿Por qué desea que la localicemos, señor? —pregunta el empleado.

—Pues porque… —respondo sin saber muy bien qué decir— creo que ha desaparecido. —De pronto me entra el tembleque y me agarro a los lados de la mesa ante la que está sentado el guaperas inglés para no perder el control—. Creo que ha desaparecido —repito.

—¿Cree que una pasajera… ha desaparecido? —pregunta el otro despacio, inclinándose ligeramente hacia atrás.

—Quiero decir que… bueno, quizá se haya trasladado a otro camarote.

—Eso es bastante improbable, señor —replica el empleado meneando la cabeza.

—Habíamos quedado en almorzar juntos y no se ha presentado. —Cierro los ojos, procurando no perder la calma—. Quiero que la localicen por…

—Lo lamento, señor, pero no podemos llamar a una persona por el sistema de megafonía sólo porque no se haya presentado a almorzar, señor —replica el actor.

—¿Podría al menos confirmarme si esa señorita se aloja en ese camarote? ¿Qué le parece? ¿Podría hacerme ese favor? —pregunto, apretando los dientes.

—Puedo confirmárselo, señor, pero lo que no puedo hacer es facilitarle el número de camarote de un pasajero.

—No le estoy pidiendo que me facilite ningún número de camarote, joder —contesto ya bastante harto—. No le estoy pidiendo que me facilite el número de camarote de un pasajero. Ya me sé el número del camarote de los cojones. Sólo quiero que me confirme si esa chica está en el 402.

—¿Marina…?

—Marina Gibson —recalco—. Como Mel. Mel Gibson. Pero se llama Marina.

El empleado abre una de las agendas donde se supone que tienen el listado de los pasajeros. Luego se desliza en su silla con ruedas hacia el monitor, pulsa unas teclas, asume un aire competente, va consultando un gráfico tras otro, todo ello aderezado con una serie de suspiros.

—¿Qué número de camarote me ha dicho, señor?

—El 402 —contesto, y tengo que contenerme para no soltarle un par de sopapos.

El empleado hace una mueca, comprueba unos datos en la agenda y luego me mira con expresión ausente.

—Ese camarote no está asignado a nadie —me informa.

Se produce una larga pausa antes de que yo acierte a preguntar:

—¿A qué se refiere? ¿Cómo que no está asignado? Anoche llamé a ese camarote. Alguien contestó el teléfono. Hablé con alguien que estaba en la habitación ¿Cómo que no está asignado?

—No, señor, el camarote 402 no está ocupado —responde el empleado—. En esa habitación no se aloja ningún pasajero.

—Pero… No, no, eso es imposible.

—No se preocupe, señor Ward, estoy seguro de que esa señorita aparecerá —me tranquiliza el empleado.

—¿Y usted qué sabe? —le suelto, pálido y angustiado—. ¿Dónde coño podría estar?

—Quizás esté en el spa de mujeres —sugiere, encogiéndose de hombros.

—Sí, sí, claro —murmuro—. El spa de mujeres… —Pausa—. Un momento, ¿pero hay un spa de mujeres a bordo?

—Estoy seguro de que esta situación tiene una explicación lógica, señor Ward…

—No se le ocurra decir eso. —Me estremezco y alzo las manos—. Cada vez que alguien suelta una estupidez parecida todo se va a la mierda.

—Señor Ward, le ruego…

—Creo que esa chica se ha metido en un lío —insisto, inclinándome sobre el otro—. ¿Me ha oído? ¡He dicho que creo que tiene graves problemas!

—Pero es que en la lista de pasajeros no consta ninguna Marina Gibson —responde el empleado—. En este crucero no se ha registrado ninguna Marina Gibson.

El empleado me mira como si fuera incapaz de comprender la expresión de mi rostro.

Espero en el vestíbulo, sentado en una sillita, y voy fijándome en todas las personas que entran y salen del spa de mujeres hasta que cierran las instalaciones.

2

F. Fred Palakon me llama sobre las 7. Llevo en mi camarote desde las 5, hora en que cerró el spa de mujeres, pensando en la posibilidad de recorrer todo el barco en busca de quienquiera que se hiciera pasar por Marina Gibson. Por fin renuncio a ello debido al hecho de que han deslizado debajo de mi puerta la fotografía que nos tomaron durante la cena de anoche, en un sobre que lleva el logo del Queen Elizabeth II. La foto no ha salido muy bien, sobre todo porque en ella no aparecen los Wallace.

Cuando veo a la pareja que está sentada a la mesa en el Queen’s Grill resulta que son unas personas a las que no he visto en mi vida y que encima no se parecen ni por asomo a los Wallace. El hombre que me mira con cara de pocos amigos es mucho mayor que Stephen; la mujer, que parece algo desorientada y mantiene la vista clavada en el plato, es mucho menos atractiva y elegante que Lorrie.

Marina tiene la cabeza vuelta, de manera que apenas alcanzo a distinguir su rostro.

Sólo yo sonrío relajado, lo cual no deja de asombrarme, porque los únicos elementos que me resultan remotamente familiares son el montoncito de caviar sobre mi plato, las frascas de vino que pidió Stephen y las japonesas, que siguen sentadas a la mesa junto a la nuestra.

Sobre el escritorio ante el cual estoy sentado, fumando como un descosido, aparecen extendidas la foto original y tres copias que encargué; en la habitación hace tantísimo frío que llevo dos jerseys de J. Crew debajo del gigantesco abrigo de Versace. Persisten los restos de la resaca, como un ingrato recordatorio.

Soy vagamente consciente de que el barco llega mañana a Southampton.

—¿De modo que ya no piensa ir a París? —comenta Palakon—. ¿De modo que al final ha decidido ir a Londres?

Tras un largo silencio por mi parte, Palakon pregunta con tono apremiante:

—¿Oiga? ¿Oiga?

—Sí —respondo secamente—. ¿Se puede saber cómo ha llegado a esa conclusión?

—He intuido un cambio de planes —contesta Palakon.

—¿Y eso?

—Digamos que sé que esos ataques de precipitación que le asaltan no suelen durar mucho. Digamos que me concentro intensamente en usted, en lo que dice y hace. —Una pausa—. Por lo demás, ahora mismo lo veo todo desde un punto de vista diferente.

I’m a lover, not a fighter[55], Palakon —suspiro.

—Hemos localizado a Jamie Fields —dice Palakon.

Alzo brevemente la vista.

—De modo que mi misión ha terminado.

—No —contesta Palakon—. Pero lo tiene más fácil.

—¿Qué está haciendo en estos momentos, Palakon? —pregunto—. Ya me lo imagino: le está haciendo la pedicura alguno de sus lacayos mientras usted se zampa una caja de chocolatinas.

—Jamie Fields se encuentra en Londres —prosigue Palakon—. La encontrará pasado mañana en los estudios donde está rodando una película. En el hotel le entregarán toda la información que precisa. Le recogerá un chófer…

—¿Una limusina? —le interrumpo.

Tras una pausa, Palakon responde suavemente:

—Sí, señor Ward, una limusina…

—Gracias.

—… le recogerá en Southampton y le trasladará a Londres, donde yo me pondré en contacto con usted.

Mientras Palakon sigue hablando me entretengo moviendo las fotografías de un lado a otro, en diverso orden. Enciendo otro cigarrillo con la colilla del último.

—¿Entendido, señor Ward?

—Sí, señor Palakon —respondo con una voz que no revela mi estado de ánimo.

Pausa.

—Parece usted nervioso, señor Ward.

—Trato de comprobar una cosa.

—¿Es eso cierto, o lo dice por decir?

—Mire, Palakon, tengo que…

—¿Adónde va?

—Dentro de diez minutos empieza una clase que no me perdería por nada del mundo: aprenda a modelar enanitos.

—Le llamaré cuando llegue a Londres, señor Ward.

—Ya lo he anotado en mi agenda.

—No sabe cuánto me alegro de oírlo, señor Ward.

1

En el piano bar me encuentro con Felix, el cámara, que está sentado ante varias copas de brandy semillenas y contempla apenado su imagen en los espejos situados sobre las hileras de botellas mientras fuma un Gauloise tras otro. El pianista —a quien para mi honor identifico con el monitor de la clase de aerobic, el tipo con una dentadura de puta pena—, toca una melancólica versión de «Anything Goes»… Yo me siento en el taburete junto a Felix y deslizo la foto sobre la barra, junto a su brazo. El tipo ni se inmuta. Lleva por lo menos diez días sin afeitarse.

—Mira esa foto, Felix —digo, procurando dominarme.

—No estoy de humor para fotitos —responde Felix con desánimo, con ese acento suyo tan peculiar.

—Te aseguro que es importante —insisto—. Al menos, eso creo.

—No tengo por qué mirar esa foto, Victor.

—¡Que mires esta foto, de una puta vez, coño! —grito, totalmente fuera de control.

—Joder, pero qué genio —protesta Felix volviéndose hacia mí. Luego echa un vistazo a la foto y dice—: Vale. ¿Qué tiene de particular? Unos tipos comiendo caviar con cara de funeral ¿Y qué?

—Felix, yo no comí caviar con esa gente ni nada —respondo—. Pero mira, la foto existe —consigo terminar tartamudeando.

—¿A qué te refieres? —suspira Felix—. Joder, estoy hecho polvo.

—Esta foto no es la que nos hicieron anoche —respondo casi histérico—. Yo no cené con esas personas. No son los Wallace. ¿No lo entiendes, Felix? No-conozco-a-esa-gente.

—Pero ése de la foto eres tú, Victor —observa Felix.

—Sí, soy yo ¿Pero quiénes son ésos, Felix? —pregunto dando unos golpecitos sobre la foto para recalcar mis palabras—. ¿Qué coño está pasando?

—¡Ah, la juventud desengañada! —suspira Felix.

—¿Pero qué dices, tío? Tú alucinas —le suelto, y miro alrededor para reafirmar mi declaración—. En este barco geriátrico no se ve a nadie de menos de sesenta años.

Felix indica al barman que le sirva otra copa.

—Tengo miedo, Felix —confieso con un suspiro.

—No me extraña, ¿pero por qué?

—Por muchas razones.

—La vida a veces es muy amarga.

—Lo sé, lo sé, hay que aceptar lo bueno y lo malo… ¡Dios, Felix, cállate de una puta vez y mira la foto!

Al examinarla más de cerca, poco a poco Felix va demostrando más interés. La atmósfera que reina en el bar aparece brumosa, impregnada de humo; el pianista sigue tocando la melancólica versión de «Anything Goes» mientras varios extras que hacen el papel de institutrices, crupiers y camareros, todos ellos con algunas copas de más, escuchan embelesados. Yo me concentro en el silencio que rodea la música y trato de captar la atención del barman.

—Está trucada —dice Felix, con un carraspeo.

—¿En qué lo notas?

—El rostro de la chica no se distingue —contesta señalando a Marina.

—Ya, pero es que en el momento de dispararse el flash se volvió.

—No. Imposible.

—¿Cómo lo sabes?

—La posición del cuello…, ¿te fijas? —comenta Felix—. La posición del cuello indica que estaba mirando a la cámara. Han… ¿cómo se dice…? sobreimpresionado la cabeza de otra chica. —Tras una pausa, Felix pasa a examinar a los Wallace—. Y supongo que hicieron otro tanto con ellos —añade tras observar la foto con detenimiento—. Un trabajo bastante chapucero. —Felix suspira y deposita de nuevo la instantánea sobre la barra—. Pero quién sabe, a lo mejor estabas tan borracho que te sentaste a otra mesa sin darte ni cuenta.

—Pero qué dices, como si se me pudiera ocurrir sentarme con esa gente —me apresuro a negar—. Fíjate en el peinado de esa mujer. —Pido al barman un Absolut con arándanos (con una rodaja de lima, recalco) y cuando me lo sirve lo apuro de un trago, pero no me relajo ni por ésas—. Necesito echar un polvo —suspiro.

—No te inquietes, ya lo harás —dice Felix, carcajeándose.

—Me gustaría que dejaras de reírte como un cretino, Felix.

—¿Has leído el nuevo borrador?

—Pero hombre, si me están cambiando el guión cada dos por tres —protesto—. En el contrato que firmé no decía nada de eso.

—No estás acostumbrado a los desengaños, ¿verdad, Victor?

—Creo que a esa chica le ha ocurrido algo —respondo con tono sumiso—. Me refiero a… Marina.

—¿Crees que alguien ha cometido un error? —Bebe un generoso trago de brandy y aparta un poco la copa para que el camarero deposite otra ante él—. En serio, no me parece recomendable que la gente sepa demasiado.

—Pues yo creo que se ha producido… ¡Joder, Felix! Yo qué sé, una situación grave, algo imprevisto, y… —Dejo la frase a medias. Observo al pianista, a los extras que están sentados a las mesas, en los sofás, moviendo la cabeza al son de la música—. Nadie se ha inmutado siquiera, coño.

—Yo creo que deberías buscar una forma de vida más fructífera y armoniosa.

—¡Pero si acaban de publicar mi foto en la portada de YouthQuake! —exclamo—. ¿De qué coño estás hablando?

—Una cosa no tiene nada que ver con la otra.

—Dime que no estoy equivocado, dime que no soy un estúpido —le ruego—. Dime que no se trata de un asunto «al margen» de lo que nos ocupa, Felix. Me considero una persona bastante razonable.

—Lo sé, lo sé —responde Felix en tono afable, y da una calada al cigarrillo—. Es intolerable, ¿verdad?

—¿Y Palakon? —pregunto al cabo de unos momentos—. ¿Qué tiene que ver con todo esto?

—¿Quién? —inquiere Felix.

—Palakon —suspiro—. El tío que me metió en este crucero de los horrores.

Felix guarda silencio y luego apaga el cigarrillo.

—No conozco a nadie que se llame Palakon.

Tras indicar al camarero que me sirva otra copa, murmuro irritado:

—¿Cómo es posible?

—Pues porque no figura en el guión, Victor —me asegura Felix.

Pausa.

—¡Pero qué dices! —exclamo alzando la mano, cabreado a más no poder—. A ti se te ha ido la olla, guapito.

—Te equivocas, Victor —replica el otro—. Y por favor, no vuelvas a llamarme «guapito».

—Mira, Felix, me refiero a un tipo que conocí en el Fashion Café. Una especie de eurolobo que me metió en todo este rollo. Palakon, ¿entendido?

Pero Felix insiste en que no le conoce. Yo le miro perplejo.

—Lo conocí en el Fashion Café después de que me persiguiera el jeep negro, ¿recuerdas? ¿Cómo es posible que no te suene el nombre de F. Fred Palakon?

Cuando Felix se vuelve hacia mí, parece más inquieto que de costumbre.

—No hemos rodado ninguna escena en que te persiguiera un jeep negro —contesta. Tras una larga pausa añade—: Ni tampoco en el Fashion Café.

Mientras observo la foto, siento como si algo se desmoronara en mi interior.

—Te aseguro que en el guión no interviene ningún Palakon —murmura Felix, contemplando también la foto—. Jamás he oído hablar de él.

Mientras trato de controlar mi agitación, el camarero deposita otra copa ante mí, pero siento que se me revuelve el estómago y se la paso a Felix.

—Creo que éste es el momento más adecuado para cortar la escena —dice Felix; se levanta y hace un bonito mutis.

0

En cubierta soplaba un aire húmedo; el cielo estaba más oscuro de lo habitual, casi negro, y había unos nubarrones inmensos, distorsionados, que parecían la guarida de un monstruo. En éstas estallaron unos truenos, que nos causaron una ligera aprensión, y más allá del firmamento nos aguardaba tierra firme. Encendí un cigarrillo en cubierta al tiempo que la cámara giraba a mi alrededor; una nueva dosis de Xanax había contribuido a desterrar las náuseas y unos tics muy molestos; «Crash into Me» de Dave Matthews sonaba en mis oídos a través de los auriculares del Walkman y se transmitía también a través de la banda sonora. Me senté en un banco, con las gafas de sol puestas, parpadeando sin cesar, sujetando una nueva revista que había fundado Gail Love llamada A New Magazine, hasta que no pude resistir más: tenía que moverme. En mi mente bailaban juguetonas, atormentándome, unas imágenes de Marina cayendo al negro océano, hundiéndose en el fondo apacible y arenoso, a leguas de distancias, engullida sin dejar rastro, o quizá tirándose por la borda porque le aguardaba una suerte infinitamente peor. Después de haber registrado mi camarote de arriba abajo sin dar con el sombrero que me había dado Lauren Hynde en Nueva York y que Palakon me había pedido que trajera conmigo, lo declaré oficialmente «desaparecido»; y aunque eso no tenía por qué constituir un problema, yo presentía que era un problemón y de los gordos. Según el director, lo más importante era lo que yo no sabía.

En cubierta me puse a deambular de aquí para allá casi sin darme cuenta y pasé varias veces por delante de un puesto de algodón de azúcar que habían abierto «para los niños». Me encontré con los Wallace, quienes me rehuyeron; no logré interpretar las señales que transmitían sus falsas sonrisas y el corazón siguió latiéndome aceleradamente. El caso es que me sentía hundido, apático, una sensación que me pareció un tanto forzada y ni siquiera traté de combatir, convencido de que no podía hacer nada por remediarlo. Para animarme me dije que era modelo, que me representaba la CAA, que era un as en la cama, que mi dotación genética era excelente, que Victor era el rey; pero en cubierta empecé a dudarlo seriamente. El joven alemán gay pasó junto a mí sin hacerme ni caso, pero en realidad nunca había encajado en la historia y mis escenas con él habían sido eliminadas sin que el proyecto se resintiera en absoluto. En cubierta el equipo de rodaje había comenzado a desmontar las máquinas de humo y a embalarlas en unas cajas.

Europa avanzaba hacia mí; a nuestro alrededor fluía el negro océano; las nubes comenzaron a dispersarse y unas motas de luz en el cielo se fueron agrandando hasta que volvió a hacerse de día. En cubierta me agarré a la barandilla e intenté hacer un cálculo aproximado de las horas que había perdido. La profundidad y la perspectiva se hicieron borrosas y luego adquirieron mayor nitidez; oí pasar a alguien a mis espaldas silbando «The Sunny Side of the Street», pero al volverme no vi a nadie, como era de esperar. Al bajar la vista para mirarme los pies, reparé en un pedacito de confeti junto a mi zapato, y luego en otro.