En un gimnasio de Flatiron District, en lo que desde la semana pasada se ha convertido en el tramo más in de la parte baja de la Quinta Avenida, mi preparador físico, Reed, cede su imagen para un reportaje de Entertainment Tonight sobre preparadores físicos de personajes famosos que han llegado a ser más famosos incluso que los famosos cuyos cuerpos ponen a punto. En este momento se encuentran en el gimnasio —que, por cierto, no tiene nombre, sólo un logo subrayado por el lema «La debilidad es un crimen que no debes cometer»—, haciendo ejercicio bajo la hilera de monitores de vídeo que emiten episodio tras episodio de Los Picapiedra y a la luz tenue de una araña de cristal, Matt Dillon, Toni Braxton, la esposa del sultán de Brunei, Tim Jeffries y Ralph Fiennes; todos ellos medio muertos En los vestuarios diseñados por Philippe Starck, dos modelos —Craig Palmer y Scott Benoit— se desnudan y medio me evitan por culpa de un comentario que hice a propósito de la suerte de Matt Nye. Reed apareció en un número del Playgirl que vendió algo así como diez millones de ejemplares, lo que le costó una campaña de Gap pero le valió la ayuda de Danny Errico, de Equinox, para montar este local. Estos días Reed coprotagoniza una película sobre un policía al que asignan dos gibones como compañeros. Reed: 175 dólares la hora mejor empleados imposible (como ya dije en su momento a Chloe), melena rubia jamás recogida en coleta, barba sexy de dos días, bronceado natural, pendiente de plata en la oreja derecha, cinturón de marca, los músculos tan destacados que parece un cuerpo despellejado, y un BMW negro con una matrícula que advierte: CANALLA. ¿Qué más se puede pedir? Aquí dentro hace tanto frío que veo salir humo de los focos que ha colocado el equipo del programa.
La reportera del Details llega con retraso.
—Perdona, me he perdido —dice por decir algo. Jersey negro de cachemir, camisa blanca de algodón, pantalones blancos de seda y, haciendo honor a su condición de reportera del Details, coderas y brazal reflectante de ciclista—. Vengo de entrevistar al presidente de Gabón, Ornar Bongo, y a su sobrinito… —consulta su bloc de notas— Spencer.
—Con todos ustedes —anuncia Reed con los brazos abiertos—, Victor Ward, el hombre de moda.
Murmullo de admiración procedente de los miembros del equipo, semiocultos tras los focos humeantes que ellos mismos han colocado frente al StairMaster.
—¡Acción! —dice por fin una voz cansada.
—Quítate las gafas de sol —me ordena Reed en voz baja.
—¿Con estos focos? Ni loco.
—Hueles a Marlboro —me regaña Reed mientras me conduce a empellones hacia el StairMaster—. Te tengo dicho que no fumes. El tabaco acorta la vida.
—La tercera edad, en todo caso. No me perdería esos años por nada del mundo…
—Vas de duro por la vida, ¿eh? Venga, arriba —ordena, y da una palmada al costado de la máquina.
—Hoy quiero hacer pantorrillas, muslos y sobre todo, sobre todo, abdominales —insisto—. Bíceps no —le advierto—. Me empiezan a abultar demasiado.
—¡Pero qué dices: si no llegan a treinta y dos centímetros! —Y gradúa el StairMaster a nivel 10, opción selección aleatoria.
—Oye, ¿no te aprieta un poco esa camiseta? —le digo para provocarlo.
—Los brazos han destronado a los pechos —sentencia él.
—¡Anda, es verdad! —digo a la vista de un diminuto punto negro—. Ya te ha salido el primer pezón…
—¡Corten! —ordena el director con un suspiro.
—Victor, un día de éstos —me amenaza Reed— voy a agarrar el talón sin fondos que…
—Oye, oye, que Chloe ya lo ha arreglado.
—Esto es un negocio, querido —dice con una sonrisa forzada—, no una ONG.
—Oye, si te apetece trabajar, estoy buscando guardias de seguridad.
—Ya estoy trabajando.
—¿A esto llamas tú trabajar? ¿A poner en marcha cuatro máquinas de fitness? Santo Dios, lo que hay que oír…
—Y ya tengo una segunda fuente de ingresos.
—Que conste que a mí lo de la prostitución masculina me parece perfecto… siempre y cuando se tomen precauciones. De algo hay que vivir.
Reed me arrea un coscorrón.
—Hoy haremos flexiones… —gruñe.
—Y abdominales —insisto—. Tengo sesión de fotos.
—¡Atención! —grita el director—. ¡Acción!
Automáticamente, sin que le suponga ningún esfuerzo, Reed empieza a dar palmadas y a dar instrucciones en voz alta:
—Trabaja, Victor. Empléate a fondo. Suda. No, así no, estás demasiado tenso. Fuera esa tensión. Con cariño.
—He renunciado a la cafeína para siempre. Estoy aprendiendo a relajarme visualizando el fondo del mar. Ya no compruebo si tengo mensajes en el buzón de voz cada media hora. Demuestro mi afecto al prójimo. Y mira qué llevo aquí. —Busco bajo mi camiseta Calvin Klein—. El collar de la tranquilidad.
—¡Fantástico! —aúlla Reed sin dejar de dar palmadas.
Me vuelvo hacia la cámara y digo:
—He hecho gimnasia con Radu y con Pasquale Manocchia, que, para quien no lo sepa, es el preparador físico de Madonna, y tengo que decir que, de entre todos los preparadores que entrenan a los famosos, Reed es el mejor.
—Me obsesionan los bíceps, los tríceps y los flexores de los antebrazos —confiesa Reed, avergonzado—. Para mí, un brazo nervudo es un fetiche.
—Estoy fuerte como un toro, pero ando bajo de glucosa y, en estos momentos, necesito un Jolly Rancher como el aire que respiro.
—Después de ésta —dice Reed entre palmada y palmada—. Entonces te dejo comerte tu PowerBar. Te lo prometo.
Y de repente oigo los primeros compases de «Come Together», de Primal Scream.
—¡No hay derecho! —protesto—. Esta canción dura ocho minutos y cuatro segundos.
—¿Cómo te puedes acordar de esas cosas? —pregunta la reportera del Details.
—Desde más arriba se llega más lejos —respondo jadeando—. Ése es mi lema, colega. —Suena el busca. Es Jotadé, desde el local.
—Reed, déjame tu móvil un momento, sé bueno. —Suelto las barras y sonrío a cámara mientras marco el número—. Mira, Liz: ¡sin manos!
Reed se lo toma como una provocación y acelera la máquina, cosa que a mí me parece imposible, porque estaba convencido de que el StairMaster sólo tenía diez niveles de dificultad.
—¿Estoy invitado a la cena de esta noche? —pregunta Reed—. No he visto mi nombre en las listas que ha publicado la prensa…
—Sí. Estás en la mesa 78, con los Lorax y Pauly Shore —le espeto—. Jotadé, ¿estás ahí?
—Victor —empieza Jotadé sin aliento—, no eches las campanas al vuelo todavía, pero entre Beau, Peyton y yo hemos conseguido una entrevista con DJ X.
—¿Con quién dices?
—Con DJ X. Has quedado con él hoy a las tres en el Fashion Café —sigue—. Dice que esta noche está disponible.
—Estoy en plena sesión de StairMaster. —Hago esfuerzos para no jadear—. ¿Dónde has dicho? ¿En el Fashion Café?
—Victor, DJ X es el último grito en DJs —dice Jotadé—. Imagínate qué publicidad y córrete de gusto. Adelante, suéltalo todo.
—Vale, vale. Contrátalo —lo atajo—. Dile que ponga el precio él mismo.
—Antes quiere conocerte.
—Santo Dios.
—Es sólo para quedarse tranquilo.
—Oye, pues envíale una bolsa de palomitas azucaradas. O un chupete último modelo, el más mono que encuentres. Dile que la mamas como Dios. ¿O no es verdad?
—Victor —insiste Jotadé, exasperado—, no aceptará si antes no habla contigo. Y lo necesitamos para esta noche. No discutas.
—¡No pienso recibir órdenes de un tipo que, cuando le suenan las tripas, dice que «tiene apetito»! —grito—. Con que cállate.
—En el Fashion Café —repite Jotadé—. A las tres. Te he mirado la agenda y tienes tiempo.
—Jotadé, estoy intentando concentrarme —gruño—. ¿Sería mucho pedir…?
—En el Fashion Café a las tres. Ciao, Victor. —Y cuelga.
—Oye, tú a mí no me cuelgas. ¡Pero quién te has creído que eres! —Cuelgo yo también y anuncio sin pensármelo dos veces—. De repente me han entrado unas ganas locas de trepar.
—Dudo que hayas hecho otra cosa en toda tu vida, querido —dice Reed con resignación.
—¿Te crees que eres alguien porque una vez rechazaste una oferta de Reebok?
Después de hacer algo así como mil flexiones para los espectadores de Entertainment Tonight, me paso al Treadwall, un simulador de escalada para espacios cerrados que permite al usuario trepar sin desplazarse, y en éstas me fijo en la chica del Details, que está apoyada en la pared con el bloc de notas escondido debajo del primer número de una nueva revista llamada Bubble. Aquí dentro hace tanto frío que tengo la sensación de estar escalando un glaciar.
—Santo Dios —refunfuño al ver la portada de la revista—. Lo que nos faltaba. «Luke Perry nos cuenta qué opina de Kurt Russell». ¡Y a mí qué coño me importa!
—¿Qué tal va todo? —dice la reportera por decir algo—. ¿Nervioso por lo de la inauguración?
—Remember what the dormouse said[18] —es mi críptica respuesta. En este momento Matt Dillon pasa entre los dos sorbiendo un batido energético—. Hey, Matt, qué pasa.
—Te tomas muy a pecho esto del ejercicio, ¿no? —comenta la reportera.
—¿Qué hay de malo en querer tener buen aspecto?
La chica sopesa mi respuesta medio pensativa.
—¿A cualquier precio? Y con eso no quiero decir nada. Es una simple hipótesis. No te lo tomes a mal.
—¿Cómo era la pregunta?
—¿Sacrificarías otras cosas con tal de tener buen aspecto?
—¿Qué otras cosas?
—Ya. —La reportera trata de completar una mueca que yo habría preferido no ver.
—We’re all in this together[19], ¿vale? —respondo con un bufido y las manos llenas de yeso—. Oh, sí, quiero dejar atrás todo esto y dedicarme a alimentar a los indigentes. A enseñar el lenguaje de los signos a los orangutanes. A recorrer los pueblos en bicicleta con mi cuaderno de dibujo bajo el brazo. A… qué sé yo. ¿A mejorar las relaciones interraciales? ¿A abrirme paso hasta la Casa Blanca? Lo que hay que aguantar. No te jode…
Antes incluso de llegar a Industria para la sesión de fotos ya vuelvo a tener la sensación de que alguien viene siguiéndome, pero, por más que me vuelvo, no veo más que mensajeros en bicicleta llevando books a Click, a Next y a Elite, así que, para sacudirme la paranoia, entro en Braque y pido un latte descafeinado con leche desnatada y no demasiada espuma. El número de Alison en el busca me acompaña a lo largo y ancho de una serie interminable de grandes espacios blancos. Los modelos que van a tomar parte en la sesión —nueve aparte de mí, algunos ya con el bañador puesto— esperan pacientemente: Nikitas, David Boals, Rick Dean, un recién descubierto Scooter, un par de tíos que no sé exactamente qué pintan aquí, incluido un camarero del Jour et Nuit peinado a lo rasta al que sigue a todas partes un equipo del programa Fashion File, un par de gemelos que trabajan en el Twins del Upper East Side, y un europeo que tendrá el mejor cuerpo de todos los presentes —no lo niego— pero con una cara que da pena. En el fondo, todos somos iguales: guapitos de cara (con la excepción ya mencionada) con un cuerpo de escándalo, mata de pelo y labios perfilados. Luego podemos parecer modernos, gamberros o lo que sea, a gusto del consumidor.
Mientras espero que me llegue el turno de depilarme las cejas, repaso los cedés y doy conversación a una chica que come arroz y brócoli mientras le hacen la pedicura y que sólo sabe decir «jolines». Vaya donde vaya percibo una actitud decididamente relajada, y mis últimas dudas se disipan cuando el mismísimo Stanford Blatch me pasa un chicle Wrigley’s Doublemint. Se han vuelto a poner de moda el flequillo de romano y los remolinos, lo que pone furiosos a Bingo, a Velveteen y a Didier, el fotógrafo, y obliga a echar mano de cantidades industriales de fijador PhytoPlage. Para sobrellevar mejor todo esto, algunos de los modelos beben champán, consultan su horóscopo en el Post o juegan a hacer cunitas de hilo dental con no sé qué ópera de fondo. El ex organizador de las fiestas de Madonna, Ronnie Davis, alguien de Dolce & Gabbana, Garren (el estilista de los últimos desfiles de Marc Jacobs y Anna Sui) y Sandy Gallin nos miran fríamente, como si estuviéramos en venta o algo por el estilo. ¿Acaso podemos negarlo?
Tres historias: bermudas, madrás y Speedo. Nos fotografiarán con una gran tela azul de fondo que luego los técnicos japoneses sustituirán por una playa de manera que parezca que la foto se tomó en una playa de verdad; «Puede que incluso alguna de las de Miami», nos promete Didier. Bíceps, pectorales y tres muslos en total son adornados con tatuajes de pega. Hace un frío terrible.
Bingo me echa fijador en la cabeza hasta empaparme el pelo y luego lo extiende hasta las puntas con un peine, mientras Didier, no muy lejos, se pasea arriba y abajo sin quitar ojo a mis abdominales. Veintidós y con chupete. El pobre Scooter, que está preparando los exámenes de acceso a la universidad, está sentado a mi lado en un taburete alto. Sendos espejos descomunales de forma ovalada reflejan nuestra imagen.
—Quiero ver patillas —exige Bingo—. Necesito longitud.
—Bingo, nada de look natural —interviene Didier—. Prefiero algo atrevido.
—¿Es que ya no se lava nadie el pelo? —se queja Velveteen horrorizado—. ¡Cielos!
—Bingo, quiero un estilo duro con un punto de maldad, de ira contenida. Tiene que notarse ese punto de ira contenida. Quiero ver el lado agresivo de este chico.
—¿Qué lado agresivo? —pregunta Bingo—. Pero si trabaja de pastelero en Dean & Deluca…
—Bueno, entonces quiero ver el lado agresivo de este pastelero.
—Didier, este chico es tan agresivo como una cría de manatí.
—Cielos, Bingo, qué pesado eres —se queja Velveteen con un suspiro.
—¿Vais a hacerme caso, o no? —pregunta Didier, de nuevo en movimiento—. Espero que sí, porque os advierto que me canso enseguida.
—¡Velveteen! —grita Bingo—. Le estás estropeando el peinado a Scooter.
—Y tú ya estás empezando a tocarme la nariz.
—Quiero algo radical —dice Didier—. Quiero Red Hot Chili Peppers. Quiero energía.
—Pues yo lo que quiero es un porro así de grande —dice Scooter en voz baja.
—Quiero algo llamativo, algo sexy.
—¡Música, maestro!
—Siento como una especie de efervescencia… —musita Didier con aire pensativo—. ¿Y las patillas? ¡He pedido patillas! ¿Bingo? Bingo, ¿dónde te has metido?
—Yo tengo patillas —digo con el brazo en alto—. Esto… perdona pero eso es crema hidratante —me veo obligado a informar a Bingo.
—Sin exagerar, ¿eh, Didier? —suplica amargamente Velveteen—. Sin llegar al look «rey del mambo», si puede ser.
Ya estamos todos frente al gran lienzo azul: algunos trabajando los bíceps con mancuernas, un par haciendo flexiones en el suelo. Didier reparte puros porque quiere que salgan en la foto, y quiere glicerina porque, además de salir en bermudas, tenemos que salir llorando; llorando y fumando, porque somos fumadores tristes frente a una playa que de momento sólo es un lienzo azul.
—¿Se supone que estamos tristes porque fumamos puros? —pregunto—. ¿O porque esto parece Los vigilantes de la playa?
—Estáis tristes porque sois imbéciles y hasta ahora, hasta llegar a esta playa, no os habíais dado cuenta —contesta Didier porque sí, ya con el dedo en el obturador de la Polaroid.
Scooter contempla su cigarro con aire pensativo.
—Hazle lo mismo que le hiciste al que te dio este trabajo —le digo—. Chupa.
Scooter se queda lívido.
—¿Cómo lo sabes?
—¡David! ¡Fuera el parche de nicotina! —grita Didier detrás de la cámara.
—Como mi novia vea esta foto se va a creer que soy gay —se queja Scooter.
—¿Sigues con Felicia? —le pregunta Rick.
—No, ahora estoy con una chica que conocí en los lavabos del vestíbulo del Principe di Savoia —contesta él con aire perplejo—. Yo me había perdido y ella era clavada a Sandra Bullock. O al menos eso dicen.
—¿Cómo se llama? —pregunta David.
—Shoo Shoo.
—¿Shoo Shoo qué más?
—Que yo sepa, no tiene apellido.
—¿Cómo te lo montaste para echar a perder lo de CK? —le pregunta Nikitas.
—Fue por un mosqueo de Calvin —explica Scooter—. En parte, porque me corté el pelo, pero claro, en el fondo es bastante más complicado.
Una pausa considerable durante la que nadie dice nada y todos damos muestras de comprensión. La cámara de Fashion File sigue grabando.
—La de veces que me habré peleado yo con Calvin —comento mientras sigo trabajando los bíceps—. Ya he perdido hasta la cuenta. Con que… tú tranquilo —digo con las palmas a la vista.
—Pues te dio buenas entradas para el pase —comenta extrañado David mientras estira los músculos de las pantorrillas.
—Claro, como que desfilaba Chloe —apunta Rick.
—No fui al pase de Calvin Klein —afirmo sin perder la calma, y luego a gritos—: ¡Joder ya con el pase de marras! ¡Que no fui, coño!
—Pues por la foto que trae el WWD nadie lo diría —señala Rick—. Se os ve a ti, a David y a Stephen en la segunda fila.
—Que salga esa foto y ya veréis como al final resplandece la verdad —declamo mientras me froto los bíceps, muerto de frío—. En la segunda fila… Y una mierda.
Uno de los gemelos me pasa con recelo el ejemplar de hoy del WWD, que él mismo estaba leyendo. Se lo arrebato y busco las páginas correspondientes a los desfiles de ayer. La foto no es muy buena, pero, efectivamente, se nos ve a Stephen Dorff, a David Salle y a mí arrellanados en nuestros asientos, luciendo niquis años cincuenta, gafas de sol y expresión impasible.
El texto al pie destaca nuestros nombres en negrita y, después del mío, especifica: «El hombre de moda». Como si hiciera falta la aclaración… Una botella de champán cae al suelo y alguien pide a gritos una fregona.
—Oye, Victor, a ver si te aclaras —dice David—, porque yo no entiendo nada de nada. ¿Cómo que no fuiste al pase? ¿Quién es el tío de la foto, si no? No, no me lo digas. Ya sé. Es Jason Gedrick.
—¿Es que nadie me va a preguntar qué tal va lo de la inauguración? —protesto, y devuelvo el periódico al gemelo de malas maneras, cosa que, inexplicablemente, le parece indignante.
—Esto… Hombre, Victor, ¿qué tal va lo de la inauguración? —pregunta el otro gemelo.
—I want to rock’n’roll all night and party every day. [20]
—¿Por qué no me has invitado a la fiesta? —pregunta Rick.
—I-want-to-rock-’n’-roll-all-night-and-party-every-day. —Recupero el WWD y examino de nuevo la foto—. Se habrán equivocado. Será otro desfile. De hecho, no me extrañaría nada que fuera Jason Gedrick.
—¿A qué otros pases has ido esta semana? —pregunta alguien.
—A ninguno —admito tras una pausa.
—Cuando dejes la órbita de Júpiter, avisa, ¿de acuerdo? —dice David mientras me da una palmadita en la espalda—. Y, para que lo sepas: Jason Gedrick está en Roma rodando la secuela de Un amor de verano, querido.
—Yo vivo el momento.
—No es eso lo que se comenta —insinúa Nikitas.
—Si es algo que tú hayas sido capaz de procesar, dudo que la información me interese —replico.
—¿Baxter y Chloe… bien? —pregunta David como si tal cosa. Las sonrisitas de Nikitas y Rick no me pasan inadvertidas.
—Bien es poco. —Pausa—. Esto… ¿qué has querido decir con eso, oh gran sabio?
Los tres parecen desconcertados. Por la expresión de sus caras, se diría que esperaban una confesión por mi parte.
—Bueno… —farfulla Rick—, en fin, ya sabes.
—Por lo que más queráis —refunfuño—. Si vais a arrastrar mi nombre por el fango, que sea rápido.
—¿Has visto Tres formas de amar? —se aventura David.
—Ajá, ajá, ajá.
—Pues dicen las malas lenguas que a Chloe, a Baxter y a ti os picó la curiosidad el título.
—Ese Baxter no será por casualidad Baxter Priestly, ¿verdad? —pregunto—. Ese pedazo de cretino.
—No sé yo quién es más cretino…
—Bueno, en según qué círculos, ya se sabe —explica David—. Y a mí me parece perfecto, oye. Perfecto.
—Un momento, un momento —digo con un gesto—. ¿Me creéis capaz de compartir a Chloe, a Chloe Byrnes nada menos, con semejante mequetrefe? Santo Dios, lo que hay que aguantar.
—¿Quién ha dicho que la estés compartiendo? —pregunta alguien.
—¿Y se puede saber qué significa eso?
—¿Quién ha dicho que la iniciativa haya partido de ti? —pregunta David—. ¿Quién ha dicho que tú estés de acuerdo?
—¿Y cómo voy a estar de acuerdo con algo que sólo existe en vuestra imaginación? —replico con una mirada de furia.
—Oye, que nosotros sólo te hemos contado lo que se comenta en la calle.
—¿En qué calle? ¿En qué calle vives, David?
—En… Ludlow.
—En… Ludlow —lo imito sin tan siquiera proponérmelo.
—Victor, ¿cómo quieres que nos creamos nada de lo que dices? —interviene Rick—. Dices que no estuviste en el pase de Calvin Klein y resulta que sí estuviste. Dices que no te has montado un ménage à trois con Baxter y Chloe y, en cambio, todo el mundo…
—¿Qué más habéis oído? —le espeto mientras aparto un fotómetro con la mano—. A ver si tenéis huevos. Venga.
—Que tienes un lío con Alison Poole —confiesa David con resignación.
Lo miro fijamente un par de segundos.
—Vale ya, vale ya. No tengo nada que ver con Alison Poole.
—Con qué aplomo lo dice el tío, ¿verdad? Dan ganas de creérselo.
—Voy a hacer como que no te he oído porque no tengo por costumbre pegar a las nenas —digo a David—. Además, difundir esa clase de rumores puede resultar peligroso. Peligroso para la interesada, peligroso par a mí y peligroso para…
—Tírate a quien te de la gana —me interrumpe él aburrido—. A mí me la trae floja.
—No sé por qué pierdo el tiempo dando explicaciones a un tío que, dentro de nada, va a estar apilando jerseys de veinte dólares en Gap —mascullo.
—¡Queriditos! —nos llama Didier—. ¡A trabajar!
—Oye, ¿y si a David le tapáramos la cara con algas o arena o algo así playero? —propongo.
—Venga, Victor —grita Didier desde detrás de la cámara—. Te estoy mirando como si no llevaras nada puesto.
—Didier… —dice uno de los gemelos—. El que no lleva nada puesto soy yo.
—Venga, Victor. Te estoy mirando como si estuvieras desnudo, y te encaaanta. —Didier se toma unos segundos para examinar al gemelo y luego propone—: Llámame, dime que me acerque.
—¿Didier? —digo—. Victor soy yo.
—Venga, todos. Bailad y llamadme «minino».
—Minino… —farfullamos al unísono.
—¡Más fuerte! —grita Didier.
—¡Minino!
—¡Más fuerte!
—¡Minino!
—Genial, pero no.
Después de las bermudas tocan los Speedo. Gorras de béisbol al revés, chupa-chups, Urge Overkill de fondo. Didier esconde la Polaroid y luego la vende al mejor postor, que, agazapado en la sombra, le firma el cheque con una pluma de ganso. Uno de los modelos sufre un ataque de ansiedad y otro se pasa con el alcohol y confiesa haber nacido en Appalachia, lo que provoca en un tercero la necesidad imperiosa de ingerir un Klonopin. Didier insiste en que nos toquemos los huevos e incorpora a la foto el equipo de Fashion File, y luego todos menos yo y el que se había desmayado se van a almorzar al Regulation, un sitio nuevo del SoHo.
Luz de otoño, patines en línea al hombro, escaleras de dos en dos hacia las oficinas del último piso. En el tercero, un equipo de televisión de VH-1 (por desgracia) entrevista a Robert Isabell, florista de moda. De la ropa que llevan todos se desprende sin duda alguna que el lima y el naranja sopa Campbell’s van a ser los colores estrella de la temporada. El sonido ultralounge del grupo I, Swinger flota en el ambiente como si fuera confeti y nos informa de que «es primavera» y «ha llegado el momento de bailar». El local está inundado de violetas, tulipanes y dientes de león, y todo empieza a cobrar el ansiado aspecto de espontánea ultramodernidad. Ya en el último piso puede admirarse, en una de las paredes del sanctasanctórum de Beau y Jotadé, una exposición monográfica de pectorales, abdominales y muslos bronceados y nalgas blanquecinas. Entre las fotos de troncos y extremidades de filiación desconocida —algunas incluso podrían ser mías— destaca la exigua galería de retratos, en la que tienen cabida desde Joel West hasta Hurley Thompson pasando por Marky Mark, Justin Lazard, Kirk Cameron (¡santo Dios!) y Freedom Williams. Cada día arranco alguna foto de 20x24 de Joy Lawrence, pero, por lo visto, no consigo agotar las existencias. De todas maneras, las imágenes se parecen tanto las unas a las otras que cada vez resulta más difícil distinguir a sus protagonistas. Esta noche tendremos a once publicistas trabajando sobre el terreno. Tras haber sido sometido a siete minutos de refunfuño sobre el tema de los picatostes, Beau agradece la llegada de Jotadé con varios e-mails impresos, cientos de faxes y diecinueve solicitudes de entrevista bajo el brazo.
—¿Ha llamado mi representante? —le pregunto.
—¿Tú qué dirías? ¿Que sí o que no? —se burla Jotadé, y añade—: ¿Tu representante dónde?
—Me encantó ese artículo que publicaste en Young Homo —le digo mientras repaso la lista de invitados recién actualizada a las 10.45.
—¿Qué artículo? —suspira, y sigue barajando faxes.
—Uno que se llamaba «¡Socorro, soy adicto a los hombres!».
—¿Y? —pregunta Beau.
—Y nada. Que sois los dos muy pero que muy poco heterosexuales —contesto desperezándome.
—Que sea homosexual, Victor —bostezo de Jotadé—, no significa que no sea un hombre con sentimientos.
—Eres gay, querido, y con eso está todo dicho. —Miro con desaprobación las nuevas adquisiciones fotográficas, expuestas en la pared donde está la mesa: Keanu, Tom Cruise, Bruce Weber más de una vez, Andrea Boccaletti, Emery Roberts, Jason Priestly, Johny Depp y, cómo no, Chris O’Donnell—. Parece mentira. Os conformáis con cualquier cosa. Una buena percha, una cara más o menos agradable… y hale. Santo Dios.
—Victor —dice Beau, que en estos momentos me está pasando un fax—. Me consta que en el pasado te lo has montado con tíos.
Entro en mi despacho a ver si me he dejado por ahí algún porro o algún botellín de Snapple.
—Huy, sí, en la facultad, fíjate. Cuando la bisexualidad estuvo de moda: algo así como… tres horas.
—Ya. Como si esa vagina de plástico que se hace llamar Alison Poole fuera mucho mejor que… ¿Que quién? ¿Que Keanu Reeves? —dice Jotadé sin perderme de vista.
—Keanu y yo sólo somos buenos amigos —desmiento camino del equipo de música—. Nunca hemos pasado de ahí. —Echo un vistazo a la colección de cedés: Elastica, Garbage, Filter, Coolio, Pulp… Pongo uno de Blur—. ¿Sabías que, en hawaiano, «Keanu» significa «brisa fresca del océano»? ¿Y que ganó el Oscar japonés por su papel de agente del FBI metido a surfista en La llaman Bodhi? —Programo las canciones 2, 3 y 10—. Santo Dios, y luego dicen que los japoneses son un peligro.
—Victor, no puedes seguir acostándote con la novia de Damien —me reprende Beau gimoteando—. Nos tienes a todos con el cor…
—¡Mierda, joder! —le lanzo la caja del cedé.
—Si Damien se entera, nos matará.
—Te matará a ti si se entera de que pienso abrir mi propio local —replico midiendo las palabras—. Pase lo que pase, correrás la misma suerte que yo, conque vete haciendo a la idea.
—Que bien te ha quedado, hijo. Qué temple.
—Además, no sé qué os hace pensar que me estoy acostando con la novia de Damien…
—Y cómo disimula el muy cabrón.
—Pero qué veo. ¿Quién ha estado escuchando el Gold de Abba? No, no me lo digáis. A ver si lo adivino.
—Victor, no nos fiamos de Damien —dice Beau—. Ni de Digby ni de Duke.
—Silencio —digo con el índice sobre los labios—. Podría haber micrófonos.
—No te burles, Victor —dice Jotadé con tono fúnebre—. No me extrañaría nada.
—¿Cuántas veces tengo que deciros que esta ciudad está llena de gente malvada? —gruño—. Idos a-cos-tum-bran-do.
—Digby y Duke tienen buena planta, pero llevan tanto esteroide metido en el cuerpo que serían capaces de molerte a hostias —me advierte Beau, y añade—: Que no digo yo que no te convenga.
Miro qué hora es.
—Para eso ya tengo a mi padre. Y precisamente he quedado con él dentro de un cuarto de hora, con que, con vuestro permiso… —Suspiro y me dejo caer en la butaca—. Hey, Digby y Duke son… amigos de Damien. Un par de guardaespaldas como otro cualquiera. ¿Qué pasa?
—¿La Mafia te parece una cosa cualquiera? —me corrige Jotadé.
—Santo Dios —gimo—. ¿La mafia? ¿Qué mafia? ¿La que compra en Banana Republic?
—La Mafia con mayúsculas —corrobora Beau.
—Joder, tíos, que sólo son un par de gorilas. —Me incorporo—. A mí hasta me dan lástima. ¿Os imagináis tener que tratar con cocainómanos y turistas para ganaros la vida? Pobrecillos.
A Beau se le acaba la paciencia.
—Pobrecillo lo serás tú cuando Damien vea la foto de… ¡Ay!
—He visto cómo lo pisabas —advierto a Jotadé sin perder de vista a su compinche.
—Déjalo, Jotadé —dice Beau—. Es mejor que lo sepa. Total, tarde o temprano lo va a saber todo el mundo.
Me levanto de un salto.
—Quedamos en que tú te ocupabas del tema.
—Tranquilo, tranquilo —se defiende Jotadé.
—Desembucha. ¿Qué, dónde, cuándo, quién?
—¿Te has fijado? Siempre se le olvida preguntar lo más importante: por qué.
—¿Quién te ha confirmado lo de la foto? ¿Richard? ¿Khoi? ¿Reba?
—¿Reba? —repite Jotadé—. ¿Quién demonios es Reba?
—Contesta, coño —le exijo con una palmada en la mano.
—Buddy. Y a mí no me toques.
—¿Qué Buddy? ¿El del News?
Beau asiente solemnemente.
—El del News.
—¿Y qué te ha dicho exactamente?
Le hago señas de que siga hablando.
—Pues… que tus temores de que cierta foto exista no son infundados y que… —Una mirada angustiada a Beau.
—Que las probabilidades… —lo ayuda éste.
—Eso. Que las probabilidades de que… —Otra llamada de auxilio.
—De que salga a la luz… —le sopla Beau.
—De que salga a la luz son… —un momento de silencio— así de altas.
Cuento hasta tres antes de carraspear y abrir los ojos.
—¿Y se puede saber cuánto tiempo tenías previsto guardarte esa información para ti sólito?
—Te he llamado al busca en cuanto me lo han confirmado.
—¿Quién?
—Se dice el pecado, no el pecador.
—¿Cuándo? —gruño—. Al menos podrás decirme cuándo, ¿no?
—Nadie lo sabe —Jotadé traga saliva—. Yo ya he hecho lo que me pediste: confirmar que la foto existe. Del contenido sólo sé lo que puado inferir de tu… descripción de ayer —añade—. Toma, el número de Buddy.
Un largo silencio con música de Blur de fondo durante el que miro a un lado y a otro y acabo por tocar levemente una planta.
—Por cierto, Chloe ha llamado y ha dicho que quería que os vierais antes del pase de Todd —anuncia Jotadé.
—¿Y tú qué le has respondido? —digo mortificado mientras leo el número de teléfono que acaba de pasarme.
—«Tu harapienta media naranja ha quedado para almorzar con su padre en el Nobu».
—¿Todavía no he pasado por el mal trago y ya tengo que aguantar que me lo recuerdes? —protesto descorazonado—. Menudo día me espera.
—También me ha pedido que te de las gracias por las flores.
—¿Qué flores? —pregunto—. ¿Quieres hacer el favor de no mirarme más el paquete?
—La docena de tulipanes blancos que la esperaba en los vestuarios del pase de Donna Karan.
—Gracias por enviárselas de mi parte —digo entre dientes de camino a la butaca—. Ahora ya sé por qué te pago dos mil dólares la hora.
Pausa.
—Yo no se las he enviado, Victor —puntualiza Jotadé.
Pausa. Me toca a mí.
—Pues yo menos.
Pausa.
—Iban con una tarjeta que decía: «Ain’t no woman like the one I’ve got»[21] y «Baby I’m-a want you, baby I’m-a need you».[22] —Jotadé baja la vista al suelo y luego vuelve a mirarme—. Marca de la casa.
—Ahora no estoy de humor para misterios —digo, y le hago señas de cambiar de tema hasta que caigo en la cuenta—. ¿Conoces a un tal Baxter Priestly?
—Dicen que es el próximo Michael Bergin.
—¿Quién fue el primero?
—Sale en el programa nuevo de Darren Star y está en el grupo Hey, That’s My Shoe. Ha salido con Daisy Fuentes, con Martha Plimpton, con Liv Tyler y con Glenda Jackson, no necesariamente en ese orden.
—Beau, querido, llevo demasiado Klonopin en el cuerpo para enterarme de nada de lo que dices.
—Me parece muy bien.
—¿Y qué hago yo ahora con ese tío? —gimo—. Sólo me faltaban él y sus pómulos de silicona.
—Envidia cochina —dice Beau.
—No sé ni cómo lo preguntas —añade Jotadé—. Yo sé perfectamente qué haría…
—Menudos pómulos —insiste Beau.
—Sí, y menuda cabeza hueca. Lo que es yo, no pienso mamársela, como harías tú —mascullo—. Pásame ese fax, anda.
—¿A qué viene ahora hablar de Baxter Priestly?
—No le iría mal apuntarse a un curso de perfeccionamiento de inglés. Ah, mierda, tengo que irme. Vamos allá. —Entorno los ojos para leer el fax—. ¿Adam Horowitz está apuntado como Ad Rock o como Adam Horowitz?
—Como Adam Horowitz.
—Vale. ¿Y esto qué son? ¿Invitaciones aceptadas?
—Solicitudes de invitación.
—Pues venga, vamos a ver.
—Frank de Caro.
—No. Sí… No. ¡Dios! Qué espeso estoy.
—Slash y Lars Ulrich vienen juntos —dice Jotadé.
—Y de la MTV envían a Eric Nies y a Duff McKagan —añade Beau.
—Vale.
—A Chris Isaak le decimos que sí, ¿verdad? —pregunta Jotadé.
—Es tan mono… —apostilla Beau.
—Tiene orejas de Dumbo. Pero, bueno —suspiro—, supongo que, si fuera gay, también me gustaría. ¿A Flea hay que meterlo en la efe o tiene un nombre como Dios manda?
—No te preocupes —dice Jotadé—. Viene con Slash y Lars Ulrich.
—Pero bueno, un momento —lo interrumpo—. ¿Axl no viene con Anthony?
—Lo dudo. —Beau y Jotadé se miran sin saber qué decir.
—No me digáis que Anthony Kiedes no viene… —gruño.
—Sí viene, sí viene, tranquilo —interviene Beau—. Pero no con Axl.
—¿Queen Latifah va en la cu o en la ele? —pregunta Jotadé.
—Alto ahí —exclamo a media ele—. ¿Lypsinka? ¿Qué os tengo dicho? Que no quiero drag queens la noche de la inauguración.
—¿Por qué no?
—Porque son como mimos. Por eso.
—Victor —me regaña Beau—, Lypsinka no es una drag queen. Lypsinka es un ilusionista del sexo.
—Y tú un capullo integral —gruño mientras arranco una foto de Tyson anunciando ropa de Ralph Lauren—. ¿Ya te lo había dicho?
—¡Y tú un racista de mierda! —grita Beau, y me arranca la página arrugada de las manos.
En éstas saco una gorra autografiada por Spike Lee que me regalaron en el estreno de Malcolm X y se la restriego a Jotadé por las narices.
—¿Ves esto? Una gorra de Malcolm X. Soy tan multicultural como el que más. Para que lo sepas.
—Paul Verhoeven ya ha dicho que Dios es bisexual…
—Paul Verhoeven es un nazi y no está invitado a la fiesta.
—Aquí no hay más nazi que tú —me espeta Beau—. Tú sí que eres un nazi.
—Con la diferencia de que yo sólo exterminaría a los mariquitas. ¿Habéis tenido el valor de invitar a Jean-Claude van Damme… a mis espaldas?
—David Crowley, el publicista de Kato Kaelin, no para de llamar.
—Pues invítalo a él.
—Victor, a la gente le gusta Kato.
—Será porque no han visto su última película: Dr. Skull.
—Qué más dará eso, hombre. Si en lo que se fijan es en el pelo.
—Hablando de pelo… George Stephanopoulos.
—¿Quién? ¿Estufapómulos?
—No George…
—Ya te he oído, ya te he oído —refunfuño con desdén—. Sólo si viene con alguien mínimamente famoso.
—Pero Victor…
—Sólo si antes de las nueve de hoy se reconcilia con Jennifer Jason Leigh, con Lisa Kudrow, con Ashley Judd o con alguien todavía más famoso —puntualizo, comprobando el reloj.
—¿Y si…?
—Jotadé, a Damien le dará un ataque si lo ve entrar solo.
—A propósito, Damien no para de decirme que quiere un toque de política, un toque de distinción…
—Damien también quería contratar un ballet de la MTV y lo convencí de que no lo hiciera —grito—. ¿Cuánto creéis que tardaría en convencerle de que echara a patadas a ese griego?
Jotadé mira a Beau.
—¿Seguimos en lo auténtico o ya hemos entrado en el terreno de lo inútil? Me he despistado.
Doy una palmada.
—Venga, repasemos las últimas confirmaciones.
—Lisa Loeb.
—Bueno, bueno, esto va a ser un éxito. ¿Qué más?
—James Iha, guitarra de los Smashing Pumpkins.
—Habría preferido a Billy Corgan, pero en fin.
—George Clooney.
—Nuestro alocado y dicharachero amigo. ¿Quién más?
—Jennifer Aniston y David Schwimmer.
—Bla, bla, bla…
—Vale. Nos faltan la be, la de y la ese.
—Adelante.
—Stanford Blatch.
—Santo Dios…
—No seas crío, Victor —dice Jotadé—. Es el dueño de medio Savoy.
—Pues invita al dueño del otro medio.
—Los hermanos Weinstein lo tienen en un pedestal.
—Ese tío es tan guarro que sería capaz de trabajar en una tienda de animales con tal de poder comer cagarrutas de conejo gratis.
—¿Andre Balazs?
—Con Katie Ford, sí.
—¿Drew Barrymore?
—Sí. Y que venga a cenar, también.
—¿Gabriel Byrne?
—Sin Ellen Barkin, sí.
—¿David Bosom?
—Bueno, pero sólo a la fiesta.
—¿Scott Benoit?
—Fiesta y basta.
—¿Leilani Bishop?
—Fiesta.
—Eric Bogosian.
—Tiene programa: no podrá llegar a la cena, pero que venga a la fiesta.
—Brandy.
—Santo Dios, pero si sólo tiene dieciséis años.
—Moesha tiene mucha audiencia y el disco ya es platino.
—En ese caso, que venga.
—Sandra Bernhard.
—Fiesta.
—Billy, Stephen y/o Alec Baldwin.
—Cena, fiesta, cena.
—Boris Becker.
—Ajá. Esto empieza a parecer una inauguración de uno de esos Planet Hollywood donde a nadie se le ocurriría ir a comer. —Y tras un suspiro—: ¿Veo visiones o en este fax pone Lisa Bonet?
—Dice que no vendrá si viene Lenny Kravitz.
—¿Viene Lenny Kravitz?
—Sí.
—Pues táchala.
—Tim Burton.
—Estoy en la cresta de la ola.
—Halle Berry.
—Siguiente.
—Hamish Bowles.
—Ajá.
—Toni Braxton.
—Sí.
—¿Ethan Brown?
—Y yo qué sé… —me quejo—. Sólo fiesta.
—Matthew Broderick.
—Si le acompaña Sarah Jessica Parker, que venga también a cenar.
—Sí. Antonio Banderas.
—¿Sabéis qué le dijo Antonio a Melanie Griffith cuando se conocieron?
—«La tengo más grande que Don».
—«Vaya, conque tú eres Melanie. Yo soy Antonio, ¿qué tal?».
—A ver si para de decir a los entrevistadores que no es tonto.
—Ross Bleckner.
—Siguiente.
—Michael Bergin.
—Siguiente. ¿Sí, no?
—David Barton.
—Ojalá venga con Suzanne vestida con algo de Raymond Dragon —chillo—. Fiesta.
—Matthew Barney.
—Sí.
—Candace Bushnell.
—Sí.
—Scott Bakula.
—Sí.
—Rebecca Brochman.
—¿Quién es ésa?
—La heredera de Kahlúa.
—Vale.
—Tyra Banks.
—Es lo único que puedo hacer para controlarme hasta que se me pase.
—Yasmine Bleeth.
—Me estremezco de placer.
—Christian Bale.
—Ajá.
—Gil Bellows.
—¿Quién?
—Es famoso en ciertos… círculos.
—Más bien minúsculos.
—Ya. Dejémoslo en «culos». Adelante.
—Kevin Bacon.
—Perfecto. Pero ¿y Sandra Bullock? —pregunto.
—Su publicista dice que… —Beau se interrumpe.
—Di, ¿qué pasa?
—Que aún no lo sabe —acaba Jotadé por él.
—Mierda…
—No sé por qué pones esa cara —dice Beau—. Para esta gente cuenta más la invitación que la fiesta. A ver si te enteras.
—No —le espeto con un dedo acusador—. A ver si se enteran ellos de cómo tiene que comportarse un famoso.
—Victor…
—De todas formas, Alison Poole me dijo que Sandra Bullock vendría, que sí viene…
—¿Y cuándo has hablado tú con Alison? —reacciona Jotadé—. Aunque no sé para qué pregunto…
—Mientras no preguntes por qué… —dice Beau.
—Qué horror —comenta Jotadé con un gesto de resignación—. Ponerle los cuernos a Chloe Byrnes debe de ser el colmo del éxito.
—Cuidado con esa lengua.
—No le has podido perdonar que Camille Paglia le dedicara treinta páginas sin mencionarte a ti ni una sola vez, ¿verdad?
—No me lo recuerdes —murmuro con un escalofrío—. Menuda bruja. Venga, la de.
—Beatrice Dalle.
—Está en Prusia, rodando una película de Ridley Scott con Jean-Marc Barr.
—Barry Diller.
—Sí.
—Matt Dillon.
—Sí.
—Cliff Dorfman.
—¿Quién?
—Un amigo de Leonardo.
—¿DiCaprio?
—Que vendrá vestido de Richard Tyler, con mocasines de terciopelo rojo y acompañado de Cliff Dorfman.
—Robert Downey Jr.
—Sólo si imita a Chaplin. Oh, Dios mío, por favor, que haga de Chaplin.
—William Dafoe.
—Fiesta.
—Michael Douglas.
—No, él no puede. Pero Diandra sí.
—He seguido con sumo interés las vicisitudes de su vida en pareja. Siguiente.
—Zelma Davis.
—Me va a dar algo de un momento a otro.
—Johnny Depp.
—Con Kate Moss. Cena.
—Stephen Dorff.
—Stephen… —digo dubitativo—. Dorff. ¿Cómo puede triunfar alguien así?
—Suerte, ADN… Quién sabe.
—Sigue.
—Pilar y Nesya Demann.
—Faltaría más.
—Laura Dern.
—¡Uf!
—Griffin Dune.
—El alma de todas las fiestas.
—Meghan Douglas.
—Id a buscar la manguera.
—Patrick Demarchelier.
—Sí.
—Jim Deutsch.
—¿Quién?
—También conocido como Skipper Johnson.
—Vale.
—Shannen Doherty viene con Rob Weiss.
—Una pareja especial. —Asiento con la vehemencia de un bebé.
—Cameron Diaz.
—¿Y Michael DeLuca?
—También.
—Perfecto. A ver la ese.
—Alicia Silvertone ha dicho que sí.
—De puta madre.
—Sharon Stone ha dicho que a lo mejor y parece que al final será que sí.
—Adelante, adelante…
—Greta Scacchi, Elizabeth Saltzman, Susan Sarandon…
—¿Con Tim Robbins?
—Espera a ver… ¿Dónde estás? Sí.
—Más deprisa.
—Ethan Steifei, Brooke Shields, John Stamos, Stephanie Seymour, Jenny Shimuzu…
—Vale.
—David Salle, Nick Scotti…
—Más, más, más.
—Sage Stallone.
—Sólo nos falta invitar al conejito de Duracell, joder ¿Qué más?
—Markus Schenkenberg, Jon Stuart, Adam Sandler…
—Pero David Spade no.
—Wesley Snipes y Lisa Stansfield.
—Genial.
—Antonio Sabato Jr., Ione Skye…
—Que se trae con ella al fantasma de River Phoenix —añade Beau—. Va en serio. Ha dicho que pongamos su nombre en la lista.
—La hostia. Esto tienen que saberlo en el News. Ya les estáis enviando un fax.
—Michael Stipe.
—Si promete no ir por ahí enseñando la cicatriz de la hernia. Si no, no.
—Oliver Stone, Don Simpson, Tabitha Soren…
—Bueno, bueno, esto se anima.
—G. E. Smith, Anna Sui, Tanya Sarna, Andrew Shue…
—¿… y Elizabeth Shue?
—Y Elizabeth Shue.
—Pues ya está. Oye, ¿qué música ponemos con los cócteles? —pregunta Beau cuando ve que me encamino a la puerta.
—Empezad con algo suave. Una banda sonora de Ennio Morricone, Stereolab, algo ambient… ¿Ves por dónde voy? Burt Bacharach. Y luego algo un poco más fuerte. Que no moleste pero que no parezca hilo musical.
—¿Muzak futurista de piso de soltero?
—¿Música de fondo? —Bajo a toda prisa hacia el tercer piso.
—Tiki-tiki polinesio, crime jazz… —Jotadé sigue mis pasos.
—Un mix ultralounge.
—¡Acuérdate de que has quedado con DJ X en el Fashion Café! —grita Beau—. ¡A las tres!
—¿Se sabe algo de Mica? —contesto gritando desde el segundo piso, donde hace un frío que pela y un par de moscas pasan tan tranquilas por delante de mis narices.
—No. ¡A las tres en el Fashion Café! —grita Beau—. ¿Vale?
—¿Cómo es que aún no se sabe nada de Mica? —grito sin dejar de bajar escalones.
—¡Victor! —me llama Jotadé a pleno pulmón—. ¿Sabes en qué se diferencia un ornitólogo de un ornitorrinco?
—En que uno es como un castor, ¿no?
—¿Cuál?
—Y a mí qué me cuentas —protesto—. ¿Dónde está mi publicista?
Mi padre ha enviado un coche para «garantizar mi presencia» en el almuerzo, y eso explica que en estos momentos me encuentre en el asiento trasero de un Lincoln Town Car de camino al Nobu intentando localizar a Buddy en la redacción del News gracias a un móvil, rodeado de otros muchos coches que a esta hora tratan, no siempre con éxito, de atravesar Broadway. En cada marquesina de autobús hay un póster de Chloe anunciando cierto maquillaje fotodifusor de Estée Lauder. Los destellos que el sol arranca al capó de la limusina que llevamos delante me deslumbran incluso a través de los cristales ahumados, lo que me obliga a interponer unas gafas de sol Matsuda entre mis ojos y el punto rosa que amenaza con perforármelos. Dejamos atrás el nuevo Gap de Houston, veo un grupo de adultos jugando al tejo, la dulce voz de Alanis Morissette se escapa de no sé dónde, dos chicas saludan a cámara lenta desde la acera y yo correspondo con el símbolo de la paz, demasiado asustado para darme la vuelta y ver si Duke y Digby me siguen. Enciendo un cigarrillo y compruebo si el micrófono que llevo escondido debajo del cuello de la camisa está bien colocado.
—No fume —dice el chófer.
—¿Y si lo hago, qué? Tú limítate a conducir. Santo Dios…
El chófer suspira y se limita a conducir.
Por fin Buddy se pone al aparato, se diría que sin querer.
—¿Buddy? Soy Victor. ¿Qué te cuentas?
—Confírmame este rumor: ¿estás saliendo con Stephen Dorff?
—Lo que hay que oír —gruño—. Mira, te propongo una cosa.
—Dispara —acepta con un suspiro.
Reflexiono un momento.
—Espera. Antes dime que ya no estoy en tu lista de tíos a los que te quieres tirar.
—No, ahora ya tienes novio.
—¡Stephen Dorff no es nada mío, joder! —grito.
El chófer me mira por el retrovisor. Yo me inclino hacia adelante y golpeo el respaldo de su asiento.
—Oye, ¿en este trasto no hay ningún cristal de separación o algo así?
El chófer dice que no con un gesto de la cabeza.
—Victor —me apremia Buddy—, ¿qué pasa?
—Corre el rumor de que ha llegado a tus manos cierta foto… mía.
—Fotos tuyas las tengo a patadas.
—No, ya. Yo me refiero a una foto en particular.
—¿A cierta foto en particular? No caigo.
—Salgo yo en compañía de cierta señorita.
—¿Quién? ¿Gwyneth Paltrow? ¿Irina? ¿Kristin Herold? ¿Cheri Oteri?
—¡No! —grito—. Mierda Yo y Alison Poole.
—¿Tú y Alison Poole? ¿Haciendo… ejem… qué exactamente?
—Tomándonos un latte frío y ligando por Internet, capullo.
—Cuando dices Alison Poole, ¿te refieres a la misma Alison Poole que sale con Damien Nutchs Ross? ¿A esa Alison Poole?
—También se tira a media plantilla de los Knicks, no creas que soy una excepción.
—Chico malo. Siempre al límite. Mal, mal, mal.
—¿Qué te pasa? ¿Has estado escuchando los grandes éxitos de Bon Jovi últimamente, o qué? Oye…
—Supongo, mi querido bribón sin escrúpulos, que la foto en cuestión fue tomada con el permiso del señor Ross y de la señorita Byrnes…
—¡Serás cabrón! ¿Sin escrúpulos yo? —Me atraganto—. ¿Qué pasa? ¿Ya no te acuerdas de cuando vendiste las fotos de la autopsia de Robert Maxwell? ¿Ni de cuando te fuiste con la Polaroid a retratar los sesos de Kurt Cobain? ¿Ni de cuando hiciste un reportaje sobre las convulsiones de River Phoenix en Sunset? ¿Ni de…?
—También te di tu primera oportunidad de salir en los medios, gusano desagradecido.
—Bien dicho, sí, señor. Oye, que no lo decía con ánimo de crítica, ¿eh? lo decía para que te des cuenta de lo mucho que te admiro.
—Victor, gracias a mí y a otros como yo, tú sales en los papeles sin necesidad de dar golpe.
—Oye, no, que lo digo en serio. Las cosas claras: ése es mi lema.
—Dar jabón requiere cierta habilidad, querido. O, en su defecto, cierto encanto que tú estás muy lejos de poseer.
—Resumiendo, ¿qué quieres a cambio de la foto?
—Di tú. ¿Qué tienes? Y abrevia, que están a punto de llegar los de A Current Affair para hacerme una entrevista.
—Pues no sé, ¿qué quieres saber?
—Por ejemplo, si Chloe está saliendo con Baxter Priestly y si os habéis montado alguna clase de ménage à trois.
—Que no, coño. ¿Cómo hay que deciros las cosas? —refunfuño. Y, después del silencio nada tranquilizador de Buddy, añado—: Y no estoy saliendo con Stephen Dorff.
—¿Por qué a Chloe se la ha visto tanto en las pasarelas esta temporada?
—Fácil: porque es su último año de maniquí. Digamos que ha sido su manera de despedirse. —Suspiro aliviado.
—¿Por qué va Baxter Priestly a todos sus pases?
Me incorporo bruscamente.
—¡Se puede saber quién coño es ese mequetrefe! —grito. Luego trato de calmarme y de llevar la conversación hacia otros derroteros—. Oye, ¿ya sabes lo de Winona?
—No, dime tú.
—Pues que esta noche la esperamos en la inauguración.
—Caramba, eso promete… Huy, perdón, no era mi intención bostezar. ¿Con quién dices que ha venido? —pregunta, desganado.
—Con Dave Pirner, la heredera de Wrigley’s Doublemint y el bajista de Falafel Mafia.
—¿Que ahora están dónde haciendo qué?
—En el Four Seasons, discutiendo por qué Bocados de realidad no recaudó más el primer fin de semana.
—Huy, perdona, otro bostezo.
Miro por la ventanilla y cuento hasta tres antes de seguir hablando.
—Hurley Thompson —anuncio con la esperanza de que este tema tampoco le interese.
—Empieza a picarme la curiosidad.
—Mierda… —Silencio—. Bueno, pero que conste que yo no he dicho nada.
—Discreción garantizada. Anda, dile a tu amo qué es lo que sabes.
—Nada, que Hurley está en Nueva York.
Pausa.
—Noto cierto cosquilleo en las partes bajas —comenta. Oigo teclear en un ordenador—. ¿Dónde?
Pausa.
—En el Paramount.
—A este paso, vas a conseguir ponerme cachondo —dice Buddy—. ¿Y por qué no está en Phoenix rodando Sun City III con el resto del equipo?
Pausa.
—Pues porque él y Sherry Gibson…
—Sigue, sigue, que ya me voy animando…
—… lo han dejado.
—Ahora sí que se me ha puesto dura. Sigue.
—Por… problemillas de drogas. Problemillas de él, se entiende.
—Esto está que arde.
—Y porque… le pegó.
—Cuidado que mancho…
—Sherry ha tenido que dejar Los vigilantes de la noche…
—Me corro, me corro…
—… porque tiene la cara como un mapa.
—Me estoy corriendo.
—Y ahora está en las montañas Poconos buscando una clínica de desintoxicación.
—Ya está.
—Dicen que parece un… ah sí, un oso panda.
—Qué alivio. ¿No me oyes jadear?
—Eres un cabronazo —digo en voz baja.
—Esto es un bombazo.
—De repente tengo la sensación de haberme convertido en tu mejor amigo…
—¿Dónde está el hermano de Hurley? Este… Curley.
—Se ahorcó.
—¿Quién fue al entierro?
—Julia Roberts, Erica Kane, Melissa Etheridge, Lauren Holly y… Salma Hayek.
—¿La misma que había salido con su padre?
—Sí.
—O sea que fue visto y no visto…
—O sea que de la foto nada. ¿De acuerdo?
—No sé a qué foto te refieres.
—Perfecto. Por curiosidad, ¿qué tal era?
—¿Por curiosidad? No quieras saberlo.
—Alison acaba de perder un papel en la versión cinematográfica de The Real Thing —añado—. Lo digo por si te interesa.
—Pues no. Vaya, acaban de llegar los de A Current Affair. Gracias por la información, querido.
—No, no, gracias a ti. Y, por lo que más quieras, recuerda que no te lo he dicho yo. —En éstas caigo en la cuenta—. ¡No lo digas! —grito—. No lo di…
—Confía en mí. —Y cuelga.
Nobu, antes de las doce. Ingiero medio Xanax mientras sorteo lo que no puede ser sino la limusina de papá y entro en el restaurante: varios ejecutivos de la MTV; un equipo de The CBS Morning News entrevistan al nuevo maitre; Helena Christensen, Milla Jovovich y el diseñador de zapatos francés Christian Louboutin comparten una mesa; y Tracee Ross, Samantha Kluge, Robbie Kravitz y Cosima von Bulow están sentados en otra. Papá es el tipo delgado, con aires de triunfador y traje Ralph Lauren azul marino que ocupa el segundo reservado. En el primero esperan dos de sus ayudantes. Junto al bloc amarillo en el que está tomando notas, una carpeta más que sospechosa y un bol de sunomono. Debería aparentar mediana edad, pero gracias al lifting que se hizo hace ya un tiempo y a las dosis de Prozac que, según datos confidenciales facilitados por mi hermana, toma regularmente desde el mes de abril, sigue dando el pego. Métodos de relajación: caza mayor, un astrólogo para no tener que preocuparse por las vibraciones planetarias y squash. Su dietista le recomienda comer pescado crudo y arroz integral y abstenerse de probar el tempura, aunque transige con el hiyiki. Yo he venido básicamente a tomarme un sashimi de toro, a reírme de todo un poco y a sacar partido de mis dotes de seducción. Papá me recibe con su deslumbrante y enfundada sonrisa.
—Perdona el retraso, me he perdido.
—Estás más delgado.
—Es que las drogas te dejan hecho polvo —bromeo mientras me siento.
—No le veo la gracia —me replica él con voz cansina.
—Oye, que yo no me drogo. Estoy en plena forma.
—En serio, ¿cómo estás?
—Como nunca. De verdad. Estoy imparable. La cosa empieza a moverse y lo tengo todo controlado. Ríete, ríete, pero yo estoy en constante evolución.
—¿Ah, sí?
—Acabo de adentrarme en un territorio desconocido.
—¿Y cuál es?
—El futuro.
Papá me mira con cierta tristeza. Luego se da por vencido, echa un vistazo a su alrededor y me dedica una sonrisa forzada.
—Veo que has progresado mucho a la hora de expresar tus ambiciones.
—Ya lo creo. Ahora soy un tipo directo y expeditivo.
—Me alegro —dice, y, con un gesto, indica a Evett, el camarero, que traiga más té frío—. ¿Vienes de alguna parte?
—De una sesión de fotos.
—Espero que ya no te dediques a posar desnudo delante de ese tal Webster. Por Dios, qué bochorno.
—Semidesnudo. Y el fotógrafo en cuestión se llama Weber. Bruce Weber. Papá, no lo hice para molestarte.
—Dejarse fotografiar con el culo al aire como un…
—Oye, que era un anuncio de Obsession, no una película pornográfica.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Mucho. La columna me tapaba los genitales.
Papá ya ha empezado a hojear el menú.
—Ah sí, antes de que se me olvide, gracias por el cedé de Patti Lupone que me enviaste por mi cumpleaños. Eres muy amable.
Yo también me pongo a leer el menú.
—De nada.
Papá lanza miradas incómodas a la mesa de la MTV, donde los ejecutivos deben de estar riéndose a costa suya. Me dan ganas de saludar con la mano, pero me contengo.
—¿Por qué nos miran tanto? —me pregunta.
—Pues seguramente porque se te nota en la cara que no estás en tu ambiente. Rápido, que alguien me traiga una botella de agua. O una cerveza.
Evett sirve el té frío y nos toma nota en silencio antes de perderse en las profundidades del restaurante.
—Guapa, ¿verdad? —comenta con admiración.
—Papá…
—¿Qué?
No me atrevo ni a mirarlo.
—Que es un tío. Bueno, es igual, déjalo.
—Pero qué dices.
—Lo que oyes. Está de moda el look… andrógino.
—Se te ha olvidado quitarte las gafas de sol.
—No se me ha olvidado. —Me quito las gafas y parpadeo un par de veces—. Bueno… What’s the story, morning glory?[23]
—Te he estado siguiendo la pista —dice, y acaricia amenazadoramente la carpeta—. Cada vez que pienso en ti, mi único hijo varón, me viene a la memoria aquella conversación que mantuvimos el verano pasado sobre un posible regreso a la universidad.
—Papá, tío, no me jodas —mascullo—. Fui a Camden. Y aun así aprobé por los pelos. Ni siquiera me acuerdo de las asignaturas del último curso.
—Si no recuerdo mal, Experimentación Orquestal era la estrella —replica secamente.
—¿Y qué me dices de Análisis del Diseño?
Mi padre aprieta los dientes. Sé que en este momento daría cualquier cosa por un trago.
—Victor —insiste mientras recorre el local con la mirada—, conozco gente en Georgetown, en Columbia, en la Universidad de Nueva York. Por el amor de Dios, no es tan difícil como crees…
—Sabes de sobra qué opino de los enchufados.
—Me preocupa tu futuro profesional. No…
—Papá —lo interrumpo—, ¿sabes qué me daba más miedo cuando estaba interno en Horace Mann? Pensar que podía llegar el día en que mi tutor me preguntara qué planes tenía con respecto a mi futuro profesional.
—¿Por qué? ¿Porque no tenías ninguno?
—No. Porque sabía que, si le decía la verdad, se iba a reír en mis narices.
—Yo sólo me acuerdo del día que te mandaron a casa por no haberte querido quitar las gafas de sol en la clase de matemáticas.
—Estoy a punto de inaugurar un local nocturno. Hago de modelo. —Enderezo la espalda para dar mayor énfasis a la noticia—. Y dentro de nada sabré si me han dado un papel en la secuela de Línea mortal.
—¿Eso es el título de una película? —pregunta con escepticismo.
—No, es el nombre de un bocadillo. ¿A ti qué te parece? —replico asombrado.
—Por el amor de Dios, Victor. —Suspira—. Tienes veintisiete años y sólo has trabajado de modelo.
—¿Sólo? —repito sin salir de mi asombro—. ¿Sólo? Me parece que no te has expresado con propiedad.
—Y a mí me parece que ya va siendo hora de que trabajes en algo que…
—Sí, claro. Por eso me has educado en un círculo en el que todo el mundo se ganaba el dinero trabajando. No jodamos.
—Ahora no me vengas con que «posar» es tu manera de expresarte como persona y como artista…
—Papá, un top model puede ganar hasta once mil dólares al día…
—¿Estás tú en esa categoría?
—No, yo no soy un top. Ni lo pretendo.
—He pasado muchas noches en blanco pensando en qué demonios es lo que pretendes.
—I’m a loser, baby. —Suspiro mientras me arrellano de nuevo en el asiento—. So why don’t you kill me?[24]
—Tú no eres ningún fracasado, Victor —dice papá con otro suspiro—. Sólo tienes que encontrarte a ti mismo. —Más suspiros—. Encontrar un… un nuevo yo, o algo así.
—¿Un nuevo yo? —protesto—. Desde luego, no se puede negar que sabes lograr que me sienta inútil.
—¿Es que abrir ese local te hace sentir de alguna otra manera?
—Papá, ya sé que…
—Victor, hijo, yo sólo quiero que…
—Quiero hacer algo que merezca la pena —recalco—. Quiero sentirme… imprescindible.
—Exacto —asiente papá con un estremecimiento—. Eso es exactamente lo que yo deseo.
—Lo de hacer de modelo es… Como modelo no soy irremplazable. —Suspiro—. Tíos con labios carnosos y rasgos fotogénicos los hay a patadas. En cambio, lo de abrir un local es… —Mi voz se va apagando.
Tras un silencio de duración considerable, mi padre retoma la iniciativa.
—La semana pasada publicaron una foto tuya en la revista People.
—No tenía ni idea. ¿En qué número? ¿Quién salía en la portada?
—No lo sé —contesta mientras me fulmina con la mirada—. Me la enseñó uno de mis colaboradores.
—¡Mierda! —Aporreo la mesa—. Cuando yo digo que necesito un publicista…
—La foto en cuestión parece hecha en un hotel digamos de lujo de cierta playa…
—¿En un hotel? ¿Dónde?
—En un hotel, sí. En Miami.
—¿Una foto mía en un hotel de Miami?
—Eso es. En un hotel de Miami. Vestido, por describirlo de alguna manera, con un bañador blanco de lino completamente empapado…
—¿Y qué? ¿Me han sacado guapo?
—Como accesorios, unas gafas de sol, lo que parece y espero fervientemente que sea un cigarrillo, y una chica Penthouse acaramelada y lustrosa a cada lado.
—Eso tendrás que probarlo.
—¿Cuándo has estado tú en Miami?
—No voy por ahí desde hace meses —respondo—. Parece mentira, papá. Confundir a tu propio hijo, carne de tu carne…
—Victor —me interrumpe sin perder la calma—, tu nombre sale en el pie de foto.
—No soy yo.
—¿Ah, no? Pues si no eres tú, ya me dirás quién es —dice en tono travieso.
—Habrá que echar un vistazo a esa foto.
—¿Y qué pasa con tu apellido? —pregunta—. ¿Sigues usando Ward?
—Si no recuerdo mal, la idea de cambiarlo fue tuya.
—Sí, en su momento me pareció lo mejor —admite en voz baja mientras abre con cuidado una carpeta llena de fotos mías y de recortes de prensa, algunos originales y otros recibidos por fax—. Esto salió en el… —da la vuelta a un fax casi ilegible— en la sección «Estilos» del New York Times. En un breve artículo que te dedicaron y en el que aparece destacada la siguiente frase: «El útero del amor es una cueva submarina en la que todos somos peces ciegos». ¿Es ésta tu opinión? ¿Podrías explicarme qué significa la palabra «útero» en este contexto? ¿Hay peces ciegos en las cuevas submarinas?
—Alto, alto, vayamos por pasos. Papá, hombre, no hagas caso —suspiro—. Los periodistas nunca escriben lo que digo.
—¿Y qué dijiste, en este caso?
—¿Por qué tienes que tomártelo todo tan al pie de la letra?
—Siguiente. Un anuncio de CK One. Aquí tenemos a dos jóvenes… (yo diría que de sexo masculino, pero vete tú a saber) que se están besando mientras tú los contemplas con las manos en la entrepierna. Y digo yo: ¿qué haces tú con las manos en la entrepierna? ¿Qué intentas decimos con ese gesto? ¿Que CK One es un producto de calidad?
—El sexo vende, hombre.
—Ya.
—Y desde más arriba se llega más lejos.
—Y aquí tengo una entrevista publicada en la revista YouthQuake. Por cierto, felicidades por la portada. La sombra de ojos marrón te favorece mucho.
—Terracota, más bien —suspiro—, pero en fin…
—Te preguntan con quién te gustaría compartir un almuerzo, y tú dices que con los Foo Fighters, con el astrólogo Patrie Walker (que, para tu información, está muerto) y, a no ser que se trate de una errata, cosa que dudo, con Unabomber.
Le miro a los ojos.
—¿Y qué?
—¿Te gustaría compartir un almuerzo con Unabomber? —insiste—. ¿Crees que merecía la pena publicarlo? ¿Te parece que el resto del mundo necesita saberlo?
—¿Qué pasa? ¿No puedo tener fans?
—Otra de las frases que se te atribuyen, aunque podría tratarse de otra invención periodística, dice así: «Washington es la ciudad más tonta del mundo Está llena de imbéciles».
—Papá, hombre…
—Sólo quería que supieras que la he leído.
—Lo que hay que oír.
—También dice aquí que eres miembro de un grupo llamado Ritmo Chocho, antes llamado… —traga saliva— Puta de cocina.
—Hemos cambiado de nombre. Ahora somos los Impostores.
—Victor, por el amor de Dios. Toda esta gentuza con…
—Papá, a mi me sentó tan mal como a ti que Charlie y Monique le hicieran un tatuaje a su bebé. ¿Qué te pasa? Me tratas como si fuera un delincuente…
—Y para mayor inri, tu hermana me comenta que las fotos que no llegaron a salir en aquel libro de Madonna circulan por Internet.
—Lo tengo todo controlado, papá.
—¿Cómo te atreves a decir eso? —pregunta—. Victor, todo esto me parece de muy mal gusto. De un gusto pésimo.
—El mundo tiene mal gusto, papá.
—Pero a ti nadie te obliga a aspirar al primer premio…
—O sea, que no estoy a tu altura ¿Es eso?
—No —dice—. No exactamente.
—Supongo que es un mal momento para pedirte dinero.
—Victor, no empieces. Estoy harto de hablar de ese tema.
Pausa.
—Supongo que es un mal momento para pedirte dinero.
—Creo que con el dinero de tu asignación tienes más que suficiente para…
—Nueva York es una ciudad muy cara.
—Pues múdate.
—Papá, no seas ingenuo…
—Suelta lo que tengas que decir de una vez.
—Papá. —Respiro hondo—. Estoy sin blanca. Es la pura verdad.
—Dentro de un par de días recibirás el cheque del mes que viene.
—Ya me lo he gastado.
—¿Cómo puedes habértelo gastado, si aún no lo tienes?
—Te juro que yo tampoco lo entiendo.
—Seguirás recibiendo la misma cantidad que hasta ahora —insiste—. Nada más y nada menos. ¿Entendido?
—Bueno, pues tendré que ampliar el crédito de la Visa.
—Una idea genial.
Amanda de Cadenet se acerca a nuestra mesa y, tras besarme en la boca, se despide hasta la noche y se va sin darme tiempo a hacer las presentaciones.
—¿Qué tal está Chloe? —pregunta papá.
El almuerzo ha sido breve, por suerte: sólo son las 13.10 y ya le he dicho al chófer que me deje en la esquina de Broadway con la Cuarta para poder pasarme por Tower Records antes del ensayo y comprar varios cedés que necesito como el aire que respiro. En el vestíbulo, los miembros del grupo Sheep —ultimísimo estandarte del rock alternativo y clip del mes en la MTV con su tema «Diet Coke at The Gap»— parpadean frente a varias videocámaras mientras Michael Revine —el Annie Leibovitz del rock alternativo— saca fotos con imágenes de Aeon Flux de fondo en todos los monitores. Busco el último número de YouthQuake en la sección de revistas y compruebo si han publicado alguna carta a propósito de mis fotos. En la cesta: Trey Lewd, Rancid, Cece Pensinton, Yo la Tengo, Alex Chilton, Machines of Loving Grace, Jellyfish, the 6th’s, Teenage Fanclub y mi book (por si acaso). En éstas veo a una chica oriental, muy mona ella, vestida con vaqueros blancos, cadena plateada a modo de cinturón, jersey amplio con escote en pico y sandalias planas de color negro, absorta en la contemplación de la contraportada de un cedé de la ELO. Me acerco, dejo caer el book «sin querer» y un montón de fotos mías en traje de baño se esparcen a sus pies. Para darle tiempo a que se fije en ellas, cuento hasta tres antes de agacharme a recogerlas con fingido rubor, pero la chica se limita a mirarme con cara de «¿pero tú de qué vas?» y se aleja sin más. Quien sí se ha fijado en las fotos, sobre todo en una en la que aparezco en tanga y que casi tengo que arrancarle de las manos, es un chico gay, monísimo él, al que rechazo con un: «Ya está, ya está, gracias». Y justo entonces descubro a la chica más guapa de toda la tienda.
Está escuchando uno de los álbumes en audición, pulsando botones sin parar y siguiendo el ritmo de la música con los auriculares puestos. Lleva unos pantalones pirata muy ajustados de color amarillo, botas negras altas y un sobretodo abierto de color beige y violeta de Todd Oldham. Desde más cerca distingo en su cesta cedés de Blur, Suede, Oasis y Sleeper. Cuando se quita los auriculares, estoy justó a su espalda.
—Menudo álbum —comento a propósito del cedé de Oasis—. Sobre todo la tres, la cuatro, la cinco y la diez.
La chica, sorprendida, se da la vuelta y, al verme, reacciona de una forma que sólo puede calificarse de extraña. Con una expresión entre preocupada, divertida e indescifrable (una tercera parte de cada), frunce el ceño y me pregunta:
—¿No te acuerdas de mí?
Por suerte, estoy acostumbrado a ese tono burlón y puedo contestar con el aplomo necesario:
—Sí. ¿De Los Ángeles, verdad? O de Miami…
—No —dice con ademán brusco.
Un momento de inspiración.
—¿Ibas a Camden?
—Caliente, caliente —se limita a responder.
—Espera, un momento. ¿Eres modelo?
—No —suspira—. No soy modelo.
—Pero con lo de Camden iba bien, ¿no? —pregunto esperanzado.
—Sí. —Otro suspiro.
—Espera, espera. Lo tengo en la punta de la lengua.
—Me alegro —dice, y se cruza de brazos.
—O sea que ibas a Camden —insisto—. El de New Hampshire, ¿no?
—¿Conoces algún otro? —replica con impaciencia.
—Vale, vale, tranqui.
—Bueno —dice mientras acaricia el cedé de los Oasis—, gracias por la reseña… Victor.
—¿Sabes cómo me llamo?
La chica se echa el bolso redondo de ante rojo al hombro y descubre el par de ojos azules que ocultaba tras unas gafas de sol Matsuda.
—Victor Johnson —asiente—. Bueno, a no ser que hayas cambiado de nombre.
—Pues sí —confieso avergonzado—, la verdad es que sí. Ahora me llamo Victor Ward. Pero en el fondo sigo siendo el mismo.
—Caramba, qué bien —se burla—. Así que te has casado, ¿eh? ¿Y quién ha sido el afortunado?
—Ese cretino de ahí, el que lleva un strudel de fresa en la cabeza. —Le indico al gay de antes, quien, por cierto, se ha quedado una de mis fotos en bañador. El tipo sonríe y hace mutis por el foro—. Es que es un poco tímido, ¿sabes?
Poco a poco me hago a la idea de que la chica y yo, efectivamente, nos conocemos.
—Soy un desastre para los nombres —me disculpo—. Perdona.
—Adelante —me anima—, sé valiente. Adivina. —Juraría que me oculta algo.
—Vale, voy a usar mis poderes paranormales. —Me llevo las manos a las sienes y cierro los ojos—. Karen… Nancy… Jojo… ¿Tienes algún hermano que se llame Joe? Veo jotas, muchas jotas Veo una gata… una gatita que se llama Cootie. —Abro los ojos.
—Lauren. —La chica me mira sin mayor interés.
—Lauren. Vaya.
—Pues sí —me espeta—. Lauren Hynde. ¿Te suena el nombre?
Esto empieza a ser preocupante. Cuento hasta tres antes de contestar.
—Lauren Hynde…
—¿Te acuerdas de mí? —insiste.
—Pues… —Perplejo, confieso—: Bueno, será verdad lo que dicen del Klonopin y la pérdida de memoria a corto plazo.
—Para que te sitúes: soy amiga de Chloe.
—Ah sí, sí —digo con la esperanza de superar el bache—. Precisamente el otro día estuvimos hablando de ti.
—Mmm… —Lauren acaricia el borde del expositor de los cedés mientras se va alejando por uno de los pasillos.
—Fue una conversación muy… agradable —añado mientras la sigo.
—¿De qué hablasteis?
—Pues de… cosas positivas.
Dejo que se adelante un poco y me quito las gafas para evaluar el cuerpo que deja al descubierto el sobretodo desabotonado: delgada, con buenos pechos, piernas largas y torneadas, cabello rubio corto, y, por lo demás —ojos, dientes, labios, etcétera—, ningún defecto a la vista. La alcanzo y me dispongo a acompañarla mientras balanceo la cesta de cedés con fingida naturalidad.
—¿Y aún te acuerdas de mí? —pregunto—. ¿Al cabo de tantos años?
—Pues sí, ya ves —responde con cierto desdén—. Aún me acuerdo.
—¿Y en aquella época ya me tratabas así? ¿O soy yo el que ha cambiado?
Lauren se detiene y se vuelve hacia mí.
—No sabes quién soy, ¿verdad?
—Pues claro que lo sé. Eres Lauren Hynde. —Pausa—. Pero ten en cuenta que yo faltaba mucho a clase. Y además, el Klonopin es fatal para la memoria a largo plazo.
—¿No era la otra?
—¿Lo ves? Lo acabo de decir y ya ni me acuerdo.
—Déjalo, anda.
Cuando ya está a punto de irse, le pregunto:
—¿He cambiado mucho?
Me examina a conciencia.
—No, no mucho. —Se concentra en mi cabeza, en mis facciones—. Aunque no creo que por entonces llevaras estas patillas.
Una ocasión así no se puede tirar por la borda:
—Las patillas son tus mejores amigas. Quiérelas. Mímalas —susurro mientras le ofrezco mi perfil.
Lauren me mira como si me faltara un tornillo.
—¿Qué pasa? ¿Qué he dicho? —pregunto—. Hay que mimar las patillas. En serio.
—¿Mimarlas?
—Son la nueva religión.
—¿Conoces a gente que rinde culto al pelo? —pregunta con horror—. ¿Vas con gente que quiere aparentar veinte años toda la vida?
Espanto una mosca con la mano. Se impone un cambio de estrategia.
—Bueno, ¿y tú qué te cuentas? Oye, estás estupenda ¿Por dónde andabas?, dime ¿Qué es de tu vida? —No debo de haber acertado con el tono, porque el conflicto no se hace esperar.
—La semana pasada coincidí con Chloe donde Patricia Field —comenta.
—¿En casa de Patricia Field? —pregunto impresionado.
—En su tienda, bobo. —Hay un brillo extraño en su mirada.
—Ah. Vale, vale.
Se produce un largo silencio durante el que varias chicas pasan a nuestro lado. Un par de ellas me saludan, pero yo me hago el despistado. Lauren las mira con aire escéptico y enfurruñado, lo que interpreto como una buena señal.
—¿De qué estábamos hablando? Ya no me acuerdo.
Suena mi busca. Miro la pantalla: es Alison.
—¿Quién es? —pregunta Lauren.
—Vete a saber. Alguien interesado en fundar un sindicato de modelos, seguramente —respondo con un gesto de indiferencia—. Es que soy modelo, ¿sabes? —añado tras una pausa.
—Un sindicato de modelos. ¡Será posible! —Lauren echa a andar. Siento más deseos que nunca de seguirla.
—Lo dices como si fuera imposible.
—Para formar un sindicato hace falta gente concienciada.
—Los sarcasmos a la hora del recreo, si no te importa.
—Esto es absurdo —dice—. Me voy.
—¿Por qué?
—He quedado para almorzar —anuncia mientras se peina el cabello con una mano temblorosa.
—¿Con quién?
—¿Por qué lo preguntas?
—¿Con un tío?
—Victor…
—Dímelo, anda.
—Ya que tanto te interesa… Con Baxter Priestly.
—Pues qué bien —refunfuño—. ¿Se puede saber quién es ese mamón? No, en serio, lo que hay que aguantar.
—Chloe y yo somos amigas. Y no es ninguna novedad —dice sin quitarme los ojos de encima—. Supongo, vaya.
—¿Qué te hace pensar eso? —pregunto con una sonrisa.
—Que tú eres su novio —responde con voz burlona.
—¿Y eso te parece una excusa?
—No. Eso me parece una razón. Eres tú quien lo conviertes en una excusa.
—Huy, me he perdido. Me estás mareando con tanto razonamiento.
—Pues procura no caerte.
—¿Te apetece un capuchino?
—¿Cómo es posible que no conozcas a los amigos de tu novia? ¿Es que no hablas con ella? —Lauren parece cada vez más indignada—. ¿Se puede saber qué te pasa? No sé ni por qué te lo pregunto. Como si no lo supiera. En fin, me voy.
—Espera, espera. Tengo que pasar por caja —digo mientras le indico los cedés de la cesta—. Acompáñame y salimos juntos. Tengo ensayo con el grupo, pero no vendrá de más un latte.
Lauren duda un momento antes de acompañarme hacia la salida. Cuando me llega el turno, la máquina rechaza mi American Express.
—Lo que hay que aguantar —refunfuño. Lauren, en cambio, sonríe y añade mis cedés a su compra sin molestarse siquiera en fingir que es un préstamo. Su sonrisa me produce una intensa sensación de déjà vu.
En la tienda hace tanto frío que todo —el aire, la música que nos envuelve, los expositores llenos de cedés— parece blanco, cubierto por una capa de nieve. La gente pasa de largo camino de la caja siguiente, y los fluorescentes colocados a varios metros del suelo, que dan a todo el mundo un aspecto gris y mortecino, no afectan del mismo modo a Lauren, cuyo cutis parece marfil bronceado. Su presencia —el simple gesto de firmar el comprobante— me conmueve de modo ineludible, y la melodía que planea sobre nosotros, «Wonderwall», tiene un poder alucinógeno que me hace sentir ajeno a mi propia vida. Hacía mucho que no sufría un ataque de lujuria como el que trato de satisfacer ahora en Tower Records, y me resulta imposible descartar la idea de que Lauren Hynde va a formar parte de mi futuro. Una vez en la calle, apoyo la mano sobre el final de su espalda para conducirla entre el gentío hasta el borde de la calzada de Broadway. Ella se vuelve y me observa fijamente. Yo la dejo hacer.
—Victor —dice al notar lo que me está pasando—, mira, no quiero que te hagas ilusiones. Ya estoy con alguien.
—¿Con quién?
—Eso no importa. Lo importante es que no soy libre.
—¿Por qué no quieres decírmelo? —pregunto—. Si es Baxter Priestly, el premio es de mil dólares.
—Me sorprendería mucho que los tuvieras.
—No te imaginas la cantidad de calderilla que guardo en casa.
—Me alegro de que nos hayamos encontrado. Ha sido… —se detiene— interesante.
—Anda, vamos a tomarnos un café au lait a Dean & Deluca. Es el último grito.
—¿Y el ensayo?
—Puede esperar.
—Yo no.
Lauren da media vuelta, pero se detiene al notar el contacto de mi mano en el brazo.
—Espera, ¿vendrás al desfile de Todd Oldham? Es a las seis. Yo voy a pasar varios modelos.
—No insistas más, por favor —me ataja, y sigue andando.
Tengo que esquivar gente a derecha e izquierda para no perderla de vista.
—¿Por qué? ¿Qué pasa? —pregunto.
—No me gusta ese ambiente.
—¿Qué ambiente?
—Toda esa gente a la que sólo le interesa saber quién se está tirando a quién, quién tiene la polla más larga, quién tiene las tetas más grandes y quién es más famoso.
Su respuesta me desconcierta, pero no cejo en mi empeño.
—¿A ti no te interesan esas cosas? —insisto mientras ella para un taxi—. ¿Por algún motivo especial?
—Se me hace tarde.
—Hey, ¿no me das tu número de teléfono?
Antes dar un portazo aún tiene tiempo de contestar, sin volver siquiera la cabeza:
—Pídeselo a Chloe.
El pasado mes de septiembre Chloe y yo nos fuimos a Los Ángeles por motivos que nunca he acabado de entender pero que ahora, gracias a la perspectiva que da el tiempo, diría que tenían algo que ver con salvar nuestra relación y con el hecho de que Chloe iba a ser la presentadora de los premios MTV, de los que no recuerdo nada excepto conversaciones sobre los Oscar, conversaciones sobre Frida Kahlo, conversaciones sobre Mr. Jenkins, conversaciones sobre las dimensiones de la polla de Dweezil Zappa, el pijama de Sharon Stone, el descaro con que Edgar Bronfman Jr. intentó ligarse a Chloe, los dos únicos caramelos verdes que contenía el paquete que sostuve en mi delirio a lo largo de la ceremonia y, en general, Cindy Cindy Cindy y nada más que Cindy. En todas las fotos que aparecieron en la prensa —en el W, en el US, en el Rolling Stone— salgo con la misma botella medio vacía de Evian en la mano.
Nos alojamos en el Chateau Marmont, en una suite gigantesca con una terraza el doble de grande que la habitación y vistas al sector oeste de la ciudad. Cuando no le apetecía hablar, Chloe se metía corriendo en el baño, conectaba el secador a toda pastilla y dirigía el chorro de aire hacia mi rostro relajado y perplejo. Durante aquellas semanas me estuvo llamando su «pequeño zombi». Me presenté a una prueba para interpretar al amigo de un drogadicto en el episodio piloto de una serie ambientada en un hospital que nunca llegó a grabarse y no conseguí el papel, pero no me importó gran cosa porque iba siempre tan colocado que hasta tenía que leerme dos veces las cosas que Paula Abdul decía en las entrevistas. Chloe siempre estaba «muerta de sed», siempre había algún preestreno al que asistir, siempre decíamos cosas incomprensibles, las calles siempre estaban —inexplicablemente— cubiertas de confeti, Herb Ritts siempre nos invitaba a alguna barbacoa a la que siempre asistían Madonna o Josh Brolin o Amy Locane o Veronica Webb o Stephen Dorff o Ed Limato o Richard Gere o Lela Rochon o los Ace of Base, y donde siempre nos servían hamburguesas de pavo que nosotros siempre regábamos con té frío de pomelo, mientras la ciudad se llenaba de hogueras que rivalizaban con los focos de los estrenos.
En una fiesta que organizó Lily Tartikoff en Barneys para recoger fondos contra el sida explotaron varias bombillas, Chloe tomó mi mano inerte en la suya —áspera— y la apretó una sola vez, a modo de advertencia, cuando un reportero del canal E! se interesó por el motivo de mi presencia y yo le dije que necesitaba una excusa para estrenar mi último esmoquin de Versace. Las escaleras eran tan empinadas que a duras penas logré alcanzar el último piso, pero una vez allí Christian Slater me recibió con una palma en alto y luego llegamos junto a Dennis Leary, Helen Hunt, Billy Zane, Joely Fisher, Claudia Schiffer y Matthew Fox. Alguien me señaló a una tercera persona y comentó en voz baja: «El piercing le salió rana», antes de perderse de nuevo entre los invitados. Se hablaba de taparse la cabeza y de quemarse las uñas.
Mientras deambulaban apaciblemente por ahí, casi todos tenían un aspecto muy sano y bronceado. Otros en cambio estaban tan fuera de sí —en algunos casos, cubiertos de chichones y cardenales— que sus palabras me resultaban ininteligibles. Así pues, traté de no separarme de Chloe para asegurarme de que no recaía en ningún hábito destructivo. Ella llevaba pantalones pirata y maquillaje de Kamali, canceló citas de aromaterapia que yo no sabía que había concertado, y se alimentó casi exclusivamente de granizados de uva, limoncillo y raíces. Evan Dando, Robert Towne, Don Simpson, Victor Drai, Frank Mancuso Jr. y Shane Black dejaron mensajes que ella no se dignó contestar. Los pocos ratos que no estuvo vociferando los invirtió en comprar un grabado de Frank Gehry por algo así como treinta mil dólares, un retazo de niebla de Ed Ruscha por bastante más, varias lámparas de mesa Shogun de Lucien Gau y muchas cestas de hierro que luego fletó a Manhattan. Los desplantes estuvieron a la orden del día. Hicimos mucho el amor. Todo el mundo hablaba del año 2018. Un día fingimos que éramos fantasmas.
Dani Jansen insistía en llevamos a lugares misteriosos. Cuatro personas diferentes me preguntaron cuál era mi animal terrestre favorito, y no pude ni contestar porque no sabía qué animales incluir en está categoría. Estuvimos con dos componentes de los Beastie Boys en una casa de Silver Lake, y allí coincidimos con muchas rubias con el pelo rapado y también con Tamra Davis, Greg Kinnear, David Fincher y Perry Farrell. «Hielo… ¡qué bien!» fue la frase que acompañó nuestros combinados templados de Bacardi y Coca-Cola y nuestras quejas sobre los impuestos. En el jardín posterior había una piscina llena de escombros hasta los topes y varias tumbonas rodeadas de jeringuillas vacías. En toda la cena solo hice una pregunta, que fue: «¿Y por qué no la cultiváis vosotros mismos?». Fui testigo de que es posible emplear diez minutos en cortar una loncha de queso. En el jardín, al lado de la piscina llena de escombros, había un seto podado de tal forma que reproducía la imagen de Elton John. Comimos Vicodin y escuchamos cintas de la Velvet Underground de la época de Nico.
—Comparados con la naturaleza en todo su esplendor, nuestros problemas me parecen mezquinos —sentencié.
—Victor —comentó Chloe—, te recuerdo que eso que tienes a tu espalda es un seto cortado en forma de Elton John.
Luego volvimos a nuestra suite del Chateau, llena de cedés por todas partes y con el suelo sembrado de paquetes vacíos de Federal Express. La palabra «miscelánea» parecía resumir cuanto sentíamos el uno por el otro, o al menos eso decía Chloe. Nos peleamos en Chaya Brasserie, tres veces más en el Beverly Center, luego otra en Le Colonial —durante una cena ofrecida en honor de Nick Cage—, y otra en el House of Blues. Nos dijimos una y mil veces que no importaba, que nos traía sin cuidado, bah, a la mierda: una opción bástante cómoda. Durante una de aquellas discusiones Chloe me llamó «plebeyo» y me acusó de tener menos ambición que un aparcacoches. No puedo decir que tuviera razón ni que dejara de tenerla. Si, después de una bronca, no teníamos que salir, nos encontrábamos con que dentro de la suite no había muchos rincones donde buscar refugio, excepción hecha de la cocina y el balcón, donde vivían dos loros de nombre Blinky y Scrubby el Atontado. Chloe se tendía en la cama en ropa interior, a oscuras, sin más luz que la del televisor encendido y con música de los Cocteau Twins de fondo. Yo aprovechaba estos momentos de tregua para bajar a dar una vuelta por la piscina y leer algún número atrasado de Film Threat o releer el capítulo «La bolsa de plástico como método de autoliberación» del libro Último recurso mientras mascaba chicle o bebía Frutopía. Estábamos en un mundo sin dimensiones.
Una decena de productores fueron hallados muertos en diferentes mansiones de Bel Air. Autografié el reverso de una caja de cerillas de Jones con uno de mis «garabatos ininteligibles» para complacer a una jovencita. Consideré la idea de publicar mi diario en el Details. Maxfields organizó una subasta, pero no nos sentimos con ánimos de asistir, Comimos tamales en rascacielos vacíos y pedimos snacks exóticos en bares japoneses de estilo chic industrial. Compartimos mesa en restaurantes con nombres como Muse, Fusión o Buffalo Club con gente como Jack Nicholson, Ann Magnuson, Los Lobos, Sean MacPherson y un modelo de catorce años llamado Dragonfly, que dejó impresionado a Jimmy Rip. Pasamos demasiado tiempo en el Four Seasons y no el suficiente en la playa. Una amiga de Chloe dio a luz un bebé muerto. Dejé la ICM. Muchos se presentaron como vampiros o bien afirmaron conocer a alguno. Fuimos de copas con los Depeche Mode. Durante aquellas semanas murieron o desaparecieron tantos conocidos nuestros —en accidentes de circulación, de sida, de una sobredosis, asesinados, atropellados, disueltos por mala suerte o por mala voluntad en cisternas llenas de ácido— que Chloe cargó en su Visa casi cinco mil dólares en coronas. Yo estaba guapísimo.
El loft de Conrad, Bond Street, 13.30, la única hora a la que se puede ensayar aprovechando que el resto del vecindario está trabajando o haciendo el imbécil con toda naturalidad en el Time Café durante el almuerzo. Desde la entrada alcanzo a ver a todos los miembros de los Impostores, cada uno junto a su bafle y en una postura diferente: Aztec, camiseta Hang 10 y Fender en el regazo, se está rascando el motivo Kenny Scharf que lleva tatuado en el bíceps; Conrad, el vocalista, poseedor de un cierto y húmedo encanto, ex de Jenny McCarthy, tiene el pelo como un estropajo amarillento y se viste con ropa de lino arrugada; Fergy, envuelto en un cárdigan dado de sí, juega con una Magic 8 Ball como si quisiera saber su futuro mientras mantiene las gafas de sol en equilibrio en la punta de la nariz; Fitzgerald, por último, ex miembro de una banda de rock siniestro, conocido por haberse tomado una sobredosis, haber resucitado, haberse tomado otra sobredosis, haber resucitado de nuevo, haber hecho campaña a favor de Clinton con no demasiado entusiasmo, haber trabajado de modelo para Versace y haber salido con Jennifer Capriati, duerme en pijama en un enorme puf a rayas color fucsia y yuca. En este momento de su existencia, todos han coincidido en este loft sorprendente donde hace un frío glacial y los cedés y las cintas digitales han invadido hasta el último rincón. En la pantalla —la MTV—, imágenes de Presidents of the United States que se mezclan con las de un anuncio de Mentos que se mezclan con las de un tráiler de la última película de Jackie Chan. Infinidad de recipientes de comida vacíos con el logo de Zen Palate conviven con un ramo de rosas blancas que languidece en una botella vacía de Stoli, con la enorme foto de una pobre muñeca de trapo que ocupa una pared entera por obra y gracia de Mike Kelly, con las obras completas de Philip K. Dick alineadas en uno de los anaqueles de la única estantería de la casa, varias lámparas Lava y unos cuantos botes Play-Doh.
Respiro hondo, entro como si tal cosa y me sacudo el confeti de la chaqueta. Todos excepto Fitz levantan la cabeza. Aztec rasguea algo de Tommy.
—He seems to be completely unreceptive —canturrea— The tests I gave him show no sense at all.[25]
—His eyes react to light, the dials detect it —interviene Conrad—. He hears but cannot answer to your call.[26]
—Vale ya —digo con un bostezo mientras abro el frigorífico y me sirvo una cerveza fría.
—His eyes can see, his ears can hear, his lips speak[27] —insiste Aztec.
—All the time the needles flick and rock[28] —corrobora Conrad.
—No machine can give the kind of stimulation needed to remove his inner block[29] —señala Fergy.
—What is happening in his head?[30] —cantan a coro los tres.
—Oh I wish I knew —grita Fitzgerald desde su puf en un momento de lucidez—. I wish I kneeew[31] —repite antes de volver a encogerse en posición fetal.
—Llegas tarde —me espeta Conrad.
—¿Yo? Pero si tardáis una hora sólo en afinar… —Bostezo y me dejo caer sobre un montón de almohadones indios—. Qué tarde ni qué leches. —Bostezo otra vez, bebo un trago de cerveza y me doy cuenta de que todos me están mirando con hostilidad—. ¿Qué pasa? Pero si tendríais que darme las gracias. Por vosotros he cambiado la hora que me habían dado en Oribe para cortarme el pelo. —Recojo un ejemplar de Spin abandonado junto a un viejo narguile y se lo lanzo a Fitz, que ni siquiera se inmuta a pesar del impacto.
—¡«Magic Touch»! —grita Aztec.
Contesto automáticamente.
—Plimsouls, Everywhere at Once, Geffen, tres minutos diecinueve segundos.
—«Walking Down Madison» —insiste.
—Kirsty MacColl, Electric Landlady, Virgin, seis minutos treinta y cuatro segundos.
—«Real World».
—Jesus Jones, Liquidizer, SBK, tres minutos tres segundos.
—«Jazz Police».
—Leonard Cohén, I’m Your Man, CBS, tres minutos cincuenta y un segundos.
—«You Get What You Deserve».
—Big Star, Radio City, Stax, tres minutos cinco segundos. —Bostezo—. Me las pones demasiado fáciles.
—«Ode to Boy».
—Yaz, You And Me Both, Sire, tres minutos treinta y cinco segundos.
—«Top of the Pops». —Aztec empieza a perder interés en el juego.
—The Smithereens, Blow Up, Capitol, cuatro minutos treinta y dos segundos.
—Ojalá pusieras el mismo entusiasmo en el grupo —dice Conrad con el tonillo que usa siempre que se pone borde.
—¿Quién trajo la semana pasada una lista de canciones que deberíamos versionar? —le replico.
—Me niego a cantar una versión acid-house de «We Built This City» —protesta él.
—Si no quieres hacerte rico, allá tú —replico con un gesto de indiferencia.
—Las versiones ya no interesan, Victor —interviene Fergy—. Las versiones no dan dinero.
—Eso me dice siempre Chloe[32] —me burlo—. Y si no me lo creo viniendo de ella, viniendo de ti ni te cuento.
—¿A qué viene ese empeño en hacer versiones? —pregunta alguien con desgana.
—Tú —digo señalando a Aztec— eres una de las pocas personas que conozco capaces de versionar una canción que la gente ya ha oído millones de veces de tal manera que parezca absolutamente original.
—Y a ti lo que te pasa es que eres demasiado vago para escribir tus propios temas —Conrad me señala con un dedo acusador que destila veneno indie-rock.
—Yo diría que es el momento ideal para sacar una versión cocktail-mix de «Shiny Happy People».
—Victor —dice Conrad en tono didáctico—, los REM hacen rock clásico, y nosotros no versionamos a clásicos del rock.
—Que paren el mundo, que yo me bajo —masculla Fergy.
—No pongáis esas caras, que Courtney Love ya no cumple los treinta —comento con alegría.
—Es una noticia reconfortante, sin duda.
—¿Cuánto cobrará por las ventas de los Nirvana? —le pregunta Aztec.
—¿Hay contrato prematrimonial? —duda Fergy.
Desconocimiento general.
—Pues no me extrañaría nada que no hubiera visto ni un céntimo desde que Kurt se murió —concluye.
—¡Alto ahí! —protesto—. Kurt Cobain no está muerto. Su música sigue viva en todos nosotros.
—En serio —dice Conrad—, tenemos que empezar a pensar en preparar algo nuevo.
—Si no es mucho pedir, ¿podríamos componer aunque fuera sólo una canción que no empezara diciendo «Esta noche he estao en el picadero, colocao», a ritmo de pseudoreggae? —pregunto—. ¿Ni «Me he encontrao una rata en la cocina. A ver qué hago yo ahora»?
Aztec abre una lata de Zima y rasguea pensativo la Fender.
—¿Cuánto hace que no grabáis una maqueta? —pregunto, y en éstas reconozco a Chloe en la portada del último número de Manhattan File, al lado de un Wired recién salido de la prensa y un ejemplar del YouthQuake del que fui portada. Alguien me ha pintarrajeado, con un rotulador violeta.
—Una semana —contesta Conrad, resentido.
—Eso equivale a un millón de años —digo mientras hojeo la revista en busca del artículo sobre Chloe. La despedida de las pasarelas, el contrato de Lancôme, su dieta, sus papeles en el cine, los rumores siempre desmentidos de su adicción a la heroína, lo mucho que desea tener hijos («Y un parque enorme y todo lo demás», afirman que dijo), una foto de los dos en los premios Moda y Música del canal VH-1 en la que se me ve mirando a la cámara pero con la cabeza en las nubes, una foto de Chloe en la fiesta que dio el Doppelganger en honor de las Cincuenta Personas Más Maravillosas del Mundo y en la que también aparece (en segundo plano) Baxter Priesdy, etcétera, etcétera, etcétera. Trato de recordar qué clase de relación teníamos Lauren Hynde y yo en Camden, si es que teníamos alguna. Qué importará eso ahora, en este loft de Bond Street.
—Victor —me sermonea Conrad con los brazos en jarras—, nosotros no somos como esos grupos que se meten en el negocio de la música sólo para ligar y ganar pasta.
—¿Sólo? —protesto mientras me incorporo sin apoyar las manos—. ¿Te parece poco? ¿En serio te parece poco?
—Te pasas los ensayos bebiendo cerveza y repasando las revistas en que salís tú y tu novia —dice Conrad desde las alturas.
—Y tú estás anclado en el pasado —le acuso sin entusiasmo—. Discos de los Captain Beefheart, yogurt… Tío, pero tú de qué vas —exclamo—. Y tú, Aztec, hazme el favor de cortarte las uñas de los pies. Santo Dios, ¿no te da vergüenza? ¿Qué haces en todo el día, aparte de asistir a los recitales de poesía del Fez? Coño, tío, apúntate aun gimnasio.
—Hago ejercicio de sobra —se defiende Aztec con recelo.
—Liar porros no es exactamente hacer ejercicio —replico—. Y aféitate, tío, que pareces un macho cabrío.
—Pisa el freno —contesta Aztec— y vete a hacer compañía a tus amigos los famosos.
—¿Así me agradecéis que intente poneros al día? Si por vosotros fuera, aún habría hippies.
Fergy se vuelve hacia mí y se estremece.
—Estáis poniendo en peligro nuestra amistad —protesto, aunque no con el tono de preocupación que cabría esperar.
—¡No te vemos lo suficiente como para poner en peligro nada! —grita Conrad.
—Lo que hay que aguantar —mascullo mientras me levanto con intención de marcharme.
—Eso es, Victor —suspira Conrad—, vete ya. Aquí no nos haces ninguna falta. Vete a inaugurar esa horterada de local.
Agarro mi book y mi bolsa de cedés y me dirijo a la puerta.
—¿Estáis todos de acuerdo con él? —pregunto al llegar junto a Fitz, que se está limpiando la nariz con la camiseta de hockey sobre hielo que usa de almohada. Tiene los ojos cerrados y duerme plácidamente, soñando con paquetes de metadona—. Seguro que él sí quiere que me quede. ¿Verdad, Fitz? —le pregunto, y empiezo a zarandearlo para que se despierte—. Hey, Fitz, despierta.
—No te molestes —dice Fergy con un bostezo.
—¿Qué le pasa al teclas? —pregunto—. Aparte de haberse criado en Goa.
—Que esta noche ha ido de juerga —suspira Conrad—. Está tomando Ibogaine.
—¿Y qué? —insisto sin dejar de zarandear a Fitz.
—Pues que ha desayunado su buena dosis de éxtasis aderezada con demasiada heroína.
—¿Demasiada?
—Exacto.
—Lo dices como si hubiera una cantidad normal.
—Es que la hay.
—Santo Dios —murmuro.
—Victor —se burla Conrad—, ¿por qué no te vas a vivir al campo?
—Desde luego, preferiría tratar con animales de granja que con gente que se bebe su propia sangre. Encima de hippies, vampiros.
—Fitz también padece disforia binocular y el síndrome del túnel carpiano.
—«Shine on, you crazy diamond».[33] —Rebusco en el bolsillo de la chaqueta y me pongo a repartir vales de consumiciones gratis—. Os comunico que dejo el grupo y que los vales sólo se podrán canjear entre las once cuarenta y seis y las doce y un minuto de esta noche.
—¿Te vas? —pregunta Conrad—. ¿Así sin más?
—Si queréis seguir sin mí, tenéis mi bendición —contesto mientras deposito dos vales sobre las piernas de Fitz.
—Como si te importara mucho… —me recrimina Conrad.
—Pues a mí me parece una buena noticia —interviene Fergy, sin dejar de agitar su bola mágica—. Me parece una pasada. Y la bola está de acuerdo conmigo —Fergy nos enseña la Magic 8 Ball, donde, efectivamente, dice: «Es una pasada».
—Toda esta historia del indie-rock me revuelve las tripas —digo—. ¿Me explico?
Conrad no aparta la vista de Fitz.
—Eh, Conrad —propone Aztec—, ¿y si nos vamos a hacer puenting con Duane y Kittty este fin de semana? ¿Qué te parecería? ¿Conrad? —Pausa—. Conrad…
Conrad sigue sin apartar la vista de Fitz.
—¿Os habéis dado cuenta de que nuestro batería es el miembro más lúcido del grupo? —señala cuando me ve salir.