VEINTISÉIS
El cadáver de Venalitor estaba empalado en una espada. Una de las muchas que conformaban una tela de araña de acero que rodeaba las miles de barracas en las que habitaban los seres más pobres de Vel’Skan. La hoja le había entrado por la espalda y salía por el pecho, perforando la armadura justo encima del impacto del disparo bólter de Alaric.
Aún seguía con vida cuando cayó sobre ella. Con la espina dorsal seccionada, Venalitor ni siquiera pudo retorcerse de dolor. Su propio peso hizo que se deslizara lentamente por la hoja oxidada, haciendo que la agonía se extendiera por todo su cuerpo.
Nadie lo vio morir. Debajo de él se estaba librando una batalla sin cuartel. Un combate que se había convertido en una espiral de violencia en la que millones de seres se aniquilaban los unos a los otros. Era una masacre que se había extendido por toda la ciudad y había conseguido infectar a todo Drakaasi.
Venalitor consiguió girar la cabeza para mirar a un lado. En las afueras de Vel’Skan vio una enorme silueta que ardía sobre un río de sangre. Se trataba de un barco, su barco. El Hecatombe se había soltado de los amarres que lo retenían bajo en las entrañas de la ciudad y ahora ardía de proa a popa.
Las runas de protección también estarían ardiendo. El prisionero al que pretendía retener pronto sería libre de nuevo. Venalitor comprendió que debió haberlo matado cuando tuvo ocasión.
Para tratarse de alguien que había dejado de ser hombre hacía siglos, lo último que sintió fue una sensación muy humana.
Venalitor se sintió abatido.
* * *
Alaric contempló como una marea negra se extendía por la ciudad. Los caparazones oscuros de los escaefílidos inundaban cada rincón de Vel’Skan.
Vio a Arguthrax, que luchaba sobre una masa de demonios que avanzaba envuelta en una aureola de fuego y destrucción hacia el palacio de lord Ebondrake. Probablemente, el demonio conseguiría hacerse con el control de la fortaleza del dragón, pero una vez allí se daría cuenta de que el tesoro más preciado que aquellos muros albergaban había desaparecido.
También vio a lord Ebondrake sobre el pináculo de un gigantesco templo, tratando de contener a una horda de ciudadanos que se habían unido en un ejército espontáneo para acabar con el señor más poderoso de Drakaasi. Ebondrake lanzaba una lengua de fuego tras otra, incinerando a docenas de ellos con cada llamarada oscura. Pero, simplemente, eran demasiados; le habían prendido fuego a los cimientos del templo y en aquel momento comenzaban a trepar por las gigantescas columnas. Pronto aquella estructura se derrumbaría, y lord Ebondrake habría desaparecido para siempre.
Escenas similares se repetían por toda la ciudad. Las calles eran como ríos de fuego, los edificios en llamas eran velas ceremoniales. Aquella batalla era como una enfermedad que había infectado cada rincón de Vel’Skan.
Alaric apartó la vista. No había nada que pudiera hacer para acelerar la destrucción de la ciudad. Accionó los mandos de la lanzadera para que comenzara a ascender y puso los motores a máxima potencia hasta alcanzar la velocidad orbital. Echó un vistazo al indicador del nivel de combustible. Gran parte del promethium que había en los depósitos se había evaporado a lo largo de los muchos siglos que la nave había permanecido latente, pero aún quedaba suficiente para escapar de la órbita de Drakaasi, y quizá llegar a algún lugar en el que la Inquisición pudiera dar con él. Aquélla era la razón por la que había abandonado el Martillo de Demonios. Incluso aunque la Tierra Prometida de la que hablaba Erkhar fuera real, en ella no había sitio para Alaric. Aún no.
Los remolinos de la atmósfera de Drakaasi dejaron paso al vacío infecto del Ojo del Terror. Aquél no era un buen lugar en el que moverse a la deriva, pero aun así era más seguro que el planeta del que acababa de escapar. Alaric podría sobrevivir durante años si entraba en estado de hibernación. Su cerebro se apagaría y únicamente mantendría activos los procesos vitales más básicos. Después de lo que había vivido en Drakaasi le vendrían bien unos cuantos años para poder pensar.
Mientras Alaric ponía en funcionamiento el motor principal, una explosión anaranjada cubrió casi por completo la ciudad de Vel’Skan. Era el templo de Ebondrake, que por fin se había derrumbado envuelto en una bola de fuego. Probablemente, a esas alturas Ebondrake ya estaría muerto.
Alaric se dio cuenta de que aquella certeza no le producía la más mínima satisfacción. Las sacudidas de las capas altas de la atmósfera dejaron de agitar la nave, y Alaric abandonó Drakaasi para siempre.
* * *
Raezazel el Malicioso lamió la sangre que corría por el rostro sin vida de Dorvas.
A su alrededor yacían cientos de soldados de Elathran. La cubierta del Martillo de Demonios estaba repleta de cuerpos destrozados y ensangrentados. Había caído sobre ellos como un huracán. Sus pobres mentes, llenas de determinación durante un breve instante, fueron invadidas por el terror y silenciadas por el inmenso poder del demonio.
Se deslizó por los diferentes corredores y cubiertas de la nave. Aquel lugar le resultaba tan familiar como cualquiera de sus múltiples formas. Era como un armazón que se adaptaba perfectamente a él: las capillas y las inscripciones grabadas por unos fieles que nunca llegaron a entender que estaban realizando la voluntad del Caos; la propia estructura de la nave, en sí misma una plegaria entonada en honor al Dios de la Mentira; y el olor y el sabor del engaño.
El Hecatombe se había consumido entre las llamas. Las runas de protección de su prisión flotante habían ardido. Raezazel consiguió escapar. Venalitor lo había castigado con crueldad durante siglos, pero Raezazel seguía siendo un demonio, una criatura de la disformidad, y aún era muy peligroso. Había derramado sangre por las calles de Vel’Skan, divirtiéndose con la masacre que se había apoderado de la ciudad. Hasta que finalmente encontró el Martillo de Demonios tal y como había quedado incrustado en aquel gigantesco cráneo. Conseguir entrar fue muy sencillo, aunque acabar con los soldados de Hathran le llevó más tiempo del que esperaba. Había perdido mucha práctica, pero se sentía pletórico al ser libre de nuevo, y disfrutó matándolos a todos.
Raezazel se abrió paso hasta el puente de mando. A medida que avanzaba, algunos soldados intentaban detenerlo, pero sus ojos quedaban paralizados de terror cuando les atravesaba el estómago con sus tentáculos, o los descuartizaba con las cuchillas doradas que salían de su cuerpo. A algunos les absorbió el alma, dejando tan sólo un caparazón vacío como la piel vieja de algún reptil. Otros murieron fundidos con los muros dorados de la nave o con las entrañas diseminadas por el suelo.
Raezazel volvía a ser poderoso. Era libre de nuevo. Una de sus muchas formas había muerto, pero cien más habían cobrado vida. Se sentía pictórico. Era la mentira que había cobrado forma.
El puente se mostraba ante él. Raezazel fundió la escotilla convirtiéndola en una masa de oro líquido. Dentro encontró la colección de almas más hermosa que había visto en siglos.
Eran creyentes.
Podía notar el olor de su fe. Creían en una religión que había nacido de las cenizas del propio rebaño de Raezazel, de fragmentos de textos sagrados y de recuerdos distorsionados de una peregrinación. Nunca tantos creyentes habían surgido de una mentira.
Raezazel dejó salir una carcajada. Qué visión tan maravillosa. Sin ni siquiera haberlo deseado, la burla de su primer rebaño de peregrinos había dado lugar a una nueva camada de fieles engañados.
El demonio accedió al puente. Había adoptado la forma de una pesadilla.
* * *
Erkhar cogió la pistola automática que había escondido bajo el puesto de control. Ni siquiera se preocupó de apuntar. El demonio que bullía sobre el puente era lo suficientemente grande como para que cualquier disparo diera en el blanco.
En pocos segundos vació más de medio cargador. Los gritos y la sangre se habían apoderado del puente. Hoygens desapareció envuelto en la masa azul y dorada del demonio.
Habían estado muy cerca. Habían conseguido escapar de Drakaasi y de todos sus horrores. Y ahora aquello.
Al menos habían podido saborear la esencia de lo que significaba ser libre. Eso era lo que Erkhar se repetía a sí mismo mientras unos tendones convertidos en hojas afiladas le seccionaban el brazo y le desgarraban el estómago.
El demonio lo levantó sobre el púlpito. La pistola cayó al suelo. La mano que la sostenía había sido cercenada por una hoja dorada. Miró a la maraña de ojos y bocas que se abrían ante él. En aquel mismo instante supo instintivamente que aquel demonio era Raezazel el Malicioso.
Erkhar profirió un grito desafiante. Cien bocas lo devoraron a la vez.
* * *
Raezazel absorbió el alma del fiel que estaba encargado de la navegación, extrayendo la materia insustancial del espíritu del caparazón carnoso que la contenía. Algunos de los peregrinos intentaban huir, o incluso luchar. Los pocos que osaban atacarlo lo entretenían sobremanera, arrojándole desesperadamente cualquier cosa que pudieran encontrar. Un par de ellos tenían armas de fuego que habían sacado de la armería de la nave. Raezazel convirtió en líquido el suelo que los rodeaba, dejándolos hundidos hasta la cintura en una masa de oro fundido, y retorciéndose de dolor mientras sus entrañas eran abrasadas.
El Martillo de Demonios era una nave excepcional. Cuando hubiera acabado con todos los tripulantes del puente, la utilizaría para llegar hasta un nuevo mundo. Y allí empezaría de nuevo. Encontraría un planeta lleno de fieles ignorantes y desesperados y él les daría un profeta. Tzeentch por fin tendría lo que más deseaba.
Raezazel absorbió los recuerdos de un hombre llamado Hoygens. Contempló escenas de una vida de miedo y horror coronada por una deliciosa negación de su propia fe.
Estaba tan extasiado disfrutando con la mente de Hoygens que no se percató de que el último superviviente que quedaba en la nave había cogido una pistola automática.
* * *
Haggard arrancó la pistola de la mano sin vida de Erkhar. Se apoyó sobre el timón de navegación justo cuando Raezazel inundaba con todo su horror el puente de mando. El último de los fieles que quedaban con vida desapareció bajo su masa dorada. Haggard sabía que todos los tripulantes de la nave habían muerto. Era imposible escapar de Drakaasi. Ninguno de ellos sobreviviría.
Finalmente, comprendió que sobrevivir no era suficiente.
Cientos de ojos se posaron amenazantes sobre él. Haggard se quedó paralizado. Aquella era la visión más terrible que jamás había experimentado. Una masa de carne azulada salpicada de hojas doradas que refulgían bajo la luz del puente.
—¿Dónde…? —acertó a musitar—. ¿Dónde están mis amigos? ¿Los has matado a todos?
—Por supuesto —contestó Raezazel con un centenar de voces a la vez.
—Bien —dijo Haggard. El cirujano golpeó con la culata de la pistola el timón de navegación.
El sistema anuló las últimas coordenadas introducidas en el cogitador. El Martillo de Demonios retomó el rumbo anterior, el rumbo a la Tierra Prometida.
Haggard vació el resto del cargador sobre el sistema de navegación. Los controles explotaron envueltos en una nube de chispas y llamas azules. Acto seguido, se desplomó sobre el suelo manchado con la sangre de los fieles.
Raezazel el Malicioso miró a la pantalla. El Martillo de Demonios había variado el rumbo. Las estrellas desaparecieron del monitor para dejar paso a un fisura rojiza abierta en la noche del espacio. Era la grieta, la puerta de la disformidad a la que Raezazel había prometido enviar las almas de Tzeentch.
Los cientos de ojos del demonio se abrieron de par en par, dominados por algo similar al miedo.
Raezazel apartó a Haggard del timón, pero los controles estaban destrozados. El reino de Raezazel estaba en el interior de la mente humana. Las máquinas no eran más que simples herramientas, inútiles amasijos de metal. No podía reconfigurar los cogitadores de la nave como si fueran los recuerdos de una de sus víctimas.
Un gigantesco ojo dorado se abrió en la grieta.
Los motores principales del Martillo de Demonios funcionaban a máxima potencia, empujando a la nave hacia aquella fisura. La imagen del monitor se hacía cada vez más y más grande. El enorme ojo que no parpadeaba hizo que Raezazel se quedara paralizado.
—Raezazel —dijo una voz nacida en la disformidad—. ME PROMETISTE ALMAS. ME PROMETISTE FIELES. Y HAS FRACASADO.
Durante aquellos últimos instantes, Raezazel gritó de terror. Haggard soltó una carcajada.
* * *
Desde la cabina de la lanzadera, Alaric contempló cómo el Martillo de Demonios cambiaba de rumbo. Los motores dejaron una larguísima estela sobre la oscuridad del espacio. La nave se dirigía hacia un trazo rojizo que Alaric supuso que sería la grieta en la disformidad, el destino anhelado por los fieles de Raezazel.
No le quedaba ninguna duda de que todo aquel que fuera en aquella nave estaba condenado: Dorvas y los valerosos soldados de la caballería acorazada de Hathran, a quienes Alaric había vuelto a abandonar; Erkhar, el teniente cuya fe le había permitido mantener la cordura cuando hombres como Gearth habían sucumbido ante la locura y traicionado a sus almas; y Haggard, el único amigo que Alaric tuvo en Drakaasi.
Intentó sentir algo de tristeza por todos ellos. Trató de sentir el peso de todas aquellas muertes sobre su conciencia. Pero estaba exhausto, ya no podía sentir nada.
El caballero gris se reclinó sobre el asiento gravitacional de la lanzadera. Las constelaciones del Ojo del Terror brillaban ante él en toda su infinita complejidad, inconquistables y eternas.
Deseaba dormir. Dejó que su mente descansara en el velo de la hibernación. Las estrellas se apagaron.
* * *
Alaric permaneció en animación suspendida durante más de siete meses.
El nódulo catalepsiano que tenía en el cerebro desconectó todas las funciones excepto la respiración y los latidos del corazón. Cada pocas semanas despertaba para consumir parte de la escasa comida que había en las reservas de la lanzadera y para evitar que sus enormes músculos se atrofiaran. Siempre le resultaba agradable regresar al estado de hibernación, pues en aquel sueño profundo no podía soñar.
Una nave de salvamento que seguía por el espacio a una flota de la Armada Imperial detectó la señal de socorro de la lanzadera. Los tripulantes, pensando que sería una cápsula de lanzamiento de alguna nave de gran tamaño, y que podrían pedir un cuantioso rescate por la tripulación, decidieron atraer la lanzadera. Estaban ansiosos por canjear a los oficiales que habría en el interior por la generosa recompensa que les daría la Armada Imperial. Cuando empezaron a perforar la escotilla de acceso, estaban convencidos de que en el interior encontrarían decenas de oficiales, quizá incluso algún contraalmirante o un comisario de flota, y que aquellos desdichados tripulantes llorarían de alegría al ver a sus rescatadores.
En lugar de eso, lo único que vieron al atravesar la escotilla fue un marine espacial.
No tenían ni la más mínima idea de lo valioso que era aquel pasajero, pero sabían que un astartes era algo tremendamente peligroso. La tripulación se enfrascó en un acalorado debate para decidir si deberían devolver la lanzadera al espacio y dejar que se perdiera a la deriva. El tamaño de aquel marine espacial les hacía pensar que acabaría con las reservas de alimentos de la nave antes de que pudieran regresar a puerto. También había quien estaba a favor de acabar con su vida, pues no cabía duda de que era una especie de monje guerrero dedicado a exterminar malhechores. Alaric puso fin a aquella discusión cerrando de una patada las compuertas de la cubierta de lanzamiento y diciéndoles que los mataría a todos si no lo llevaban adonde él dijera. La tripulación creyó aquella amenaza.
El destino elegido por Alaric fue la fortaleza inquisitorial de Belsimar.
* * *
El general avanzaba con dificultad por el puente. Durante los últimos meses había perdido muchas de sus extremidades, pero aún podía arrastrar su enorme silueta insectoide por la cresta de la colina. Tenía el abdomen cubierto de cicatrices y la mandíbula destrozada, aunque al menos estaba vivo, y eso era más de lo que se podía decir de todos los señores de Drakaasi. Todos habían caído mientras marchaban a la cabeza de sus ejércitos, enfrascados en un conflicto que había durado semanas. Hasta que, finalmente, todos ellos acabaron muertos y convertidos en pasto de las llamas.
El viejo escaefílido contempló el paisaje a su alrededor. Aelazadne se alzaba en la lejanía. Las enormes torres de cristal estaban resquebrajadas y ennegrecidas como una mandíbula desencajada y agonizante. Diseminados por los valles que formaban las ondulaciones de la llanura había grupos de humanos. Salvajes armados con lanzas hechas de piedra que se atacaban los unos a los otros.
Seguramente, nuevos campeones nacerían en aquellos valles. Nuevos héroes para los Dioses Oscuros. Héroes que contemplarían las gigantescas armas herrumbrosas de Vel’Skan y las montañas cubiertas de cadáveres de Gorgath y desearían emular a aquellos que los habían creado. Tanto el general como la nación escaefílida ya lo habían visto antes.
Pero ahora no había nada. No había orden. No había poder, excepto aquel que un hombre podría reclamar sobre los cuerpos sin vida de sus enemigos.
Más escaefílidos comenzaron a aparecer sobre la cresta de la colina.
Muchos de ellos también estaban heridos, pero ahora todos se habían convertido en veteranos de guerra. Había pasado mucho tiempo desde que los escaefílidos marcharon rumbo a la guerra, y antes de que las bandas de salvajes comenzaran a organizarse de nuevo, su nación regresaría a las profundices de la tierra y esperaría a que todo aquello se repitiera.
Pero entre los escaefílidos también había nuevas criaturas. Enormes seres de pieles verdes. La mayoría de ellos no eran más que animales salvajes, incapaces de sostener un hacha como había que hacerlo, pero algunos tenían la inteligencia suficiente como para poder liderar a sus semejantes. Y entre todos ellos había un orko con una sola oreja y un brillo en los ojos que indicaba que quizá fuera capaz de comprender.
Los escaefílidos y los pielesverdes se reunieron en torno al general, inclinando las hojas de las armas a modo de saludo. El general extendió uno de los miembros que le quedaban para señalar hacia la ciudad humeante y el paisaje herido por la guerra infinita.
—¿Lo veis ahora? —preguntó, alzando la voz en lengua escaefílida—. Caos.
* * *
—Este lugar solía ser un mundo muy agradable —dijo el inquisidor Nyxos.
Apoyó su anciano cuerpo sobre la barandilla del balcón. Miró a su alrededor y se detuvo a contemplar un bosque de tonos marrones y grisáceos. Bandadas de depredadores alados luchaban por encontrar algo de alimento sobre las copas de los árboles. El cielo era de color gris, como si estuviera sucio, y en la lejanía, los ríos que bajaban por las montañas estaban teñidos del color del barro.
—Después de toda una vida de servicio uno podía ganarse un retiro en un lugar como éste. Generales, almirantes, esa clase de gente. Buena caza, las mejores chicas y chicos traídos de todos los rincones del Imperio. Narcóticos y calmantes… Una buena recompensa después de un par de siglos luchando en las trincheras. —Nyxos se volvió y esbozó una sonrisa—. Supongo que a este planeta no le gustó todo aquello.
Alaric no le devolvió el gesto. No encontraba nada divertido en Belsimar.
Hubo un tiempo en que aquel montón de muros ruinosos, medio devorados por el bosque, fue una gigantesca fortaleza inquisitorial. Pero todo aquello desapareció cuando el propio planeta se volvió en contra de sus habitantes. La torre principal aún se mantenía intacta, con sus bloques de celdas y sus almacenes. Alaric pensó que en aquel momento se mostraba más hermosa que en cualquier época pasada, con sus enormes mosaicos resquebrajados y su imponente arquitectura invadida por la maleza. Hubo un tiempo en el que Belsimar fue un planeta grandioso, sin duda gracias a las tentaciones de los cultos que adoraban el placer, y a la peligrosa naturaleza del conocimiento que llevaron hasta allí a las gentes más notables de todo el Imperio.
—Ha elegido usted un verdadero agujero para reaparecer —dijo Nyxos.
—El único lugar del Ojo que sabía que no estaba asediado —contestó Alaric—. De hecho, me sorprende haber sido capaz de recordarlo.
Alaric supo que había un asentamiento inquisitorial en Belsimar gracias a un inquisidor bajo cuyo mando estuvo asignado antes de convertirse en juez. Probablemente, aquel inquisidor estaría ahora en algún lugar del Ojo, intentando detener la marea del Caos.
—Lo que a mí me sorprende es que haya conseguido sobrevivir.
—Hualvarn ha muerto.
—Al igual que Thane, pero Dvorn y Visical consiguieron salir de allí.
—¿Dvorn y Visical están vivos? —Por primera vez en mucho tiempo Alaric sintió algo parecido al alivio. Pensaba que él era el único que quedaba.
—Consiguieron llegar a una refinería y escapar en el último contenedor que salió del planeta. Dvorn ha sido asignado a la escuadra de exterminadores del hermano capitán Stern. Visical está en Agripina, a las órdenes del inquisidor Deskanel. Me temo que no tengo ni la menor idea de cómo les va. Las cosas están muy confusas en el Ojo del Terror.
—Pero a pesar de todo han conseguido encontrarme.
—Para eso están los amigos, juez.
Nyxos se sentó en el banco de piedra, junto a Alaric. Aquella estancia había sido una sala de baile en otro tiempo. Había unos enormes ventanales que se abrían sobre la balconada y que miraban sobre un paisaje que una vez fue grandioso. Ahora, una decoración decrépita y un foso de orquesta lleno de hojas muertas eran lo único que quedaba de aquella vieja opulencia.
—Ya he leído el informe preliminar —dijo Nyxos.
—El definitivo tardará aún un tiempo.
—No es algo que corra demasiada prisa. —Nyxos levantó la vista al oír unos pasos que descendían por la escalinata—. ¡Ah, Hawkespur!
La última vez que Alaric vio a la interrogadora Hawkespur pensó que no llegaría a sobrevivir, y a juzgar por su aspecto actual debió de haber estado muy cerca de la muerte. Tenía la parte inferior del rostro llena de marcas y de quemaduras químicas, causadas por la polución que había inhalado en Chaeroneia. Le habían sustituido la mayor parte de la garganta por una unidad de respiración. Aún vestía el uniforme de la Armada, pero estaba totalmente desprovisto de insignias. Llevaba un instrumento muy pesado que parecía diseñado para hacer orificios.
—Ya está listo, señor —dijo con una voz seca y metálica.
—¿Funcionará? —preguntó Nyxos.
—Ha sido probado en los prisioneros de Subiaco con excelentes resultados —contestó Hawkespur.
—En ese caso, adelante, interrogadora.
Hawkespur se colocó detrás de Alaric. Aun estando el caballero gris sentado, la interrogadora tuvo que levantar la máquina casi hasta la altura de los ojos. Unas tenazas apretaron con fuerza el Collar de Khorne que Alaric tenía en el cuello. Un destello ardiente recorrió la nuca del caballero gris. Las pinzas se abrieron de nuevo y Alaric sintió un tremendo dolor y una fuerte presión en el cuello. El metal chirrió, y después produjo un sonido agudo mientras las hojas de aquel artefacto lo atravesaban.
Las dos mitades del Collar de Khorne cayeron al suelo con un estruendo metálico.
Alaric inspiró profundamente. Vio el fantasma de Belsimar, la imagen de un hermoso planeta que refulgía sobre un paisaje lúgubre. Acto seguido, aquella visión desapareció, sustituida por una consciencia renovada y alerta. Alaric oyó el eco del lamento de Belsimar, y el dolor de la guerra en las estrellas que brillaban sobre aquel planeta.
—¿Ha funcionado? —preguntó Nyxos.
—Sí —asintió Alaric, sintiendo un leve estremecimiento en su propia voz—. Vuelvo a ser yo mismo.
—En pocos días estará totalmente recuperado —le aseguró Nyxos—. La desorientación que siente en estos momentos es algo normal. —Acto seguido propinó un puntapié a los restos del collar que había en el suelo—. Deshágase de esto.
Hawkespur recogió las dos mitades del collar con unas pinzas santificadas y abandonó la estancia.
—Me alegro de ver que sigue viva —dijo Alaric cuando la interrogadora se hubo marchado. El caballero gris se tocó las llagas que el collar le había dejado alrededor del cuello.
—Probablemente, ella piense lo mismo de usted —contestó Alaric—. Ese sentimiento resultaría bastante apropiado. Siento decir que durante mucho tiempo lo hemos dado por muerto, Alaric. Cuando descubrimos quién había atacado Sarthis Majoris, nos temimos lo peor. Que el Emperador me perdone, pero en aquel momento deseé que hubiera muerto en el campo de batalla.
—Quizá… —balbució Alaric, aún no acostumbrado del todo a su recién recuperada consciencia—. Quizá eso tampoco hubiera sido tan malo.
—¿Qué le hace pensar eso? —preguntó Nyxos, aunque no parecía muy sorprendido de oír esas palabras—. No hay muchos caballeros grises en la galaxia, ¿qué tendría de bueno perder a uno de los mejores?
—He tenido que hacer cosas terribles para sobrevivir —contestó Alaric—. Hice que los señores de Drakaasi se volvieran los unos contra los otros, tal y como haría un cultista para desatar una rebelión. He tenido que aliarme con herejes y con alienígenas. He enviado a la muerte a mucha gente inocente para conseguir escapar y vengarme. Un caballero gris jamás habría hecho esa clase de cosas. En muchas ocasiones me pregunté si lo correcto no sería simplemente morir, pero… pero no podía, tenía que sobrevivir. Tenía que conseguirlo, y lo que es más, sabía que sobrevivir no sería suficiente.
—¿Acaso teme a la corrupción, juez? —preguntó Nyxos.
—Sí, más que a nada, y ahora sé muy bien lo que significa tener miedo.
Nyxos sonrió de nuevo. Era un hombre muy anciano, debía de tener cientos de años, e incluso para ser un inquisidor había conseguido engañar a la muerte durante mucho tiempo. Probablemente habría visto todas y cada una de las formas que la corrupción era capaz de adoptar, pero que un caballero gris hubiera sucumbido sería demasiado.
—Alaric, hay maneras de purificarse, lo cual no quiere decir que sean sencillas o que no sean dolorosas, pero hay maneras. Nosotros las conocemos.
—¿Podré volver a luchar como caballero gris?
—Esa es una cuestión sumamente interesante. Los Caballeros Grises no sólo pueden servir de un único modo, y tratándose de usted seguro que hay muchos más. Usted tiene imaginación, Alaric, dedicación, y también creatividad. ¿Cuántos caballeros grises cree que habrían sobrevivido en Drakaasi? Y lo que es más, ¿cuántos cree que se hubieran parado a pensar si lo que hacían era o no lo correcto?
—Probablemente, no muchos —contestó Alaric.
—Eso es algo de lo que sentirse orgulloso. Otra de las muchas armas que el Emperador puede blandir. Tengo autoridad para enviarlo de vuelta a las salas de entrenamiento de Titán, en el caso de que sea ahí donde le resulte más útil al Imperio. Pero la situación en el Ojo del Terror es verdaderamente nefasta, y necesitamos algo más que simples soldados, aunque éstos sean caballeros grises. —Nyxos pasó con delicadeza las manos sobre sus ropajes oscuros y acto seguido se levantó—. Nuestra lanzadera despegará dentro de dos horas, rece un poco y concédase un descanso. Piense en lo que puede hacer por el Emperador y no en los pecados que haya cometido en el pasado. Tengo planes muy especiales para usted, juez Alaric. Le sorprendería saber lo que un hombre con sus habilidades puede alcanzar, aunque seguro que a nadie en Drakaasi le queda ninguna duda al respecto. —Nyxos se dio la vuelta para dirigirse a los niveles inferiores de la torre, donde se encontraba el hangar.
Alaric movió la cabeza al sentir como el ojo psíquico que había en su interior parpadeaba por culpa del súbito resplandor. Se alegró de que hubiera permanecido cerrado mientras estuvo en Drakaasi. La fealdad intrínseca de aquel lugar le habría resultado insoportable.
Pensó en Hualvarn y en Erkhar, y en los soldados de Hathran, y en el Martillo de Demonios. Pensó en Raezazel, en Ebondrake y en Arguthrax. Vio los ojos de Venalitor mientras se precipitaba al vacío, la expresión de horror que se apoderó de su rostro cuando se dio cuenta de que había fracasado. Pensar y revivir todo aquello una y otra vez no cambiaría nada.
Alaric juntó las manos frente a su pecho y comenzó a rezar.
—Yo soy el marrillo —susurró—. Soy la punta de su lanza. Soy el guante que protege su mano…