VEINTICINCO

VEINTICINCO

Venalitor dejó tras de sí una hilera de huellas de la sangre de Kelhedros. El duque avanzaba despacio por la sala de trofeos.

Nunca antes había estado allí. Excepto Ebondrake, muy pocos lo habían hecho. Tuvo la sensación de haberse perdido. Jamás habría imaginado que aquel lugar fuera tan grande, ni que hubiera tantos rincones en los que Alaric podía esconderse.

En algún punto del mar de corrupción que ocupaba la mente de Venalitor, la sensación de frustración afloró a la superficie.

—¿Recuerdas a los hombres que mataste durante tu vorágine de locura, Alaric? —preguntó Venalitor—. Yo mismo capturé a muchos de ellos en Sarthis Majoris. ¿Llegaste a reconocer a alguno de ellos mientras lo matabas?

No hubo respuesta, tan sólo oscuridad. La noche había caído sobre Vel’Skan, y la única luz de aquella sala provenía de las lámparas diseminadas por la colección de trofeos. Habían sido colocadas de modo que prolongaran las sombras de las espadas que colgaban de los muros.

—¿Y qué me dices de Skarhaddoth? Yo mismo he visto como acababas con él. Ahora eres el campeón de Drakaasi. ¿Cómo te sientes al convertirte en el sirviente más fervoroso de Khorne?

El sonido de una única pisada llegó hasta los oídos de Venalitor. El duque se detuvo en seco. Tenía la espada en la mano, lista para seccionar las piernas del caballero gris en cuanto cargara sobre él.

Venalitor se volvió y lanzó una estocada contra la silueta oscura que se había movido entre las sombras. Sintió como la hoja atravesaba un cuerpo. Un cuerpo que colgaba de una de las vigas del techo. Era uno de los enemigos de lord Ebondrake que el dragón había colgado en la sala de trofeos.

Había matado algo que ya estaba muerto.

Alaric emergió de pronto de entre un montón de espadas y escudos, haciendo que las viejas armas se esparcieran por el suelo de la sala de trofeos. Una hoja refulgió entre las sombras y cayó sobre la espada de Venalitor, arrancándole el metal de las manos y partiendo el arma en dos.

El duque retrocedió y estuvo a punto de caer al suelo arrastrado por la fuerza del golpe. Las losas de mármol se agrietaron bajo los pies de Alaric. Tenía una alabarda en la mano, el arma némesis de un caballero gris.

La otra mano la llevaba enfundada en un guantelete con un bólter de asalto de doble cañón.

—Espero que Ebondrake apreciara el pequeño regalo que le hiciste. —Durante un instante, Alaric notó como el rostro de Venalitor se llenaba de incredulidad al ver como el caballero gris blandía ahora las armas que le habían pertenecido—. Pues te va resultar mucho más caro de lo que esperabas.

Los ojos de Venalitor se posaron en la empuñadura que aún sostenía en la mano y en la hoja rota por la mitad.

—Ésa era mi espada favorita —gruñó. En aquel momento, el duque decidió abandonar su apariencia habitual y mostrarse como realmente era. La boca y la nariz se fundieron formando un único orificio rodeado de colmillos, y sus ojos se convirtieron en dos pequeñas grietas semejantes a las pupilas de una serpiente. Con un movimiento que debía de haber repetido millones de veces, Venalitor desenfundó dos espadas cortas que llevaba a la espalda.

—Ahora —dijo Alaric— casi estamos igualados.

—Casi —siseó aquella criatura que se hacía llamar duque Venalitor.

El ruido de las hojas al chocar fue tal que pareció que una tormenta se había desatado en el interior de la sala de trofeos. Venalitor daba una estocada tras otra a una velocidad endiablada, pero las hojas de sus dos espadas eran mucho más cortas que la alabarda de Alaric. El caballero gris hizo retroceder a Venalitor a base de fuerza; el mayor alcance de su alabarda le permitía dibujar círculos en el aire, y aunque no eran mortales, eran suficiente como para hacer que Venalitor se replegara paso a paso por toda la sala.

Alaric abrió fuego con el bólter de asalto. Con rápidos movimientos de espada, Venalitor repelió los proyectiles como si fueran insectos. Acto seguido lanzó una estocada dirigida a las piernas del caballero gris. Alaric detuvo el primer golpe con la empuñadura de la alabarda y dibujó con la hoja un semicírculo en el aire para detener el segundo. Inmediatamente después la levantó para intentar alcanzar la garganta del duque, aunque sólo consiguió abrir un enorme corte en su monstruoso rostro. La sangre que brotaba de la herida se transformó en decenas de tendones rojizos que intentaron enredarse en los brazos de Alaric.

El caballero gris los agarró con la mano y se los llevó a la boca. Los mordió con todas sus fuerzas, como si la sed de carne cruda que se había apoderado de él durante su locura hubiera renacido. Los tendones quedaron como muertos, inmóviles. Alaric escupió la sangre que le llenaba la boca.

Era mucho lo que había aprendido en Drakaasi. Ahora podía luchar como un animal cuando era necesario. Había tenido que olvidar todo lo aprendido sobre el combate cuerpo a cuerpo durante su entrenamiento en Titán y dejar que la brutalidad que llevaba escrita en sus genes se apoderara de él. Ahora podía ser más cruel que su enemigo, más salvaje, más sanguinario. Eso era lo que Drakaasi le había enseñado.

Con un solo movimiento Alaric destrozó una de las espadas de Venalitor, le arrancó la otra de la mano y agarró al duque por la muñeca. Sin detenerse, lo levantó sobre su cabeza y lo lanzó contra la gran torre de asedio que dominaba la sala de trofeos. La gigantesca estructura se desplomó lanzando astillas de madera ensangrentada y esquirlas de metal negro por toda la estancia.

Venalitor cayó al suelo de rodillas. Alaric no le dio tiempo a que se levantara. Recogió del suelo una viga de madera y golpeó al duque en la cabeza con tal fuerza que volvió a derribarlo sobre una armadura de ceramita negra.

Venalitor trató de agarrarse a algo, pero no encontró nada. De pronto se halló al borde de un precipicio. El duque había caído junto a la abertura que formaba la enorme cuenca ocular del cráneo. Al otro lado vio la gigantesca forma oxidada del casco del Martillo de Demonios. Los fragmentos de herrumbre caían al vacío mientras la nave comenzaba a cobrar vida.

Debajo se perfilaba la silueta de Vel’Skan.

La visión de la ciudad sumida en la batalla fue suficiente como para que Venalitor se quedara sin palabras. Ejércitos de mutantes y demonios se masacraban mutuamente por las calles. Los estandartes de los señores de Drakaasi temblaban agitados por el fragor del combate. Una lengua de fuego negro le indicó al duque que incluso el propio Ebondrake estaba luchando. Las afueras de Vel’Skan se consumían bajo las llamas, tiñendo la noche de Drakaasi de un enfurecido color rojizo.

Miles de demonios bailaban enloquecidos sobre aquel baño de sangre. Los asesinos competían por ver quién de ellos moriría primero.

—Sobrevivir nunca ha sido suficiente —dijo Alaric.

—Tú… tú has hecho esto —jadeó Venalitor. Su monstruoso rostro sangraba profusamente mientras la rabia dejaba paso a la incredulidad—. Arguthrax y yo… y Raezazel, y Gorgath, toda esta locura… todo esto es obra tuya. Todo formaba parte de tu plan.

—Por supuesto. Soy un caballero gris. No puedo llegar a un mundo como Drakaasi y abandonarlo dejándolo intacto.

—Tú has sido quien ha sembrado la discordia entre nosotros. Nuestro odio ha sido tu fuerza y nuestra debilidad. Nuestro orgullo, nuestra ira, nuestra devoción… en tu mano se han convertido en armas. —Venalitor sonrió—. Los Dioses Oscuros estarían orgullosos de ti, juez.

Alaric jamás había oído algo tan repugnante, y precisamente le resultaba tan odioso porque sabía que era verdad.

El caballero gris abrió fuego con el bólter de asalto directamente sobre el pecho de Venalitor.

La armadura del duque lo protegió de la explosión, pero la fuerza del impacto fue tal que le hizo perder el equilibrio.

Venalitor soltó la espada rota que aún sostenía en la mano mientras se precipitaba hacia el suelo.

El duque cayó al vacío desde la cuenca ocular del gigantesco cráneo que daba forma al palacio de lord Ebondrake. Los tendones de sangre intentaron agarrarse a algo, pero no encontraron nada. Mientras caía, los ojos de Venalitor se encontraron con los del juez. El caballero gris no vio en ellos nada más que una mirada de terror.

Alaric contempló como el duque caía hasta perderse entre las sombras de la noche de Vel’Skan.

Por fin la muerte de Hualvarn había sido vengada. Alaric trató de encontrar algún alivio en ese hecho, pero era algo tan escurridizo como la verdad del demonio Raezazel. No había triunfo posible en aquel mundo de sangre y muerte.

El marine espacial se dio la vuelta dejando tras de sí la silueta en llamas de Vel’Skan y se encaminó hacia el Martillo de Demonios.

* * *

El Martillo parecía temblar a medida que los reactores de plasma se llenaban de combustible sobrecalentado. La capa de corrosión se había desprendido casi por completo, dejando al descubierto el azul del casco y los motivos decorativos pintados en oro. Cuando fue lanzada al espacio por primera vez, debió de haber sido algo verdaderamente espléndido. De hecho aún era una nave extraordinaria, y estaba lista para despegar.

Alaric atravesó corriendo la cámara de tortura arrastrando su enorme armadura tras él. Vio que la rampa de acceso aún estaba abierta, pero a juzgar por el rugido de los motores no permanecería así por mucho tiempo. Había llegado el momento de abandonar Drakaasi.

De pronto oyó pasos detrás de él. El caballero gris se dio la vuelta para ver al orko de una sola oreja y a los pocos de sus seguidores que habían conseguido sobrevivir. Aún estaban cubiertos de sangre de escaefílido.

El cabecilla miró a Alaric, y acto seguido al Martillo de Demonios. En algún lugar de su mente alienígena sabía que aquél era el único medio que él y sus compañeros tenían para escapar de Drakaasi.

La criatura escupió al suelo, soltó un gruñido y se dio la vuelta para regresar con su grupo de criaturas salvajes a las calles ensangrentadas de Vel’Skan.

—¡Juez! —gritó de pronto Dorvas desde la rampa de acceso al Martillo—. ¡Ya hemos activado el piloto automático! ¡Si no te apresuras, tendremos que dejarte aquí!

Alaric ascendió por la rampa justo cuando ésta comenzaba a elevarse en medio del rugido de los motores. El plasma llenaba los conductos de la nave, fluyendo de los reactores a los motores. En el interior de la nave, los soldados de la caballería de Hathran trataban de encontrar algo a que agarrarse. La nave retemblaba cada vez más, arrojando al suelo cualquier cosa que no estuviera asegurada. Las velas cayeron mientras los textos sagrados volaban arrancados de las paredes.

—Veo que has encontrado tu equipo —dijo Dorvas, mirando la servoarmadura que Alaric llevaba consigo—. Parece que has conseguido sacarnos de este planeta. Lo menos que te mereces es recuperarla.

—¿Hacia dónde nos dirigimos? —preguntó Alaric.

—Ya nos preocuparemos por eso cuando estemos en órbita —contestó Dorvas.

Los motores del Martillo rugieron. El estruendo de los generadores invadió las cubiertas.

La nave comenzó a estremecerse. El sonido de huesos al quebrarse indicó que, después de siglos atrapado en el palacio de Vel’Skan, el Martillo de Demonios volvía a despegar.

* * *

El palacio de lord Ebondrake se partió en dos. Enormes fragmentos de hueso comenzaron a caer sobre los cultistas que había debajo. El fuego de los motores hizo saltar en mil pedazos la parte de atrás del gigantesco cráneo, incinerando a docenas de ellos bajo el plasma ardiente que salía de las turbinas. Finalmente, la descomunal calavera se derrumbó, enterrando para siempre la cámara de tortura y la sala de trofeos bajo una montaña de fragmentos de hueso. Por fin, el Martillo de Demonios volaba libre. Lo poco que quedaba de la gruesa capa de corrosión que la había cubierto durante siglos se desprendió completamente y la nave se elevó sobre el cielo de Vel’Skan iluminada por las llamas que consumían la ciudad.

Muy pocos vieron cómo despegaba. La mayoría de los habitantes estaban demasiado ocupados matándose los unos a los otros, y los pocos que contemplaron aquel espectáculo dieron por sentado que se trataba de una de las armas de Ebondrake o de los conspiradores. Quizá los enemigos de Ebondrake la habían enviado para destruir el palacio. O puede que el dragón hubiera decidido revelar su existencia, sacrificando su palacio para que algún tipo de arma ancestral acabara con Arguthrax y con sus aliados.

Lo cierto era que muy pocos se preocuparon por esa cuestión. No fue más que una distracción que los sacó de su éxtasis asesino durante unos breves instantes.

* * *

Alaric intentaba mantener el equilibrio mientras pasaba por una escotilla diseñada para hombres de un tamaño mucho menor que el suyo. El Martillo sufrió una nueva sacudida y el caballero gris estuvo a punto de caer al suelo. No tenía tiempo que perder. Cuando el Martillo abandonara la atmósfera de Drakaasi, quizá sería demasiado tarde.

El puente de mando del Martillo de Demonios estaba decorado con tanto lujo como el resto de la nave. Los muros azules estaban repletos de incrustaciones doradas que narraban diferentes episodios de la vida de Raezazel el Profeta.

La lanzadera de la nave había conseguido sobrevivir intacta durante todos aquellos años, sellada y protegida de las inclemencias de Drakaasi. También era azul y dorada, al igual que el resto de la nave, pero las tallas representaban cientos de bocas diferentes. Alaric se estremeció al comprender que aquél era el símbolo de Raezazel. Un centenar de bocas se abrieron en el cuerpo del demonio cuando éste intentó tentarlo. El caballero gris abrió la escotilla de acceso y arrojó la armadura al interior. Podría usarla de nuevo una vez que hubiera sido purificada.

—Buena idea —dijo Gearth. Alaric se volvió para ver al asesino detrás de él. Aún estaba cubierto de sangre y de pinturas de guerra—. Este trasto está pilotado por locos. Creen que pueden volar directamente hasta el culo del Emperador. Si se equivocan, podemos acabar en cualquier rincón olvidado de la galaxia, y si están en lo cierto… bueno, digamos que yo y el Emperador nunca nos hemos llevado demasiado bien.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó Alaric.

—Lo mismo que tú —contestó Gearth—. Intentar salir de este trasto para buscarme la vida yo solo. Eres un tipo duro, juez, pero no conoces los bajos fondos del Imperio tan bien como yo. Eres bueno con la espada, pero yo soy capaz de encontrar la manera de escapar del Ojo. Te vendría muy bien tener a tu lado a alguien como yo.

—Una vez me dijiste que no sabías por qué cometiste aquellos crímenes, por qué mataste a aquellas mujeres —dijo Alaric.

Gearth miró a su alrededor, como si tuviera miedo de que alguien hubiera escuchado esas palabras.

—Sí, supongo que no sé por qué lo hice, pero ¿qué importa eso ahora?

—Y nunca lo sabrás. —Alaric disparó a Gearth directamente en el estómago. El proyectil le perforó el abdomen, le seccionó la espina dorsal y salió por la espalda. Gearth se desplomó sobre el suelo.

—El Dios… —intentó decir con la boca llena de sangre—. El Dios de la Sangre… prometió…

Alaric estaba en el umbral de la escotilla de la lanzadera.

—¿Vas a… dejarlos a todos…? —preguntó Gearth. Su voz agonizante apenas era perceptible en medio del estruendo de los motores—. ¿Vas a dejar que… los soldados de Hathran… que todos ellos… mueran aquí?

El caballero gris ignoró aquellas palabras y desapareció tras la escotilla de la lanzadera.

La cabina era tan angosta que apenas había sitio para él. Alaric accionó la palanca de eyección y las compuertas del fuselaje se abrieron de par en par. El oxígeno de la cubierta de lanzamiento fue succionado por la atmósfera exterior arrastrando consigo el cuerpo de Gearth, que se perdió en la oscuridad de la noche de Drakaasi. El caballero gris imprimió máxima potencia a los motores y comenzó a alejarse de la enorme silueta del Martillo, sintiendo como los chorros propulsores de los gigantescos motores de nave sacudían la pequeña lanzadera.

Tuvo que maniobrar con destreza para mantener el control hasta que finalmente consiguió alejarse de la estela del Martillo.

Ahora sí que había llegado el momento de salir de Drakaasi.

* * *

—La cubierta de lanzamiento se ha abierto —dijo Haggard, agarrándose a una de las muchas reliquias del puente para no perder el equilibrio—. Alguien ha utilizado la lanzadera para abandonar la nave.

—Entonces, ese alguien no merece la recompensa de la Tierra Prometida —contestó Erkhar con tranquilidad.

Las capas superiores de la atmósfera de Drakaasi comenzaban a sacudir el casco de la nave haciendo que el puente de mando se estremeciera. Pero Erkhar estaba tan tranquilo que daba la impresión de estar navegando por un mar en calma. La grieta en la disformidad estaba justo delante de ellos, inundando el puente con una luz escarlata y disponiéndose a tragarse al Martillo de Demonios.

—¿Qué es eso? —preguntó Haggard.

—La grieta —contestó Erkhar—. Desactivad el piloto automático. Sacaremos esta nave de Drakaasi manualmente.

—Sí, teniente —asintió uno de los fieles que estaba a cargo del control de navegación.

—El Emperador nos mostrará el camino —afirmó Erkhar mientras la grieta en la disformidad desaparecía de la pantalla y la nave encaraba la nebulosa del Ojo del Terror—. No tenemos más que escuchar sus palabras. En nuestras oraciones, en nuestros sueños, ahí es donde encontraremos el camino que nos llevará a la Tierra Prometida.