Subiendo por Lafayette, incapaz de librarme de la sensación de que alguien viene siguiéndome, me detengo en la esquina de la Cuatro Este, donde sorprendo mi reflejo en el cristal de un anuncio de Armani Exchange, superpuesto a la foto color sepia de un modelo cuya silueta se funde con la mía hasta tal punto que me resulta difícil separarme de ella, y en toda la ciudad no se oyen más sonidos que el pitido de mi busca y un crujido que no es producto de la electricidad estática, sino de alguna otra cosa.
Los taxis pasan de largo en silencio; alguien vestido igual que yo cruza la calle; tres chicas guapísimas, de unos dieciséis años, caminan y me miran seguidas por un gorila con una videocámara; mientras tanto, en el edificio de enfrente, coronado por una valla gigantesca que anuncia con enormes letras mayúsculas la palabra TEMPURA, las puertas abiertas del gimnasio Crunch dejan salir al exterior las notas disonantes y apagadas de Moby. Entonces alguien grita «¡Corten!» y el ruido de las obras del nuevo Gap y el pitido del busca —es el número del Indochine, qué cosa más rara— hacen que me instale en una cabina telefónica donde, antes de marcar, imagino a Lauren Hynde desnuda, en una suite del Delano, acercándose a mí con intenciones que no acabo de comprender. Descuelga Alison.
—Quisiera reservar una mesa —digo, intentando disimular la voz.
—Tengo que contarte una cosa —casi me interrumpe ella.
—¿Qué? —Trago saliva—. ¿Que antes eras un hombre?
Alison golpea el auricular contra una superficie dura.
—Perdona, tengo otra llamada. Cuelgo.
—No he oído el aviso de llamada.
—Es que han cambiado el sonido. Ahora imita el ruido que hace una persona liada con un inútil zopenco cuando aporrea furiosamente la pared con el teléfono.
—Pero qué bruta eres. Tienes dos minutos para llegar al Indochine.
—Cariño, estoy desbordado. En serio. Desbordado.
—¿Qué se celebra hoy? —se burla—. ¿El día del vocabulario? Dos minutos.
—He quedado con… otra persona.
—«Otra persona» dicho después de esa pausa sólo puede significar una cosa: la estúpida de tu novia.
—Nos vemos esta noche —le prometo con fingida impaciencia.
—Victor, te advierto que tengo el número de Chloe en…
—Lo siento, Medusa. No está en casa.
—Ya lo sé. Está en el Spy Bar rodando un anuncio japonés, y yo…
—Alison, no jodas que…
—… estoy de un humor de perros. Hoy sería capaz de mandarlo todo a la mierda —me amenaza—. Necesito que alguien me ponga de buen humor. Alguien que impida que lo mande todo a la mierda.
—Eres tan falsa que dueles —suspiro—. ¡Ay! —añado—. El gritito ha sido para… dar énfasis.
—Lo siento, cielo. No sabía cómo quitármelo de encima. Se comportaba como un animal. Además, me dijo que ya no te quiere.
—¿A qué viene eso?
—Viene a que ya estoy harta de compartirte —responde Alison con un suspiro, como si de verdad le importara—. Es la conclusión a la que he llegado después de lo de la exposición de Alfaro.
—No me estás compartiendo —aseguro en vano.
—¡Sigues acostándote con ella!
—Si no lo hiciera yo, lo haría algún seropositivo, y entonces…
—¡Dios!
—… aún sería peor para todos.
—¡Déjala! —aúlla Alison—. ¡Corta con ella de una vez, coño!
—¿Vas a dejar tú a Damien?
—Damien Nutchs Ross y yo somos…
—No lo digas. Se me revuelve el estómago.
—Me da la impresión de que, por mucho que te explique las cosas, tú sigues sin enterarte.
—¿De qué? —Trago saliva de nuevo—. ¿De que antes eras un hombre?
—Sin mí y, por extensión, sin Damien, no tendrías ningún local que inaugurar. ¿Cuántas veces tendré que recordártelo? —Pausa, espiración—. Ni ninguna posibilidad de abrir ese otro local que…
—¡Eh!
—… andas buscando a nuestras espaldas.
Silencio a ambos lados del cable. Me imagino la sonrisa triunfal que estará dibujándose en este momento en los labios de Alison.
—No sé qué te hace pensar eso.
—Basta. Seguiremos hablando del tema cuando llegues al restaurante. —Un silencio que no me molesto en interrumpir y que obliga a Alison a retomar la iniciativa—. ¡Ted! ¿Me haces un favor? Llama al Spy Bar. —Y cuelga. Es su manera de desafiarme.
Paso junto a la gran limusina que hay aparcada frente al Indochine, esquivo un cargamento de confeti blanco y negro, y subo las escaleras del restaurante. Un equipo de Meet the Press está entrevistando a Ted, el maitre, que luce un gorro descomunal. «Hey, ¿qué pasa?», lo saludo. Sin perder de vista a los periodistas, sigo el dedo que me indica un reservado situado al fondo de la sala, fría, húmeda y vacía. De fondo, el último cedé de PJ Harvey. Nada más percatarse de mi presencia, Alison apaga el porro que se estaba fumando mientras hablaba con Nan Kempner por su Nokia 232, y se levanta de la mesa donde compartía un pastel con Peter Gabriel, David LaChapelle, Janeane Garofalo y David Koresh.
La conversación giraba en tomo al lacrosse y al virus de los monos. Al lado de cada plato hay un ejemplar del número de este mes del Mademoiselle.
Alison me lleva a rastras al fondo del pasillo, entra conmigo en los lavabos de caballeros y cierra de un portazo.
—Rápido —murmura.
—Como si contigo se pudiera ir despacio —comento resignado antes de escupir el chicle que llevo en la boca.
Alison me embiste y pega su boca a la mía. Al cabo de pocos segundos retrocede un paso y se desabrocha con frenesí el chaleco a rayas de cebra que lleva puesto.
—Me da rabia reconocerlo —jadea—, pero me has puesto cachonda al pasar de mí de esa manera.
—¿Qué? Pero si no nos hemos visto en todo el día… —Libero sus pechos de la opresión de un wonderbra beige.
—En la exposición de Alfaro. —Alison se sube una minifalda tecnológica con las costuras carbonizadas y deja al descubierto unos muslos bronceados por los que instantes más tarde se deslizan unas bragas blancas.
—Y dale. —Me voy desabrochando los vaqueros—. Yo no he ido a ninguna exposición.
—Eres un capullo integral —refunfuña—. Has ido y has hablado conmigo. —Me fulmina con la mirada mientras me mete y me saca la lengua de la boca—. Lo justo, pero has hablado conmigo.
A medio lametazo, con los pantalones alrededor de los tobillos, dejo de besarle el cuello y me pongo derecho. Está transfigurada.
—Afloja un poco con la maría, ¿eh?
—Victor… —Alison está como loca. Acabo de deslizar la mano entre sus piernas: primero dos dedos, luego tres. Ella echa la cabeza atrás, se relame, retiene mi mano: noto cómo tensa los músculos de la vagina—. Empiezo a estar harta de esto.
—¿De qué?
—Ven aquí —exige, y en éstas hace presa en mi polla, la estruja y la atrae hacia sí sin esperar al condón—. ¿Notas esto? —me pregunta mientras se acaricia con ella los labios de la vulvas ¿Que dirías? ¿Que va en serio o que no?
—Que si, que sí. Que sea lo que Dios quiera —suspiro, y la penetro bruscamente, como a ella le gusta—. Pero alguien se la está jugando…
—Tú empuja fuerte —gruñe—. Y levántate la camisa. A ver esos abdominales.
Después, mientras atravesamos despacio el restaurante vacío, agarro un vaso largo de una de las mesas y me enjuago la boca con Greyhound para luego devolver el líquido al recipiente. Mientras me seco los labios con la manga de la chaqueta, Alison se vuelve hacia mí y, saciada, confiesa:
—Han estado todo el día siguiéndome.
Me paro en seco.
—¿Qué?
—Te lo digo para que lo sepas. Han estado todo el día siguiéndome —repite. Luego enciende un cigarrillo y pasa junto a los camareros que preparan las mesas para la noche. Yo me quedo algo rezagado.
—¿O sea, que hay un par de gorilas esperándome ahí fuera? —Doy un manotazo a una de las mesas—. ¡Ay! ¡Mierda!
Alison se vuelve.
—Los he despistado en un Starbucks hace una hora. —Espira y me ofrece el Marlboro—. En un Starbucks, ¿te das cuenta? Hay que ser inepto…
—Si estaba muy lleno, no tanto —digo, y acepto el cigarrillo. Pese al aturdimiento, la noticia es un alivio.
—Esos tipos me traen sin cuidado —afirma alegremente.
—Cuando sólo se puede follar en los lavabos del Indochine es que ha llegado el momento de pisar el freno…
—Quería celebrar que cierta fotografía ha dejado de constituir una amenaza.
—Ya lo sé, he hablado con Buddy.
—¿Qué atrocidad has cometido? —pregunta con admiración—. ¿Confirmar la leyenda negra de Chloe?
—Mejor no preguntes.
Alison sopesa mi respuesta.
—Tienes razón —suspira—. Prefiero no saberlo.
—¿Ha sido idea tuya lo de comprar el 600SEL?
—Damien es partidario del leasing —dice entre dientes—. Hay que ser imbécil.
—Damien no es ningún imbécil.
—No lo decía por él. Pero ya que mencionas el tema, sí que lo es.
—Oye, ¿qué sabes de Baxter Priestly?
—¿Además de que tiene unos pómulos increíbles? —Se encoge de hombros—. Pues que está en Hey That’s My Shoe, y que es un modelo metido a actor. No como tú, que eres un modelo condenado al fracaso.
—¿Y no es homosexual o algo así?
—Yo diría que Baxter bebe los vientos por Chloe Byrnes —comenta traviesa, y observa atentamente mi reacción—. Y, puestas a escoger, no me parece un mal partido —añade resignada después de reflexionar unos instantes.
—Joder, Alison…
La oigo reírse a carcajadas, relajada.
—Tú procura no despistarte.
—¿Y eso? —pregunto mientras me desperezo.
—Como dices tú siempre, desde más arriba se llega más lejos.
—¿Qué insinúas? ¿Que Baxter Priesty y Chloe están liados? —insisto con los brazos aún separados.
—No sé ni por qué te preocupas. —Me devuelve el cigarrillo—. Ya me dirás qué ves en esa pobre chica. Aparte de un cerebro de mosquito, claro.
—¿Y de Lauren Hynde? —pregunto disimulando mi interés—. ¿Qué sabes?
Alison se pone tensa, me quita el cigarrillo de los labios, lo apura y se dirige a la sala principal.
—Poca cosa. Que ha salido en dos películas de Atom Egoyan, en dos de Hal Hartley y en la última de Todd Haynes. Ah, y que tiene un papelito en la próxima de Woody Allen. Nada más. ¿Por qué?
—Caray —comento impresionado.
—Aparte de vivir en el mismo planeta, poco más tenéis en común. —Alison recoge su chaqueta y su bolso de un taburete del bar.
—¿Y eso qué significa, si puede saberse?
—Significa que no se fijaría en ti ni en un millón de años —contesta—. No pierdas el tiempo.
—No tengo tiempo que perder. —Me encojo de hombros.
—Estuvo mal de la cabeza, le dio por tirarse de los pelos. Pero a base de Prozac se ha curado. Al menos eso dicen.
—O sea, que nos hemos metido en un callejón sin salida, ¿no? —pregunto.
—No. Pero a ti te va a tocar salir por la puerta de atrás, eso sí. —Me da un beso en la nariz.
—No hay más puerta que ésta.
—Entonces cuenta hasta cien antes de marcharte. —Alison bosteza y se abotona la chaqueta.
—¿Hacia dónde vas? —pregunto tímidamente—. Claro que, dadas las circunstancias, dudo de que puedas llevarme a ninguna parte ¿Verdad?
—Me esperan en Stephen Knoll para cortarme el pelo —dice Alison mientras me pellizca la mejilla—. Es cuestión de vida o muerte. Ciao. Muac.
—Hasta la noche —me despido, y saludo lánguidamente con la mano.
—Qué emoción —comenta mientras baja las escaleras en dirección a la calle.
En la entrada del Spy Bar, en Green Street, Umberto, el guardia de seguridad, espanta moscas con el walkie-talkie que tiene en la mano, me desea suerte con lo de esta noche y me abre la puerta. Yo subo las escaleras oliéndome los dedos, entro en el servicio de caballeros, me lavo las manos y me miro en el espejo que hay encima del lavabo hasta que me asalta el recuerdo de la fugacidad del tiempo y de la costumbre, que tiene la locura de pasar factura; mientras tanto, en la sala principal, el director, el ayudante de dirección, el operador, el electricista, el jefe de electricistas, otros dos ayudantes, Scott Benoit, la hermana de Jason Vorhees, Bruce Hulee, Gerlinda Kostiff, varios operadores de cámaras panorámicas y un técnico de Steadicam contemplan en silencio un gran huevo blanco, convertidos en el eje de un corro de videocámaras que graban la realización del anuncio en cuestión mientras varios fotógrafos inmortalizan a los miembros del equipo de vídeo.
Chloe no está entre ellos: ocupa un gran reservado al fondo de la sala junto con un enjambre de maquilladores que esgrimen geles y cepillos a manos llenas. Lleva unos pantalones cortos con incrustaciones de estrás y un minivestido con falda de vuelo, y vista así, en segundo plano, se la diría envuelta en un halo postizo de felicidad que se troca en un gesto de impotencia en cuanto me ve llegar. El tipo que está tumbado en el tatami —de nombre Darío, creo, ex de Nicole Miller— lleva un tatuaje de los Mighty Morphin Power Rangers en un bíceps, gafas de sol, sandalias y un sombrero de fibra de coco de Brooks Brothers con cinta de madrás y copa plegable. Llamo a mi contestador desde el teléfono del bar: Balthazar Getty, un talón sin fondos para mi monitor de tai-chi, Elaine Irwin, un publicista de mi gimnasio, Val Kilmer y Reese Witherspoon. Alguien me pasa un café au lait y me pongo a charlar un rato con un modelo llamado André, con quien comparto un porro mal liado junto a un largo bufé cubierto de sushi a la última y cubiteros de Kenny Scharf. Los ingredientes básicos de la vida de André son el agua —en grandes cantidades—, el pescado a la plancha y cuántos más deportes mejor. Apuesta por un look joven, grungy, indigente pero bien.
—Yo me conformaría con que la gente sonriera un poco más —asegura—. Y también me preocupa mucho todo lo que es el tema de la ecología.
—Faltaría más —asiento sin apartar la vista de las finas láminas de hielo azul celeste que cubren una pared entera, varias zonas del bar y los espejos que hay detrás de la barra. Pasa de largo alguien que lleva una parka.
—Bueno, y luego me gustaría abrir un restaurante en forma de escarabajo gigante.
Los dos miramos fijamente el huevo hasta que yo decido cambiar de aires.
—A éste café au lait le sobra un poco de espuma —explico.
El equipo de maquillaje ya ha terminado, y aprovecho que Chloe está sola para acercarme. Nuestra imagen se refleja en el enorme espejo portátil colocado en el centro de la mesa. Hay revistas esparcidas por todas partes, algunas con la cara de Chloe en la portada.
—¿Y esas gafas? —me pregunta.
—Según Reef, esta temporada se lleva el look intelectual. —Hace tanto frío que nuestro aliento se condensa y forma nubecillas.
—Si alguien te dijera que te comieras tu propio peso en plastilina, ¿también le harías caso? —pregunta sin alterarse.
—Voy despacito, voy dando brincos.
—Me alegra ver que sabes diferenciar lo esencial de lo anecdótico.
—Gracias. —Me agacho para darle un beso en el cuello, pero ella se aparta y murmura no sé qué sobre el maquillaje en polvo, de modo que acabo por posar los labios sobre su cabello.
—¿A qué huele aquí? —pregunto.
—Llevo días aclarándome el pelo con vodka —confiesa con tristeza—. Bongo ha reconocido el olor en el pase de Donna Karan y se ha puesto a recitar la Plegaria de la Serenidad de Alcohólicos Anónimos.
—Tú tranquila. Piensa que lo que único que se te pide es que digas «patata» unas doscientas veces al día. Nada más.
—Dejarse fotografiar seis horas seguidas es una tortura.
—¿Quién es ése? —Señalo al tipo del tatami.
—La Tosh. Hace la tira que nos conocemos. Meses, casi. Nos partimos un rollito de primavera en el Kin Khao.
—Très jolie —digo, y me encojo de hombros.
—Dicen que es uno de los videntes con más contactos de Roma —suspira—. ¿Llevas tabaco?
—¿Y el parche de nicotina que ibas a llevar hoy? —pregunto preocupado.
—No me dejaba caminar derecha por la pasarela. —Chloe toma mi mano entre las suyas y me mira a los ojos—. Te he echado de menos. Siempre que estoy cansada te echo de menos.
Me agacho un poco, la abrazo y le murmuro al oído:
—Adivina quién es mi supermodelo favorita.
—Quítate las gafas, anda —replica con acritud—. En vez de dar el pego, pareces Dean Caín.
—¿Qué tal el día? —Me quito las gafas y las devuelvo a su funda.
—Alison Poole me ha dejado cómo mínimo diez mensajes —dice mientras inspecciona la mesa en busca de cigarrillos—. Aún no la he llamado. ¿Tienes idea de lo que puede querer?
—No. ¿Por qué?
—¿No la has visto en la exposición de Alfaro?
—No he estado en esa exposición —suspiro, y le quito una brizna de confeti del pelo.
—Shalom me ha dicho que te ha visto.
—Pues dile a Shalom que se gradúe las lentillas.
—¿Y cómo se te ha ocurrido venir? —pregunta—. Oye, ¿seguro que no llevas tabaco?
Rebusco en todos mis bolsillos.
—Me parece que no. —En éstas encuentro un paquete de Mentos y le ofrezco uno—. Nada, sólo venía a saludarte. Me esperan en el local. Tengo que entrevistar a un DJ que necesitamos para la fiesta de esta noche. Nos vemos luego, en el pase de Todd.
—Como no salga de aquí dentro de cuarenta minutos ya no llego a peluquería —se queja, y toma un sorbo de Fruitopía del botellín.
—¡Santo Dios, qué frío hace aquí! —exclamo tiritando.
—Esta semana ha sido horrorosa —anuncia de pronto—. La más horrorosa de toda mi vida.
—Aquí me tienes, para lo que haga falta.
—Eso debería ser un consuelo, ya lo sé —dice—. Gracias de todos modos.
—Hoy he estado liadísimo. Liadísimo, ni te imaginas.
—Nos hacen falta unas buenas vacaciones —continúa.
—¿Y tú qué tal? —insisto—. ¿De qué va esto? —pregunto a propósito del equipo, el huevo y el tipo del tatami.
—No me hagas mucho caso, pero me parece que Scott hace de una especie de androide imaginario obsesionado con el curry y, en un momento dado, nos peleamos por lo que sea que se pelea la gente como nosotros, y entonces yo le tiro un cubito, que es como una especie de… en fin, no sé, un cubito, y, entonces él, según dice el guión, tiene que salir corriendo…
—Ah, sí —la interrumpo—, ya me acuerdo. Fue uno que me enseñaste.
—… y entonces el otro androide imaginario, el malo…
—Cariño —la atajo—, ya me lo contarás luego.
—Ahora ya es luego. Si a Scott no se le hubiera olvidado el texto, ya habríamos terminado.
—Pues si el guión es el que yo me leí —comento—, sólo tenía que decir una frase. Frase, en singular.
El director se acerca al reservado con un walkie-talkie en la mano. Tiene diecisiete años, lleva gafas de sol y vaqueros plateados de DKNY, y no cabe duda de que le va el glam.
—Chloe, hemos decidido dejar la primera escena para el final.
—Taylor —suplica ella—, dentro de menos de una hora tengo que estar en otro sitio sin falta. Es cuestión de vida o muerte Taylor, Victor.
—Qué tal —me saluda—. Ya nos presentaron en el Pravda la semana pasada.
—Imposible, porque la semana pasada no fui por allí, pero es igual, déjalo. ¿Cómo lo ves?
—Los extras se enrollan, pero nosotros queremos plasmar un estilo de vida con el que la gente se pueda identificar —explica, y yo asiento—. La idea es reflejar lo contrario de lo que sería pasar Pervitin de contrabando desde Praga en un Toyota alquilado. —Una interrupción, interferencias del walkie-talkie, gritos ininteligibles en el otro extremo de la sala—. Es Lars, el meritorio —se disculpa con un guiño.
—Taylor… —empieza Chloe.
—Antes de media hora estás fuera de aquí. Te lo prometo. —Taylor se reúne con el corro de gente que rodea el huevo.
—Estoy azogada —dice Chloe.
—¿Azogada?
—¿Te extraña? Llevamos una semana encallados en esta parte de la escena y tres de retraso en total.
Cuento hasta tres.
—No me extraña en absoluto porque no sé qué significa.
—Significa que estoy nerviosa, Victor. Muy nerviosa.
—Cariño… —digo por fin—. Tenemos que hablar.
—Ya te he dicho que si necesitas dinero…
—No, no. —Pausa—. Bueno, sí, pero no se trata de eso.
—¿De qué, entonces? —Me mira y espera—. ¿Qué pasa?
—Pues que leo en las revistas la descripción de tu hombre ideal y, francamente, me preocupa.
—¿Por qué? —pregunta, y se vuelve hacia el espejo.
Miro a La Tosh de reojo y bajo la voz.
—Básicamente yo diría que es porque no tiene nada que ver conmigo.
—¿Y qué más da eso, Victor? —replica sin darle importancia—. ¿No puedo decir que me gustan los rubios?
—Soy el tío menos rubio que te puedas tirar a la cara.
—Victor, sólo son revistas, por el amor de Dios.
—¿Y qué me dices del rollo ese de la maternidad? —Intento que no me de la espalda—. Eso ya es el colmo, ¿no? ¿Qué pasa? ¿Te ha dado un flash o qué?
—Perdona, pero ignoro el significado de la palabra «flash» en ese contexto.
—Cariño, soy tu mejor amigo. ¿Por qué no…?
—Tu mejor amigo es el espejo, Victor.
—Lo que… —Me esfuerzo en vano—. No quisiera que, por culpa de unas…
—Victor, ¿qué te pasa? ¿A qué viene esto ahora?
Trato de no perder los papeles.
—Nada, nada. No me pasa nada —digo, y sacudo la cabeza para aclararme las ideas.
—Llevo todo el día con un cubito en la mano —explica Chloe.
—Se te están poniendo los dedos azules y estás harta de revolcarte con Scott Benoit. ¿Es eso?
Un equipo de música portátil pone banda sonora a la escena: una balada triste y suntuosa de algún grupo británico, puede que los Radiohead.
—Mira, en estos momentos, sólo tengo tres cosas en la cabeza: el pase de Todd, tu inauguración y una cama donde dormir. Y de las tres sólo hay una que me apetezca.
—¿Quién es Baxter Priestly? —le espeto.
—Un amigo, Victor. Uno de mis amigos —especifica—. No estaría mal que conocieras a alguno.
Siento tentaciones de acariciarle la mano, pero me contengo.
—Hoy me he encontrado con una amiga tuya. Lauren Hynde. —Espero una reacción que no llega a producirse—. Antes del ensayo, comprando cedés en Tower Records. No es muy simpática que digamos.
—¿Tower Records? ¿Ensayo? ¿El día de la inauguración? Me había parecido oír que estabas «liadísimo». ¿Qué más has hecho hoy? ¿Ir al zoo? ¿Aprender a soplar vidrio?
—Oye, he estado hablando con una amiga tuya. Deberías alegrarte.
—¿Debería alegrarme de salir con un cretino?
Una larga pausa.
—No soy ningún cretino. Desde luego, eres muy dura conmigo.
Chloe aparta la mirada del espejo.
—Victor, no te imaginas la cantidad de veces que me dan ganas de abofetearte al cabo del día. De verdad que no te lo imaginas.
—Ni ganas. Qué miedo. —Sonrío y finjo un estremecimiento.
El meritorio se acerca al reservado.
—La limusina ya ha llegado. Taylor te necesita dentro de cinco minutos.
Chloe le dirige un gesto de asentimiento Cuando se hace evidente que no tengo nada más que añadir, ella misma rompe el silencio hablando entre dientes:
—Acabemos de una vez.
No sé exactamente a quién o a qué se refiere.
—¿Por qué no les decías que no? —señalo por decir algo—. Quedamos en que, a partir de ahora, Chloe Byrnes sólo aceptaría trabajos de envergadura. Ya dijiste que no a los de la MTV.
—Porque tú insististe.
—Insistí cuando me enteré de lo que te pagaban por día.
—No. Insististe cuando te enteraste de que no contaban contigo.
—Might as well face it —me burlo—. You’re addicted to love.[34]
—¡Chloe! —grita Taylor desde las inmediaciones del huevo—. ¡Cuando quieras! ¡Pero date prisa, que al señor Benoit se le puede olvidar otra vez la frase!
—Nos vemos luego —se despide, y sale del reservado.
—Vale —contesto—. Ciao.
—Ah, por cierto…
—¿Qué?
—Gracias por las flores.
Me besa levemente y se va.
—De nada. De nada.
16.00. Desde el segundo piso, el local resulta más animado que nunca: los guaperas que hace un rato han entrado en monopatín ya están preparando las mesas; los camareros blanden copas, manteles y velas, y disponen las sillas alrededor de las mesas; hay varios tipos despeinados limpiando la moqueta, y un par de camareras que han llegado temprano están posando para fotógrafos cuyo rostro no alcanzo a distinguir mientras los bailarines ensayan rodeados de técnicos, agentes de seguridad y gente de protocolo; tres chicas de guardarropía, a cual más despampanante, mastican chicle y alardean de abdominales y de ombligos con piercing; las barras se van llenando de botellas, las luces enfocan estratégicamente los enormes arreglos florales, Matthew Sweet hace retumbar las paredes con su «We’re the Same», y los detectores de metales aguardan en la entrada el momento en que los invitados hagan su ídem. Yo tomo nota de todo sin salir de mi perplejidad, reflexiono fugazmente sobre el sentido de tanta actividad y llego a la conclusión de que ser semifamoso no es nada fácil, hasta que el frío me obliga a salir de mi letargo y subo a toda prisa los dos pisos que me separan de las oficinas, más aliviado de lo debido por el hecho de que, al final, todas las piezas hayan ido encajando.
—¿Dónde se ha metido Beau? ¡Lo he llamado cuatro veces en lo que va de día! —le suelto a Jotadé en cuanto entro en el despacho.
—Primero en su clase de interpretación y después en el casting de la nueva superproducción de tema vampírico —contesta él.
—¿Y cómo se llamará? —Arrojo un fajo de invitaciones sobre mi mesa—. ¿Drágcula?
—Ahora mismo está en la sala vip, entrevistando a varios DJ. Por si lo de DJ X no llega a buen puerto… —dice con sorna mi previsor empleado.
—Oye, ¿sabes que ese modelito que llevas tiene que favorecer mucho a las chicas?
—Toma, anda —me dice con aire sombrío mientras me tiende un fax.
Leo las palabras SÉ QUIÉN ERES Y LO QUE ESTÁS HACIENDO garabateadas en el fax dirigido a mí que Jotadé me obliga a aceptar. Lo noto ligeramente aterrorizado.
—¿De dónde ha salido esto? —pregunto sin apartar la vista del papel.
—Desde que te has ido a almorzar hemos recibido siete iguales.
—¿Siete? —repito—. ¿Y qué demonios significa?
—Creo que los envían desde el hotel Paramount —explica Jotadé mientras me enseña otro fax—. Han tenido la precaución de borrar el logo del encabezamiento, pero la segunda vez Beau y yo hemos llegado a tiempo de ver la mitad del número y coincide.
—¿Desde el Paramount? ¿Por qué?
—Ni lo sé ni quiero saberlo —replica tembloroso Jotadé—. Pero dile al coco que se vaya con la música a otra parte.
—Vete a saber lo que significa —mascullo—. Cualquier cosa. Que es tanto como decir que no significa nada —resuelvo, y acto seguido arrugo el papel—. Toma, cómetelo, haz el favor. Y mastica despacio.
—Victor, deberías hacer acto de presencia en la sala vip —me sugiere Jotadé.
—¿Crees que es una amenaza? —pregunto—. Jo, qué pasada.
—La reportera del Details también está con los DJ. Y toma…
Salgo del despacho acompañado por Jotadé.
—… la lista de los que se han apuntado a última hora —añade, y me pasa otro fax mientras nos dirigimos a la sala vip.
—¿Dan Cortese? —leo—. Un hombre valiente. Hace puenting, parapente, y es representante de Burger King. Pero necesita una rinoplastia con urgencia y no quiero ver su nombre en la lista.
—Richard Gere ha aceptado la invitación —dice Jotadé sin quedarse atrás—. Lo mismo que Ethan Hawke, Bill Gates, Tupac Shakur, Dilly, o sea, el hermano de Billy Idol, Ben Stiller y Martin Davis.
—¿Martin Davis? —gruño—. Santo Dios, sólo nos falta invitar a George el Bebedor de Pipí y a su inseparable amigo Woody el Cojo Danzarín.
—También van a venir Will Smith, Kevin Smith y… Sir Mix-a-Lot —continúa Jotadé como si nada.
—Déjate de listas y dime cómo tenemos el tema de los picatostes. —Me detengo al llegar frente a la cortina de terciopelo que conduce a la sala vip.
—Los picatostes están divinamente y nos han quitado un buen peso de encima a todos —conteste con una reverenda.
—No te cachondees de mí —le advierto—. No me gusta que se cachondeen de mí.
—Espera —me retiene Jotadé—. Un momento. Piensa que vamos muy pillados de tiempo, o sea que suéltales el rollo de costumbre y lárgate enseguida. Sólo quieren saber que existes. —Unos segundos de reflexión—. Aunque, pensándolo bien… —Está a punto de no dejarme entrar.
—Hay que tener en cuenta sus necesidades, hombre —le digo—. No tratamos con simples DJ. Tratamos con diseñadores de música.
—Ah, otra cosa Jackie Christie y Kris Spirit también están disponibles.
—¿DJ lesbianas? No sé, no sé ¿Tú crees que molaría? —Me pongo unas gafas de sol de diseño aerodinámico y cristales verdosos y me adentro en la sala vip, donde me encuentro con un grupo de siete chicos y chicas distribuidos en dos mesas. Beau está sentado frente a ellos con una carpeta en la mano.
La periodista chiflada, que presencia la escena a menos distancia de lo aconsejable, me ve y me saluda con la mano. Jotadé dice: «Eh, Beau» en un tono de lo más profesional y luego me presenta con aire fúnebre: «Atención todo el mundo, os presento a Victor Ward».
—Es el nom de guerre con el que se me conoce en el medio —explico con fingido entusiasmo.
—Victor —dice Beau, que acaba de levantarse de la silla—, te presento a Dollfish, a Boomerang, a Joopy, a CC Fenton, a Na Na y a… —un vistazo a la carpeta—. Senator Claiborne Pell.
—Empecemos por ti —digo al rasta rubio—. ¿Qué sueles pinchar?
—Sobre todo Ninjaman, pero también mogollón de Chic y de Thompson Twins. Y oye, esto es como bastante penoso, ¿no?
—Apunta, Beau —ordeno—. Ahora tú —indico a una chica vestida con un disfraz de arlequín y adornada con varios collares de cuentas.
—Yo he aprendido todo lo que sé de Anita Sarko, y además he vivido con Jonathan Peters —explica ella.
—Has conseguido caldear el ambiente —digo.
—Victor —interviene Jotadé—, ése de ahí es Funkmeister Flex. —Se refiere a otro DJ sentado en la penumbra.
—Hola, Funky. —Me bajo las gafas para poder guiñarle un ojo—. Bueno, tenéis a vuestra disposición tres platos, una pletina, un reproductor de cintas digitales, dos reproductores de cedés y un magnetófono de carrete para efectos de demora. A partir de ya podéis empezar a desplegar toda vuestra magia ¿Cómo lo veis?
Murmullos de asentimiento, miradas vacías, más cigarrillos.
—Pinchéis lo que pinchéis —añado mientras me pongo en marcha—, os quiero a todos con cara de funeral. No estáis aquí para divertiros ¿Está claro? —Una pausa para encender un cigarrillo—. Hay techno, hay house, hay hard house, hay house belga, hay gabba house… —Otra pausa para que no se note que ni yo mismo sé de qué estoy hablando y luego prosigo—: Y no quiero que la gente sude como si bailara en un hangar. Quiero esa misma sensación trasladada a un local que ha costado tres millones de dólares y que tiene dos salas vip y cuatro bares completos.
—Tipo chill out —añade Jotadé—. Pero que no falte el ambiente dub.
—Quiero que la gente reaccione al instante —continúo sin dejar de andar—. Creo que no es mucho pedir. Quiero ver a todo el mundo bailando. —Y para terminar—: Y paso de violencia abortista.
—Victor… —Dollfish ha levantado la mano.
—Dollfish —asiento—, adelante.
—Bueno, es que ya son las cuatro y cuarto —señala ella.
—¿Y?
—¿A qué hora habría que estar aquí? —pregunta.
—Beau, ocúpate tú de los detalles, ¿quieres? —digo, y me despido con una inclinación de la cabeza antes de salir pitando de la sala.
Jotadé sale conmigo y me sigue en dirección al despacho de Damien.
—Buen trabajo, Victor —me felicita—. Has demostrado una vez más que tienes el don de inspirar a la gente.
—Me pagan para eso —replico—. ¿Y Damien?
—En este momento no se le puede interrumpir. Me ha dado instrucciones estrictas.
—Voy a comentarle lo de Martin Davis —digo ya en las escaleras—. ¿A quién se le ocurre invitarlo? Vamos de mal en peor.
—Ahora mismo no te lo aconsejo. —Jotadé me cierra el paso—. Lo de las interrupciones iba en serio.
—Turn the beat around.[35]
—¿Eh? ¿Por qué?
—Because I love to hear percussion[36]
—No empecemos, Victor —me suplica Jotadé—. Damien quiere estar solo.
—But that’s the way, uh-huh uh-huh, I like it, uh-huh uh-huh.[37]
—Ya vale, ya vale —me interrumpe Jotadé jadeando—. Hazme un favor. Vete al Fashion Café ahora mismo a lucir esa maravilla de culo que Dios te ha dado, contrata a DJ X y, por lo que más quieras, no me cantes «Muskrat Love».
—Muskrat Suzy, Muskrat Saaam…
—No, por favor, haré todo lo que me pidas.
—London, Paris, New York, Munich, everybody talk about… pop music.[38] —Le pellizco la nariz y pongo rumbo al despacho de Damien.
—Victor, por favor, no sigas por ahí —dice Jotadé—. No es el buen camino.
—But that’s the way, uh-huh uh-huh, I like it.
—Damien quiere estar solo.
—Y yo también. Con que no seas pelma y lárgate. —Me ha dicho que no le pasara ninguna llamada y que…
—¡Eh tú! —Me paro, me vuelvo hacia Jotadé y lo obligo a soltarme—. Te recuerdo que soy Victor Ward, el responsable de que este local esté a punto de inaugurarse. Estoy seguro de que estoy… ¿Cómo se dice? Ah, ya, exento de la prohibición del señor Ross.
—Victor…
Sin molestarme siquiera en llamar a la puerta, entro y protesto:
—Damien, ya sé que querías estar solo, pero ¿ya has echado un vistazo a la lista de invitados? Porque, en teoría, va a venir gente como Martin Davis y, francamente, creo que deberíamos tener más presente a quién conviene que vean los paparazzi y a quién no…
Damien está de pie junto al ventanal, una gran extensión de cristal con vistas a Union Square Park. Lleva puestas una camisa de lunares y una americana de estilo colonial; está abrazando a una chica vestida con un abrigo capa de Azzedine Alaia y unos zapatos de tacón de Manolo Blahnik —todo de color rosa y turquesa— que nada más verme se separa de él y se deja caer sobre el sofá verde del despacho.
Lauren ya no lleva la misma ropa que esta tarde a primera hora, cuando me la he encontrado en Tower Records.
—Y esto… —Dudo un momento, pero enseguida reacciono y digo—: Mil puntos por ese look de trotamundos adinerado.
Damien repasa su atuendo, luego levanta la vista hacia mí, y, por último, despliega una sonrisa de oreja a oreja como si aquí no hubiera pasado nada, lo que muy bien podría ser cierto teniendo en cuenta las circunstancias.
—Pues ese look de reprimido espontáneo tampoco está nada mal —observa.
Perplejo, bajo la vista hacia mis pantalones de cintura baja, la camisa ceñida de satén y el abrigo largo de cuero, cualquier cosa con tal de no ver el sofá verde ni la chica que está sentada en él. Un silencio largo y frío que ninguno de los tres se ve con ánimos de romper se enseñorea del espacio hasta convertirse en una presencia viva.
Jotadé reaparece de repente con la reportera del Details, que asoma tras uno de sus hombros sin atreverse tampoco a franquear la puerta, como si una frontera invisible y peligrosa les cerrara el paso.
—Damien, no sabes cuánto lamento la interrupción —se disculpa.
—Tranquilo —dice Damien segundos antes de cerrarle la puerta en las narices.
Mientras Damien pasa junto a mí, yo procuro concentrarme en la vista. Entorno los ojos para enfocar a algunas de las personas que hay en el parque, pero todas están demasiado lejos. Además, Damien se interpone entre ellas y yo hasta dominar por completo mi campo de visión. Veo cómo recoge el habano que había dejado en su mesa y una caja de cerillas del Delano. Junto a la lámpara de Hermes distingo el último número del Vanity Fair, varias revistas de moda japonesas, unos cuantos cedés, un PowerBook, una botella de Dom Pérignon 1983 en su correspondiente cubitera, dos copas medio vacías y una docena de rosas que Lauren no podrá llevarse consigo.
—¡Esto ya es lo último! —exclama Damien para mi desesperación—. ¿Se puede saber qué pinta Geena Davis en la portada del Vanity Fair? ¿Tiene alguna película en cartelera? No. ¿Es noticia por lo que sea? No. ¡Por todos los santos! ¡El mundo se va al carajo y nadie mueve un dedo por evitarlo! ¿Cómo es posible?
Con cuidado de no mirar a Lauren, me encojo de hombros y respondo en tono cordial:
—Como si no lo supieras. Que si un anuncio de zapatos por aquí, que si otro anuncio para VJ por allá, un papelito en Los vigilantes de la playa, algún que otro bodrio independiente y… ¡tachán!: Val Kilmer.
—Igual tiene cáncer —comenta Lauren con indiferencia—. O a lo mejor ha ido de compras hace poco.
—Ya os conocíais, ¿verdad? —pregunta Damien—. Lauren Hynde, Victor Ward.
—Hey, qué tal. —No sin esfuerzo logro levantar una mano cadavérica que compone el símbolo de la paz antes de volver a su condición de mano cadavérica.
—Hola. —Lauren se mira las uñas y trata de sonreír sin mirarme.
—Ya os conocíais, ¿no? —insiste Damien.
—Sí, sí —admito—. Eres amiga de Chloe, ¿verdad?
—Sí —corrobora—. Y tú eres…
—Yo soy su… bueno, sí.
—Coincidisteis en la universidad, ¿no? —pregunta Damien con mirada de halcón.
—Pero no nos habíamos vuelto a ver desde entonces —aclara Lauren. Me pregunto si Damien se habrá percatado de la aspereza con la que lo ha dicho y por la que me felicito.
—Entonces éste es un momento solemne —bromea Damien—. ¿Verdad?
—Más o menos —acepto por decir algo.
Damien está decidido a no quitarme ojo.
—Bueno… —Me paro y vuelvo a empezar—. El tema DJ está…
—He llamado a Junior Vasquez —interviene Damien mientras enciende el habano—. Pero esta noche tiene otra fiesta.
—¿Otra fiesta? —repito con desdén—. Qué poca categoría.
Lauren se mofa de mi comentario con un gesto y vuelve a mirarse las uñas.
Damien interrumpe el silencio con una pregunta:
—¿No habías quedado dentro de nada?
—Sí, sí, voy para allá —digo, y retrocedo hasta la puerta.
—Pues yo tengo una clase de relajación en el ciberespacio dentro de diez minutos —anuncia él—. Recomendación de Ricki Lake.
Jotadé llama por el interfono.
—Perdona otra vez, Damien. Alison por la línea tres.
—Dile que espere un momento —le ordena él.
—Dicho así, suena fácil…
Damien no le da tiempo a decir más, porque sigue dando órdenes:
—Victor, ¿acompañas a Lauren a la calle, por favor?
Lauren fulmina a Damien con una mirada casi imperceptible, se levanta precipitadamente del sofá y, sin remilgos, le deposita un beso en los labios. Él la corresponde acariciándole la mejilla. Los veo despedirse sin necesidad de palabras, incapaz de apartar la vista de ellos hasta que Damien me reprende con la mirada.
Tampoco logro articular palabra hasta salir del local. Acabo de recoger la Vespa del guardarropa, y ahora la empujo a través de Union Square acompañado por una Lauren indiferente y por el ruido cada vez más lejano de las aspiradoras dentro del club. Hay movimiento de focos y un rodaje en marcha, y los figurantes dan la impresión de estar deambulando por el parque sin ningún propósito. Nos cruzamos con Guillaume Griffin, Jean Paul Gaultier y Patrick Robinson. Hordas de colegiales japoneses se dirigen patinando hacia el Gap nuevo de Park Avenue, y las jóvenes lucen su belleza vestidas con chaquetitas de canalé, sombreros de ante y gorritas de jockey. Todos los bancos están cubiertos de confeti, y yo sigo andando lentamente y con la cabeza gacha, pisando bloques de hielo tan grandes que las ruedas de la Vespa no hacen mella alguna en ellos. La moto aún huele a la esencia de pachulí con que la rocié la semana pasada, una ocurrencia que en aquel momento me pareció genial. Me fijo en los tipos que pasan junto a Lauren, y me da la impresión de que un par de ellos la han reconocido. Las ardillas patinan sobre los fragmentos de hielo a la luz del atardecer. Falta poco para que oscurezca, pero aún es de día.
—¿Qué te cuentas? —pregunto al cabo de un buen rato.
—¿Adónde vas? —dice ella, y se arrebuja en el abrigo.
—Al pase de Todd Oldham —le respondo con un suspiro—. A trabajar.
—A pasar modelitos —se mofa—. Un trabajo de esclavos.
—No es tan fácil como parece.
—No, claro. Aunque no haga falta más virtud que la puntualidad. Trabajos forzados, ya veo.
—Pues sí —protesto.
—¿Llamas trabajo a saber vestirse? —pregunta—. ¿Llamas trabajo a… corrígeme si me equivoco… andar en línea recta?
—Oye, yo lo único que he hecho es aprender a sacar el máximo partido de mi cuerpo.
—¿Y tu cerebro?
—Ya —me burlo—. Como que en este mundo importa más mi cerebro que mis abdominales —digo acompañando mis palabras con gestos—. Lo que hay que aguantar. Atrévete a levantar la mano si en serio te lo crees. —Pausa—. Por cierto, no recuerdo que te matricularan en ninguna asignatura de neurocirugía allá en Camden.
—Di más bien que no te acuerdas de mí en absoluto —replica—. La verdad es que me sorprendería que te acordaras de lo que luciste el lunes.
Sin desviar la mirada ni saber cómo salir del aprieto, digo:
—Hice un pase y… me comí un… bocadillo. —Suspiro.
Seguimos atravesando el parque en silencio.
—Lleva escrito en la cara que es un gilipollas —mascullo al fin—. Santo Dios, pero si hasta le hacen los calzoncillos a medida… —Sigo empujando la Vespa.
—Chloe se merece a alguien mejor que tú —dice Lauren.
—¿A qué viene eso?
—¿Cuándo fue la última vez que estuvisteis los dos a solas? —me pregunta.
—¿De qué vas?
—No, en serio —insiste—. Un día entero, solos tú y ella, sin toda esta mierda alrededor.
—Fuimos a los premios MTV —respondo con un suspiro—. Juntos.
—¡Dios mío! —exclama horrorizada—. ¿Por qué?
—Oye, que son los Oscar de los veinteañeros.
—Pues por eso.
La cara de Chloe ampliada a tamaño gigante —una valla que colocaron la semana pasada sobre el Toys ’R’ Us de Park Avenue— aparece de repente entre los árboles secos. Se diría que nos está fulminando con la mirada, porque Lauren también se da cuenta. Me vuelvo y las ventanas del local se ven opacas a la fría, luz del anochecer.
—Este ángulo no me gusta nada —mascullo, y obligo a Lauren a salir de campo.
Ambos cruzamos la avenida en busca de un mínimo de intimidad y acabamos en una calle que da a la parte de atrás de las Zeckendorf Towers. Lauren enciende un cigarrillo. La imito.
—No me extrañaría nada que nos estuviera observando —comento.
—Pues haz como si tal cosa —sugiere ella—. De todas formas no me conoces…
—Todavía —puntualizo—. ¿Quedamos mañana?
—¿No estarás demasiado ocupado regodeándote en tu éxito?
—Quiero compartirlo contigo —le insisto—. ¿Quedamos para comer?
—No puedo. —Da otra calada—. Tengo un almuerzo en Chanel.
—¿Qué andas buscando? —le pregunto—. ¿Un yuppie que te lleve a Le Cirque cada noche?
—¿Se te ocurre una alternativa mejor? —me replica—. ¿Algo como poder pagar el alquiler y ahogar las penas en el Kentucky Fried Chicken de la esquina?
—¿No sería más adecuado un término medio?
—Reconoce que tú mismo te casarías con él si pudieras.
—Damien no es mi tipo.
—Permíteme que lo dude —dice en voz baja.
—¿Qué esperas de él? ¿Bienes materiales? ¿Que te descubra la quintaesencia de la vida en una urbanización de lujo? ¿En serio crees que ese gángster pertenece a la alta sociedad?
—No lo creo: me consta.
—Sí, ya, seguro.
—Hubo un tiempo en que te quise —dice entre calada y calada—. De hecho, hubo un tiempo en que no quería nada que no fueras tú. —Pausa—. Ahora me parece casi increíble, pero es la verdad.
—Eres increíble —musito—. Absolutamente increíble.
—Basta —me ataja—. ¿Cómo puedes ser tan falso?
—¿Falso, yo? No me digas que aún no te has rendido a mis encantos…
—Necesito seguridad —explica—. Y tú eres la última persona en el mundo en quien esperaría encontrarla.
—¿Y Damien Nutchs Ross es la primera? Santo Dios. Lo que hay que oír.
Lauren apura el cigarrillo y vuelve despacito a la avenida.
—¿Cuánto tiempo llevas acostándote con Alison Poole?
—Eh, cuidado con lo que dices —protesto y, casi instintivamente, busco a Duke o a Digby, que, por suerte, no están por ahí—. Además, ¿qué te hace pensar que es verdad?
—¿Lo es?
—Suponiendo que lo fuera, ¿cómo ha llegado a tus oídos?
—Por Dios, Victor, pero si lo sabe todo el mundo…
—¿Qué quieres decir?
—La biblioteca de Alison Poole se reduce a dos libros: la Biblia y el diario de Andy Warhol. Y la Biblia la tiene porque se la regalaron —masculla—. La muy puta…
—Perdona pero me he perdido.
—Eso es impropio de ti —se burla, y luego añade con una sonrisa—: Me gusta tener a alguien responsable a mi lado.
—Di más bien rico. Forrado. Podrido de pasta.
—Puede.
—¿Qué pasa? ¿Que no te gusto porque vivo de mi físico? ¿Porque soy una víctima de la crisis?
—Victor, si hubieras demostrado el mismo interés por mí cuando nos conocimos…
En éstas me acerco a ella y la beso apasionadamente. Me sorprende que se deje, y aún más que luego me retenga como si quisiera que el beso no se acabara nunca, agarrándome la mano, acariciándome los dedos. Cuando por fin logro despegarme de ella, mascullo la excusa de que tengo que ir al centro y, como quien no quiere la cosa y sin perder la compostura, me monto en la Vespa, meto la marcha y me alejo por la avenida a toda velocidad sin mirar atrás. De haberlo hecho, habría visto a Lauren bostezar mientras paraba un taxi.
Un jeep negro cubierto y con los cristales tintados se pega a mi rueda en la calle Veintitrés. Una vez dentro del túnel de Park Avenue, el conductor —sea quien fuere— enciende las largas y se me acerca hasta que el parachoques del jeep roza el guardabarros trasero de la Vespa.
Me coloco rápidamente sobre la línea del carril y adelanto a una hilera de taxis en dirección al nudo de Grand Central con cuidado de no chocar con los coches que circulan en sentido contrario. Piso el acelerador, subo la rampa, tomo la curva, hago un giro repentino para esquivar una limusina parada delante del Grand Hyatt y luego sigo tranquilamente por la avenida hasta la calle Cuarenta y ocho, donde vuelvo la cabeza y veo al mismo jeep a una manzana de distancia.
En cuanto el disco de la calle Cuarenta y siete cambia, el jeep abandona su carril y se lanza en mi captura.
Yo tengo que esperar a que mi semáforo se ponga verde para acelerar y avanzar hasta la Cincuenta y uno, donde los vehículos que vienen de cara me obligan a esperar de nuevo para poder girar a la izquierda Vuelvo la cabeza y no veo un solo jeep en toda la avenida.
Cuando me vuelvo por segunda vez, sin embargo, me lo encuentro justo detrás de mí.
Grito y choco contra un taxi que venía a poca velocidad por la avenida y que casi me derriba. Los ruidos me llegan distorsionados. En realidad no oigo más que mi propia respiración agitada. Aun así consigo enderezar la moto y salir disparado por la calle Cincuenta y uno con el jeep pisándome los talones.
En la Cincuenta y uno se ha formado un atasco monumental que aprovecho para subirme con la Vespa a la acera, pero el conductor del jeep tampoco se arredra y me sigue con las dos ruedas derechas sobre el bordillo mientras yo me abro paso a gritos entre los peatones, la moto levanta por los aires las varias capas de confeti que cubren la acera, los ejecutivos me amenazan con sus maletines y los taxistas me insultan y tratan de intimidarme con sus cláxones en un auténtico efecto dominó.
El semáforo siguiente, en la esquina de la Quinta, está en ámbar. Acelero y me lanzo de nuevo a la calzada desafiando el tráfico de la avenida. Al otro lado del cielo oscuro, el jeep negro espera impaciente que se ponga verde.
El Fashion Café está a una manzana de distancia. Al llegar a la Cincuenta y uno, a la altura Rockefeller, me bajo de la moto y corro agarrándola del manillar hasta las innecesarias cuerdas de plástico que mantienen alejado de la puerta a un público ausente.
Sin aliento, pido a Byana, el portero de esta tarde, que me deje entrar.
—¿Te has fijado? —grito—. Esos cabrones han intentado matarme.
—¿No tienes nada más original que contar? —dice con gesto indiferente—. Bienvenido al mundo real.
—Oye, entro con la moto un momento, ¿eh? —Recupero la Vespa—. Diez minutos y me la llevo.
—Victor —dice Byana—, ¿qué hay de esa entrevista con Brian McNally que me prometiste?
—Diez minutos nada más —repito, y, aún jadeante, empujo la moto hacia el interior del restaurante.
En éstas el jeep negro ha llegado ya a la esquina. Agazapado tras las puertas de cristal del Fashion Café, veo que toma la curva muy lentamente y luego desaparece.
Jasmine, la encargada, suspira al verme atravesar la lente gigante que hace las veces de corredor y que conduce al comedor principal.
—Tranquila —digo con las manos en alto—, sólo serán diez minutos.
—Victor, no seas mentiroso —me riñe sin abandonar su estrado, móvil en mano.
—La dejo aquí, ¿vale? —Le indico la pared contigua al guardarropa donde he dejado apoyada la Vespa.
—No hay nadie —cede—. Vale, pasa.
El restaurante está completamente desierto. Oigo el eco de la melodía de «The Sunny Side of The Street» que alguien silba detrás de mí pero, cuando me vuelvo a ver quién es, resulta que no hay nadie, y entonces pienso que podrían ser los últimos compases del nuevo single de Pearl Jam reproducido por los altavoces. Mientras espero el principio de la siguiente canción, sin embargo, me doy cuenta de que el sonido era demasiado nítido y el silbido demasiado humano para tratarse de una grabación. Lo dejo por imposible y me adentro en el comedor, donde un empleado retira el confeti con una aspiradora, un camarero acaba de relevar a su compañero y una camarera suma propinas en el reservado Mademoiselle.
El único cliente es un tipo relativamente joven con flequillo a la moda —una especie de Ben Arnold con treinta años—, gafas de sol y lo que parece un traje negro de tres botones de Agnès B. Está sentado en el reservado Vogue, detrás del Arco de Triunfo de cartón piedra que preside el comedor principal. Parece que esta tarde DJ X se ha acicalado demasiado, aunque la verdad es que tiene un aspecto de lo más elegante.
Al reparar en mi presencia, DJ X se baja las gafas y me dedica una mirada inquisitiva. Yo opto por darme una vuelta por la sala con expresión semiarrogante antes de acercarme al reservado.
DJ X se quita las gafas, saluda y me tiende la mano.
—Tío, ¿y los bombachos? —pregunto desilusionado mientras tomo asiento y le estrecho la mano en plan informal—. ¿Y la camiseta holgada con su estampado en zigzag? ¿Y el último número del Urb? ¿Y la maraña de pelo teñido?
—Perdone —dice, y baja la vista—. ¿Cómo dice?
—Bueno, pues aquí me tienes —digo con los brazos abiertos—. Ya ves que existo ¿Contamos contigo o no?
—¿Para qué? —pregunta, y deja sobre la mesa un menú de color violeta en forma de cámara Hasselblad.
—Uno de los DJ que hemos entrevistado hoy quería pinchar «Do the Bartman» —me quejo—. Ha dicho que era un punto «innegociable». Marca de la casa. ¿Habías oído alguna vez una barbaridad semejante? El mundo se ha vuelto loco.
DJ X se lleva la mano al bolsillo interior de la americana, extrae una tarjeta de visita y me la entrega. No le presto demasiado atención, pero veo un nombre, F. Fred Palakon, y debajo un número de teléfono.
—Bueno —digo, y respiro hondo—, en Manhattan los jueves por la noche se están pagando a quinientos, pero como vamos un poco apurados de tiempo y, según todos mis amigos gays, eres lo más grande que se ha visto en una cabina desde Astrolube y no podemos conformamos con menos, para ti la tarifa será de quinientos cincuenta.
—Le agradezco el cumplido, señor Johnson… perdón, Ward, pero yo no soy ningún DJ.
—Ya, bueno, supongo que prefieres el término «diseñador de música».
—No, me temo que tampoco.
—Bueno, pues entonces dime quién coño eres y qué hacemos los dos sentados a la misma mesa.
—Hace semanas que intento ponerme en contacto con usted.
—¿Cómo? ¿Que tú has estado intentando ponerte en contacto conmigo? —repito—. Ya decía yo que el contestador no estaba muy fino… —Cuento hasta tres—. Oye, ¿no llevarás algo de maría encima?
Palakon echa un vistazo al comedor y vuelve lentamente la cabeza hacia mí.
—No.
—What’s the story, morning glory? —le digo sin apartar la vista del remake de La Femme Nikita que proyecta uno de los monitores cercanos al Arco de Triunfo—. Oye, ese look de yonqui richachón que llevas está muy logrado. Pero si no tienes maría —comento, encogiéndome de hombros—, más te valdría estar en una heladería de Idaho lamiendo un cucurucho de máquina mientras esperas a que se acabe de secar la pintura del último granero.
Palakon me mira desde su lado del reservado sin decir nada. Le ofrezco un mondadientes con sabor a canela.
—¿Fue usted alumno del Camden College, New Hampshire, entre los años 1982 y… 1988? —me pregunta cortésmente.
Le devuelvo la mirada y, sin darle más importancia, contesto:
—Más o menos. Estuve seis meses en plan sabático. —Cuento hasta tres—. Bueno, más bien cuatro años.
—¿Coincidió el primero con el otoño de 1985? —pregunta.
—A lo mejor. —Me encojo de hombros.
—¿Recuerda haber conocido a una tal Jamie Fields en su época de estudiante?
Suspiro y doy un par de palmadas sobre la mesa.
—Uf, si no me enseñas una foto…
—Enseguida —dice mientras echa mano de una carpeta—. He traído algunas por si acaso.
Palakon me ofrece los documentos. Al ver que no reacciono, suelta una tosecilla y deposita el material sobre la mesa frente a mi. Abro la carpeta.
En las primeras fotografías aparece una chica —un cruce entre Patricia Hartman y Leilani Bishop— desfilando por una pasarela con las letras DKNY a lo lejos. También hay fotos de ella con Naomi Campbell, una con Niki Taylor, otra bebiendo martinis con Liz Tiberis, varias sentada en un sofá en lo que parece un estudio de Industria, dos más paseando a un perrito en el West Village, y una —tomada con teleobjetivo, diría yo— en el campus de Camden, andando hacia el borde de un pequeño precipicio que los estudiantes con vértigo llamaban «el Fin del Mundo».
En el segundo grupo de fotos, la misma chica aparece en Londres: frente a Burlington Arcade, en Greek Street —en el Soho—, y delante de la terminal de American Airlines en Heathrow. En las fotos del tercer grupo salimos Michael Bergin, Markus Schenkenberg y yo vestidos con ropa de baño inspirada en la moda de los años sesenta. En una yo estoy a punto de tirarme a la piscina con mis pantalones blancos y mi camiseta Nautica sin mangas, y ella —la chica— me mira con aire torvo desde un segundo plano; en otra salimos los tres jugando con hula hoops; en una tercera se nos ve bailando en una terraza, y en la última yo estoy en el agua, flotando sobre una colchoneta y echando un chorro de agua por la boca, y ella aparece en el borde de la piscina, inclinada sobre el agua y haciéndome señas de que me acerque. Como no recuerdo en absoluto haber participado en esa sesión, me canso enseguida de mirar fotos y empiezo a cerrar la carpeta. Mi primera reacción es: este tipo de las fotos no soy yo.
—¿Le han refrescado la memoria? —pregunta Palakon.
—Uf, son de antes del tatuaje —me disculpo al ver mi bíceps inmaculado alrededor del cuello de Michael antes de cerrar del todo la carpeta—. Santo Dios, deben de ser del año que todos llevábamos Levi’s con las rodillas al aire.
—Pues… es posible, sí —conviene Palakon algo despistado.
—¿No será la chica que me afilió a Feministas Pro Derechos de los Animales? —pregunto.
—Veamos… —Palakon consulta su documentación y me doy cuenta de que tiene que entornar los ojos para leer—. Participó en varias manifestaciones a favor de la legalización de la marihuana. ¿Le suena?
—Pues no. —Vuelvo a abrir la carpeta—. Podría ser la chica que conocí en la fiesta del cuarenta cumpleaños de Spiros Niarchos…
—No.
—¿Cómo lo sabes?
—Nos consta… es decir, me consta que Jamie Fields y usted no se conocieron en la fiesta del cuadragésimo cumpleaños de Spiros Niarchos. —Palakon cierra los ojos y se aprieta el puente de la nariz con los dedos—. Señor Ward, le ruego que haga un esfuerzo.
Lo miro fijamente unos segundos, sin decir nada, y entonces decido intentar otra táctica. Al ver que me inclino hacia él, Palakon, esperanzado, me imita.
—Quiero techno, techno, techno y más techno —insisto. En éstas reparo en los restos de una ensalada oriental de pollo abandonados en un extremo de la mesa, sobre un plato decorado con la cara de Anna Wintour.
—No es mía —dice Palakon, sorprendido, y luego, mirando el plato, pregunta—: ¿Quién es ésa?
—Anna Wintour.
—No —estira el cuello—, no es ella.
Aparto la pasta de arroz y un gajo de mandarina para dejar al descubierto toda la foto (sin gafas de sol, por cierto).
—Ah, pues sí. Tiene razón —comenta Palakon.
—Marcando estilo —respondo bostezando.
Llamo la atención de una camarera con un silbido.
—Una cerveza fría, por favor.
La camarera asiente y se aleja de nuevo. Yo la sigo con la mirada. Si tuviera que resumir lo que pienso en este momento, bastarían cuatro palabras: no está nada mal.
—¿No tiene un pase a las seis? —pregunta Palakon.
—I’m a model. I’m a lush.[39] Pero no pasa nada. Estoy bien. —De repente, una idea cruza mí mente—. Un momento. Esto no será una redada o algo, ¿no? —pregunto—. Porque yo hace… qué sé yo… ¡semanas! que no toco la maría.
—Señor Ward. —Palakon se está impacientando—. Se supone que esta joven y usted salieron juntos.
—¿Que yo he salido con Ashley Fields? —repito.
—Se llama Jamie Fields y en algún momento de su pasado, efectivamente, salió con ella.
—Mira, a mí todo este rollo no me interesa —digo—. Yo había quedado con un DJ.
—Jamie Fields desapareció en Londres hace tres semanas, durante el rodaje de una película independiente. Se la vio por última vez en la tienda de Armani de Sloane Square y en L’Odeon de Regent Street. —Palakon suspira y hojea la documentación—. Desde que abandonó el rodaje no se ha vuelto a saber de ella.
—A lo mejor no le gustaba el guión —aventuro con indiferencia—. A lo mejor le pareció que no le sacaban todo el partido a su personaje. Son cosas que pasan.
—¿Y usted cómo lo sabe? —pregunta mientras repasa sus notas con cara de estar hecho un lío.
—Suéltalo de una vez, anda —digo como si tal cosa.
—A ciertas personas les complacería mucho que la señorita Fields reapareciera —me informa—. Personas que quisieran verla de vuelta en Estados Unidos.
—¿Su agente y eso?
En cuanto oye estas palabras, Palakon se relaja como por arte de magia y, por primera vez en lo que va de entrevista, me obsequia con una amplia sonrisa.
—Su agente. Exacto.
—Vale.
—Se la ha visto en Bristol, pero de eso hace ya diez días y las fuentes no eran demasiado fiables —continúa—. En otras palabras, nos ha sido imposible localizarla.
—Oye… —me acerco a él otra vez.
—¿Sí? —Palakon duda, pero al final también se acerca a mí.
—Te veo un poco descolocado —le confieso en voz baja.
—Ya.
—O sea que esta Jamie es una «exmo», ¿no?
—¿Una qué?
—Una modelo reconvertida en actriz.
—Pues sí, supongo que se la podría llamar así.
Un cortejo interminable de modelos se pavonea sobre las pasarelas de la pantalla gigante instalada sobre el Arco de Triunfo. Un par de veces me parece reconocer a Chloe.
—¿Me viste en la portada del YouthQuake? —pregunto como si sospechara algo.
—Pues… la verdad es que sí. —Se diría que le cuesta admitirlo, no sé por qué.
—Genial. —Cuento hasta tres—. ¿Me prestas doscientos dólares?
—Así no vamos a ninguna parte —protesta—. A ninguna parte.
—¿Y con eso qué quieres decir? ¿Que soy un gilipollas? ¿Que soy un cretino? ¿Que soy un tarado?
—No, señor Ward —dice Palakon con un suspiro—. Nada más lejos de mi intención.
—Lo que hay que aguantar —gruño—. Mira, tío, búscate a otro que te entienda. Yo me abro —digo, y me pongo en pie.
Palakon levanta la vista hacia mí y, con una mirada distraída, anuncia:
—Trescientos mil dólares si consigue dar con ella.
No tardo ni un segundo en volver a sentarme.
—Más gastos —añade.
—¿Por qué yo? —pregunto.
—Porque ella estaba enamorada de usted —responde Palakon en un tono inesperadamente alto—. Cuando menos, eso es lo que se desprende de lo que escribió en su diario el año 1986.
—¿Y de dónde has sacado tú su diario? —pregunto.
—Sus padres nos lo confiaron.
—Joder, qué lío —mascullo—. ¿Y por qué no me han llamado ellos directamente? ¿Quién eres tú? ¿Su lacayo? Eso está superpasado de moda, tío.
—Señor Ward —contesta algo ruborizado—, he venido hasta aquí para hacerle una oferta. Trescientos mil dólares si encuentra a la señorita Fields y la trae de vuelta a Estados Unidos. Nada más. Según todos los indicios, usted significa mucho para esta joven, tanto si la recuerda como si no. Por ese motivo creemos que usted podría… hacerla cambiar de actitud.
—¿Cómo me han localizado? —pregunto al cabo de un rato.
Al parecer Palakon tiene la respuesta preparada:
—Su hermano me dijo dónde podría encontrarlo.
—Yo no tengo ningún hermano, tío.
—Ya lo sé —se apresura a explicar—. Le estaba poniendo a prueba. Ahora veo que puedo fiarme de usted.
Me fijo en las uñas del tal Palakon: rosadas, lisas y limpias. Un camarero empuja un barril de aguacates hacia la cocina. Las modelos pasan las mismas colecciones de otoño una y otra vez.
—A todo esto yo sigo sin mi DJ —me lamento.
—Eso se puede arreglar.
—¿Ah sí? ¿Cómo?
—De hecho, ya está arreglado. —Palakon saca un móvil y me lo pasa. No sé qué quiere que haga con él—. Llame a sus ayudantes al local.
—¿Porqué?
—Hágame caso. Por favor —suplica—. No le queda mucho tiempo.
Abro el móvil y marco el número de mi línea directa. Contesta Jotadé.
—Soy yo —anuncio algo asustado, no sé por qué.
—Victor —dice Jotadé sin aliento—. ¿Dónde estás?
—En el Fashion Café.
—Pues sal de ahí pitando.
—¿Por qué?
—¡Porque tenemos a Junior Vasquez! —grita.
—¿Cómo…? —empiezo sin apartar la vista de la cara de Palakon—. ¿Cómo ha sido?
—Su manager ha llamado a Damien y le ha dicho que Junior insiste en ocuparse de lo de esta noche. O sea que todo arreglado.
Cuelgo y deposito lentamente el teléfono sobre la mesa. Mientras tanto, escruto la cara de Palakon y doy vueltas en la cabeza a un montón de cosas.
—¿Puedes conseguirme un papel en la secuela de Línea mortal?
—De eso ya hablaremos más adelante… señor Johnson.
—O en cualquier otra película donde pudiera hacer de americano imberbe viajando en Eurail.
—¿Considerará mi propuesta? —me pregunta.
—Oye, ¿tú no serás el que me ha estado enviando faxes, verdad?
—¿Qué faxes? —pregunta mientras guarda la carpeta de las fotos en un estilizado maletín negro—. ¿Qué decían?
—«Sé quién eres y lo que estás haciendo».
—Yo ya sé quién es usted, señor Johnson, y también sé lo que está haciendo —asegura, y cierra el maletín bruscamente.
—Santo Dios, pero ¿qué eres tú? —pregunto, ligeramente impresionado—. ¿Una especie de perro guardián o qué?
—No es una mala descripción —suspira.
—Oye —miro el reloj—, ya hablaremos en otro momento. Es una pasta.
—Tenía la esperanza de que me contestara ahora mismo.
Lo miro fijamente, desconcertado.
—¿Quieres que me vaya a Londres a buscar a una chica con la que ni siquiera recuerdo haber salido?
—Veo que me ha entendido —asiente Palakon, visiblemente aliviado—. Temía que no hubiera sido capaz de procesar nuestra conversación.
Sigo sin apartar la mirada de su rostro, esta vez con aire meditabundo.
—¿Sabes de qué tienes pinta? Tienes pinta de comerte tus propias costras —mascullo—. ¿Lo sabías? ¿Sabías que tienes pinta de eso?
—Me han llamado muchas cosas, señor Ward, pero es la primera vez que me acusan de comer costras.
—Para todo hay una primera vez. —Suspiro y apoyo las manos sobre la mesa para levantarme. Palakon no me quita ojo, y eso me pone nervioso. Nunca había conocido a nadie que me diera tanta grima—. No te lo pierdas: Ricki Lake abrazando a un golfillo —anuncio, y le indico un monitor de vídeo a su espalda.
Palakon se vuelve a mirar.
—¡Ja! Has picado. —Me alejo.
Palakon se levanta.
—Señor Ward…
—Tranquilo —grito desde el otro extremo del comedor—, tengo tu tarjeta.
—Señor Ward…
—Hablamos luego. Ciao.
El restaurante sigue completamente desierto. Ahora ya ni siquiera veo a Byana ni a Jasmine ni a la camarera a la que le he pedido la cerveza. Cuando llego a la Vespa, me encuentro con que alguien ha colgado un fax larguísimo del manillar: SÉ QUIÉN ERES Y LO QUE ESTAS HACIENDO. Lo descuelgo y corro en dirección a la luz tenue del comedor para enseñárselo a Palakon, pero en la sala no hay ni un alma.
Han elegido Bryant Park para el desfile aunque, en principio, estaba previsto hacerlo en una sinagoga abandonada en Norfolk Street, y todo porque Todd se echó atrás cuando oyó decir que el lugar estaba habitado por los fantasmas de dos rabinos enemistados y por un gran knish volador. En la calle Cuarenta y dos se ha formado un tapón de furgonetas de televisión, antenas parabólicas, limusinas y sedanes negros que me obliga a desviarme hacia el acceso posterior, donde los fotógrafos ya han tomado posiciones y se desgañitan llamándome por mi nombre mientras yo, pase en mano, avanzo a toda prisa entre los guardias de seguridad. Apostados tras las vallas, varios grupos de adolescentes reclaman a Madonna a pesar de que no se la espera porque está ocupada demandando al loco de turno. En cambio, Guy, de Maverick Records, sí prometió venir, lo mismo que Elsa Klensch. Un equipo de la CNN está preguntando a alumnos del Instituto Tecnológico de la Moda sobre sus diseñadores favoritos. Hace tan sólo una hora ha tenido que acortar la pasarela para dar cabida a ochocientos espectadores más, trescientos de los cuales tendrán que ver el pase de pie, y se han instalado varios monitores de vídeo en el exterior para contentar a los que, aun así, no puedan acceder al recinto. El montaje ha costado la friolera de 350.000 dólares, por lo que nadie está dispuesto a perdérselo.
Poco antes del pase, los camerinos son un maremágnum de perchas, instrucciones pegadas con celo, polaroids, trajes, pelucas, besos entregados al aire con vehemencia, cigarrillos encendidos a cientos y chicas desnudas deambulando ante la indiferencia general. Domina la escena un cartel enorme que nos conmina «¡A TRABAJAR!» con grandes letras negras mientras la banda sonora de Kids amenaza con perforamos a todos los tímpanos. Se comenta que faltan por llegar dos modelos, bien porque han salido con retraso de otro pase, bien porque el último indeseable con el que se han liado las está maltratando en una limusina atascada en algún punto de Lexington, aunque, en el fondo, nadie sabe nada.
—¿Te ha dicho alguien que hoy era obligatorio llegar tarde? —me echa en cara Pauli, el director del montaje—. No, ¿verdad?
—¿Por quién me has tomado? —le replico cual Alicia Silverstone en Fuera de onda.
—¡Atención, empezamos dentro de cinco minutos! —grita el productor, Kevin, que es de Hastings, Minnesota.
Todd va de un lado a otro, calmando a modelos rendidas y temblorosas con un simple beso. Yo estoy besando a una Chloe embadurnada de sombra de ojos y rodeada de perchas que tiene todo el aspecto de haberse pasado el día rodando el espot de un refresco japonés. En vez de recordárselo, sin embargo, le digo que está divina, y es cierto. La oigo quejarse de las ampollas que le han salido y de las sandalias de pedicura de papel marrón que lleva puestas mientras Kevyn Aucoin, ataviado con un cinturón de plástico transparente con bolsillos y una camisa plisada de color naranja de Gaultier, le aplica maquillaje en polvo en el escote y brillo en los labios. Todos los peinados son obra de Orlando Pita, y está claro que el lema ha sido discreción y sombra de ojos rosa nacarado, bastante más en los párpados superiores que en los inferiores. Alguien me pega una calcomanía de Snappy el Tiburón en el pectoral izquierdo, pausa que aprovecho para fumarme un pitillo y dar cuenta de un par de Twizzlers que riego con el Snapple que me acaba de pasar un ayudante mientras otro me repasa el ombligo, ligeramente impresionado, y un tercero graba la escena en vídeo: otra instantánea para la historia de la modernidad.
Para pasar su nueva línea de inspiración años setenta, entre el punk y el New Wave, entre Asia y el East Village, Todd ha emparejado a Kate Moss con Marky Mark, a David Boals con Bemadette Peters, a Jason Priestley con Anjanette, a Adam Clayton con Naomi Campbell, a Kyle MacLachlan con Linda Evangelista, a Christian Slater con Christy Turlington, a un recién enflaquecido Simon Le Bon con Yasmen Le Bon, y a Kirsty Hume con Donovan Leitch, además de apostar por una combinación de caras nuevas —Shalon Harlow (emparejada con el insufrible Baxter Priestly), Stella Tennant, Amber Valletta— y veteranas como Chloe, Kristen McMenamy, Beverly Peele, Patricia Hartman y Eva Herzigova, junto a los modelos masculinos de rigor: Scott Benoit, Rick Dean, Craig Palmer, Markus Schenkenberg, Nikitas y Tyson. Entre todos nos cambiaremos de ropa ciento ochenta veces. En mi primera salida luciré traje de baño y camiseta negros; en la segunda, el torso desnudo; en la tercera, chinos y camiseta sin mangas, y en la cuarta, eslip y camiseta sin mangas. Pero lo más seguro es que Chloe sea el blanco de todas las miradas, o sea que, en cierto modo, tanto da. Todd recita las últimas instrucciones: «Sonreíd y demostrad que estáis orgullosos de ser quienes sois».
En nuestra primera salida, Chloe y yo avanzamos hacia un enjambre de teleobjetivos que enloquecen en cuanto aparecemos. Las modelos se cruzan bajo los focos de televisión describiendo semicírculos perfectos con la punta de los pies, Chloe cimbrea las caderas, tensa las nalgas y ejecuta una pirueta impecable al alcanzar el extremo de la pasarela. Las miradas que lanzamos al infinito son igualmente impasibles, desafiantes sin llegar a la hostilidad. Sentados entre el público reconozco a Anna Wintour, Carne Donovan, Holly Brubach, Catherine Deneuve, Faye Dunaway, Barry Diller, David Geffen, Ian Schrager, Peter Gallagher, Wim Wenders, Andre Leon Talley, Brad Pitt, Polly Mellon, Kal Ruttenstein, Katia Sassoon, Carrie Otis, RuPaul, Fran Lebowitz, Winona Ryder (que no aplaude al vernos), René Russo, Sylvester Stallone, Patrick McCarthy, Sharon Stone, James Truman y Fern Mallis. La selección musical incluye fragmentos de: Sonic Youth, Cypress Hill, Go-Go’s, Stone Temple Pilots, Swing Out Sister, Dionne Warwick, Psychic TV y Wu-Tang Clan. Al acabar la última salida, retrocedo unos pasos y dejo mi lugar a Todd, quien agarra a Chloe por la cintura y la obliga a saludar con él. Luego ella se hace a un lado y se une a los aplausos, y yo tengo que resistir la tentación de volver adonde estaba. En éstas el público invade la pasarela y todo el mundo se dirige a los camerinos para participar en la fiesta que Will Regan ha organizado como colofón del desfile.
La fiesta: Entertainment Tonight, MTV News, AJ Hammer —de VH1—, el «clan» McLaughlin, Fashion File y otros muchos equipos de televisión se abren paso a empellones hasta las carpas, tan abarrotadas que nadie puede dar un paso. Micrófonos instalados en el extremo de varas metálicas se ciernen sobre la multitud. A pesar de los focos de los equipos de televisión, hace un frío considerable, y grandes nubes de humo de segunda mano se arremolinan sobre la multitud. Sobre una mesa larga, hileras de rosas blancas, martinis de Skyy, botellas de Moët, varitas de queso y gamba, perritos calientes y boles llenos de fresones. Suenan a todo volumen viejos discos de los B-52 seguidos de otros de los Happy Mondays y los Pet Shop Boys que Boris Beynet y Mickey Hardt aprovechan para bailar. Estilistas, maquilladores, travestís de grado medio, presidentes de grandes almacenes, floristas, clientes de Londres, Asia y Europa… todos van de un lado a otro perseguidos por los hijos de Susan Sarandon. Spike Lee hace acto de presencia junto a Julian Schnabel, Yasmeen Ghauri Nadege, LL Cool J, Isabella Rossellini y Richard Tyler.
Intento acercarme al cazatalentos y jefe de casting de la Sony, pero hay tantos distribuidores, colaboradores, periodistas, cámaras y micrófonos abriéndose paso a empujones a través de las carpas, que enseguida me encuentro relegado al rincón reservado a los consortes y modelos masculinos, más de uno ya con los patines en línea puestos. En éstas aparecen David Arquette y Billy Baldwin y me presentan a Deke Haylon, el cocinero de Blaine Trump. En un corrillo formado por Michael Gross, Linda Wachner, Douglas Keeve, Oribe y Jeanne Beker entre otros se habla de asistir esta noche a la inauguración del local, pero todos sopesan las consecuencias de perderse la cena del Vogue. Gorreo un cigarrillo a Drew Barrymore.
Jason Kanner y David, el propietario de Boss Model, me dicen que se lo pasaron de puta madre conmigo la otra noche en el Pravda. Yo me limito a encogerme de hombros mientras trato de llegar hasta el tocador de Chloe, para lo cual tengo que pasar junto a Damien, que en estos momentos sostiene un cigarrillo con una mano y a Alison Poole con la otra. A juzgar por las gafas de sol y la naturalidad de su pose, Alison tiene mucho interés en salir bien en las fotos. Mientras Chloe contesta a las preguntas de Mike Wallace, le abro el bolso y busco en su agenda la dirección de Lauren Hynde. La memorizo, tomo prestados ciento cincuenta dólares y, cuando Tabitha Soren me pregunta qué opino de las próximas elecciones, me limito a ofrecerle el símbolo de la paz y a decir: Every day my confusion grows.[40] Luego me acerco a Chloe, que, sudorosa, acaba de llevarse la copa de champán a la frente, le doy un besito en la mejilla y le digo que pasaré a recogerla a las ocho. Finalmente pongo rumbo a la salida, donde esperan todos los guardaespaldas y el bichon frisé de no sé quién, que levanta perezosamente la cabeza a mi paso. Hay cientos de cámaras apuntando a todas partes, tantas que es imposible colocarse frente al objetivo de una en concreto. Alguien dice que Mica podría estar en Canyon Ranch, Todd está sitiado por un montón de gente que quiere felicitarlo, y ahora mismo pienso que en realidad el mundo no es tan malo como lo pintan.
Freno al llegar frente al Silk Building, en una de cuyas plantas se encuentra el apartamento de Lauren. Los bajos están ocupados por la misma sucursal de Tower Records donde la he visto esta tarde. Mientras yo atravieso el vestíbulo arrastrando la Vespa por el manillar, un jovencito con una camisa cantidad de guapa contesta el teléfono de la portería y asiente cuando Russell Simmons pasa hacia la calle Cuatro.
—¿Qué hay? —lo saludo con la mano—. Damien. Vengo a ver a Lauren Hynde.
—Aaa… ¿Damien qué más?
—Damien… Hirst.
Pausa.
—¿Damien Hirst?
—Bueno, con Damien basta. —Pausa—. Lauren me conoce como Damien.
El portero me dirige una mirada indiferente.
—Damien —insisto para meterle un poco de prisa—. Damien a secas.
El portero llama al apartamento de Lauren.
—Damien pregunta por usted.
Intrigado por la marca de la camisa, hago ademán de tocarle los solapones.
—¿Y esto? —pregunto—. ¿Se ha puesto de moda el chic en los barrios bajos?
El jovencito me aparta la manó con una llave de karate. Aprovecho su silencio para observarlo de cerca.
—Correcto —dice, y cuelga el teléfono—. Ya puede subir. La puerta está abierta.
—¿Puedo dejar la moto aquí?
—Puede que ya no esté cuando baje a buscarla.
Otra pausa.
—Oído cocina —digo, y me llevo la moto hacia el ascensor—. Hakuna matata.
Me miro las uñas, pienso en la reportera del Details, en el asunto de los picatostes, en una conversación que mantuve en el telesilla de no sé qué estación de esquí, tan insustancial que ni siquiera me acuerdo de lo que dijimos en ella, las puertas del ascensor se abren solas. Dejo la moto apoyada en la pared del descansillo, delante mismo de la puerta del apartamento de Lauren.
Dentro: blanco por todas partes, un biombo de Eames, una mesa alargada de Eames y las rosas del despacho de Damien sobre un gran velador de Saarinen rodeado por la correspondiente media docena de sillas Tulip. En el salón, una pantalla gigante reproduce imágenes mudas de la MTV: escenas de los pases de hoy, Chloe desfilando, Chandra North, etcétera. De fondo, la melodía de «Knowing Me, Knowing You», de ABBA.
Lauren sale del dormitorio vestida con una larga bata blanca y una toalla a modo de turbante. Cuando levanta la vista y me ve en pleno salón diciendo «Hola, ¿qué tal?», da un respingo y retrocede unos cuantos pasos, pero enseguida recupera el control y se limita a fulminarme con la mirada. Ojos implacables, brazos cruzados, boca cerrada: un gesto femenino al que estoy acostumbrado.
—Al menos podrías fingir que te alegras de verme —digo al fin—. ¿No piensas ofrecerme un Snapple o algo?
—¿Qué haces aquí?
—Tranquila.
Lauren se dirige a una mesa sepultada bajo montones de revistas de modas, enciende una araña de cristal, rebusca en un bolso Prada y enciende un Marlboro Medium.
—Fuera de aquí.
—Oye, ¿qué pasa? ¿No podemos charlar un rato?
—Largo —me ordena impaciente—. ¿Charlar? —repite luego con una mueca.
—No pienso irme hasta que hayamos hablado.
Lauren pondera mi respuesta, esboza otra mueca y se impone el deber de darme conversación.
—De acuerdo ¿Qué tal el pase de Oldham?
—Mayúsculo —contesto mientras me doy un garbeo por la habitación—. He estado charlando con Elsa Klensch, y eso.
—¡Elsa! ¿Y qué tal está? —pregunta sin parpadear.
—Los dos somos capricornio y nos llevamos divinamente —digo—. Oye, ¿soy yo, o aquí hace un frío que pela?
—¿Y por lo demás? —se impacienta.
—En general, ha sido todo muy… importante.
—¿Importante? —repite ella semiescéptica.
—La ropa es muy importante.
—Ya, pero al final sólo sirve para limpiar el polvo.
—Vaya —exclamo—, no te lo tomes tan a pecho.
—Victor, vete. Vete ya.
—¿Qué estabas haciendo? —pregunto sin dejar de pasear por el apartamento—. ¿Cómo es que no has venido al desfile?
—Tenía una sesión de fotos. Forma parte de la promoción de una película horrenda que he hecho con Ben Chaplin y Rufus Sewell —explica en un tono deliberadamente despreciativo—. Luego he tomado un baño burbujeante y me he leído un artículo en el New York sobre la imposibilidad de experimentar emociones sinceras en el Upper East Side. —Apaga el cigarrillo—. Ha sido una conversación agotadora, pero me alegro de que la hayamos tenido. La puerta está por ahí, por si no te acuerdas.
Sin detenerse a mí lado, Lauren enfila un corredor enmoquetado al estilo bereber y con las paredes forradas de almohadones marroquíes bordados. Casi sin darme cuenta me meto en el dormitorio y, una vez allí, me echo de un salto sobre la cama. Apoyado en los codos y con los pies rozando el suelo, sigo a Lauren con la mirada, la veo entrar en el baño y secarse el pelo con una toalla. A su espalda, sobre el inodoro, cuelga el cartel de no sé qué película independiente protagonizada por Steve Buscemi. Se la nota tan enojada —aunque a lo mejor es todo pose— que me veo obligado a decir:
—Venga, mujer, no seas así. No estoy tan mal. Seguro que siempre sales con tíos que sólo saben decir. «¿Y si me apetece un Maserati nuevo?». Seguro que estás harta de oír ese tipo de cosas. —Y añado—: Igual que yo.
Lauren repara en una copa de champán medio vacía que estaba junto al lavabo y la apura.
—Oye —digo, y señalo el cartel enmarcado—. ¿Trabajaste en esa película?
—Por desgracia —masculla—. ¿Captas por qué he colgado el póster precisamente ahí?
Cierra los ojos, se toca la frente.
—¿Y justo acabas de terminar otra? —pregunto en voz baja.
—Sí. —De pronto se pone a rebuscar entre un gran despliegue de frascos de Estée Lauder y de productos Lancôme, escoge un bálsamo a la mantequilla L’Occitane que Chloe también utiliza, examina la composición, lo deja donde estaba, cambia de opinión y se contempla en el espejo.
—¿De qué va? —pregunto como si estuviera interesado.
—Es una especie de Footloose ambientada en Marte —puntualiza en voz baja, a la espera de mi reacción.
Yo me limito a contemplarla, dejando que el silencio se prolongue.
—Genial.
—Todos los días de rodaje he llorado.
—¿Por qué? ¿Has roto con alguien?
—¿Cómo se puede ser tan corto?
—Yo estoy esperando a ver si me dan un papel en la secuela de Línea mortal —digo con toda naturalidad mientras me desperezo.
—O sea, que estamos en el mismo barco —comenta ella—. Es ahí adonde quieres llegar, ¿no?
—Alison Poole me ha dicho que te van muy bien las cosas.
Lauren bebe un trago de Evian de una botella que tenía a mano.
—Digamos que gano tanto como me aburro.
—Algo me dice que estoy hablando con una estrella.
—¿Has visto alguna película mía?
Pausa.
—Alison Poole me ha dicho que…
—No pronuncies el nombre de esa mala pécora en mi casa —grita, y me arroja un cepillo.
—Vale, vale —digo, encogiendo el cuello—. Tranquila. Ven aquí, anda.
—¿Qué? —pregunta a la defensiva—. ¿Qué has dicho?
—Ven aquí, anda —repito sin dejar de mirarla—. Anda —insisto mientras doy unas palmaditas al edredón.
Lauren se limita a mirarme fijamente. Yo sigo tendido en la cama, con la camisa un poco subida para lucir abdominales y las piernas ligeramente separadas. En algún punto de la conversación me he quitado la chaqueta.
—Victor…
—¿Qué? —digo en voz baja.
—¿Qué significa Chloe para ti?
—Ven aquí —susurro.
—Que seas guapo no significa que tengas… —duda— más derechos que los demás —concluye.
—Ya lo sé. Oye, no pasa nada. —Me incorporo, la miro, no la pierdo ni un segundo de vista. Ella da un paso hacia mí.
—Ven aquí —insisto—. Eso es.
—Victor, ¿qué quieres?
—Quiero que te acerques.
—¿Qué eres tú? —pregunta, y retrocede de repente—. ¿Una de las ventajas de ser guapa?
—Soy un bombón —contesto, y me encojo de hombros—. Cómeme, cómeme.
Un amago de sonrisa me demuestra que su artífice es capaz de casi todo. Ha llegado el momento de relajarse y cambiar de estrategia. Me llevo una mano a la bragueta, me subo aún más la camisa para que Lauren me vea el estómago y separo las piernas para que se fije en el bulto de la entrepierna. Le ofrezco un Mentos.
—Tienes cuerpo de atleta —comento—. ¿Cómo te las apañas para mantener ese tipazo?
—No comer ayuda bastante —responde.
—Entonces no querrás el caramelo…
Lauren sonríe brevemente y rechaza la golosina.
—¿Vendrás a la inauguración esta noche? —pregunto.
—To the Copa? The Copacabana? The hottest spot north of Havana?[41] —replica, y se pone a aplaudir con fingido placer, abriendo mucho los ojos.
—Cuidadito con lo que dices.
—¿Sabes dónde está Chloe en este momento? —pregunta, más cerca de mí.
—¿Quién ha sido tu última pareja?
—Un ex especulador que conocí en un cursillo de redacción de guiones —contesta—. Luego Gavin Rossdale… ah sí, y luego Adam Sandler durante tres días.
—¡Coño! —me doy una palmada en la frente—. ¡Ahora caigo! Ahora ya sé quién eres.
Lauren sonríe algo más relajada.
—¿Con quién estás saliendo últimamente? —me pregunta—. Además de con Alison Poole…
—Vaya, pensaba que en esta casa no se podía pronunciar su nombre.
—Sólo si se tiene una réplica en miniatura de la interesada con quinientas agujas clavadas en la cabeza y una barrita de Snickers de tamaño gigante metida en el culo —puntualiza—. ¿Y bien? ¿Con quién estás saliendo? Anda, confiesa. Dime aunque sea sólo un nombre.
—Four that wanna own me, two that wanna stone me, one that says she’s a friend of mine.[42]
Por fin he conseguido que sonría abiertamente y se acerque más a la cama.
—¿Puedo decirte una cosa? —pregunto.
—No sé. ¿Puedes? —se burla.
—¿No te enfadarás?
—Depende.
—Prométeme que no la sacarás de contexto.
—¿Qué es?
—Bueno… —Paro, respiro hondo, me río un poco.
—¿Bueno qué?
Me pongo serio y contesto:
—Pues que ahora mismo tengo unas ganas locas de lamerte el chocho. —Me agarro la polla por encima de los pantalones sin dejar de mirar a Lauren fijamente a los ojos—. Sólo eso. Te lo prometo. Pero es que si no te lamo el chocho en este preciso instante, me da algo. —Cuento hasta tres y luego pregunto tímidamente—: ¿Me dejas?
Lauren respira hondo pero no se aparta de la cama.
—¿Vas a decir que me he portado mal? —pregunto.
—No —contesta.
—Ven aquí —insisto.
Lauren contempla mi cuerpo.
—Ven aquí —repito.
Lauren no se mueve. Está pensando qué debe hacer.
—¿Tienes que meditarlo… tanto? —pregunto.
—Victor… —Suspira—. No puedo.
—¿Por qué? —digo—. Ven, acércate.
—Porque es como si acabaras de… llegar del espacio exterior o yo qué sé —responde—. No te conozco.
—Tú tampoco eres de las que desnudan su alma con facilidad…
Lauren se quita la bata.
—Creo que ha llegado el momento de poner punto final a esta conversación —observo.
Lauren se arrodilla sobre la cama y me empuja hacia atrás para sentarse a horcajadas sobre mi cintura. Yo le meto un dedo en el chocho, primero con cierta dificultad, luego hasta el fondo y acompañado de un segundo. Cuando ella misma empieza a estimularse el clítoris con los dedos, me incorporo y me pongo a lamerle y a chuparle los pechos. Le saco los dedos del coño y me los meto en la boca, le digo que tengo muchas ganas de comérselo y, sin ninguna oposición por su parte, la tiendo boca arriba en la cama, le abro las piernas y le flexiono las rodillas para tenerlo todo a la vista, al alcance de la mano. La penetro con los dedos mientras le lamo y le chupo el clítoris. Me meto otro dedo en la boca y lo deslizo entre sus piernas, más abajo, hasta notar que ejerce una ligera presión sobre su ano. Empalmado, con los pantalones a la altura de las rodillas y el culo en pompa, empiezo a masturbarme sin apartar la lengua del coño, pero ella tira de mí hacia arriba y me ofrece sus pezones.
Sin dejar de manosearme, avanzo por la cama hasta que nuestras bocas quedan a la misma altura y, durante unos segundos, nos besamos apasionadamente, con voracidad, hasta que ella me agarra la polla y se la acerca a los labios de la vulva, que franqueo sin ningún esfuerzo. Me adapto al ritmo de sus embestidas, noto que va a correrse, suena el interfono y la voz del portero anuncia: «Lauren, Damien Ross viene de camino», y los dos nos quedamos de piedra.
—¡Mierda! —Lauren se levanta como puede, recoge la bata del suelo y echa a correr por el pasillo gritando—: ¡Vístete! ¡Es Damien!
—¡Mierda! —Aterrorizado, trato de incorporarme, pero calculo mal el impulso y me caigo de la cama. Al final, sin embargo, consigo subirme los pantalones y ocultar mi erección, húmeda y en este momento dolorosa, bajo mis calzoncillos Calvin Klein.
—Llega temprano —dice entre dientes mientras entra corriendo en el dormitorio—. ¡Mierda!
—¿Temprano respecto de qué? —pregunto.
Me doy la vuelta y veo que Lauren está en el vestidor, revolviendo perchas y jerséis. Por fin descubre un sombrero negro de señora —bastante bonito, con florecita bordada en un lado— y lo contempla un nanosegundo antes de tirármelo a la cara.
—Toma.
—Esto… —protesto— veo que escoger disfraces no es lo tuyo.
—Dile que has venido a buscarlo de parte de Chloe —dice—. Y lávate la cara, por lo que más quieras.
—Vale, vale, tranquila.
—No deberías haber venido. —Vuelve a salir al corredor—. Debería haberte echado sin contemplaciones. Soy una completa idiota.
—Me había parecido que nos lo estábamos pasando bien… —comento, pisándole los talones.
—¡Pues no deberíamos! —grita—. No deberíamos —repite en voz baja.
—Joder, no digas eso.
—Pongamos que ha sido un desliz y aquí no ha pasado nada —insiste—. No deberías haber venido.
—Eso ya me ha quedado claro. No es necesario que insistas. —La sigo hasta el salón y busco un rincón donde poder colocarme sin que mi presencia despierte sospechas.
—No, tú quédate aquí —dice Lauren mientras se anuda el cinturón de la bata—. Como si estuviéramos… oh cielos… hablando.
—Vale. ¿De qué quieres que hablemos? —pregunto, ya más tranquilo—. ¿De lo dura que me la pones?
—Calla, y trae acá ese sombrero.
—Chloe se colgaría una ancla al cuello antes que ponerse eso.
—¿Y tú qué sabes? Al fin y al cabo, a ti tampoco te hace ascos…
Damien entra habano en mano y dice:
—No te preocupes, no está encendido.
Ni siquiera se toman la molestia de darse un beso. Damien me saluda tan tranquilo con una inclinación de cabeza y luego con la mano.
—Hola, Victor.
—Hola, Damien —le devuelvo el saludo.
—Hoy estás en todas partes, ¿eh?
—En todas a la vez. Sí, señor. Ése soy yo.
—Bueno —interviene Lauren—, dile a Chloe que me lo devuelva cuando quiera. No hay prisa. ¿Vale? —Me da el sombrerito.
—Vale. Gracias. —Miro el sombrero, le doy la vuelta, vuelvo a mirarlo—. Vaya… qué bonito.
—¿Qué es eso? —pregunta Damien.
—Un sombrero —responde Lauren.
—¿Para quién? —se extraña.
—Para Chloe —contestamos ella y yo a coro.
—Ha mandado a Victor para que se lo lleve —explica Lauren.
—¿Y a qué vienen tantas prisas? —insiste Damien—. ¿Cuándo piensa ponérselo?
—Esta noche —dice Lauren—. Se lo quiere poner esta noche.
Los tres intercambiamos miradas. Hay algo extraño en el ambiente, algo tan íntimo que nos obliga a desviar la vista hacia el sombrero.
—Bueno, no puedo pasarme todo el día contemplando un sombrero —anuncia Lauren—. Voy a meterme en la ducha.
—Espera —dice Damien—, tengo que comentarte una cosa y sólo puedo quedarme un momento.
—Creía que ya habíamos dejado el tema zanjado —le replica.
—Victor —se disculpa Damien mientras se lleva a Lauren del salón—, volvemos enseguida.
—Tranquilos.
Escucho mis mensajes: Gavin Palone, Emmanuelle Béart, alguien de Brillstein-Grey, y otra persona a quien he decidido que le sienta bien la perilla. El apartamento está bajo cero. De repente, me parece que todo es ligeramente agotador, que todo requiere un vago esfuerzo: levantar una cuchara, apurar una copa de champán, interpretar una mirada hostil e incluso fingir que se está dormido. En algún lugar de la ciudad hay un local con todas las sillas vacías pero con todas las mesas reservadas. Miro qué hora es. Al lado de mi reloj descubro una brizna extraviada de confeti que no me siento con fuerzas de sacudir. Ahora mismo me comería unas patatas fritas con un poco de salsa; estoy muerto de hambre. Sé quién eres y lo que has dicho.
De vuelta en el salón, Damien se sirve un trago de tequila Patrón y contempla su habano con tristeza.
—No me deja fumar dentro de casa. —Pausa—. Habanos, quiero decir.
Por primera vez tengo la impresión de que Damien es guapo de verdad. Además, con esta luz no se le nota en absoluto el peluquín. Al contrario, se le ve una mata de pelo negro de lo más vigorosa. Me palpo la mandíbula para comprobar si es tan perfecta como la de Damien.
—Tranquilo —digo.
—Victor, ¿qué estás haciendo aquí?
Le muestro el sombrero.
—¿Nada más? —pregunta—. ¿De verdad?
Intento cambiar de tema discretamente:
—Oye, ya me han contado lo de Junior Vasquez.
Damien suspira con desgana.
—Sí. Es fantástico, ¿verdad?
—¿Cómo ha sido?
—¿Versión oficial?
Asiento.
—Me ha llamado un tipo que se dedica a organizar eventos singulares —dice Damien—. Et voilà.
—¿Te molesta que te pregunte una cosa? —me aventuro.
—¿Qué cosa?
—¿Cómo os conocisteis? —le pregunto—. Tú y Lauren, quiero decir.
Damien apura el tequila, devuelve el vaso a la barra con sumo cuidado y frunce el ceño.
—Cenando con la gente más rica del mundo.
—¿Y quiénes son?
—No puedo revelar sus nombres.
—Vaya.
—Pero son quienes te imaginas —añade—. No te llevarías ninguna sorpresa.
—Vale.
—Te daré una pista: venían de pasar el fin de semana en el rancho Neverland.
—¿Quieres un Mentos? —digo.
—Victor, necesito que me hagas un favor.
—Por ti, lo que sea.
—No seas lameculos.
—Perdona.
—¿Podrías acompañar a Lauren a la inauguración? —pregunta—. Si no, no vendrá. O, lo que es peor, vendrá con Skeet Ulrich, o con Olivier Martinez, o con Mickey Hardt, o con Daniel Day-Lewis.
—Pues no estaría mal —comento—. Lo de que viniera Daniel Day-Lewis, quiero decir.
—Cuidadito —me espeta—. No me provoques.
—Perdona. No he dicho nada.
Damien aún tiene en la oreja derecha restos de la mascarilla de barro que se ha aplicado esta mañana. Extiendo el brazo para limpiárselos.
—¿Qué tengo? —me pregunta con cierta aprensión.
—¿Barro? —pronostico.
Damien suspira.
—Mierda. Mierda y nada más que mierda.
Cuento hasta tres.
—¿Eso era mierda? —pregunto—. Coño, tío, cambia de amistades…
—No me refería a la mancha, Victor. Hablaba de la vida en general. Y de la mía en concreto. Es pura mierda.
—¿Por qué dices eso? —pregunto—. ¿Desde cuándo eres tan pesimista?
—Tengo una amante —confiesa sin apartar los ojos de mí.
—Sí, ya… —Me interrumpo algo desorientado—. Alison.
—No. Alison es mi prometida. Mi amante es Lauren.
—¿Estáis prometidos? —me atraganto sin querer y, cuando intento disimularlo, me atraganto otra vez—. No, si ya lo sabía. Ya lo sabía.
La expresión de Damien se endurece.
—¿Cómo? —pregunta—. No lo sabe nadie.
Cuento hasta tres y, después, con menos dificultad de la que cabría esperar pero conteniendo la respiración, contesto con un hilo de voz:
—Ya sabes cómo es esta ciudad. Qué te voy a contar.
Al parecer, Damien está demasiado abatido para poner en duda mi respuesta. Pausa larga.
—¿Quieres decir —pregunto— que os habéis prometido en matrimonio?
—Es la costumbre.
—Algo he oído, sí —añado en voz baja.
—¿Desde cuándo sois tan amigos tú y Lauren? —me pregunta de repente.
—No, si yo casi no la conozco —digo mientras estrujo el sombrero—. En realidad, es amiga de Chloe.
—Me ha contado que fuisteis juntos a la universidad —explica—, y que en esa época tú eras insoportable. Pero no te lo tomes a mal, ¿eh?
—No, no, tranquilo.
—Veo que hoy tienes la autoestima por las nubes.
—Qué raro. Yo creía que había ido a la universidad contigo. —Me río solo y me inclino un poco hacia adelante con los ojos entornados—. ¿Estás seguro de que no coincidisteis?
—Victor, tengo migraña. No empecemos, ¿eh? —Damien cierra los ojos, tiende la mano hacia el tequila pero, al final, cambia de opinión—. ¿Me harás ese favor? ¿La acompañarás?
—Yo tengo que ir con Chloe.
—Pues id los tres juntos. —Le suena el busca. Lo mira—. Mierda. Es Alison. Tengo que irme. Despídeme de Lauren, ¿vale? Nos vemos en el local.
—Se acerca la hora de la verdad —digo.
—Creo que al final todo saldrá bien. —Suspira—. Creo que no va a ser ningún desastre.
—Ojalá.
Damien me tiende la mano. Se la estrecho sin pensarlo dos veces y, cuando quiero darme cuenta, él ya se ha ido y yo sigo de pie en el salón. Tardo un buen rato en percatarme de que Lauren está apoyada en el marco de la puerta.
—Lo he oído todo —suelta.
—Entonces seguro que has oído más que yo —replico.
—¿Sabías que estaban prometidos?
—No. No tenía ni idea.
—Por lo visto esta noche voy a ser vuestra invitada.
—Me apetece mucho que vengas —digo.
—Ya lo sé.
—Lauren…
—Yo que tú no me preocuparía —dice, y se separa de la puerta—. Damien está convencido de que eres marica.
—¿Un marica influyente o un marica insignificante?
—No creo que Damien sea tan quisquilloso.
—Si fuera verdad que soy marica, creo que estaría en la categoría de los influyentes.
—Y si esta conversación no se acaba pronto, perderé el poco juicio que me queda.
Lauren apaga el televisor y esconde la cara entre las manos, como si no supiera qué hacer. Yo tampoco sé qué hacer, pero, ante la duda, consulto mi reloj.
—¿Sabes cuánto hacía que no te veía? —pregunta sin mirarme.
—Desde esta tarde, en Tower Records.
—No, aparte de hoy.
—¿Cuánto? —pregunto—. Y, por lo que más quieras, no me digas que desde el pase de Calvin Klein o desde Miami.
—Desde que saliste en el número dedicado al hombre más sexy de la galaxia en una revista de tercera categoría —dice—. Aparecías tendido sobre una bandera americana y sin camisa. Dabas más pena que otra cosa.
Me acerco a ella.
—¿Y antes de eso?
—Desde 1985 —responde—. Hace siglos.
—Santo Dios.
—En Camden. Habíamos quedado en que pasarías a recogerme.
—¿Por dónde?
—Por la residencia —dice—. Era diciembre y había nevado. Tenías que llevarme en coche a Nueva York.
—¿Y qué pasó? —pregunto—. ¿Al final te llevé?
Se produce un largo silencio que el teléfono se encarga de interrumpir. Fabien Baron deja un mensaje. Vuelve a sonar el teléfono. Es George Wayne, desde Londres. Lauren me mira fijamente, totalmente desorientada. Estoy a punto de decir algo, pero luego decido seguir calladito.
—Deberías irte.
—Sí. Llego tarde.
—¿Adónde?
—A recoger el esmoquin.
—Ten cuidado.
—Tranquila. —Sonrío—. Tengo una talla estándar.