VEINTICUATRO
—¡Sabía que esto ocurriría! —gritó lord Ebondrake.
Su voz retumbó por todo el valle Antediluviano. Las colinas que lo delimitaban eran enormes hojas de hachas y lanzas, las armas más antiguas y primarias de Vel’Skan. Aquel valle era una grieta abierta en el corazón de la ciudad, una herida cada vez más profunda tras miles de años de guerras. El ejército enemigo, integrado por las milicias personales de varios de los señores de Drakaasi se había hecho fuertes en el fondo del valle. Los esclavos de Arguthrax estaban encadenados a postes clavados en el suelo coronados por estandartes con runas. Tiresia había convocado a todas las tribus que le habían jurado lealtad. Sin embargo, el contingente de Scathach era el más numeroso, formado por batallones enteros de soldados que esperaban solemnes a que la batalla comenzara. Había desde compañías de infantería hasta batallones de caballería. Toda aquella fuerza había sido movilizada con rapidez. El plan era caer sobre Ebondrake y acabar con él antes de que tuviera tiempo para responder.
Pero Ebondrake vivía en un permanente estado de alerta. Estaba preparado.
—Podríais haber tardado un millón de años —las palabras del dragón retumbaban por todo el valle acompañadas por lenguas de fuego negro—, o quizá tan sólo un instante, pero sabía que os volveríais contra mí. Así es como funciona la maquinaria de Drakaasi. Soy tan viejo como estas montañas, y como las estrellas que brillan sobre nuestras cabezas. Cuando miro atrás, lo único que puedo recordar es una espiral de traición infinita. Me dije a mí mismo que cuando llegara la hora, le plantaría cara. Todo lo que habéis hecho ha sido inevitable, y no hay ni uno solo de vuestros movimientos que no haya previsto.
De pronto, miles de caparazones negros comenzaron a emerger entre las grietas de las gigantescas armas que daban forma al valle Antediluviano. El ejército de escaefílidos comenzó a formar detrás de lord Ebondrake, enarbolando los estandartes de las verdaderas tribus nativas de Drakaasi. El general del ejército insectoide, con su caparazón marchito tras siglos de habitar bajo la superficie, se acercó a lord Ebondrake.
—Sois el maestro de mi maestro —siseó la criatura entre sus enormes mandíbulas.
—Entonces, vosotros sois los sirvientes de mi sirviente —recalcó Ebondrake.
El general hizo una señal al ejército. Todos los escaefílidos desenfundaron sus armas. Las criaturas insectoides aún seguían formando a la entrada del valle. Debía de haber cientos de miles de ellas.
—¡La voluntad de Khorne está de nuestro lado! —gritó Arguthrax como respuesta a las palabras de Ebondrake—. ¡Vos habéis orquestado esta revuelta en el corazón de nuestra ciudad! ¡En los albores de la celebración de sangre más gloriosa que Khorne jamás haya contemplado! ¡Y todo para intentar unirnos bajo vuestro mando! ¡Esto no es una lucha de poder, lagarto negro! ¡Es una excomunión! ¡Khorne reniega de vos! ¡Su ira se ha vuelto en vuestra contra! ¡Y nosotros, los verdaderos señores de Drakaasi, somos el instrumento de esa ira!
—¿Acaso me acusáis a mí de traición? —Ebondrake se irguió lleno de ira. Lenguas de fuego negro comenzaron a salir de su garganta—. ¡La blasfemia del coliseo no ha sido más que otra de vuestras artimañas para distraer mi atención mientras tratabais de traicionarme! ¡Sois unos ingenuos por pensar que eso os acercaría a la victoria!
Thurgull, una criatura ancestral salida de las profundidades de Drakaasi, comenzó a deslizarse por una de las paredes del valle arrastrando sus tentáculos y su masa de carne gelatinosa. Sus seguidores se movían junto a él, más pequeños pero igualmente mortíferos, con sus picos curvados incrustados en sus cuerpos de molusco. Los cadáveres que había en el suelo comenzaron a estremecerse. El Señor de los Huesos, que contra todo pronóstico se había puesto del lado de Ebondrake, avanzaba entre los cuerpos sin vida dejando que bebieran el líquido que goteaba de su mortaja.
El ejército de Ebondrake era una fuerza temible. Pero Golgur, el Señor de la Maza, acababa de unirse a los conspiradores acompañado por su jauría de sabuesos salvajes. Tras una señal de Arguthrax, los esclavos que había encadenados a los postes empezaron a retorcerse. Rayos rojizos brotaron de los ojos y de la boca de aquellos mutantes. Los aliados de Arguthrax en la disformidad empezaron a emerger al espacio real para poseerlos.
—¡Basta de charla! —gritó Tiresia mientras armaba su arco con una flecha en llamas.
—¡Al menos en eso estamos de acuerdo! —rugió Ebondrake. Y soltando una gigantesca lengua de fuego negro, el dragón se lanzó a la carga.
* * *
Una sensación de satisfacción salvaje se apoderó de Alaric mientras golpeaba con la frente la nariz de Venalitor.
El duque retrocedió tambaleándose, tropezando con la mesa y haciendo que el planetario cayera al suelo. Aquel complejo instrumento se rompió en mil pedazos, desperdigando pequeños planetas de bronce a través de toda la cámara.
Venalitor trató de coger la espada, pero Alaric seguía sobre él. El caballero gris no recordaba en qué momento había perdido la cordura, pero sus músculos sí. Parecía como si agarrar a Venalitor por el cuello y golpearle la cabeza una y otra vez sobre la superficie de la mesa fuera lo más natural del mundo. Finalmente, la tabla se partió en dos y Venalitor cayó al suelo. Alaric se lanzó sobre él, intentando arrancarle los ojos y romperle el cuello.
Venalitor colocó la rodilla bajo el vientre de Alaric y con un golpe seco se quitó de encima al caballero gris. Alaric salió de la cámara de estrategia escabulléndose sobre la sangre de Kelhedros.
Estaba en la sala de trofeos de lord Ebondrake.
Cuerpos y armas colgaban de los muros. Un cadáver destripado yacía sobre un pedestal. Estaba cubierto de oro e innumerables zafiros y rubíes resaltaban sus heridas. Era humano, quizá un general de la Guardia o un noble de algún planeta. Estaba tumbado sobre la superficie de mármol como si fuera una estatua cubriendo un sarcófago. Alaric pudo ver su rostro angustiado, y por un instante dudó si aquel cuerpo habría pertenecido a una mujer.
Alineadas en el muro había decenas de espadas alienígenas. Frente a él también había decenas de cráneos, lo único que quedaba de las criaturas dránidas que Ebondrake había aniquilado. Una gigantesca torre de asedio se alzaba en el centro de la estancia. Había sido forjada en metal negro, y cientos de rostros agonizantes contemplaban la estancia incrustados en su silueta oscura.
Aquella cámara debía de ocupar al menos una tercera parte del cráneo que coronaba el palacio. Y las armas que Ebondrake había capturado a sus enemigos, junto con lo poco que quedaba de sus cuerpos, cubrían los muros hasta llegar al techo: columnas rematadas con cráneos de criaturas gigantescas; candelabros hechos con cientos de manos cercenadas; espadas fracturadas que se clavaban en estatuas revestidas con pieles cubiertas de tatuajes; cuerpos enteros bañados en bronce o congelados en bloques de hielo, donde las unidades de criogenización los mantenían con vida; cientos de lanzas y espadas, los botines de miles de batallas, de duelos y de traiciones. Una ilustración aterradora e irrefutable de lo que lord Ebondrake era en realidad.
Alaric se ocultó entre las sombras que proyectaban dos gigantescas estatuas momificadas que aún estaban empaladas en las lanzas con las que habían sido ejecutadas.
Durante un instante trató de evaluar la situación como sólo la mente de un marine espacial podría hacer. Pudo haber elegido cualquiera de las miles de armas que colgaban de los muros de aquella sala de trofeos, pero Venalitor era implacable con la espada, el mejor al que Alaric jamás se había enfrentado.
Era demasiado bueno.
—¡Deja de esconderte, marine espacial! —rugió Venalitor, irrumpiendo en la sala de trofeos—. ¡Tu Emperador debe de ser un dios infame si incluso sus mejores luchadores se esconden como tú!
—Tu técnica con la espada tiene demasiadas florituras —contestó Alaric—. Lo noté cuando me venciste en Sarthis Majoris. Una cosa así no se olvida. —El caballero gris cogió la espada de la estatua momificada que había a su lado. Era una cimitarra de bronce con infinidad de runas talladas en la hoja. Alaric la extrajo con cuidado del pecho del cadáver—. Si algo he aprendido en este planeta, es que cualquier derramamiento de sangre es algo horrible.
—¡El derramamiento de sangre es un arte! —gritó Venalitor—. ¡Y tú vas a ser mi lienzo!
El duque se abalanzó sobre los cuerpos momificados. La armadura refulgía a su alrededor como unas alas de bronce. Alaric trató de detener la estocada con la cimitarra, pero el golpe partió en dos la hoja curvada. Alaric rodó por el suelo, extrajo una lanza del cráneo de otra estatua y detuvo el siguiente golpe. La hoja de Venalitor pasó a menos de un centímetro del cuerpo del caballero gris antes de partir la lanza por la mitad.
Alaric saltó hacia adelante y hundió la rodilla en la ingle del duque. Venalitor se tambaleó y dobló el cuerpo atenazado por el dolor. Alaric aprovechó ese momento para golpear al duque con tanta fuerza que Venalitor cayó de espaldas sobre los cuerpos momificados, levantando una nube de miembros resecos y esquirlas de hueso.
—Demasiadas florituras —repitió Alaric.
Venalitor se puso en pie. Soltó un gruñido y, por un momento, la verdadera naturaleza de aquel temible guerrero afloró a la superficie: unas fauces amenazantes envueltas en decenas de colmillos y unos ojos negros y afilados como los de un reptil.
Sin embargo, en aquel instante nadie vio su verdadera apariencia. Venalitor se preparó para la siguiente estocada. Miró a su alrededor. Alaric había desaparecido.
Aquello no era propio de un marine espacial, aunque eso ya no importaba. Alaric no era más que una simple presa, otro pasatiempo, una vida a la que poner fin. Venalitor musitó una breve oración para que Khorne mantuviera su espada afilada y alerta. Acto seguido comenzó la cacería.
* * *
—Parece que el sistema de navegación se mantiene intacto —dijo Erkhar casi sin aliento—. ¡Alabados sean el Emperador y todos sus santos! —A continuación subió hasta el puesto de control y comenzó a leer los datos del panel que tenía delante—. ¡Funciona! ¡Aún queda plasma en los conductos! ¡Los reactores se están calentando!
La sonrisa de esperanza que apareció en los rostros de los fieles fue razón suficiente para haber llegado tan lejos. Fue como un momento de éxtasis, como si el rostro del mismísimo Emperador se hubiera proyectado sobre el puente del Martillo de Demonios, bendiciendo a los fieles de Erkhar con su gracia.
La nave aún funcionaba. La Tierra Prometida era real.
—Los vectores de despegue están siendo cargados —dijo uno de los fieles desde el puesto de control, rodeado de bloques de cristal transmisor de datos—. Todos los sistemas preparados. En cuanto los retrocohetes estén activados y los motores principales estén listos, podremos despegar.
—Un momento —dijo Erkhar—. Los seguidores de Raezazel programaron esta nave para atravesar una grieta abierta en la disformidad. Las coordenadas para el salto aún estarán en el sistema de navegación. Usadlas para despegar, pero desactivad el sistema en cuanto estemos en órbita, de lo contrario nos adentraremos directamente en la disformidad.
—¿De modo que… ya está? ¿Está lista para despegar? —preguntó Hoygens. Aquel hombre parecía muy confuso. Los acontecimientos que se estaban sucediendo en los últimos minutos eran demasiado para él. Hacía muy poco que todos aquellos esclavos habían estado a punto de morir en el coliseo de Vel’Skan. Y ahora estaban en una nave lista para despegar.
—Sí —contestó Erkhar—. Es un milagro. A todos aquellos que alguna vez negaron que la luz del Emperador llegaría a brillar en este mundo, ¡yo os entrego el Martillo de Demonios!
El Martillo era un transporte digno del mismísimo Emperador. Aunque la exposición a los elementos de Drakaasi había cubierto la nave con una gruesa capa de corrosión, el interior era magnífico. Los seguidores de Raezazel no habían dejado al azar ni un solo detalle. Los corredores y las diferentes cubiertas brillaban con tonos azules y dorados, y todas y cada una de las puertas y escotillas de la nave estaban presididas por la imagen de algún santo. Había capillas dedicadas al Emperador en cada rincón. Desde pequeños nichos con velas y textos sagrados hasta los enormes altares que dominaban las grandes cámaras de asamblea, cada uno de ellos representando al Emperador como liberador, protector y vengador. El puente de mando era un verdadero relicario repleto de osarios y cálices que contenían sangre de santos que flotaban por toda la cámara dispuestos sobre pequeñas unidades gravitacionales. El puesto de mando estaba rodeado por una aureola de luz dorada. Erkhar jamás había visto algo tan hermoso, ni siquiera antes de ser esclavizado en Drakaasi. El Pax Deinotatos había sido una nave horrenda, un amasijo de acero oxidado y retorcido, pero el Martillo era un altar volante dedicado a la gloria del Emperador.
—En ese caso… quizá deberíamos rezar —dijo Hoygens con cierta indecisión.
—Rezaremos cuando estemos en órbita —replicó Erkhar. El oficial accionó un interruptor que activó el sistema interno de comunicaciones de la nave—. ¿Sala de máquinas?
—Lo recibo alto y claro, teniente. —Era la voz de Gearth. Erkhar se estremeció ante la idea de que aquel asesino fuera a viajar en su nave sagrada. Pero cuando llegaran a la Tierra Prometida, él también sería juzgado junto a todos los demás.
—¿Cuál es el estado del reactor?
—Parece que funciona. Actividad al veinticinco por ciento, si es que eso tiene algún significado.
—Sí que lo tiene —afirmó Erkhar—. Mantenme al corriente.
—Recibido, teniente.
—Teniente —lo llamó uno de los fieles encargados del sistema de navegación—. Creo que debería ver esto.
Erkhar se dirigió apresuradamente al puesto de control y examinó con detenimiento la lectura cartográfica.
—Eso es Drakaasi —dijo el esclavo a cargo del sistema de navegación mientras señalaba un pequeño planeta que apareció en la pantalla—. Y ésta es la ruta original. Aún está cargada en los cogitadores de navegación. Parece ser la ruta que seguía la nave cuando se estrelló en este planeta.
Erkhar siguió con la mirada la trayectoria que el Martillo de Demonios debió de haber seguido. Su destino final estaba muy cerca de Drakaasi. Una nave tan rápida como aquélla podría llegar hasta allí en menos de una hora.
—Estaban muy cerca. Debió de ser la voluntad del Emperador lo que hizo que el Martillo se estrellara en Drakaasi cuando estaba tan cerca de llegar a su destino. Fuera lo que fuese lo que les ocurrió a los peregrinos del Martillo cuando se estrellaron aquí, probablemente no habría sido mucho peor que lo que los esperaba al otro lado de aquella grieta.
—Tenemos posibilidades de evitar esa zona —dijo el esclavo—. Pero ¿después qué?
—Primero huiremos de Drakaasi, y luego del Ojo, si es que podemos —anunció Erkhar. De pronto los ojos se le iluminaron—. Después encontraremos la Tierra Prometida.
* * *
Todo ser vivo de Vel’Skan había decidido el bando en el que iba a luchar.
La traición se extendió por las calles de la ciudad como una epidemia de odio. Los herreros blandían sus martillos los unos contra los otros. En las plazas, los demonios lanzaban a las unidades que tenían a su cargo contra las tropas de sus aliados. Los señores corrían por las calles sin saber quién era amigo y quién enemigo. Los cuchillos hendían la carne de aquellos que se aventuraban a adentrarse en los callejones oscuros. La mitad de los habitantes de la ciudad habían jurado lealtad a lord Ebondrake y a la monarquía de Drakaasi. La otra mitad sólo pensaba en acabar con la clase dominante y en extender el caos y la anarquía por las calles de la capital.
Dos ejércitos luchaban una cruenta batalla por todo Vel’Skan. No sólo en el valle Antediluviano, sino también en cada templo, en cada forja, en cada lugar en el que se pudiera combatir hasta la muerte.
En el valle, el propio lord Ebondrake lideraba la carga. Sus enormes alas se agitaron en el aire mientras caía sobre Tiresia la Cazadora. Acto seguido lanzó hacia el cielo su cuerpo destrozado para engullirlo sin piedad mientras aún le quedaba un hilo de vida. Una lluvia de flechas y lanzas cayó sobre él. Lleno de ira, el dragón lanzó una lengua de fuego negro sobre las tribus leales a Tiresia, aniquilando en un solo instante a cientos de mutantes y reduciéndolos a una masa de esqueletos calcinados y humeantes.
El ejército de Scathach intentaba detener la marea de escaefílidos. El propio Scathach desenfundó el viejo bólter que llevaba a la espalda, una reliquia de sus días en las Legiones Traidoras, y lanzó una cortina de proyectiles sobre el ejército insectoide. Los guerreros del antiguo marine traidor luchaban por hacer frente a la avalancha de caparazones negros.
Los esclavos encadenados al suelo comenzaron a explotar. Una lluvia de vísceras y sangre se desparramó sobre el valle cuando los demonios de la disformidad empezaron a poseerlos. Los cuerpos de los mutantes refulgieron con un brillo maligno mientras nuevos miembros se abrían paso retorciéndose entre la carne, vomitando vísceras y sangre hirviendo. Cuando todos los seres de la disformidad hubieron ocupado a sus nuevos huéspedes, el ejército de poseídos se abalanzó sobre las tropas de Thurgull. Las hordas de muertos del Señor de los Huesos recibieron a los demonios y se sumieron en una cruenta batalla.
El combate comenzó a traspasar los límites del valle. Demonios y criaturas horrendas salidas de las profundidades del océano luchaban en las galerías de los templos y en los vestíbulos de los edificios sagrados, destrozando reliquias y estatuas erigidas en honor a Khorne. Los pocos cazadores de Tiresia que aún seguían con vida trasladaron la batalla a los cielos de Vel’Skan, volando a lomos de sus bestias aladas y luchando contra los demonios que revoloteaban entre las puntas de las gigantescas lanzas que se alzaban sobre la ciudad.
Al cabo de un tiempo, ya nadie recordaba por qué luchaba. La sombra de la traición planeaba sobre ambos bandos, pero los detalles de la conjura se habían hundido en el baño de sangre. Arguthrax, que enarbolaba una gran maza mientras sus esclavos arrastraban el enorme caldero sobre el océano de cadáveres, ni siquiera recordaba por qué había ordenado a su ejército que cayera sobre la masa de escaefílidos. El Señor de los Huesos también dejó que el detonante de aquella batalla se perdiera en el pozo de su memoria, y ahora se afanaba en devolver a los miles de cadáveres un hilo de vida que les permitiera alzarse de nuevo contra aquellos que ya los habían matado una vez.
Sólo Ebondrake recordaba por qué luchaba. En medio de la matanza, una parte de él se mantenía lo suficientemente fría como para recordarle que si perdía aquella batalla, perdería también Drakaasi. El dragón prefería morir como rey que vivir como esclavo. Como fiel y leal sirviente del Dios de la Sangre, lord Ebondrake anhelaba la muerte tanto como anhelaba la victoria, y no había ni un solo rincón de Vel’Skan que no estuviera inmerso en aquella espiral de sangre y destrucción.
* * *
El eco de la batalla de Vel’Skan se extendió por Drakaasi como un terremoto que hizo estremecerse el corazón del planeta. Todas las grandes ciudades lo sintieron, y también éstas quedaron divididas. Los millones de seres deformes que ocupaban el Azote comenzaron a atacarse los unos a los otros con cualquier cosa que fueran capaces de encontrar. Al poco tiempo, el océano estaba tan repleto de cadáveres que los peces demoníacos emergieron de las profundidades abisales, atraídos por la sangre que goteaba del matadero en que se había convertido la ciudad flotante.
El canto de Aelazadne se volvió oscuro y discordante cuando las miles de voces que lo entonaban empezaron a ahogarse en un gorjeo sangriento. Las viejas líneas de batalla de Gorgath se reabrieron de pronto. Dos ejércitos se masacraban en medio de una marea de sangre, uno bajo el estandarte del dragón y el otro bajo la divisa de los rebeldes. La sangre de las cloacas de Ghaal comenzó a bullir. La noche cobró vida hostigada por el sonido del metal atravesando la carne.
Poco a poco, Kharnikal comenzó a devorarse a sí misma.
Drakaasi temblaba. La luz del día se volvió roja, mientras en el otro hemisferio las estrellas brillaban como rubíes rojos engarzados en una noche de sangre. El viento azotaba las interminables llanuras, despertando a todo ser viviente con un rugido de muerte. Sectas olvidadas convirtieron los bosques en laberintos de canibalismo en los que depredadores y presas devoraban a sus semejantes. Incluso en las profundidades abisales del océano, criaturas gigantescas nunca vistas en la superficie se masacraban unas a otras con sus enormes fauces marinas.
Pero el viento también traía consigo un sonido que se alzaba por encima de los gritos de guerra y de los alaridos de los muertos.
Era el sonido de una carcajada.
Khorne estaba disfrutando de aquel espectáculo.